Capítulo I. El principio del fin: la ocupación de Cataluña.

CAPITULO I

El principio del fin: la ocupación de Cataluña

LIQUIDADA A MEDIADOS DE NOVIEMBRE DE 1938 la durísima batalla del Ebro, el ejército de Franco ponía cerco a una Cataluña aislada de la menguante España republicana; el pacto de Münich había alejado el riesgo de una guerra europea, tan ansiada como última esperanza de los republicanos. Se intentó negociar un acuerdo de paz a propuesta del gobierno republicano, residente entonces en Barcelona; fue rechazado por toda la prensa «nacional», que exigía una victoria militar incondicional, y por el propio Franco:

Cuantos desean una mediación, consciente o inconscientemente, sirven a los rojos y a los enemigos encubiertos de España(…) La España Nacional ha vencido y no dejará arrebatarse y desvirtuarse su victoria ni por nada ni por nadie [1].

No era posible la reconciliación —tampoco la Iglesia la quería— porque el propósito del Caudillo era eliminar la República y exterminar no solo a sus combatientes, sino también a sus partidarios y simpatizantes.

La retaguardia catalana se disponía a pasar el tercer invierno de la guerra, recaudando fondos para dotar de prendas de abrigo a los combatientes republicanos y a la población civil, aumentada por la llegada ininterrumpida de refugiados que huían de la guerra y de la represión franquista. En Barcelona había miedo y las mujeres, las madres, pedían patéticamente ayuda al mundo:

Hambre, frío, bombardeos, hogares deshechos. Este es el porvenir de nuestros hijos en el invierno que entra, si vosotras no acudís en su auxilio. ¡Madres y mujeres del mundo! Cualquiera que sea vuestra ideología, cualquiera que sea el concepto acertado o erróneo que tengáis de nuestra lucha, sed ante todo madres y, como tales, escuchad este llamamiento que sale del corazón lacerado de madres españolas que ven sufrir y morir a sus hijos [2].

Los ataques aéreos eran una pesadilla, y los alimentos escaseaban de un modo alarmante. La angustia de la población hambrienta y harapienta se reflejaba en las interminables colas ante las tiendas de comestibles, economatos y comedores populares, y en el deambular sin rumbo de la gente. Al mismo tiempo se deterioraba la situación política, agudizándose las divergencias entre partidos y sindicatos. El gobierno de Negrín llamaba insistentemente a la resistencia, ante la próxima ofensiva de los ejércitos nacionales, mejor pertrechados y con más moral que los republicanos, a cuyas filas eran incorporadas quintas cada vez más jóvenes y viejos reservistas, escasamente motivados. No existía ya ligazón entre el ejército popular y el pueblo, que en buena parte veía la derrota como inevitable y poco menos que deseable, al margen de los quintacolumnistas, de los que habían sufrido el terror revolucionario, de los católicos de derechas y de los republicanos desengañados.

Otros muchos querían seguir combatiendo por la República y temían el triunfo de los franquistas, manteniéndose firmes en sus ideas antifascistas. Franco se dio algún tiempo para preparar sus tropas, que finalmente iniciaron la ofensiva sobre Cataluña el 23 de diciembre de 1938, rechazando cualquier tregua navideña. Su avance fue prácticamente irresistible en todos los frentes, y nadie ignoraba los problemas que se avecinaban con la ocupación militar del territorio catalán. Lo había advenido el mismo Franco en una orden dirigida, meses antes, a los generales que mandaban los cuerpos de ejército desplegados en el frente catalán:

La comenzada liberación de Cataluña por nuestras fuerzas plantea problemas delicados que es preciso abordar desde el primer momento con sumo tacto y cuidado, si queremos no cometer yerros difíciles de borrar en el porvenir(…) Después el Gobierno de la nación desarraigará con una política adecuada el veneno separatista, que hay que tener en cuenta, que no había corroído el alma de todos los catalanes ni mucho menos, pues en Cataluña hay mucho español de corazón (…) No he de decir que lo anterior no implica que no se detenga ni encarcele por las tropas a aquellos que a juicio de personas responsables y con garantías merezcan este castigo [3].

La campaña de Cataluña no se presentaba fácil en el terreno político para los franquistas, pues suponía una acción de fuerza contra la voluntad de la mayoría de los que iban a ser dominados, aunque la victoria supondría un cambio radical en la concepción de la vida que no afectaba únicamente a los catalanes, sino a todos los españoles. Pero los catalanes iban a perder su autonomía, y era preciso no vejarles como tales, al margen del dolor que toda guerra lleva consigo. Había que captar a la mayor parte posible de la población catalana, no considerándola en bloque como enemiga de España y mediante la acción política. La Junta Territorial de la Falange de Cataluña, compuesta por los «catalanes de Burgos» —los pasados a la zona nacional durante la contienda—, creyó que iba a asumir la responsabilidad de ganar «el corazón de Cataluña», extremando el trato de hermandad con el pueblo catalán y atrayéndolo al concepto de «unidad de destino» de todos los españoles. Así, los catalanes de Burgos, apoyados por Dionisio Ridruejo como jefe del Servicio Nacional de Propaganda, habían preparado gran cantidad de material impreso en lengua catalana para ser repartido entre la población civil. Se preveía además la celebración de mítines en las barriadas obreras para revelar la «buena nueva» del Nacionalsindicalismo. Dionisio Ridruejo escribiría en su libro Casi unas memorias:

Me parecía a mi entonces que Cataluña podía soportar muy bien la revocación del Estatuto de Autonomía, pero no la interdicción o el despojo de pertenencias fundamentales como la lengua o el estilo de vida. Por lo que se refería a los obreros, entendíamos que la llegada a los grandes centros industriales sería la prueba de fuego de los sindicatos que augurábamos. Si los obreros los rechazaban optando por un desamparo desdeñoso, ya podíamos ir borrando la palabra sindicalismo de nuestra bandera(…). Mis dos preocupaciones centrales en aquellas horas eran que los catalanes no se sintieran invadidos ni discriminados en tanto que catalanes, y los obreros de Barcelona sumergidos y desarmados en tanto que sindicalistas [4].

