El impacto de la guerra mundial había traído consigo una expansión sin precedentes del cultivo de amapola en México. Fue el último empuje necesario para crear un imperio, tan fructífero como lo fue China en tiempos de la guerra del opio. La agricultura de estas plantas vedadas se afincaba en Sinaloa, Sonora, Durango y Chihuahua. Los derivados del opio eran el producto más rentable del mundo. Un verdadero tesoro escondido en las sierras mexicanas del Pacífico, descubierto por los chinos, la Mafia italiana y los mismos mexicanos: el oro verde. El tráfico de drogas se convirtió en un elemento importante de la economía entre los dos países y vecinos, cambiando totalmente el panorama político de ambos.
A mediados de los cincuenta en los periódicos apareció un nuevo concepto, un nombre de connotaciones criminales, pero que siempre vendría acompañado de dinero, mucho dinero: narcotraficante. Estos nuevos personajes, los narcotraficantes, que podían ser los que cultivaban, producían, transportaban o vendían narcóticos, labraron ese nombre en los titulares de los diarios, influyendo en las decisiones políticas y volviéndose los emperadores de la economía mundial, pero siempre encadenados a la palabra muerte.
El medio de transporte predilecto de esta nueva élite de capitalistas despiadados que dominaban el mercado ilegal de narcóticos eran los aviones. Se estimaba que en el norte de México existían más de trescientas pistas clandestinas. La aviación se convirtió en la catapulta para llevar las drogas más allá de la frontera americana. El aeroplano, una invención norteamericana con la que habían ganado dos guerras mundiales, era la principal vía para ir y venir impunemente con estimulantes. El tráfico de drogas a través de las aeronaves era tan intenso que Comunicaciones y Obras Públicas de México decidió suspender los vuelos comerciales en algunos aeropuertos de Sinaloa, Sonora, Chihuahua y Durango. Pero no sirvió: nunca se detuvieron los vuelos clandestinos nocturnos a la frontera y sí aumentó el envío de drogas en vuelos comerciales encubiertos en los equipajes de la tripulación. Esta nueva especie, el narcotraficante, era una variedad difícil de destruir. Era la cucaracha del final del siglo.
—Dijeron que después de la bomba atómica en Japón, entre la radiactividad, solo quedaron cucarachas… —comentó el piloto Juan Toledano mientras caminaba por una pista perdida en las lejanías de Badiraguato, al lado del senador Raúl Duval.
Un avión De Havilland Dove esperaba dormido en la pista. Era una aeronave gruesa, con dos motores en las alas y techo abovedado que ampliaba la cabina. Tenía una capacidad para once personas. Para ser un monoplano de corto alcance, tenía la ventaja de sus hélices reversibles, que ayudaban para frenar en pistas cortas, como la mayoría de las que existían en la sierra de Sinaloa.
—Todo quedó destruido, pero las cabronas de las cucarachas seguían vivas —terminó su discurso el piloto.
—Llevo diez minutos escuchándole, capitán, y no he entendido nada. Quizás debo decírselo de una manera menos amable: me importa muy poco su plática. —Raúl se volvió para decirle esto al piloto. El capitán abrió la boca, sorprendido. Raúl Duval giró la cabeza, olvidándose del tiempo perdido en esa absurda charla—. Solo necesito saber de usted tres cosas: ¿está listo el avión?, ¿dónde es el punto de encuentro?, y ¿cuándo te callas?
—Lo siento, senador. El avión está cargado. Hoy trajeron la mercancía. Nos veremos cerca de la frontera de Arizona, en Sonora —balbuceó intranquilo el capitán. Lo había contratado Duval después de la bomba que casi lo mata.
Juntos, senador y piloto, se fueron a comprar el avión a California. Quería uno que le sirviera de transporte para su familia y guardaespaldas, pero a la vez que tuviera espacio para las entregas especiales que hacía en la frontera. El dinero no era problema, lo importante era la seguridad. Incluso estaba ya tomando clases para pilotar su propio aeroplano.
