Capítulo X. Consenso social y resistencia en los años cuarenta.

CAPITULO X

Consenso social y resistencia en los años cuarenta

LA INSTITUCIONALIZACIÓN DE LA VICTORIA DE FRANCO impuso el silencio a la población española, un silencio que significaba el monopolio del discurso público por parte del Nuevo Régimen y de sus «adheridos» inquebrantablemente. Los vencedores se adueñaron de la voz pública y de la memoria histórica dentro de una España que se pretendía purificar por la guerra, aislada del maléfico mundo exterior mediante rígidas barreras culturales y económicas. Los vencidos solo pudieron —los que pudieron— desarrollar dificultosamente estrategias de mera supervivencia y de negación, ocultamiento u olvido de la propia historia, interiorizando mejor o peor su identidad psicosocial, privatizando el pensamiento y la memoria. En 1939 se había levantado un muro de silencio, una barrera ante el pasado. Como recordaba el novelista Juan Marsé:

Cada vez que preguntábamos por un hecho anterior a ese año, los mayores se llevaban un dedo a los labios y miraban a ambos lados. Éramos un pueblo sin pasado, sin recuerdos [1].

Y los vencidos tuvieron que adaptar su imagen y su conducta social a la de los vencedores: la corbata, el sombrero, el austero modo de vestir, los usos sociales, el modo de hablar, etc. A toda costa, el Nuevo Régimen trataba de imponer el «consenso social», mediante el adoctrinamiento y la coerción. Y así por ejemplo, el Alcalde de Madrid dictó un bando sancionando los excesos de los hombres que, en cines, teatros y terrazas se quitaban las americanas sin observar el debido respeto para sus conciudadanos [2]. En el verano de 1944 la Dirección General de Seguridad insistía en la necesidad de «desterrar de nuestras prácticas sociales» todo aquello que recordara a «nuestros derrotados enemigos» por abyección o mal gusto. Se refería a plebeyos desaliñados de indumentaria so pretexto de elevada temperatura, a soeces manifestaciones de ruidosa alegría, a indecorosas actitudes por las que personas de ambos sexos pretendían demostrar, inelegantemente, su mutuo afecto. A tal efecto, se daban severas órdenes a los agentes de la autoridad para que las «licenciosas actitudes» fueran reprimidas en el acto [3].

El consenso social debían imponerlo los Gobernadores Civiles en sus respectivas provincias, para lo que tenían poderes que les permitían detener o multar a quienes mostrasen conductas como estas: no estar debidamente documentados, proferir frases contra el Régimen, hacer comentarios derrotistas, contar chistes irrespetuosos, no saludar a la bandera o al Himno Nacional, no respetar el emblema del Auxilio Social, faltar a las señoritas postulantes de Auxilio Social, emplear expresiones marxistas, proferir blasfemias, fumar en el cine, mendigar, organizar un baile sin autorización previa, vender productos a precios abusivos, acaparar y ocultar productos alimenticios, estraperlear en la calle, alojar huéspedes irregularmente, difundir noticias falsas sobre venta a precios abusivos, participar en una reunión sin contar con autorización, y un largo etcétera [4]. Había que tener cuidado con lo que se escribía o lo que se decía por teléfono, porque la correspondencia podía ser violada por las autoridades y los teléfonos, intervenidos. O incluso con lo que hacían los niños durante las vacaciones escolares. En 1994 el Gobierno Civil de Valladolid comunicaba:

La incuria y despreocupación que muchos padres que habitualmente abandonan a sus hijos a los peligros de la calle, produciendo con ello, a la vez el lamentable espectáculo de incultura que significa el libre albedrío infantil, con el desaseo que es peculiar en tan inadmisible despreocupación, puede incrementarse en esta época de vacaciones escolares.

El Gobierno Civil vallisoletano amenazaba con severas sanciones a los padres por lo que pudiesen hacer los hijos.