LA CAÍDA DE BARCELONA

El 23 de diciembre el ejército franquista desencadenó una ofensiva decisiva en el frente catalán, y en Cataluña se tocó a rebato, movilizándose todos los hombres y mujeres disponibles. Pero la capacidad de resistencia era limitada, y los reclutas que se incorporaban apresuradamente a las filas republicanas tenían escasa moral de combate. Ante el avance arrollador de las tropas nacionales, los republicanos resistían cuanto podían, pero terminaban cediendo, replegándose o incluso huyendo a la desbandada. Barcelona y las más importantes ciudades catalanas eran bombardeadas casi ininterrumpidamente, y muchos barruntaban la inevitable derrota y dudaban en esperar hasta el último momento, pese a que el ejército republicano trataba de resistir. El 4 de enero de 1939 las tropas nacionales cruzaban el Ebro: fue el principio del fin. Pueblo tras pueblo caían en sus manos, mientras los soldados republicanos se retiraban o desertaban, y miles de familias abandonaban sus bienes y tierras para refugiarse en Barcelona, que continuaba siendo bombardeada.

El día 11 los nacionales entraron en Tarragona. «La liberación de Tarragona es triste. Hace frío y viento. La ciudad ha sido muy bombardeada y no queda nadie en ella» —contaba José María Fontana Tarrats, nombrado jefe provincial de Falange [5]. En la puerta de la catedral, el coronel Aymat recibió la llave del templo. Ofició el canónigo de Salamanca don José Artero, que en un momento de exaltación patriótica gritó: «¡Perros catalanes! ¡No sois dignos del sol que os alumbra!»[6]. El desastre parecía evidente, y gran parte de la población barcelonesa, que seguía siendo bombardeada, deseaba en el fondo el rápido fin de la guerra.

El día 22 de enero de 1939 Negrín ordenó la evacuación del Gobierno y de todo el aparato administrativo hacia Gerona, mientras el ejército republicano mostraba signos de descomposición, replegándose sin combatir, y se registraban movimientos de fuga entre la población civil. Al tiempo de que el grueso de las tropas republicanas abandonaba Barcelona, algunos jóvenes militantes levantaban inútiles barricadas. Teresa Pamies escribió estas líneas

De mi huida de Barcelona el 26 de enero de 1939 jamás podré olvidar una cosa: los heridos del hospital de Vallarca. Vendados, casi desnudos, a pesar del frío, bajaban a las carreteras pidiendo a gritos que no les dejaran en manos de los vencedores (…) Los que no tenían piernas se arrastraban por el suelo. Los sin brazos levantaban su único puño, lloraban de miedo los más jóvenes; enloquecían los más viejos; se agarraban a los camiones llenos de muebles, de jaulas, de colchones, de mujeres con la boca cerrada, de viejos indiferentes, de niños aterrorizados; gritaban, aullaban, blasfemaban, maldecían a los que huíamos y les abandonábamos (…) Todo el mundo huía. Todo el mundo tenía prisa. Los heridos no podían correr, no podían saltar a los carros y a los camiones, no podían robar una bicicleta. Los heridos sólo podían rugir. Y allí les dejamos [7].

El éxodo hacía Gerona y la frontera francesa era masivo, impresionante: restos del ejército republicano, funcionarios civiles, carabineros, guardias de asalto, militantes políticos y sindicales, y muchos paisanos dominados por el miedo al ocupante franquista.

Barcelona vivía sus últimas horas republicanas: la ciudad estaba casi desierta, la basura y los escombros se acumulaban por las calles, todas las oficinas estaban vacías; solo unos cuantos muchachos trataban de resistir en las trincheras, con unas armas que apenas sabían manejar. Tal era la situación que el día 26 de enero se iban a encontrar los soldados nacionales que descendían del Tibidabo y de Montjuich hacia el puerto, así como las restantes tropas que avanzaban hacia el centro de la ciudad, efectuando unas cuantas descargas que no respondía nadie. Las avanzadillas franquistas entraban en contacto con la población y tomaban los edificios estratégicos.

Los soldados nacionales fueron contenidos no por armas de fuego, sino por densas multitudes de demacrados hombres, mujeres y niños que afluían al centro de la ciudad, a darles la bienvenida, vitoreándoles roncamente en un estado que bordeaba la histeria [8].

