Capítulo II. La pesada carga de la Victoria.

CAPITULO II

La pesada carga de la Victoria

HASTA EL 3 DE ENERO DE 1939 NO SE HABÍA proclamado el estado de guerra en los territorios republicanos, con lo que la Zona Centro-Sur, aislada del gobierno republicano que tenía su sede en Barcelona, quedaba de hecho en manos de los militares progubernamentales. En Madrid se hizo fuerte el coronel Casado, comandante en jefe del ejército, que se planteaba la necesidad de cambiar la política republicana de resistir a toda costa frente al enemigo.

Tras la derrota de Cataluña dimitió el presidente Azaña y las potencias europeas reconocieron al régimen de Franco, pero el regreso de Negrín a Madrid el 12 de febrero, generó toda suerte de especulaciones sobre la actitud de Casado. El día 5 de marzo éste desobedece la orden de Negrín de presentarse en Elda, población en la que se había establecido la sede de un gobierno errante contra el que se subleva Casado, formando un Consejo de Defensa junto al socialista Julián Besteiro y al libertario Cipriano Mera, con el objetivo de pactar con Franco una paz honorable. El golpe se resuelve por la fuerza de las armas, llevando a las cárceles republicanas a numerosos jefes militares y mandos comunistas que se habían opuesto al mismo. Sintiéndose impotente, Negrín abandona España en avión, al igual que los dirigentes comunistas. Como consecuencia, en la España republicana no había otra autoridad que la del Consejo Nacional de Defensa, pero este solo podía disponer de un ejército dividido y descohesionado. Las negociaciones de Casado con los franquistas fracasan: no habrá «paz honrosa», sino rendición incondicional [1].

El 26 de marzo de 1939 las tropas nacionales avanzan en los frentes de Extremadura sin encontrar resistencia, y en pocos días todo acaba para la República. Dos días después Casado, con sus más cercanos colaboradores, parte hacia Valencia, donde embarca en un buque inglés: las tropas franquistas entran en Madrid sin disparar un solo tiro y capturan grandes bolsas de soldados republicanos. Los ejércitos republicanos se han desmoronado y se repliegan desordenadamente hacia Levante. Para muchos republicanos, soldados y civiles, el puerto de Alicante se convierte en la última esperanza de alcanzar un exilio casi imposible para la mayoría, y allí se congregan 15 000 personas (jefes militares, combatientes, significados republicanos, dirigentes políticos, guerrilleros, policías, mujeres, ancianos y niños). El mismo día 28 parte el buque Stambrook, con todos los que pueden embarcar, y al día siguiente la multitud restante se apiña en el recinto del puerto a la espera de los barcos prometidos, que no llegan. Acaban por rendirse a las tropas italianas del general Gámbara, tras lo que son desarmados y conducidos a campos de concentración, cárceles, conventos y diversos edificios habilitados como prisiones. El 1 de abril de 1939 se da desde Burgos el último parte de guerra: «En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado a las tropas nacionales sus últimos objetivos. La guerra ha terminado».

CONSIGNA: LIMPIAR MADRID

Madrid había caído tres días antes, el 28 de marzo de 1939, cuando sus trincheras quedaron abiertas al ejército de Franco, que concentró en los alrededores a más de 300 000 hombres. Dentro, la población aguardaba expectante, entre el miedo, el deseo de huida y la ocultación, cuando no la resignada acomodación a las nuevas circunstancias. El acto oficial de rendición tuvo lugar a la 13 horas, y las tropas franquistas entraron desde la Ciudad Universitaria, desde la Casa de Campo, desde el este y los barrios del sur, hacia el centro, sucio y lleno de escombros, pero pleno de banderas monárquicas, sábanas blancas y lujosos tapices colgados en ventanas y balcones. No hubo oposición: los partidarios de Franco, ataviados con camisas azules y boinas rojas, junto con otros que no lo fueron hasta el último momento, se echaron a la calle, “para recibirles y vitorearles hasta enronquecer”. Tras las tropas, llegaban los camiones con víveres de Auxilio Social…y doscientos miembros del Cuerpo Jurídico-Militar. Se arrancaban retratos, consignas y carteles de las paredes de las casas, se cambiaban los rótulos de las calles y se desmontaban las últimas barricadas, surgiendo por doquier falangistas, curas y guardias civiles con el antiguo uniforme.