—Voy a la oficina a hacer una llamada. Dile a Lupe que suba ya al avión —ordenó Raúl.
Él no viajaba sin sus pistoleros. Lupe Fonseca era su nueva adquisición. Se lo recomendó la familia Fonseca, sus socios. Era un hombre grande y viejo. Frío, pero buen tirador de escopeta. De Joel la Demoledora no se había despegado desde los días en que subió al poder. El gigantón era de fiar y amaba a la hija de Carmela. No solo era guardaespaldas, sino chófer, secretario y recadero para comprar camarones al mercado. Lo habían adoptado, literalmente, en su familia. Y Raúl estaba seguro de que el orangután estaba realmente enamorado de Carmela, pues la cuidaba de manera especial.
Raúl estaba arreglado con una americana ligera a cuadros, camisa blanca y pantalón azul naval. Un sombrero de paja de ala corta le daba el toque final a su imagen. Su piel estaba bronceada por el sol de Mazatlán y había un brillo de poder en sus dientes. Caminaba con una mano en el bolsillo del pantalón, de manera casual y ofreciendo una imagen de omnipotencia. Con pisadas largas, llegó hasta la oficina de la pista, un cuartucho de tabique aparente que solo contenía un escritorio, teléfono y tres sillas. En una de ellas esperaba su ángel guardián, Joel la Demoledora, encorvado y apretujado en silla de madera, leyendo tranquilamente un periódico que anunciaba el encuentro entre los presidentes mexicano y norteamericano. Como siempre, estaba sudando: odiaba el clima en Sinaloa.
—Estamos listos, Joel.
—No me gusta, Flaco. ¿Por qué quieren que tú vayas a la cita?
—No lo sé. Hace mucho que no hablamos. Te diré lo que pienso: sospecho que mi socio está queriendo salirse de la jugada. No me sorprendería que fuera una despedida. Así son ellos, se llenan de dólares y desean retirarse en Acapulco —dijo seriamente Raúl mientras revisaba su portafolio—. A Charlie LaPagia le pasó lo mismo, lo atraparon antes de que se retirara. Gringos van, gringos vienen.
—¿Realmente confías en nuestro comprador?
—No me puedo dar el lujo de confiar en nadie, Joel, pero desde que comenzamos a hacer negocio ha sido franco.
—Pues a mí no me gusta. Si se pone pendejo, deberías tener esto… —Le ofreció un revólver el gigante. Era un Smith & Wesson del 38 en color plata. Raúl lo miró con desdén y sacó su Browning de su cinturón. Se había convertido en un político, pero nunca dejó su raíz de sicario. Ya no usaba su arma, pero se sentía más seguro con ella.
El guardaespaldas sonrió. A veces no se les podía enseñar nuevos trucos a viejos sabuesos.
—Lo sé, no te separas de ella. Entonces, también quédate con un par de estas bellezas…
Metió en el portafolio de Raúl dos granadas de mano. El senador dio un paso hacia atrás mirándolas como a un par de serpientes venenosas.
—¿Estás loco?, ¿dónde madres conseguiste eso? —preguntó sin querer tocarlas. Joel la Demoledora tenía solo una desventaja: estaba loco por las armas. Gastaba todo su salario en nuevos modelos de pistolas o rifles. Cualquier cosa que fuera mortal le gustaba tenerla. No era en balde su apodo.
—Si sientes que algo está mal, úsalas. Tu contacto tocará la puerta del cielo en ese momento —recomendó jocoso el guardia.
—¡Eres un demente! ¡Claro que no! ¡Es mi socio! —admitió Raúl. Al menos no era una bazuca u otra arma más peligrosa, que seguramente poseía en su casa, pensó Raúl.
—Guarda una, solo por si acaso —dijo su pistolero, ya rumbo a la pista de aterrizaje.
—Pinche lunático… —murmuró Raúl, pero Joel ya no estaba para escucharlo. Tomó el teléfono y marcó a la operadora—. Buenas tardes, señorita. Quisiera una larga distancia a la Ciudad de México. El teléfono es 5-43-63-57, con la señora Del Toro.