Los propios soldados invasores no podían creérselo. Ante la entrada de los nacionales en muchos grupos se apreciaba una cierta desconfianza inicial, pero después se sumaban al coro de las aclamaciones, tal vez deseosos de mostrar su adhesión a los vencedores y evitarse posibles represalias. Las tropas ocupantes marchaban en ordenadas columnas, entre frenéticas masas de población que les abrían paso, seguidas por largos convoyes de camiones atestados de pan y otros alimentos. Mujeres de Auxilio Social distribuían pan, harina, pescado, arroz, leche condensada y chocolate entre la multitud de mujeres y niños que se agrupaban a su alrededor con frenética rapidez. Simultáneamente y por todas partes se colocaba una proclama del general Dávila, confirmando la suspensión de la autonomía catalana y de todas las medidas tomadas por las autoridades republicanas. El general Juan Bautista Sánchez habló por radio a una ciudad repleta de banderas rojigualdas y blancas:

Os diré en primer lugar a los barceloneses, a los catalanes, que agradezco con toda el alma el recibimiento entusiasta que habéis hecho a nuestras fuerzas. También digo a los españoles que era un gran error eso de que Cataluña era separatista, de que Cataluña era antiespañol [9].

La entrada de los nacionales en Barcelona fue recibida con entusiasmo por muchos de los que se habían quedado en la ciudad en vez de huir hacia la frontera francesa, porque aquello significaba el fin de la guerra. Para algunos fue como una liberación, tal como relataba el arquitecto Oriol Bohigas:

Recuerdo perfectamente el espectáculo presidido por dos elementos insólitos: los moros y los chuscos. Las primeras tropas eran todas marroquíes y los moros se hicieron prácticamente dueños de la ciudad, con el debido alboroto, el mal olor y el desafuero. Su dominio fue aceptado, incluso con entusiasmo, porque eran ellos quienes regulaban la distribución del pan entre todos los ciudadanos aproximadamente hambrientos, con algunos extras que atribuimos a su generosidad: arroz, alubias, leche, café y otras exquisiteces. Pero, evidentemente, el protagonista era el pan elaborado en forma de barrita militarizada, los llamados chuscos. Llegaban en inmensos camiones —a mi me parecían entonces inmensos— que arrojaban la mercancía en plena calle (…) Pero yo diría que el buen recibimiento a los nacionales no fue solamente una respuesta condicionada por el hambre y otras privaciones. Supuso también una general aceptación del nuevo régimen, que, a la vez que restablecía el orden, terminaba con la guerra(…) A excepción de los fugitivos —refugiados los llamábamos—, todo el mundo se había convertido al franquismo, sin saber qué significaba y sin intuir demasiado sus consecuencias [10].

Mientras tanto, y por unas carreteras abarrotadas por millares de personas enloquecidas y por vehículos de toda especie, proseguía el éxodo republicano hacia la frontera francesa, al tiempo que las unidades republicanas se replegaban y las tropas nacionales avanzaban sin encontrar resistencia. El 28 de enero, en Figueras, el general Vicente Rojo, jefe del estado mayor republicano, informó al presidente de la República y al jefe del Gobierno que la situación era «insalvable». Azaña entendió que la única salida posible era recurrir a los buenos oficios de Gran Bretaña y Francia para conseguir el fin de las hostilidades y evitar la tragedia que se cernía sobre la multitud de fugitivos que huían desesperadamente. Pero ni esta propuesta ni la del gobierno francés planteando a Franco la creación de una zona neutralizada junto a la frontera tuvieron éxito: la aviación franquista bombardeó Gerona, provocando el caos y el pánico entre la población. El 1 de febrero Negrín sostuvo ante las Cortes Españolas, reunidas en el castillo de Figueras, que no todo estaba perdido, haciendo un llamamiento para lograr una paz de compromiso, algo que Franco ni escuchó. Cundía la desesperación por la actitud francesa, reacia a abrir las fronteras indiscriminadamente. Pero, ante la envergadura del desastre, el gobierno francés decidió abrirlas el 3 de febrero, iniciándose un ingente éxodo calculado en más de 400 000 personas, entre soldados, civiles, mujeres, ancianos y niños. Mientras, Figueras era bombardeada y caía Gerona:

Gerona produce una impresión tremenda. En la algarabía campamental de la población, salpicada de boinas rojas, tenemos una sensación de soledad y abatimiento indescriptible [11].

El mismo 5 de febrero Azaña cruzó la frontera francesa, y tres días después lo hizo Negrín y el gobierno, dispuesto a volver cuanto antes a lo que quedaba de la España republicana. El 10 de febrero se dio por finalizada la ofensiva franquista, con la ocupación total del territorio catalán y la captura de 108 000 soldados republicanos, que fueron distribuidos en diversos e improvisados campos de concentración, uno de ellos en Figueras, muy próximo a la frontera francesa.

LA CIUDAD QUE CAMBIÓ DE PIEL

En muy poco tiempo, Barcelona parecía haber cambiado de piel, como si comenzara una nueva vida marcada por el patriotismo español —banderas nacionales por todas partes, millares de uniformes falangistas y multitud de boinas carlistas— y por el fervor religioso, enardecido en los creyentes tras dos años y medio de ocultamiento. El 27 de enero se celebró en la Plaza de Cataluña una multitudinaria misa de campaña, seguida con enorme devoción popular y finalizada entre aclamaciones a los liberadores de la ciudad y vivas a Franco. La multitud, ignorando las incógnitas del inmediato porvenir, no veía más que el fin de una larga etapa de sufrimiento y privaciones, la caída de un régimen que había causado a la población católica heridas difícilmente cicatrizables. El rápido nombramiento del general Álvarez Arenas, como gobernador militar y jefe de los Servicios de Ocupación, despejó el panorama:

Nadie suponga que el peso de unos vencedores va a desplomarse sobre los cuerpos débiles de los vencidos. Dejando aparte que la justicia ha de realizarse en los culpables de la gran tragedia española y en los criminales responsables de delitos comunes, ni Cataluña ni los catalanes tienen nada que temer de este régimen que se inaugura en Barcelona con el gran júbilo de la madre que recupera a los hijos perdidos (…) Estad seguros, catalanes, de que vuestro lenguaje en el uso privado y familiar no será perseguido. España entera esperaba que Cataluña aportase su esfuerzo y su riqueza en la gran obra de reconstrucción nacional. Pero las circunstancias por las que el país atraviesa, inmediatamente después de una contienda como la presente, obligan a vivir un período transitorio de recuperación de la normalidad, en el que un fuerte principio autoritario, unas normas eficaces y una férrea disciplina para exigir su cumplimiento, hagan posible la pronta obtención de aquella [12].

Cesaron las especulaciones sobre la acción política que la Junta Territorial de Falange tenía pensado emprender. La prohibición de todo tipo de reuniones y actos políticos, y del uso del idioma catalán como vehículo de propaganda franquista, daban al traste con las pretensiones de Dionisio Ridruejo. El poder del general Álvarez Arenas era omnímodo, y Ridruejo sólo pudo hablar con él en dos breves ocasiones:

…me comunicó cuál era el criterio adoptado: nada de usar el catalán —los camiones que llegaron cargados de manifiestos y folletos en este idioma habían sido secuestrados—, nada de organizar actos políticos y sindicales, nada de sardanas o de aplecs populares. Barcelona había sido una ciudad pecadora y religiosamente desasistida y lo que había que hacer durante semanas enteras, era organizar misas de campaña en todas partes y actos religiosos expiatorios [13]

Tanto habían pecado sus habitantes que los vencedores la veían como algo dantesco: «el hambre, los sufrimientos y el temor la han convertido en una población de muertos vivos, de seres alucinantes, de espectros[14]». Lo prioritario era la expiación, el orden férreo y el ejercicio inmediato de la justicia castrense.

Por todas partes, se imponía una nueva uniformidad. Las fachadas de las calles se limpiaban de anuncios, símbolos y consignas propagandísticas de un mundo ya derrotado; se cambiaban los nombres en catalán de las calles, de los cines, de los cafés, etc., por otros en castellano, y aparecían retratos de exaltación a Franco, consignas falangistas, exhortaciones tales como «Habla la Lengua del Imperio». Orgullosos y satisfechos, circulaban por las calles oficiales y soldados nacionales, falangistas, monjas y multitud de curas ensotanados: Curas se vieron muchos desde los primeros días. Años más tarde Carlos Barral, que por entonces contaba con 10 años de edad, escribió:

Recuerdo los primeros entre las tropas que desfilaron el día de la ocupación de la ciudad y de las primeras misas de campaña. Y enseguida cobraron un lugar importante en el tránsito callejero y, sobre todo, se me impusieron como un mando autónomo y devorante desde que entré en el colegio. Los curas de la victoria no tenían apenas matices. Eran curas del poder, seres providenciales, que venían investidos de una autoridad sin límites y una razón sin fronteras, a restablecer el quebrado orden de las cosas [15].

Se trataba, a toda costa y con toda rapidez, de acomodar la ciudad y sus gentes a un nuevo estado de cosas, olvidando en todo lo posible el reciente pasado, tanto que a los fotógrafos se les obligó a entregar todos los negativos que hubieran impresionado desde el 18 de julio de 1936, advirtiéndoles que de no hacerlo serían considerados como «desafectos» al régimen.

Y sin embargo, se apreciaba la diferencia entre los vencedores y los vencidos, en su mero aspecto externo, en sus actitudes. El aristócrata José Luis de Vilallonga, oficial combatiente en el ejército franquista, llegó a Barcelona, donde siempre había vivido, tres días después de la entrada de los nacionales. Todo le parecía un caos:

Entré por la Plaza de España. Era un caos. Había muebles tirados, una suciedad absoluta, una cantidad de gente que vagaba, que no se sabía muy bien si era gente que se escapaba o gente que llegaba. Era una cosa muy terrible (…) Me estuve paseando con mi padre por las Ramblas. A mí me han encantado siempre las Ramblas. Había dos clases de gentes, y era muy curioso. Había vencedores: los vencedores siempre vencen mal. Nunca gana la generosidad. Ganan los deseos de venganza. Y después había otra clase de gente, que era muy silenciosa, que andaba casi raspando las paredes, que se veía que tenía miedo de algo. Y tenían razón de tener miedo. Porque era gente que seguramente tenían algo que reprocharse o algo que les pudieran reprochar. Y entre esas dos gentes había como una muralla de desentendimiento. Yo me di cuenta de que no me gustaba nada estar en el bando de los vencedores.

Se acordaba Vilallonga de que la represión comenzó rápidamente y que la insolidaridad con el vencido era absoluta:

Me acuerdo de que teníamos un portero en la calle Pino, que se llamaba Juan, que ya debía estar en casa cuando yo nací. Y lo denunciaron. Dijeron que había estado sacando paquetes de la casa. Lo detuvieron inmediatamente, lo metieron en la cárcel acusado de saqueo. Se estaba jugando la piel. Recuerdo que le dije a mi padre que había que hacer algo y la contestación de mi padre me paralizó. Era un hombre que nunca usaba palabrotas, y me dijo: Han perdido. Que se jodan [16].