Los servicios de radiofonía se habían adelantado a los soldados y desde por la mañana se emitían órdenes, consignas, vivas y música de los nuevos himnos patrióticos, a una multitud de gentes ociosas y desarrapadas, soldados republicanos desarmados y harapientos, refugiados y vagabundos. Entre los que ensayaban el nuevo modo de saludo, no faltaban los soldados republicanos, a los que pronto se les impondrían terminantes órdenes y consignas, debiendo a partir del día siguiente concentrarse en sus cuarteles o en los campos de fútbol —Chamartín, Metropolitano y Rayo Vallecano—, reconvertidos en campos de concentración. No fueron suficientes, y fue preciso habilitar otros campos: el Cuartel de la Montaña, la plaza de toros de Carabanchel, Colegio Miguel de Unamuno, El Pardo, Perales de Tajuña, El Escorial, Chinchón, Torrelodones, Tielmes, Aranjuez, etc. Muchos optaron por esconderse en sus casas, o en las de parientes o amigos, aunque por poco tiempo, porque la Policía, la Guardia Civil y las patrullas falangistas peinaban la ciudad, deteniendo a todo aquel que no llevase el necesario salvoconducto y les pareciese sospechoso de no se sabe qué.

Las cárceles resultaban insuficientes y hubo que habilitar muchas más, y las embajadas, que durante la guerra habían alojado a millares de madrileños, no volvieron a llenarse: se había acabado el derecho de asilo. Los presos y las cárceles crecieron sin cesar, instalándose a todo correr en cuarteles, colegios, reformatorios, conventos, hospitales o palacetes privados: Santa Engracia, Conde de Toreno, Díaz Porlier, Duque de Seseo, Santa Rita, Comendadoras, Yeserías, Reformatorio de Carabanchel, Claudio Coello, Ventas, Torrijas, San Antón, Jaime Vera, Cisne, Barco, Príncipe, Atocha, etc. etc. A ellas eran llevados cada día centenares de presos, tras haber sido «interrogados» en las comisarías de policía o en los cuartelillos falangistas, o tras haber sido clasificados como «desafectos» en los campos de concentración. El trasiego de presos era constante.

El comandante Máximo Rodríguez, militante socialista, andaba perdido por los alrededores de Madrid sin encontrar nada que comer, hasta que decidió entregarse a la Guardia Civil. Fue conducido al campo de Chamartín, en cuyos vestuarios un sargento le fichó y le quitó la pluma y el reloj. Desde allí lo trasladaron al campo de concentración de Campamento; allí, junto a miles de presos, aguantó a la intemperie días de frío, lluvia y hambre. Hasta que le llevaron al manicomio de Alcalá de Henares, donde Máximo y otros doscientos excombatientes, alojados en una sala para enfermos mentales, aguardaban ser «seleccionados» por los falangistas que recorrían las cárceles y los campos de concentración para decidir el destino de los prisioneros. Una noche de abril lo seleccionaron junto a otros doce compañeros, les hicieron un simulacro de fusilamiento en un descampado y finalmente lo llevaron a la cárcel de Alcalá de Henares. Tuvo un consejo de guerra sumarísimo y durante veinte meses esperó al pelotón de fusilamiento, hasta que le fue conmutada la pena de muerte [2].

En el Madrid recién liberado la multitud tiene hambre, y eso, junto a la derrota, le hace perder dignidad. El periodista del semanario francés L’ Illustration afirma que «la necesidad de comida es tan grande que toda la gente ha perdido la dignidad. La muchedumbre se amontona allá donde esté Auxilio Social distribuyendo alimentos, un pedazo de pan y pescado ahumado. Bandadas de niños hambrientos rodean al soldado nacionalista que come en la calle[3]».

No siempre fue así. Encarnación Plaza tenía miedo de que se fijaran en ella, porque se sentía incapaz de hacer el saludo falangista ante los camisas azules surgidos por doquier. A aquella niña, hija de un republicano de toda la vida, le extrañaban el comportamiento y los gritos de las mujeres de buena familia: ¡ya era hora!, y cantaban el Cara al Sol: «En todas las caras vi no solo alegría, sino también odio y rabia. Odio hacia la población entre la que habían vivido, el pueblo trabajador y corriente de Madrid[4]». Este pueblo tenía hambre, y millares de familias salían de sus escondrijos y se lanzaban a las calles ante la llegada del pan, que se esperaba como si fuese el don de cada día, lo que exigía orden, disciplina, obediencia al vencedor, y levantar el brazo y cantar el Cara al Sol si era preciso. El terrible espectro del hambre no dejaba resquicios al jolgorio de la victoria ni a la alegría de la paz, y tampoco podía ocultarse el dolor y la rabia de muchos, el miedo a ser perseguidos. Auxilio Social seguía repartiendo pan —800 000 raciones diarias—, y para los vencedores la situación iba mejorando, hasta el punto que el día 10 de abril un imprudente periodista dijo: «Desaparece la cartilla de racionamiento, esa señal infamante del período rojo, vestigio de socialización[5]».