Pese a la imposición del consenso social, el contraste entre vencedores y vencidos resultaba demasiado evidente. El hambre y la desnutrición no se podían disimular siempre. Muchos tenían que recurrir a la mendicidad aun sabiendo que eso podía atentar contra el orden y la moralidad pública. Se quiso erradicar la mendicidad, cada vez más molesta y enojosa, y de la que se quejaron lo sectores dominantes de la sociedad, convencidos de que muchos de los que pedían tenían medios de vida suficientes o simplemente no quería trabajar. El Gobierno Civil de Alicante comunicaba [5]:

La supresión de los mendigos constituía un problema que había que resolver, por el excesivo número de estos que acosaban con sus peticiones en codas partes, dándose con ello un espectáculo que acusaba el desorden y abandono en que se tenían a las ciudades y a los pueblos de la provincia.

Consecuentemente, se decretó la «desaparición» de los mendigos, que fueron alojados a la fuerza en un campamento improvisado. Aunque las condiciones eran deplorables, tal «deposito para reclusión y tratamiento de vagabundos, emigrantes y mendigos» funcionó durante varios años. El encargado era el segundo jefe de la Guardia Urbana, que fue denunciado por múltiples irregularidades, entre ellas exigir favores sexuales a las madres que pretendían recoger a sus hijos. En Madrid hubo otro «depósito municipal» que alojaba indiscriminadamente a hombres, mujeres y niños, de los que casi la mitad morían de hambre y frío cada año.

La pobreza debía ocultarse, porque además era inmoral. En el viaje que Gerald Brenan hiciera a España en 1949 se encontró con una mujer de unos 30 años, con un vestido viejo y harapiento, que dejaba ver las carnes por los desgarros, y que vivía en una cueva porque su marido, en paro forzoso, no podía pagar la renta de una casa. Le daba vergüenza y apenas salía a la calle, ya que no poseía ropa decorosa. Muchas mujeres no podían ir a misa, porque no disponían de ropa para cumplir las normas dadas por la Iglesia sobre desnudeces, y afirmaban que el hambre que pasaban convertía la vida familiar en un infierno. Un campesino de Pozoblanco le dijo:

Los niños lloran, sus madres les azotan y todos estamos con los nervios de punta. En nuestras familias siempre ha habido mucho cariño, pero ahora nos queremos muy poco. Nos estamos embruteciendo (…) Quieren destruir lo que tenemos de hombre. Quieren convertirnos en animales. Ese es su programa. Y mientras tanto, los ricos, dueños de toda la tierra, no hacen más que comer, beber, andar en coche y seducir a nuestras mujeres [6].

Se lo dijo aún más claro un taxista que en la guerra había combatido al lado de Franco:

Toda la política española puede explicarse así: este es un país de caníbales, en el que la mitad de la población se come a la otra mitad. Yo soy de los que comen, aunque sea de los que comen poco; pertenezco a la derecha.

SILENCIO Y EVASIÓN

Durante el primer franquismo el objetivo del rígido orden establecido fue la despolitización de la conciencia pública, la ausencia de toda expresión social fuera de lo doctrinalmente correcto. Pero bajo el silencio oficialmente impuesto, se fue organizando una resistencia pasiva y al margen de toda actividad política. Ante las estridentes y repetitivas soflamas patriótico-religiosas del Régimen, gran parte de la población española respondió con creciente escepticismo y con un rechazo que se expresaba en una suerte de cinismo popular a través de las escasas rendijas que dejaba la retórica oficialista. Como dijera Vázquez Montalbán fue el «reinado de la elipsis», porque se expresaba lo que no podía expresarse mediante el tono, la frase de doble sentido, el sobreentendido, el chiste fácil. Se sustituía la mitología de la guerra civil —de la que no se podía ni se quería hablar—, por la mitología del racionamiento y de las restricciones existentes. Y se callaba mucho, pero también se hablaba mucho, del coste de la vida, del estraperlo, de toros, de fútbol, e incluso de la Segunda Guerra Mundial. Y las mujeres cantaban las canciones que escuchaban por la radio, como aquella de Antonio Machín: «El pasado me atormenta / que lejos estás de mi[7]».