Diariamente se daban normas restrictivas: desde declarar sin valor alguno a la moneda republicana, con lo que muchos perdieron sus ahorros y hubieraon de canjear objetos de valor por la nueva moneda imperante, hasta la supresión de las colas porque recordaban demasiado a tiempos «felizmente» pasados. Tras empeñar todo lo que poseía de valor, mucha gente no tenía con que comprar alimentos —muchos obreros habían sido despedidos por «desafectos»—, y debían acudir a Auxilio Social. Cierto día de enero se hizo saber que Auxilio Social había repartido 60 000 comidas, 150 000 ranchos fríos y 350 000 chuscos. Y para todo, incluso para comer, se imponía brazo en alto y cantar el Cara al Sol, constantemente improvisado por las patrullas callejeras de falangistas, o el Oriamendi, si eran carlistas. Se abrían todas las iglesias, tras reparar las que habían sido «destrozadas por los rojos», y muy pronto se restableció la enseñanza en los colegios religiosos, en los que las familias pudientes matriculaban a toda prisa a sus hijos, hasta entonces educados en colegios republicanos, más abiertos y liberales.

Carlos Barral recordaba [17] cómo, en febrero de 1939, fue matriculado en el recién abierto colegio de los Jesuitas de la calle Caspe:

El mandar a los niños a los jesuitas debió ser para muchas familias burguesas e incluso de la menestralía uno de los ritos expiatorios con los que inconscientemente pretendían saldar la culpa colectiva. Muchas familias, por otra parte, debieron pensar que la tradicional disciplina de los educadores ignacianos volvería la razón a esos críos maleducados, disipados en el libertinaje de los años de la guerra. Esto por lo que respecta a las familias que habían permanecido en Cataluña durante el período rojo. Los niños que volvían de las provincias de la zona franquista, de San Sebastián, que eran la mayoría, lo hacían a lomos de las órdenes religiosas.

Durante la guerra, Carlos Barral no había sido un niño particularmente insumiso y ni tan siquiera vagabundo, y había aprovechado bien el tiempo en la escuela.

Sin embargo, en la mesa familiar se hablaba de la estricta educación jesuítica como algo muy necesario, algo que me corregirían de no sé qué defectos. Yo veía que las gentes que efectivamente se sentían liberadas, la burguesía que había permanecido en la zona republicana y para quienes las fuerzas aliadas fascistas habían ganado la guerra, tenían la obsesión de enmendar el país, de restaurar quien sabe qué orden arcaico y pensaban que había que entregar a sus hijos inocentes a la tarea de los reformadores.

El país entero parecía haberse puesto a hacer penitencia, iniciando una transformación moral a una velocidad vertiginosa. Estas familias gazmoñas que ahora se reunían al atardecer para rezar el rosario, habían sido en la Barcelona republicana familias normales, con opiniones políticas y relativamente tolerantes con los incidentes de la vida diaria.

Me imagino que algunas de aquellas señoritas ligeramente mayores que entraban ahora varias veces al día en las iglesias para asistir a toda clase de oficios o para rendir visitas al Santísimo, habían vivido toda suerte de amores románticos durante la guerra con desaparecidos combatientes o con olvidadizos fugitivos, pero ahora no se acordaban, como sus madres tampoco, de las picantes historias de los años 30, y ni siquiera de los libros que habían leído para no quedar mal y que ahora sustituían por uno sólo: el misal cotidiano del padre Malina.

Se impuso el pudor y la virtud, el pensamiento ortodoxo y el temor de Dios, llevándose de las conciencias todo recuerdo de una vida distinta. Y nadie comprendía a los «equivocados»:

En mi familia se evitaba cuidadosamente cualquier alusión a parientes republicanos, personas influyentes que habían compartido antes mesa y ahora estaban al otro lado de la frontera o se suicidaban en alguna prisión de Franco, y todo el mundo, incluso las criadas, que anteayer gritaban «no pasarán», participaban de este entusiasmo con la nueva era y se arropaban en los pliegues de una religiosidad delirante.

En el colegio de los Jesuitas, se trataba de introducir a los niños en una nueva legalidad eterna, con la estricta obligatoriedad de la vida religiosa y las prácticas patrióticas. La jornada comenzaba con la concentración para la misa, el oficio a golpe de palmeta y de comunión sin excusa. Luego, el desayuno, y la salida al patio carcelario para cantar, brazo en alto, a las banderas. Al empezar cada clase había que repetir en voz alta una jaculatoria, y a la caída de la tarde se rezaba el rosario. De cuando en cuando pláticas imprevistas, una vez por semana confesión general y ejercicios espirituales una vez al año.

Los ritos políticos de educación patriótica eran eminentemente formales y yo creo que nadie se los tomaba en serio. Existían unos monitores, profesores de educación política que dirigían y controlaban los actos premilitares, los cantos brazo en alto, y que daban unas gélidas clases de Joseantonismo.

Carlos Barral apenas tuvo necesidad de ser un flecha falangista, al contrario de muchos niños republicanos, a los que sus padres les hacían falangistas para obtener algún aval. A los falangistas los veía sobre todo en la calle:

Falangistas de uniforme pasando en tropilla, desfilando en pequeño número tras una bandera, por la calle, en las puertas de los edificios. Falangistas de tropa y elegantísimos señores de la guerra, íntegramente vestidos de negro, con botas de montar y con la boina arrugada al cinto. Curas, gentes pías y obsequiosas, tenderos vergonzantes, falangistas y militares de capote o con las últimas casacas oscuras de cuartel, eran los personajes callejeros que yo recuerdo.