Pero el triunfalismo duró poco, porque la producción agrícola y ganadera, que había resultado suficiente para cubrir las necesidades de la zona nacional, resultaba absolutamente insuficiente para abastecer además a la España recién ocupada. De tal modo que el 18 de mayo surgió la alarmante noticia: «Régimen de Racionamiento en todo el territorio nacional». Aunque por el temor al retorno de un fenómeno característico de la zona roja, se añadió: «Queda terminantemente prohibido hacer colas». Como medida complementaria, se ordenaba que todos los refugiados de Madrid y de otras capitales españolas volvieran a sus lugares de origen, donde no podían esperar nada bueno. Pero el abastecimiento fallaba cada vez más, los precios subían y surgía el llamado «estraperlo». Los periódicos, naturalmente, decían a menudo lo contrario.

Gran parte de la población quería o tenía que subirse al carro del vencedor, mostrando públicamente sus símbolos e insignias, que en los comercios se vendían a todo el mundo: «Cinturones para caballeros con hebillas de Falange, Requeté, escudos de España, emblemas[6]». Desaparecían los típicos monos de trabajo al modo miliciano y las boinas, símbolo del proletariado, y volvían los sombreros de antaño: «En fin primero, hombre de Dios, cómprese usted un sombrero y salude como un caballero. Es una forma de serlo y de aprender» —decía Jacinto Miquelarena [7]. Había que ponerse en pie y saludar con el brazo en alto ante los continuados desfiles militares y al paso de patrullas falangistas cantando el Cara al Sol y en el cine, el teatro, el fútbol, los toros y hasta en las propias casas cuando sonaba el «Parte» de Radio Nacional. Era un modo de mostrar acatamiento al nuevo orden establecido tras la rotunda victoria militar, un orden autoritario que no admitía disidencia alguna y que era sostenido con vigor por los militares, los falangistas, los curas y los ricos.

Se abrían otra vez las iglesias de Madrid, cuyos campanarios, en silencio desde hada tres años, volvían a voltear casi todos los días. Y cada vez había más gente uniformada: los militares que, con sus galones, obtenían reconocimiento social y trato de preferencia, los falangistas, los requetés, las mujeres de la Sección Femenina y del Auxilio Social, los guardias civiles, los guardias municipales, los conductores y cobradores del tranvía, los empleados de ferrocarriles, los serenos, los funcionarios (discretamente trajeados), las monjas, los curas, y los que portaban «hábitos» (morados o marrones) en cumplimiento de promesas efectuadas.

La Victoria de Franco había sido bendecida por la Iglesia, y concretamente por el papa Pío XII en un telegrama fechado el mismo 1 de abril:

Levantando nuestro corazón al Señor, agradecemos, con VE., deseada victoria católica España. Hacemos votos porque este queridísimo país, alcanzada la paz, emprenda con nuevo vigor sus antiguas y cristianas tradiciones que tan grande le hicieron.

A lo que Franco había respondido:

Intensa emoción me ha producido paternal telegrama de Vuestra Santidad con motivo victoria total de nuestras armas, que en heroica Cruzada han luchado contra los enemigos de la Religión, de la Patria y de la Civilización Cristiana. El pueblo español, que tanto ha sufrido, eleva también, con Vuestra Santidad, su corazón al Señor, que le dispensó Su gracia, y le pide protección para su gran obra del porvenir.

Ciertamente Franco no explicitaba que esa gran «obra del porvenir» habría de asentarse sobre la represión y redención de todos los vencidos en la guerra, declarados enemigos de la civilización cristiana y del sano pueblo español. Porque, según él mismo había dicho, la paz no existía. La paz era una constante preparación para la guerra, y en estado de guerra se mantuvo España hasta 1947. Lo volvió a advertir el 3 de abril en un mensaje radiofónico para todo el país: «España sigue en pie de guerra contra todo enemigo del interior o del exterior, perpetuamente fiel a sus caídos». La sangre de los que cayeron —en el bando nacional, naturalmente— no consentía el olvido, la esterilidad o la traición. Por eso prohibió en agosto de 1939 la difusión de una pastoral de su fiel cardenal Gomá:

Pero la paz no será durable ni verdadera si cada español, si todos los españoles no abrimos nuestros brazos de hermanos para estrechar contra nuestro pecho a todos nuestros hermanos. Y lo somos todos…, los de uno y otro lado. Quiere ello decir que tenemos el deber de perdonar y de amar a los que han sido nuestros enemigos [8].