Se estaba vivo, aunque no todos podían decir lo mismo. «Madrid es una ciudad de un millón de cadáveres», había escrito el poeta Dámaso Alonso. Pero esos cadáveres aún vivían, sobrevivían día a día sin recuerdo del pasado y sin futuro. Vivían, hablaban, reían y cantaban, porque cada cual tenía que reconstruir su vida, sin querer enterarse de nada, como cantaba la Piquer:

Que no me quiero enterar,

no me lo cuentes vecina,

prefiero vivir soñando

que conocer la verdad.

Aquella canción le servía a muchos españoles para expresar su derecho a no comprender del todo lo que pasaba y tratar de vivir como en un sueño. Porque, como decía Antonio Machín, se vivía solamente una vez y había que aprender a querer y a vivir. De otro modo habría que suicidarse, y eso era absurdo, como expresaba otra canción de la época, que por cierto acabó siendo prohibida:

Rascayú. Rascayú,

cuando mueras, ¿qué harás tu?

Tu serás, tu serás,

un cadáver nada más.

Mucha gente se identificaba con lo que decían las canciones populares, que tenían muy poco que ver con las ejemplares historias de santos y héroes que se enseñaban en las escuelas. Se identificaba incluso con aquella muchacha que esperaba «apoyá en el quicio de la mancebía», que tan bien cantaba Concha Piquer. Los hombres cantaban menos, tal vez porque en las tabernas se prohibía el cante, y preferían evadirse en el cine, donde al menos se estaba caliente y se calmaba el hambre comiendo pipas. Se identificaban con los héroes de las películas americanas y se dejaban seducir soñadoramente por sus «vampiresas», reflejando un resentimiento común que no podía expresarse abiertamente a nivel individual: «el cine nos dio la medida de nuestra miseria. Nos dio la medida de todo lo que no éramos[8]». O se entusiasmaban escuchando las retransmisiones de los partidos de fútbol.

Eran distintas formas o maneras de responder al obligado silencio, silencio que afectaba sobre todo a la expresión de ideas disidentes o simplemente diferentes a las oficialmente establecidas, y al intercambio de opiniones sobre lo que políticamente estaba pasando en el país, difícil de saber, por otra parte, en una sociedad deliberadamente desinformada. Sin embargo, existía una relación dialéctica entre silencio por un lado, y por otro, los miles y miles de intercambios sociales que se producían y reproducían diariamente entre la gente [9]. España era como una colmena que bullía y que iba rechazando el orden estático que el Régimen quería imponerle, mostrando una visión utópica que se correspondía cada vez menos con la realidad y en la que creía cada vez menos gente. Porque la gente, pese a las restricciones que sufría diariamente, tenía capacidad para realizar sus propios «movimientos» significativos, desafiando de algún modo las pautas marcadas desde arriba y sin contar con ningún salvoconducto real o simbólico. La sistemática purga que se efectuaba sobre los vencidos fortalecía el poder político y conexionaba a las élites que lo sostenían, pero la mayoría de la población estaba muy lejos de la vida «pura» y «austera» que la ideología franquista pretendía.

La mayoría del pueblo llevaba una vida muy limitada y casi cerrada en el plano político, cultural y económico, pero no se creía el diagnóstico de la «enfermedad» y la cura de España que el Régimen propugnaba oficialmente. Por eso desde determinadas instancias oficiales y oficiosas se hablaba de la creciente «inmoralidad pública» (en la vestimenta de las mujeres, en el baile, en el baño, en las relaciones entre novios, en el cine, en el teatro, en la prostitución, etc), que no se lograba corregir pese a las constantes medidas de vigilancia represiva que se adoptaban. Una inmoralidad que afectaba incluso a los propios funcionarios y autoridades franquistas. Si muchos buscaban el consuelo de la religión o aparentaban adhesión a los postulados de la nueva España e incluso vitoreaban a Franco, era porque no tenían mejores opciones. Pero la gente expresaba su rechazo y sabía que era víctima de una represión generalizada, llevando una «vida impura», teniendo que realizar pequeñas «prostituciones» para salir adelante. Y los vencidos trataban de asimilar la derrota y la pérdida de todo tipo que habían sufrido y seguían sufriendo, lo que suponía una complicada interacción entre la aceptación y el desafío [10].