La operadora le pidió unos momentos mientras hacía el enlace. Raúl esperó con el auricular en su oreja a que contestaran, pero el timbre del otro lado de la línea solo repicaba constantemente. Nadie respondía. Molesto, colgó el teléfono. Se ajustó el sombrero, tomó su portafolio y salió para subirse a su avión diciendo para sí mismo:
—Vámonos al desierto de Sonora.
El refugio natural de Cabeza Prieta se encuentra a noventa kilómetros de la frontera de México, en el territorio norteamericano. Aunque es parte del desierto de Sonora, su ala superior está enclavada en el estado de Arizona. Es un puño de nada, cubierto de arena, matorrales y piedras. A lo mucho, una familia de serpientes de cascabel, algunas lagartijas y tres borregos cimarrones que se esconden en las rocas. El sitio era del tamaño de un estado pequeño de la unión americana. Totalmente desolado. Para acceder por tierra hay que tomar el llamado Camino del Diablo, una antigua ruta que los colonizadores usaron para llegar a los asentamientos más escondidos, al norte. El sendero, que se extiende desde México hasta California, obtuvo su nombre de las docenas de viajeros que murieron en la ruta a los campos de oro de California, y también por ser la entrada de muchos trabajadores indocumentados y traficantes de droga. Tal como su nombre indica, era una zona peligrosa. Olvidada por la civilización. Perfecta para construir una pista aérea clandestina.
Esta pista apenas era una pista sin asfaltar que el viento del desierto se empeñaba en borrar. En un extremo había un Jeep verde militar estacionado. Dos hombres descansaban en él con rifles propios del ejército norteamericano. A mitad de la traza, una camioneta Ford sometida a los rayos del sol. En su parte trasera había algunas provisiones y una hielera con el símbolo de refresco de Coca-Cola. Montada en ella, un hombre en camiseta y sombrero vaquero que miraba por unos prismáticos al horizonte. Quizás la imagen era de rancheros jugando a la cacería, pero era un plan encubierto para capturar a uno de los principales distribuidores de narcóticos de México.
—Escucho algo. Un motor… —indicó el hombre de la camioneta. Dio la señal para que los otros dos hombres tomaran sus posiciones. Uno de ellos tenía un rifle de largo alcance con mira telescópica y se encaminó rumbo al sitio estratégico que había elegido entre la escasa vegetación para ubicarse en el suelo. Colocó el arma en un trípode y se recostó en la arena. El otro sacó su pistola antes de darle un buen trago a una cerveza en su botella de cristal ámbar.
—Estamos listos —dijo muy nervioso el agente Ted Trupper en el interior del vehículo, arreglándose primero las gafas y colocándose la placa de agente federal en el chaleco de cacería. Extrajo de su cartuchera una pequeña arma Beretta. James O. Ball se volvió para verla. Le hizo gracia, pues era singularmente diminuta. Parecía de juguete. James estaba a su lado, enfundado en una chamarra de piel de borrego, que resultaba ridículamente caliente en ese desierto, y un pañuelo que le tapaba la boca para evitar el polvo alborotado por el incesante viento. Fue el único que no sacó su arma.
—¿Por qué no pediste ayuda local? Podríamos haber pedido refuerzos a la policía del condado —preguntó Ted a James. Pero este solo alzó los hombros, respondiendo:
—No deseaba hacerlo más grande. Solo seremos federales. Con los cinco que traemos es suficiente. Nadie se enterará de que fue un truco. En especial la prensa. No quieres a metomentodos rondando en la oficina. Lo hago para proteger al jefe.
—Que el senador no te reconozca al bajar, déjate cubierta la cara. La última vez que os visteis le quisiste romper la nariz a golpes —le ordenó a Jimmy su contraparte de Inteligencia, mirando también por sus prismáticos. Con ellos pudo ver el De Havilland acercándose, flotando como un halcón entre el cielo azul—. Ahí viene. Es una avioneta de dos motores en blanco y rojo. Al parecer, el piloto ha seguido las instrucciones impuestas haciéndole creer al senador que vuelan a las cercanías de Mexicali.