Con la Victoria de Franco se había hecho carne la verdadera historia de España, tal como decía Arriba, el diario falangista:

Todo un clamor de ansias ha levantando el firme pisar de los soldados de Franco sobre las piedras de Madrid. Ya las apretadas filas de las centurias madrileñas habían saludado en su amanecer de esperanza con el grito imperial de Franco, Franco, Franco, a la realidad viva, carne de la Historia de España, a la victoria total de los Ejércitos Nacionales.

Al mismo tiempo, proclamaba una «despedida imprecatoria al marxismo» que significaba una grave amenaza para los vencidos: «Huid, y no volváis. Dejadnos nuestra paz. Llevaros vuestra guerra. Desde muy pronto tendréis que pelear cada uno con vuestras soledades[9]». Toda una metáfora que implicaba el exterminio político, e incluso físico, de los vencidos, quienes ya abarrotaban cárceles y campos de concentración, cuando no permanecían escondidos en los suburbios.

Madrid era ya la tumba del antifascismo, pero necesitaba de una limpieza muy a fondo, porque resultó gravemente contaminada por el marxismo. Se había salvado, pero el enemigo debía ser arrojado de la ciudad. Y la miseria marxista estaba ya siendo alejada, apartada:

Los rostros mal encarados, las maneras hoscas y gruesas, las palabrotas brutales, el juramento blasfemo, se apartan, se alejan del centro civilizado de la ciudad, cada vez más deprisa, cada vez más allá; se acurrucan unos momentos en los barrios extremos y acaban por desaparecer para siempre [10].

En efecto, durante la guerra muchas casas y pisos céntricos soportaban la invasión de refugiados hacinados y mugrientos, y ahora se les conducía con mano firme a sus barrios de siempre (Usera, Carabanchel, Paseo de Extremadura…), semidestruidos y llenos de escombros. Era tétrico ver a cientos de familias humildes con sus pobres fardos, en busca de alojamientos inexistentes, para albergarse finalmente en edificios en ruinas, chabolas improvisadas e incluso en cuevas. Pero se trataba de limpiar el centro de la ciudad de la mugre marxista. Como dijo el nuevo alcalde de Madrid, designado por los vencedores, Alberto Alcocer [11]:

Limpiar Madrid de todos los símbolos y nombres que ha dejado en sus vías públicas un régimen corrompido y nefasto para la Patria, y que prevalezca el sentido tradicional y limpio de España que le ha impuesto el heroísmo de sus hijos venciendo a la barbarie.

En todo lo posible, había que borrar las huellas de un pasado muy reciente y aún sangrante, y Madrid tenía que ser colocado sobre la mesa de operaciones, para someterlo a una compleja intervención quirúrgica.

Resultó más fácil la «limpia» de libros y folletos que corrompían la inteligencia y habían contribuido a la decadencia española. Así, el día 30 de abril se realizó en el patio de la Universidad madrileña de San Bernardo un «auto de fe» en el que los enemigos ideológicos de España fueron arrojados al fuego:

Sabino Arana, Rousseau, Marx, Voltaire, Remarque, Freud, Máximo Gorki, El Heraldo de Madrid… y Lamartine, entre otros. Fue muy elogiado por la prensa:

Filósofos y poetas, novelistas y dramaturgos, ensayistas y pensadores de un mundo a la deriva; en España los hombres jóvenes tienen el valor de arrojar vuestros libros y, sobre todo, de quemarlos [12].

No se trataba solo de un gesto simbólico, puesto que los libreros tenían prohibidas las ventas hasta que no hicieran inventario de sus existencias, y las sometieran a aprobación; mientras que los particulares se apresuraban a librarse de cualquier libro que pudiese resultar comprometido. Y la censura actuaba implacablemente sobre los libros, las películas y las obras de teatro.