LA REPRESIÓN DE LOS VENCIDOS:

LOS TRIBUNALES MILITARES Y SUS MÉTODOS

Pronto empezaron a aparecer en los periódicos anuncios buscando «desaparecidos» del bando nacional y esquelas mortuorias de «caídos por Dios y por España», a quienes sus familiares querían hacerles un funeral y cuyos nombres se estaban inscribiendo en lápidas adosadas a las iglesias. El diario La Vanguardia Española inauguró una sección titulada «Justicia Nacional», que informaba de las ejecuciones de los condenados a muerte en consejos de guerra sumarísimos, excluyendo naturalmente a los «paseados» (fusilados sin juicio previo). A los pocos días de la caída de Barcelona, las nuevas autoridades anunciaron que unos 40 000 republicanos que tenían «sangre en las manos», no habían logrado escapar antes de que llegaran los nacionales, sin contar a los 108 000 soldados republicanos internados en campos de concentración diseminados por toda Cataluña: Seminario Viejo y Seminario Nuevo de Lérida, Reus, Tarragona, Cervera, Manresa, Mollerusa, Harta (Barcelona), El Canen (Barcelona), Figueras, Puigcerdà, Seo de Urgell, Granollers, Bassots, etc.

La Vanguardia Española publicó la calle y el número donde, en cada distrito de la ciudad de Barcelona, se podía delatar a los «desafectos», facilitando al público la presentación de denuncias, que incluso podían ser anónimas. Y el Diario de Mataró decía:

Se recuerda y encarece a todas las personas, la obligación de coadyuvar a la acción de la Justicia en la labor de depurar y sancionar a los verdaderos culpables de toda clase de delitos, saqueos, profanaciones e incendios de conventos e iglesias, y asesinatos cometidos por las personas en que los rojos saciaron sus inhumanos y crueles instintos. Se requiere para ello a todos aquellos que, teniendo conocimiento de tales delitos, puedan dar razón de los verdaderos culpables, en los diversos conceptos de autores, cómplices y encubridores, formulando las denuncias y cargos correspondientes, pasando al efecto por la oficina del Juzgado Militar, calle[18]

La incitación a la delación fue constante e insistente en casi toda la prensa catalana, alentando la venganza de los que habían sido perseguidos durante el período rojo o los simples ajustes de cuentas.

Los vencidos eran controlados en todas partes, analizados por su pasado y por sus ideas, y las autoridades de cada localidad pasaban los correspondientes informes a los tribunales militares. Y se aceptaban todas las denuncias, incluso sin aportar prueba alguna, sobre todo si provenían de represaliados o familiares de «caídos» franquistas. Para la «caza del rojo», los tribunales militares dispusieron de policías, guardias civiles y falangistas militarizados, que peinaban y repeinaban todas las ciudades y pueblos, efectuando miles de detenciones de sospechosos e interrogándoles con métodos bárbaros en comisarías y cuartelillos. Al mismo tiempo, actuaban las patrullas de los servicios de información de la Falange, vigilando a los vencidos, elaborando informes sobre ellos o deteniéndolos. Se formaban patrullas voluntarias de falangistas y somatenes, que recorrían las calles de ciudades y pueblos deteniendo a quienes les parecía, llevándolos a las comisarías o aleccionándoles brutalmente si, para ellos, su conducta era incorrecta, haciéndoles beber aceite de ricino o sometiéndoles a otras vejaciones.

En Barcelona los tribunales militares comenzaron a actuar pronto y rápidamente, calculándose que tan sólo en el mes de febrero fueron ajusticiadas treinta y nueve personas y varios miles fueron enviados a las cárceles. Juzgaban los delitos de rebelión militar, ejerciendo una suerte de «justicia al revés», por la que los militares rebeldes condenaban a quienes habían defendido la legalidad republicana, aunque sus condenas debían ser confirmadas por las correspondientes Auditorías de Guerra. Estaban teóricamente bien aleccionados por el jurídico-militar Felipe Acedo Colunga, quien en el mes de enero de 1939 elaboró una Memoria sobre la actuación de la Fiscalía del Ejército de Ocupación, que él mismo presidía desde noviembre de 1936. En ella se mostraba convencido de que los españoles habían sido víctimas de un engaño colectivo transmitido por varias generaciones. La revolución, es decir, la República, era hija de dos siglos de historia, en los que en todas las instituciones habían crecido «las raíces tenebrosas y horribles de la brutalidad humana». Sólo el Alzamiento Nacional posibilitaba el que toda una generación fuese educada en la «verdadera Verdad Histórica». Para ello y para castigar a los vencidos, funcionaba la Auditoría de Guerra y la Fiscalía del Ejercito de Ocupación, a donde los Juzgados Militares debían remitir los sumarios instruidos y donde se redactaba un escrito breve que debía servir de base para la acusación fiscal en los consejos de guerra y en las revisiones de sus sentencias.

La Memoria de Acedo Colunga pretendía orientar las actuaciones de toda la maquinaria jurídico-militar que se iba a poner en marcha en Cataluña, con un trabajo sin fin: «Hay que desinfectar previamente el solar patrio».