La avioneta pasó al ras de la tierra. Las armas se escondieron, tratando de aparentar que eran los compradores de drogas a los que debían entregar la mercancía. Aunque los cinco agentes que los acompañaban eran excombatientes de la guerra, se les pidió que vistieran de civiles, casuales. No muy distinto a lo que portarían los verdaderos narcotraficantes.
El aeroplano movió sus alerones y se enfiló a la pista, bajando lentamente. Las tres llantas estaban nerviosas por tocar el suelo terregoso. Con dos saltos, terminó rodando en la pista mientras los motores levantaban una polvareda que nubló a los que esperaban. Ted tosió por la sensación de arena en la garganta. James se sintió agradecido de llevar el pañuelo que le cubría el rostro.
Los dos hombres encubiertos descendieron de la camioneta, preparando su arsenal. Se veían confiados, disfrutando el triunfo de ese evento que seguramente tendría grandes repercusiones en la guerra contra los narcóticos. James golpeó el suelo, pensativo. Ted lo miró extrañado. Era normal que no se sintiera a gusto a su lado, nunca había escondido su desprecio, pero ese día realmente aparentaba estar molesto.
—¿No estás emocionado? Vamos a atrapar a uno grande. Va ser un espectáculo —comentó orgulloso.
—Sí, claro… Mejor que un juego final entre los Yankees y los Mets.
—No, a este lo vamos a ponchar a la primera —contestó sardónico.
La De Havilland circuló por la pista hasta colocarse a la mitad, frente a la camioneta, continuando su tormenta de polvo. Cuando la borrasca se aplacó, los federales se fueron colocando en sus puestos, rodeando la avioneta de manera casual. La puerta se abrió y descendieron los guardaespaldas con las manos en la boca y sus armas desfundadas, tratando de no respirar el picante polvo. Luego, lentamente, bajó Raúl Duval con un pañuelo. Caminó directamente hasta donde estaban James y Ted. Se detuvo inquieto, volviéndose para tratar de recordar las caras de los que lo rodeaban. No había ninguna que le fuera familiar. No acostumbraba a estar presente en los intercambios de la droga, pero su instinto de años de trabajo para el coronel le dijo que no era la gente con la que acostumbraba a hacer negocio. Por un segundo, una luz roja en su cerebro le gritó «Peligro». Al mismo tiempo, Joel lo pensó también y levantó su aparatosa 45.
—¿Cuál es el problema? ¿Quiénes son ustedes? —preguntó Raúl Duval a los hombres de la camioneta.
—Soy el agente Ted Trupper, senador Duval. Usted y yo debemos hablar sobre sus negocios ilícitos. Le recomiendo que no oponga resistencia —explicó en español. No era perfecto como el de James, pero bastante aceptable. Fue la señal para que los hombres levantaran pistolas y rifles. Los ojos negros de los cañones tenían la mirada en Raúl. Su rostro no cambió, apenas le hizo levantar el entrecejo al verse rodeado de armas. Detrás de él, Lupe y Joel ya estaban también devolviéndoles el acoso. Ambos estaban en guardia, dispuestos a disparar. Miró hacia los extremos contando mentalmente a sus atacantes. Al fondo distinguió dos rifles montados en el Jeep. En la camioneta, había otro par. Con el listillo de gafas y el de pañuelo sumaban seis. No le gustó, matemáticamente perdían por tres cabezas. Los hombres de Trupper estaban seguros de que no soltarían ningún tiro en la detención, incluso dos de los hombres armados seguían bebiendo su cerveza.
—No comprendo… —tuvo que admitir Raúl, mirando a James cubierto por su pañuelo. Ted alzó su pequeña Beretta. Era una más sobre el senador. No había escapatoria. A no ser que fuera en una bolsa de la morgue, muerto.