EL PRIMER DESFILE DE LA VICTORIA

Desde las primeras jornadas tras el triunfo del Alzamiento se habló de la llegada del Caudillo a Madrid y del Desfile de la Victoria, creándose un clima de tensa expectativa entre el fervor patriótico y religioso de los que públicamente podían expresarse y el silencio y la obligada culpa de los que estaban forzados a rendir cuentas por lo sucedido. Todo el mundo debía ayudar para extinguir «la mugre que dejaron los rojos», limpiando el centro de la ciudad y adornándolo con los iconos de la nueva simbología franquista y nacional sindicalista, situándolos en el contexto de una escenografía fascistoide. Todo se preparaba para el Gran Desfile, cuya fecha permanecía secreta, con exaltada propaganda patriótica, enaltecedora de la figura del Caudillo. En la primera semana de mayo se daban instrucciones concretas y de obligado cumplimiento para el adorno de escaparates comerciales y establecimientos públicos:

Se ocuparán todos los establecimientos en dedicar uno de sus escaparates a base de un retrato del Caudillo y algunas de la siguientes leyendas: Franco, Franco, Franco; España Una, Grande y Libre, por la Patria, el Pan y la Justicia [13].

Incluso los mensajes comerciales se suman con entusiasmo a la profesión pública de fe en un régimen que llegaba y que necesitaba y exigía a los ciudadanos adhesión inquebrantable a sus principios y realizaciones, saludando al glorioso Ejercito y a su invicto Caudillo [14].

Al fin, el 17 de mayo de 1939 se anunció la fecha del magno desfile y que Franco pasaría revista a las tropas vencedoras, con dos días de antelación. Al mismo tiempo, se daba la consigna para la celebración, el día 18, de festejos patrióticos en todos los pueblos y ciudades de España, con repiques generalizados de campanas tocando a Gloria. El centro de Madrid se engalanó por toda lo alto, con millares de banderas rojigualdas, carteles con las consignas y símbolos del Movimiento, mantones, colchas y tapices en ventanas y balcones, etc. Llegaron las reliquias más preciadas de la Historia de España, instalándose en las proximidades de la grandiosa tribuna levantada en el Paseo de la Castellana —rebautizado como Paseo del Generalísimo—, y Madrid se llenó de falangistas venidos de todas las provincias. El 19 de mayo, en una mañana lluviosa, el Generalísimo Franco llega a la tribuna central, escoltado por su Guardia Mora, al tiempo que cientos de palomas alzan el vuelo. Viste uniforme militar, con camisa azul y boina roja, y le acompaña el general Saliquet. Josefina de la Maza lo describió así:

Parecía un semidiós inaccesible nuestro Caudillo, si no lo delatara su clara sonrisa que nos lo acerca y nos hace quererlo sin reservas [15].

Traspasa el Arco Triunfal, con inscripciones en oro exaltando la Victoria y al Caudillo, y se encarama a la elevada plataforma adosada a la tribuna central, en la que se sitúan las más altas dignidades del régimen, incluidos el cardenal Gomá y el Gran Visir de Marruecos. Del bilaureado general Varela recibe la Cruz Laureada de San Fernando, que él mismo se ha concedido por salvar a España. A continuación, a pie firme, bajo una lluvia incesante y saludando al estilo fascista, preside una interminable parada militar, en la que desfilan 120 000 hombres, que incluyen al cuerpo de voluntarios italianos, quinientos «viriatos» portugueses y una representación de la Legión Cóndor alemana. Contempla el desfile una inmensa muchedumbre, bajo un control policial extremado al máximo.

Al final, Franco marcha en coche descubierto, rodeado de la Guardia Mora y entre las aclamaciones de la multitud, al Palacio de Oriente. Desde allí emite un mensaje a todos los españoles a través de los micrófonos de Radio Nacional, desmintiendo rotundamente los rumores sobre una próxima amnistía que habían circulado por las cárceles y campos de concentración:

Terminó el frente de guerra; pero sigue la lucha en otro campo. La Victoria se malograría si no continuásemos con la tensión y la inquietud de los días heróicos, si dejásemos en libertad de acción a los eternos disidentes, a los rencorosos, a los egoístas, a los defensores de la ceremonia liberal que facilitaba la explotación de los débiles por los mejores dotados. No nos hagamos ilusiones; el capitalismo judío que permitía la alianza del gran capital con el marxismo, que sabe tanto de pactos en la revolución antiespañola, no se extirpa en un día, y aletea en el fondo de muchas conciencias [16].

Aceptaba a los arrepentidos de corazón, pero antes debían haberse redimido con sus obras. Solo los ilusos por necesidad podían llamarse a engaño, porque Franco ya lo había dejado bastante claro:

No es posible sin tomar precauciones, devolver a la sociedad, o como si dijéramos a la circulación social, elementos dañinos, pervertidos, envenenados política y moralmente, porque su ingreso en la comunidad libre y normal de los españoles, sin más ni más, representaría un peligro de corrupción y contagio para todos [17].