Esa tensión entre la sumisión y el desafío la percibió en 1949 Gerald Brenan, cuando retornó a Granada:

Había allí una ira y una tensión reprimidas que no había observado en ningún otro sitio: los obreros iban con la cabeza alta y hablaban con aspereza no disimulada y hasta los mendigos se mostraban desdeñosos, pedían como quien reclama un derecho, se embolsaban las limosnas sin dar las gracias. Se me dijo que las fiestas, antaño deleite de la ciudad, habían sido un fracaso y el Corpus, con su famosa procesión, había sido observado sin entusiasmo alguno. Y había policías por todas partes [11].

Y en Pozoblanco (Córdoba) dos personas razonables y bien informadas le dijeron que habían hecho la guerra con los nacionales, que admiraban a Franco, pero que creían que cuantos les rodeaban eran unos ladrones. A pequeña escala se subvertía el significado de las instituciones y las ideas del Régimen, y mucha gente buscaba espacios discretos y alternativos para expresar sus diferencias respecto a la normalidad impuesta, en los cines, en los bares, en los campos de fútbol, en los mercados, en las fiestas locales, etc.

Aunque, por lo general la gente no hablaba de política, pero sí de la carestía de la vida, del estraperlo, de la corrupción de los funcionarios y de muchas autoridades, lamentándose de todo ello. Había miedo a volver a una situación de guerra, cuyos horrores la propaganda del Régimen se encargaba de recordar periódicamente, atribuyéndolos siempre al bando rojo y legitimando con machaconería la Victoria.

LA RESISTENCIA ANTIFRANQUISTA FRENTE AL TERROR

La represión generaba resistencia, aunque el hambre, el estraperlo, el paro, la discriminación y el terror configuraban un contexto nada propicio para la protesta social, que a menudo se diluía en simples quejas, habladurías, chistes o coplillas, o como mucho en una tirada de octavillas o en alguna pintada callejera contra el desabastecimiento de alimentos: «Más pan y menos Imperio». Cualquier manifestación de protesta era reprimida con brutalidad, al tiempo que se la hacía socialmente invisible. En noviembre de 1940 la mayoría de los taxistas de Alicante decidieron dejar de prestar servicio en protesta por una disposición municipal que les obligaba a instalar un taxímetro. Inmediatamente se efectuaron varias detenciones; los coches de los detenidos fueron conducidos a las paradas por chóferes en paro y el resto de los taxistas se apresuraron a sacar sus coches[12]. En Barcelona, los que convocaron una huelga en la fábrica «La Maquinista» fueron detenidos y ejecutados sin juicio previo. El miedo paralizaba a los opositores, cuya existencia se reconocía oficiosamente. Pero el Régimen también tenía miedo de que el descontento popular estallase en acciones más contundentes, y actuaba incluso preventivamente.

En 1940 se produjo en Alicante una explosión en unos depósitos de CAMPSA. El Gobernador Civil no sabía si había sido un acto de sabotaje o un asunto de estraperlo, pero ante la duda mandó detener a los «elementos izquierdistas» de toda la provincia, cuya culpabilidad no pudo ser finalmente comprobada. Durante la Segunda Guerra Mundial la inquietud de los opositores al Régimen se expresaba en forma de comentarios favorables a los aliados, que se prohibieron cuando se percibió que la guerra iba a ser ganada por los países democráticos. La policía apreciaba demasiada euforia entre los individuos con antecedentes izquierdistas y contrarios a la Causa Nacional, extremando por ello la vigilancia y realizando numerosas detenciones por orden gubernativa. Decreció con ello la propagación de bulos y noticias tendenciosas, aunque la policía no bajó la guardia:

No se puede decir, en verdad, que se haya logrado su desaparición; ya que la indirecta, la sonrisa enigmática, la frase de doble sentido son empleados por estos individuos como espitas de su euforia, tratando así de encontrar justificación a la satisfacción que sienten por creer que los acontecimientos bélicos de actualidad les son completamente favorables[13].