—¿Necesito explicárselo, senador? Es sencillo, esto se acabó. No solo vamos a terminar sus crímenes, sino también con su contacto americano. Interceptamos el mensaje para hacerle creer que él lo llamó. Así que le pido que no lo haga difícil. Deseamos los nombres, sabemos que es alguien involucrado en nuestra agencia —comentó el tipo de gafas. La pistola Beretta 418 parecía un artículo de belleza más que un arma. Se veía grotescamente pequeña en las manos de Ted.
—¿Están idiotas? Ustedes no pueden hacerme nada. Ted, ¿verdad? —escupió Raúl con desdén, dando un paso hacia delante y alzando su Browning, dejándoles claro que no estaba impresionado por su arma de juguete. Los exsoldados cargaron las armas. Eran perros rabiosos y no les gustaba que alardeara el mexicano, por eso le rugían—. Soy senador de la República Mexicana, tengo inmunidad diplomática. No pueden tocarme.
Ted le apuntaba profesionalmente, con las dos manos en su arma, levantada a la altura de sus ojos. Se veía que había tenido entrenamiento, pero era obvio que se estaba orinando de miedo en los pantalones, temblando como un crío frente a un peligro. Raúl se dio cuenta de que no estaba a gusto con el trabajo de campo. Sin duda, era un hombre de archivos y máquinas de escribir.
En cambio, sus otros hombres apuntaban sus pistolas reposadamente, como si vivieran ese duelo cada día. Se podía ver las placas de identificación militar sobre sus camisetas blancas. Seguramente, habían estado en el frente del Pacífico.
—Bueno, Raúl, debo decirle que si estuviéramos en México, así sería. Pero legalmente no estamos en México. Esto es Cabeza Prieta, en el condado de Yuma —le dijo James bajándose el pañuelo que le protegía la cara de la polvareda. Raúl se volvió a mirarlo con un gesto de malestar. Por un minuto, la Browning apuntó a James.
—¿James?
—Este lugar puede ser el culo del diablo, pero es Estados Unidos de Norteamérica. Y déjeme decirle, senador, que está usted detenido por quebrantar la ley de narcóticos y del crimen organizado. Tendría que leerle sus derechos, pero me evitaré ese proceso. Lo vamos a encarcelar sea como sea —manifestó el agente sin bajar su pistola del tamaño de un pintalabios. Estaba envalentonado por sentirse con el control de la situación.
En el desierto de Cabeza Prieta de nuevo sopló un viento que levantó otra tolvanera. Algunas bolas de Salsola kali cruzaron el claro. James se sintió en una película de John Wayne, pero sabía que aquellos duelos eran cosa de Hollywood. Ellos estaban realmente donde Ted había dicho, en el culo del diablo. James dio un paso al frente, haciendo un gesto con las manos para calmar a su viejo conocido:
—Tranquilo, Raúl. Se va resolver todo. Lo haremos entre los dos y así nadie saldrá herido.
—¿Eso es? ¿Me vendiste a estos cabrones, capitán? —Raúl se volvió hacia su piloto, el capitán Toledano, que había descendido de la nave con las manos en alto para alejarse de las armas.
—Lo siento, señor. Me ofrecieron mucho dinero… —explicó acomodándose las gafas oscuras y tratando de buscar protección de los agentes en la camioneta. No había duda de que se veían las marcas del coronel Serrano en esa jugada. Siempre había tratado de comprar fieles con cifras descomunales. Fue cuando Joel la Demoledora le gruñó. Los dos guardaespaldas del senador no dejaban de apuntarle. El viejo Fonseca tenía la escopeta lista para matar al traidor apenas diera la orden su jefe.
—Serrano es un viejo idiota… No puedo creer que tuviera los huevos de atacarme. Está acabado, es historia pasada —soltó Raúl apretando los dientes. Sospechó durante años que su padrino no se quedaría quieto después de lo que le había hecho. Era parte de la esencia del viejo. Era como una de esas cucarachas de las que su piloto le habló, que aun tras una bomba sobreviviría. Se volvió hacia su rival de amores—. ¿Y tú, James?, ¿ahora te crees uno de esos héroes de cine atrapándome? Nunca imaginé que te rebajaras a hacerle daño a Carmela por una puta medalla.