Consideraba que había presos redimibles, capaces de arrepentirse y de adaptarse a la vida social del patriotismo, por lo que redimirían sus penas integrándose en batallones de trabajo y reconstruyendo lo que habían destruido. Otros, por el contrario, en absoluto serían redimibles: para ellos, la pena de muerte o la cadena perpetua.

De haber podido escuchar aquel discurso de la Victoria, hubiera sido un jarro de agua fría para los centenares de miles de republicanos recluidos en condiciones infrahumanas en las cárceles y campos de concentración habilitados por todo el territorio nacional. Muchos años después contaría el periodista Eduardo de Guzmán cómo se vivió aquello en el terrible campo de Albatera (Alicante), donde sobrevivían a muy duras penas más de 20 000 prisioneros republicanos. La jornada del 19 de mayo se esperaba en Albatera con desbordante expectación. Habían llegado noticias de la parada militar de ese día en Madrid, pero no de lo que más interesaba a los prisioneros: el ansiado indulto o amnistía. Pasaron los días sin que nadie supiera nada, hasta que corrió la noticia de que una personalidad importante del régimen iba a venir al campo para dirigir a los recluidos una alocución, arenga o discurso: «Viene a anunciarnos el indulto», decían los más optimistas. La personalidad citada resultó ser el inefable Ernesto Giménez Caballero, que les soltó una deslabazada y delirante perorata a través de los altavoces del campo. Naturalmente, no dice lo que algunos esperan. Habla de los Reyes Católicos, de la España cesárea y eterna, del Imperio que lleva a Dios y de la unidad indestructible de los hombres y las tierras de España. De la decadencia irremediable de las grandes democracias y de las virtudes básicas de Mussolini y de Hitler. Alude, por último, a la Guerra de España, donde ha sido aplastada la hidra revolucionaria y en donde los aprovechados explotadores de la ignorancia popular han huido cargados de millones, dejándolos abandonados, inermes y derrotados a merced de la generosidad del vencedor:

Cuando como ahora os miro no veo en vosotros más que una masa vulgar. No distingo los rostros individuales, las personalidades, los hombres. No sois más que moléculas o átomos integrantes de una inmensa mole. Habéis sido derrotados porque teníais que serlo, porque vuestros jefes, dignos jefes de estos rebaños, huyeron cargados de millones luego de aprovecharse de vuestra ignorancia; la torpe mente de unas masas primitivas en cuyo cerebro no brilla la luz de la inteligencia [18].

No debía saber Giménez Caballero que se encontraba ante prestigiosos escritores, profesores universitarios, intelectuales, periodistas, dirigentes políticos, militares profesionales, etc. El caso fue que, eras su interminable perorata, en Albatera ya nadie volvió a hablar de indulto o amnistía.

LITURGIAS PARA EL CAUDILLO VICTORIOSO

Los fastos de la Victoria siguen al día siguiente del Desfile, con una pomposa ceremonia, arcaica y mediavelizante, que tiene lugar en la Iglesia de Santa Bárbara, en el centro de Madrid. Se trata de la solemne consagración del Caudillo, para la cual han sido traídas otras venerables reliquias históricas: la bandera de Lepanto, el famoso Cristo de Lepanto, la Lámpara Votiva del Gran Capitán, el Arca Santa de Oviedo, dos trozos de las cadenas de Navarra, etc. Grandes retratos de Franco y monumentales tapices engalanan la Plaza de las Salesas, a donde llega el Caudillo, ataviado con uniforme de capitán general —sobre el que luce la Laureada de San Fernando—, escoltado por la Guardia Mora y seguido por todos los generales laureados. Franco avanza hacia el templo, caminando sobre una larga alfombra roja, entre las salvas de ordenanza y un coro de miles de «flechas» de Falange y muchachas de la Sección Femenina, que cantan el Cara al Sol y agitan palmas traídas expresamente de Alicante:

Su paso bajo el arco de las palmeras —agitadas por flechas con las boinas rojas y camisas azules— confiere a su recorrido un sabor bíblico [19].

En la puerta del templo le esperan las autoridades militares y religiosas, el gobierno en pleno, el cardenal Gomá, el Nuncio de su Santidad, generales, obispos y embajadores, entre el repicar de las campanas y el vuelo de cientos de palomas. Le recibe el obispo de Madrid-Alcalá, Eijo Garay, que le da a besar su anillo y un crucifijo. Dentro del templo suena el himno nacional, y Franco se acerca al altar mayor bajo palio portado por miembros de su gobierno. Tras un solemne Tedeum, el cardenal Gomá le consagra ante el Cristo de Lepanto y la Virgen de Atocha: es la consagración y autoconsagración del jefe carismático, del Caudillo de España. Con gesto iluminado, pone su espada a los pies del altar y se dirige a Dios:

Señor, Dios, en cuyas manos está codo derecho y codo poder, préstame tu asistencia para conducir este pueblo a la plena libertad del Imperio, para gloria tuya y de tu Iglesia [20].