Y he aquí la obra —pesadumbre y gloria— encomendada por azares del destino a la «justicia militar». Su experiencia al frente de la Fiscalía General le permitía afirmar que el problema jurídico creado por la «rebelión militar» republicana era único en la historia del mundo, para la necesaria represión jurídica. Se estaba ante la gran oportunidad de poder deshacer y rehacer España, con el respaldo ideológico de la tradición reaccionaria española y del nacional-socialismo alemán. Debía primar la protección de la sociedad, derogándose todos los principios jurídicos y humanitarios a favor del procesado y prevaleciendo siempre el criterio del juez, por encima de cualquier código o ley. El modelo era la Santa Inquisición, de probada utilidad al servicio de la sociedad y cuyo único fin era la búsqueda de la salvación eterna de los reos. «La represión de todas las fuerzas antiespañolas debía ser a la vez dura y constructiva, pues había que eliminar a toda la criminalidad en España, a todos dos que bajo las banderas rojas han deshonrado la noble hidalguía de nuestro pueblo». Se trataba de crear un nuevo Estado, en el «solar de la raza», y para ello Acedo proponía una depuración total y a fondo, «despojada de todo sentimiento de piedad personal». Había que juzgar incluso las intenciones, de modo que no pudieran escapar ni aquellas personas de trayectoria intachable pero de «dudosos» antecedentes ideológicos [19].

El objetivo final era juzgar al máximo número de gente en el menor tiempo posible. Si era preciso, el fiscal debía prescindir de la ley o de cualquier código, porque sobre todo tenía que captar lo que la sociedad necesitaba. Pues no se trababa de una guerra, sino de una lucha entre el espíritu de España y la desviación materialista de su historia, del Bien contra las fuerzas satánicas que anidan en la especie humana, quedando eliminada cualquier posible igualdad moral o jurídica entre los dos bandos. El enemigo solo podía ser definido como «núcleo de rebeldes», «facciones de rebeldes ante la Patria», «facciones de reos del delito de rebelión militan». Era la España contra la Anti-España, fruto de la mezcla de la herencia afrancesada y asiática, religión de odio y destrucción, rastreable desde Rousseau a Marx. Finalmente, el fiscal Acedo ofrecía «recetas» para abordar el delito de rebelión militar o «alzamiento armado contra el poder legítimo»: la comisión de dicho delito no requería la voluntariedad del reo; debía buscarse su definición en los bandos de guerra, más allá del Código de Justicia Militar, y había diferentes grados en la comisión de delito (ejecución, adhesión, auxilio, inducción, excitación, conspiración y proposición). No habría atenuantes de ningún tipo, pues la simple disposición espiritual exteriorizada podía ser conceptuada como delito de rebelión.

Con tal aparataje teórico-práctico, la actuación de los juzgados y tribunales militares fue implacable en la represión de los vencidos, entre una población que no había huido al exilio, pese a tenerlo al alcance de la mano, y que había esperado con cierta tranquilidad la llegada de los nacionales y ansiaba vivir en paz. Como consecuencia, las cárceles catalanas se llenaron a rebosar en muy poco tiempo de presos juzgados o por juzgar. Cuando el 27 de enero de 1939 un reducido grupo de funcionarios de prisiones, con su capellán al frente, se hizo cargo de la cárcel Modelo, se la encontró sin presos: el espectáculo de aquellas enormes galerías solitarias y abandonadas no podía ser más impresionante [20].

Pronto llegaron los primeros detenidos, y su número creció en progresión geométrica; a los pocos días, la prisión estaba a tope. Ya no había donde colocar a los presos, y hubo que utilizar el abandonado correccional, adosado al edificio, y habilitar nuevos locales, como la prisión de San Elías, el Palacio de Misiones de la Exposición y las amplias naves de una gran fábrica de Pueblonuevo. De momento los presos permanecían incomunicados con el exterior y con sus familiares, que en muchos casos, por las circunstancias inesperadas de la detención, desconocían totalmente el paradero de los suyos. Se les permitía escribir a los familiares, pero casi todos los presos sólo disponían de dinero «rojo», con el que no podían comprar ni papel ni sellos. Hasta que la dirección de la cárcel compró papel, sobres y sellos, repartiéndoles celda a celda.

La población penal barcelonesa en aquellos días, según el capellán de la cárcel Modelo, podía dividirse en dos grandes grupos: el de los que hubieran querido huir de la ciudad antes de la llagada de los nacionales y, al no poder hacerlo, se escondieron, y escondidos fueron hallados por la justicia; y el de los que se presentaron voluntariamente a las nuevas autoridades o fueron detenidos al no ser conscientes de que pudieran serlo. En este segundo grupo, el más numeroso, dominaba el asombro y la desorientación. Por lo general estaba formado por «personas bien educadas», que trataban de cumplir en todo momento con sus «deberes disciplinarios» y que solicitaban la ayuda espiritual de los sacerdotes. Pasado el desconcierto de los primeros días, parecían alegres y confiadas. Hasta que comenzaron los consejos de guerra y se dictaron las primeras condenas, y el ánimo de estos reclusos sufrió una caída vertical. Buena parte de ellos eran militares republicanos profesionales, que no esperaban, por su fervoroso catolicismo, sufrir graves condenas. Fueron trasladados a la prisión militar de Montjuich, para ser ejecutados la mayoría de ellos. Quedó en la cárcel Modelo una población reclusa que pronto superó la cifra de 7000 personas, pese al creciente número de fusilados en el Campo de la Bota, calculado en unos treinta diarios. Sin contar a los que también estaban siendo ejecutados extralegalmente o por la aplicación de la «Ley de Fugas».