—Como te dije, calmado. No es lo que crees. Ellos no saben nada. El agente Ted hizo un trato con el coronel Serrano a mis espaldas. Va a detener a Carmela en México para tenerte atado de manos. Saben que con ella en manos de unos judiciales harás cualquier cosa. Así se asegurarán que cooperarás con la investigación. Por eso estoy aquí, era la única manera de que no le hicieran daño. Entiéndelo, lo hago por ella —explicó Ball cabizbajo, apenado por la situación. Metió la mano a su chamarra y extrajo su arma. Era una Browning negra, igual que la de Raúl. La mantuvo baja, sin poder encañonarlo. Habían sido muchos años de conocerse, muchas cosas que vivieron a la par.
—Levante las manos, senador Duval. No deseamos hacer de esto un escándalo internacional. En los próximos días, el presidente Ike Eisenhower se reunirá con su homólogo mexicano, Ruiz Cortines. Le aseguro que usted será el tema de conversación. Debería estar orgulloso de ser la persona que dicte la agenda bilateral —insistió Ted.
El desierto de Cabeza Prieta había dejado de lanzar su viento molesto. Parecía que estaba interesado en ver cómo terminaba la situación en ese paraje. Las lejanas sierras vertían sus sombras al claro donde la De Havilland, los automóviles y aquellos hombres jugaban a un duelo de vaqueros.
—La agenda será bilateral en tu culo, pinche gringo. —Y Raúl movió su escuadra para encañonar a Ted. Por un segundo, la mirada del agente brincó de terror ante la idea de que lo fuera a matar el mexicano—. ¡Órale, jálale, pinche puto!
—No hagamos algo tonto. Pida a sus hombres que suelten las armas. No necesitamos mártires. James me aseguró que sería una operación limpia —susurró Trupper en busca de fuerzas. No estaba acostumbrado a tener el ojo negro de un arma apuntándole a la cara.
—No lo haré. Tendrá que dispararme. Y si esa bala de su Beretta llegase a tocarme, estos muchachos van a defenderme. Lo vamos a dejar como carne de carroña. Yo no me voy solo, Ted. Usted se va conmigo —explicó Raúl señalando con las cejas a sus dos guardaespaldas. El viejo Fonseca acomodó su escopeta hacia el agente más cercano, el que estaba a los pies de la camioneta. El otro, Joel, se quedó cual estatua con dos pistolas en cada mano. Ese le dio más miedo a Ted. De inmediato se interpuso James entre ellos diciendo:
—No hagas tonterías, Raúl. Deja que te lleven. Soltarán a Carmela. Yo me encargaré de que nada le pase.
—Hágale caso. ¿Acaso no le importa su esposa? Ella ha sido apresada en México con una orden judicial. Si no desea que esto se torne en algo peor, le recomiendo que haga lo que se le pide. —Jugó su carta el agente Ted, empezando a sospechar que no sería un trabajo limpio como le habían prometido.
—¡Si serás pendejo, gringo! ¿Cómo pueden ser tan arrogantes de decirme que soy un delincuente cuando la mierda que vendo se la arrebatan ustedes en las calles? —dictó Raúl con el mismo temple con que daba sus discursos en la Cámara de Senadores en México.
—Conmovedora exposición… —admitió Ted con gesto picaresco. Sabía que el mexicano se sentía atrapado y por ello alardeaba. Tenían a su esposa, y tal como le había dicho James O. Ball, era lo único que le importaba al narcotraficante. Estados Unidos había ganado la batalla—. Ahora suelte el arma. Tómese una cerveza y platicaremos en una oficina de San Diego.
Raúl dio otro paso al frente, pegándose más a James:
—¿Quieren saber quién es el comprador americano?, ¿eso es lo que desean?