En 1944 se intensificó la represión, aumentándose las detenciones y los destierros de «sujetos extremistas» y reforzándose la censura postal. El miedo de los sectores adictos al régimen inspiraba ciertos rumores de que los comunistas se estaban moviendo, lo que no era incierto del todo.

Resultaban casi imposibles las protestas colectivas entre las clases trabajadoras, aunque circulaban con ciertas frecuencia octavillas que denunciaban los abusos del estraperlo, y la corrupción de los sindicatos oficiales y del gobierno franquista. Hubo incluso algunos conatos de huelga, que fueron duramente reprimidos. En 1942 los obreros del Metro de Madrid, viendo que no podían comer debidamente pese al incremento de los beneficios de la empresa, hicieron públicas duras críticas contra un sistema que solo servía para «favorecer al capitalismo» y llamaron a sabotearlo por unos días. También en Sevilla era habitual el pequeño sabotaje en las obras de algunas empresas, y en las minas asturianas, los trabajadores, que estaban militarizados, mostraron su cólera cuando se les comunicó que debían hacer horas extras para prestar «un servicio obligatorio al Estado». El rechazo popular a la dictadura se articulaba frecuentemente al margen de las organizaciones políticas, que constantemente trataban de reorganizarse pese a las continuas «caídas» que sufrían. Eran conscientes de ello las autoridades y hasta el propio Franco, que en enero de 1941 recibió un denso informe de la Dirección General de Seguridad sobre el «ambiente general» del país:

Francamente desfavorable y pesimista, debido a la creciente falta de trabajo agudizada por la carestía de los alimentos más indispensables para el productor, si se tiene en cuenta su limitadísima capacidad adquisitiva relacionada con sus actuales salarios (…) El derrotismo y la murmuración están a la orden del día y siempre tienen por base la falca de alimentos y el abandono en que se deja a la clase media y trabajadora (…) El paro obrero crece constantemente y la mendicidad aumenta de manera alarmante[14].

Pero la represión policial adquiría tal intensidad que el rechazo popular era por lo general pasivo y resignado, tal como en 1942 informaba al Caudillo la Jefatura Superior de Policía de Asturias:

…surgen también progresivamente los descontentos enemigos que integran la clase trabajadora especialmente, que deseosos de justificar su fracaso con el Régimen Nacional, viendo errores en las dificultades que se les presentan, y mala voluntad en los hechos para superarlos, han llegado actualmente a formar una masa, lo suficientemente preparada y abonada, para que sirva de medio al desarrollo de doctrinas disolventes y antiespañolas, que no encuentran otro obstáculo a su afianzamiento que el temor a la represión[15].

Y ciertamente, el miedo de la gente hacía extraordinariamente difícil la reconstrucción interior de la oposición política.

Sin embargo, la victoria de los aliados en la Segunda Guerra Mundial trajo consigo la primera oleada de protestas obreras. Significativamente, en algunas grandes empresas de Barcelona se produjeron paros en mayo y agosto de 1945, cuando se conoció la capitulación alemana y japonesa, lo que suponía un desafío indirecto al régimen franquista. A lo largo del mes de enero de 1946 estallaron algunos conflictos en las fábricas textiles de Manresa, que culminaron en una huelga general. Iniciada la protesta por unos descuentos salariales motivados por las restricciones eléctricas, se convirtió rápidamente en expresión general del malestar obrero, desconcertando a patronos y autoridades y forzándoles a realizar importantes concesiones[16]. En meses sucesivos se organizaron conflictos y huelgas en empresas de diversas comarcas barcelonesas, Sabadell, Tarrasa, Matará, etc.