DEPURACIÓN ECONÓMICA Y CULTURAL DE CATALUÑA

Por si fuera poco, los catalanes fueron los primeros en sufrir las consecuencias de dos leyes represivas dictadas por el gobierno de Burgos: la Ley de Responsabilidades Políticas del 9 de febrero de 1939 y la Ley de Depuración de Funcionarios y Empleados Públicos de 10 de febrero de 1939. La Ley de Responsabilidades Políticas venía a completar la función represiva de la jurisdicción militar, juzgando comportamientos no tipificados como delitos de rebelión militar y estableciendo sanciones de tipo pecuniario. Se enunciaban numerosas causas sancionables de responsabilidad política, fundamentalmente la vinculación con los partidos y organizaciones del Frente Popular, la pertenencia a la masonería o el haber participado en «cualesquiera otros actos encaminados a fomentar con eficacia la situación anárquica en que se encontraba España y que ha hecho indispensable el Movimiento Nacional». Se advertía también el carácter retroactivo de la ley, que juzgaba la responsabilidad política de personas físicas o jurídicas por acciones u omisiones cometidas desde el primero de octubre de 1934. La responsabilidad alcanzaba a los mayores de catorce años, e incluso era posible enjuiciar a personas fallecidas o ausentes, o a los que ya habían sido condenados en consejo de guerra, pudiendo imponérseles una sanción económica suplementaria. De las sanciones establecidas por esta ley, restrictivas de la actividad y de la libertad y económicas, las únicas inexcusables eran las económicas (pérdida total o parcial de los bienes, pago de una multa, etc.), que podían afectar a familiares y herederos [21].

Por efecto de esta ley, todos los partidos y agrupaciones políticas y sociales que habían integrado el Frente Popular, las agrupaciones separatistas y las que se habían opuesto al Movimiento Nacional, quedaron prohibidas y sus bienes fueron incautados por el Estado franquista. Pero también afectó a numerosos particulares, que perdieron sus bienes y cuyas familias quedaron en la miseria, especialmente cuando estaban muertos, desaparecidos o encarcelados. Todo expedientado era culpable mientras no demostrase su inocencia, o los informes solicitados al alcalde o jefe de Falange, al comandante del puesto de la Guardia Civil y al cura párroco le fueran favorables.

En Cataluña la ley se cebó sobre todo en los familiares de los exiliados, pues precisaba que toda persona podía ser encausada por haber salido de la zona roja después del Movimiento, permaneciendo en el extranjero más de dos meses, retrasando indebidamente su entrada en territorio nacional. En la provincia de Lérida, con cerca de cuatro mil expedientes abiertos por responsabilidades políticas, un dieciséis por ciento fueron incoados a personas que constaban como huidas. Sin duda, las propiedades de los republicanos que gozaban de cierra posición en los pueblos fueron las piezas más codiciadas por los encargados de aplicar la ley, por más que la mayoría de los expedientes acabaron sobreseídos por falta de bienes sobre los que intervenir. Pero la norma jurídica creada mostró probada capacidad para generar terror y sumisión entre quienes temían ser privados de los medios más elementales de subsistencia [22].

Simultáneamente, se aplicaba la Ley sobre Depuración de Funcionarios y Empleados Públicos, quedando sometidos a depuración todos los funcionarios de la zona de reciente ocupación. En Cataluña, 15 850 funcionarios de la extinta Generalitat fueron cesados fulminantemente. Cada empleado público tenía que demostrar su adhesión al Movimiento, para que sólo pudiesen ser readmitidos quienes se hiciesen dignos de ello. A tal efecto, debía presentar en el improrrogable plazo de ocho días, una declaración jurada con todos sus datos personales, profesionales y políticos, así como una lista de testigos que corroborasen sus afirmaciones. Había toda una tipología de diferentes sanciones, desde el traslado forzoso a otra provincia, la postergación en el ascenso o la inhabilitación temporal, hasta la separación definitiva del cargo, que era automática en caso de ausencia. En Barcelona se impuso el modelo de la Diputación Provincial, que pedía a sus funcionarios que hiciesen de policías, para demostrar así su adhesión al Movimiento, y pudiendo salvar el puesto y hasta promocionarse: «Diga usted quienes eran los más destacados izquierdistas de su departamento y cuanto sepa de la actuación de los mismos[23]». La venganza, el odio y el rencor alimentaban el afán de ocupar los puestos que los represaliados habían de dejar forzosamente libres en los ayuntamientos, diputaciones, delegaciones ministeriales, etc., que a su vez se dotaban de personal ideológicamente más afín.

En Cataluña se sumaba además la represión de la lengua vernácula, cuyo uso estaba prohibido en lugares públicos y centros oficiales, donde bajo los retratos de Franco y José Antonio, un letrero decía: «Si eres español, habla español». Hablar catalán en la calle podía también ser motivo de represión por parte de alguna patrulla militar o falangista. Una dependencia de los Servicios Especiales de los Ejércitos de Ocupación tenía como misión primordial confiscar libros, folletos y todo tipo de publicaciones en catalán, o escritos de contenido marxista, ácrata, liberal y, en general, contrario a la ideología nacional-sindicalista. Y, naturalmente, se prohibió el uso del catalán en los periódicos, en el cine o en el teatro. La enseñanza, a todos los niveles, debía hacerse en castellano y más de un millar de maestros y profesores fueron despedidos por no solicitar inmediatamente el reingreso[24].