Gomá le bendice, pidiendo protección divina para el Caudillo, y ambos se abrazan. Franco abandona la iglesia bajo palio, y en la plaza muestra un rostro emocionado, que no puede ocultar el llanto. Salía de Santa Bárbara revestido del poder absoluto, como artífice de la Segunda Reconquista Española. Así lo percibió el cronista del diario Arriba, al día siguiente:

Estamos en la infancia dichosa, victoriosa, de un Estado nuevo, de una Patria resucitada, de una historia rejuvenecida. La infancia corresponde perfectamente a Cesar, Carlomagno, a nuestro Emperador…Después de la Victoria, la Iglesia, el Ejército, el Pueblo han ungido a Franco Caudillo de España [21].

Se sumó a los fastos Enrique Plá y Deniel, obispo de Salamanca, quien el 30 de septiembre de 1936 había hecho pública una importante pastoral —Las dos Ciudades—, legitimando la rebelión militar contra la República como una Cruzada religiosa. Ahora, al día siguiente de la consagración del Caudillo de España, publicó otra importante pastoral, El Triunfo de la Ciudad de Dios y la Resurrección de España. Según Plá y Deniel, «la Providencia Divina en la Guerra y Cruzada Española ha brillado refulgentísimamente, no suprimiendo las causas segundas, pues place a Dios tener instrumentos humanos para la conducción de sus designios, pero mostrándose visiblemente la asistencia y el favor divino ante la falta de medios[22]».

La designación de Franco como jefe supremo del Ejército y del Estado había sido instrumento principal para la canalización de la protección divina durante la guerra, y por ello había que considerarlo como regalo de la Divina Providencia y foctotum de la Resurrección de España. La Resurrección de España debía cumplir un doble objetivo: eliminar al régimen republicano y todas sus leyes, y construir un orden nuevo de acuerdo con el Magisterio de la Iglesia. Era imprescindible implantar la unidad religiosa, católica, y también la unidad política, la unión de todos los que sentían los supremos ideales de Dios y Patria, que habían hecho posible la Victoria. En la paz debía proseguir esta unión: «lo impone la necesidad de hacer duradero y definitivo el triunfo obtenido a costa de tanta sangre, cuando sería iluminismo creer que dentro de España todos los vencidos han quedado también convencidos». Era la hora de acabar para siempre con la lucha de clases, las enemistades secesionistas o incomprensiones regionales, de sobreponerse a intereses mezquinos de bandería, a resentimientos, concepciones particulares o subjetivas. ¿Haría falta más sangre para ello? ¿Cómo redimir a los vencidos no convencidos?

El régimen de Franco contaba con el aval de la jerarquía eclesiástica para proseguir su guerra depuradora contra los vencidos, para recristianizarlos, aunque fuese después de muertos. Debía imponerse la mayor homogeneidad posible, pues mediante la unión de todos los españoles, de los buenos españoles, se conseguiría la unidad y la grandeza de la Patria. Para regenerar a los españoles era preciso «revivir el espíritu de su Siglo de Oro actuando en las realidades presentes», removiendo las causas que habían desviado la trayectoria del pensamiento de la sociedad, y de la política española, durante los dos siglos últimos y sobre todo durante la época republicana. La condena que Play Deniel hacía del Frente Popular y su abocamiento al comunismo, del laicismo, del liberalismo y de la Institución Libre de Enseñanza era muy importante para el nuevo régimen, porque reforzaba el antiliberalismo de los falangistas, el autoritarismo de los militares y el poder de Franco. A cambio de ello la Iglesia iba a recibir mucho: primero ayuda económica, y luego el monopolio de la religión, el control de la educación y de la moralidad pública, etc.