En el País Vasco, y fundamentalmente en la industria vizcaína, desde el verano de 1946 la conflictividad fue creciendo hasta culminar en la huelga general del primero de mayo de 1947, en la que participaron entre 20 000 y 40 000 trabajadores, y que se extendió a los días siguientes. La huelga fue duramente reprimida, ordenándose de inmediato el despido de todos los huelguistas, a los que se les dio un plazo de 10 días para solicitar la readmisión, efectuándose más de 5000 detenciones. Se desbordó la capacidad de las comisarías, cuartelillos y cárceles, llegándose a habilitar la plaza de Toros de Bilbao como centro de detención, aunque la mayoría de las sanciones fueron levantadas el día 18 de julio como un gesto de magnanimidad, que encubría el temor a que se produjese un grave descenso en la producción económica.

Hubo también protestas obreras y campesinas en Madrid, Valencia, Andalucía y Galicia. Pero a finales de 1947, desaparecida la esperanza de un rápido final de la dictadura y con una represión endurecida, la protesta obrera pareció extinguirse, aunque persistiera el malestar y el rechazo. Fue ese año cuando Franco decidió acabar definitivamente con las guerrillas, con los grupos de resistencia armada formados primero por los «huidos» o «echados al monte», y reorganizados a partir de 1945 en agrupaciones guerrilleras militarizadas que operaban en las zonas montañosas (Galicia, León, Asturias, Santander, Andalucía, Extremadura, La Mancha, Madrid, Levante y Aragón), con el apoyo de parte de la población rural[17]. La persona encargada de liquidar codos los focos de resistencia armada fue el general Camilo Alonso Vega, director general de la Guardia Civil y amigo personal de Franco, a quien se dotó de todos los medios económicos necesarios y del Decreto-Ley contra el Bandidaje y el Terrorismo, que le autorizaba a emplear todo tipo de métodos irregulares (detenciones masivas y arbitrarias, torturas, ejecuciones ejemplarizantes, ley de fugas) y a establecer de un estado de terror en la zonas guerrilleras.

Fue una guerra implacablemente «sucia», en la que decenas de guerrilleros liquidándolos de inmediato, y miles de campesinos (familiares, enlaces o simplemente sospechosos de apoyar a la guerrilla) fueron detenidos, salvajemente torturados, encarcelados y, muchos de ellos, fusilados. El sistema que utilizaron los «exterminadores» fue el aterrorizar a las poblaciones campesinas para privar de todo apoyo a los guerrilleros, capturar a los enlaces y torturarlos hasta convertirlos en delatores y confidentes e ir exterminando a los guerrilleros, que resistieron cuanto pudieron. La lucha fue especialmente cruel en la provincia de Teruel, donde se declaró el estado de guerra, que conllevaba el toque de queda y el abandono obligado de las masías por parte de los campesinos, etc[18].

La resistencia armada antifranquista se dio por liquidada en 1952, aunque una cierta guerrilla urbana siguió actuando en Barcelona durante algún tiempo más. Franco se sentía cada vez más seguro en el ejercicio del poder absoluto, pero hasta 1963 no concedió un indulto general para todos los vencidos en la guerra. Entonces comenzaron a aparecer los «topos»: decenas de rojos que habían sobrevivido ocultos en los escondrijos más inverosímiles y que todo el mundo había dado por desaparecidos[19]. Uno de ellos fue Saturio García, exalcalde republicano de un pueblecito de la provincia de Segovia, que, cuando salió a la calle después de pasar 34 años en un desván camuflado en su propia casa, dijo: «Para nada he salido, nunca; ni me he puesto de pie, ni he andado una sola vez durante codo ese tiempo, nada, ni un paso, nada, nada, nada». Durante todo este tiempo había trabajado en cosas de artesanía, había leído mucho, había escrito y, sobre todo, había meditado. Al salir tenía muchos proyectos. Con la ayuda de algún filólogo, pretendía elaborar un lenguaje universal que contribuyese a la paz del mundo, y quería hablar de ello con el Papa, en la ONU. Sentía que en su encierro no había perdido el tiempo, y que podía ser un hombre importante para la Humanidad. A pesar de estar muy enfermo y medio loco, no había perdido ni un ápice de dignidad. El miedo que extendió el franquismo no pudo con él.