La Iglesia española se mostraba pletórica en aquel mes de mayo de 1939, repleto de actos de desagravio, peregrinaciones, reapertura de templos y seminarios, «misiones», romerías, etc. Pero el poder absoluto lo tiene el consagrado Caudillo, que ha encontrado a su España eterna, a la que ama y odia, salva, protege y defiende con mano firme y dura, transformándola sucesivamente en madre, esposa e hija. Decía Giménez Caballero:

Nosotros hemos visto caer lágrimas de Franco sobre el cuerpo de esta madre, de esta mujer, de esta hija suya que es España, mientras en las manos le corría la sangre y el dolor del seco cuerpo con estertores ¿Quién se ha metido en las entrañas de España como Franco, hasta el punto de no saber ya si Franco es España o España es Franco? ¡Oh, Franco Caudillo nuestro, padre de España!

¡Adelante! ¡Atrás canallas y sabandijas!

Escritores, periodistas y panegiristas de toda laya van forjando machaconamente la figura idealizada de un superhombre irreal, objeto de una adoración sin límites. El Héroe se ha hecho Padre, padre de la nueva-vieja Patria. Según Francisco Javier Conde, teórico del franquismo, «mientras el vocablo héroe argulle el camino guerrero, la palabra Caudillo es término edificado para quien asume la cura y el bienestar de sus seguidores». Franco asume la cura de los españoles, esclarece en ellos la cura de sí mismos, porque sabe la medicina que necesita una España enferma de siglos. Es el padre que cura, que protege, que vigila permanentemente, que ilumina el camino que sus hijos han de seguir, y el que castiga a los que se le desvían[23]. Por eso «Franco manda, y España obedece», dice una consigna de la época. Es preciso someterse al Padre, respetarlo, reverenciarlo. «Somos nosotros los que debemos aspirar a Él. Y no Él a nosotros. No somos nosotros, la masa, los que debemos darnos normas. Sino Él a nosotros, al resto de la Nación», decía Giménez Caballero, quien, por otra parte, se quejaba de que en los retratos oficiales Franco aparecía serio, grave, cejijunto, siendo la sonrisa su más profundo secreto:

La sonrisa de Franco tiene algo de manto de la Virgen rendido sobre los pecadores. Tiene ternura paternal y maternal a la vez. En su sonrisa vemos al hombre de más poder en España y el que puede fulminar los destinos de los demás hombres, sabe perdonar, sabe comprender, sabe abrazar. Es cierto que Franco tiene muchos momentos de gravedad infinita, de dolor, de seriedad amarga. Pero siempre es por culpa nuestra. Y se debería purgar con un fuerte castigo el poner serio a Franco[24].

Forzosamente la figura del Caudillo así presentada, debía despertar miedo y odio entre los que había vencido y seguía venciendo. Un odio a menudo reprimido y no expresado, y reconvertido en más odio, en tanto que tenía que ser interiorizado. Un miedo individualizado, aunque colectivizado por contagio entre los que habían perdido mucho y aún tenían más que perder. Porque enfrentarse a Franco era poco menos que suicida, y hacía falta ser un don Quijote: «El miedo que tienes —dijo don Quijote— te hace, Sancho, que ni veas ni oigas a derechas; porque uno de los efectos del miedo es perturbar los sentidos». Aunque la falta de miedo podría ser locura…

De siempre en la cultura cristiano-occidental, los humildes son miedosos, porque los hombres en el poder actúan de modo que el pueblo tenga miedo. Como dijera Tomás Moro, «la pobreza del pueblo es la defensa de la monarquía. La indigencia y la miseria privan de todo valor, embrutecen las almas, las acomodan al sufrimiento y a la esclavitud y las oprimen hasta el punto de privarles de toda energía para sacudir el yugo».

En el cuadro de Goya El pánico, expuesto en el Museo del Prado, un coloso cuyos puños golpean un cielo cargado de nubes parece justificar el enloquecimento de una multitud que se dispersa corriendo en todas las direcciones[25]. Con el agravante ahora de que Franco no golpeaba un cielo cargado de nubes, sino a las propias multitudes no suficientemente adictas a su figura y a su régimen, y que a menudo quedaban paralizadas por el miedo. Porque ni siquiera se podía ser neutral, tal como lo especificaba el implacable franquista Luis de Galisonga, que durante mucho tiempo fuera director de La Vanguardia Española de Barcelona:

La neutralidad del español con respecto a España, a la vida misma de España, como unidad ante la historia y como unidad biológica de nuestros días, es un crimen ¡A la cárcel con el neutral!

Y si los neutrales merecían la cárcel, ¿qué hacer con los reacios a adherirse a la nueva España, con los llamados antiespañoles, con los rojos? Lo peor era que muchos rojos parecían incorregibles, como si no pudiesen dejar de serlo. ¿No serían psicópatas congénitos? ¿Serían los hijos de Caín, como dijera Play Deniel en 1936?