—Si usted nos da esa información, liberaremos a su esposa. Le aseguro un juicio justo en nuestro país. Desde luego que su carrera política se verá truncada —le dijo Ted. Lo tenía en el bolsillo.
—Max Cossman… Búscalo. Ese es el nombre.
Ted arqueó las cejas. No esperaba eso.
—Oh, come on! Sabemos que ese nombre es un alias. Debe haber más de dos o tres Max Cossman. Es un nombre clave. Su contacto usó ese nombre para despistar —le rugió molesto por haber jugado con él.
—Olvídalo ya, Raúl. Esto se acabó. Dilo —le dijo sosegadamente James con la palma de la mano extendida, a la manera de una oferta de tregua. Luego señaló a los excombatientes que les apuntaban desde los vehículos, y más al fondo, al francotirador encubierto—. Hay cuatro hombres aquí apuntándote y un francotirador al norte, a unos doscientos metros, entre esa nopalera. Solo eres tú y tus dos hombres. No saldrás vivo si comienzas algo.
Raúl y los guardaespaldas se volvieron hacia el cúmulo de nopales. Un brillo delató al francotirador. Estaban rodeados, literalmente fritos.
—Tengo la dirección de ese falso Max Cossman —señaló en un susurro.
Ted se relajó:
—¿La dirección?
—Sí. Es en Tupi Q. L. —expuso Raúl sin mirar a Ted, sino con la mirada fija en James. Los ojos azules de Ball se cruzaron con los color negro del senador. No fue muy diferente a décadas atrás, cuando lo encañonó en el desierto cercano a Tijuana.
—¿Tupi? —balbuceó Ted sin entender.
—¿Qué no entiendes, Ted? Te lo está diciendo —gruñó James volviéndose hacia su contraparte de la agencia de Inteligencia con su Browning en la mano.
—¡Qué cosa! —preguntó Ted, intrigado.
—¡En tu-pinche-culo, motherfucker! —gritó James, levantando la semiautomática y disparándole al pecho a Ted Trupper. Las gafas de pasta del agente volaron por los aires. La bala lo hizo elevarse unos centímetros del polvoriento suelo para rebotar en el desértico paraje. El disparo de James contra su aliado resonó en eco por las montañas de Cabeza Prieta una y otra vez. Fue tal la sorpresa que ninguno de los agentes hizo nada. Solo miraron atónitos a James O. Ball sin comprender lo que acababa de suceder. Fue Raúl quien disparó varias veces su arma hacia la nopalera donde había visto el reflejo, esperanzado en lograr poner fuera de circulación al francotirador. Gritó a sus hombres:
—¡A los francotiradores! ¡No le disparen al güero! ¡Está con nosotros! —Y corrió hacia la parte trasera de la avioneta para cubrirse.
En el suelo, Ted alzó la cara. Toda ella era un gran signo de interrogación. Aún no sentía el dolor de la herida, pero sí el de la traición. Alzó su pequeña Beretta. Casi instantáneamente, empezó a dispararle a James, desatando el intercambio de tiros entre los soldados que los escoltaban y los guardaespaldas de Duval.
—¡La puta madre! —gritó James cuando una bala de la Beretta le atravesó la rodilla, haciéndolo doblarse hasta el suelo. Con el rostro descompuesto, devolvió el fuego. La escopeta de Fonseca escupió dos veces. Una de las detonaciones perforó al federal más cercano. Pero no pudo volver a accionarla, fue abatido por una certera bala de uno de los agentes detrás del Jeep. El intercambio de disparos entre los agentes arreció como una lluvia tormentosa.
Raúl, en la confusión, se subió a la avioneta De Havilland. Su fuselaje fue perforado sin piedad por las balas, pero le sirvió de escudo en su carrera. Arrancó los motores, siguiendo rápidamente las instrucciones de lo poco que había aprendido en sus clases de aviación. Se volvió hacia atrás, a la cabina donde los paquetes de droga lo observaban mudos. El cristal de la cabina abovedada estalló en pedazos. Sintió un dolor en el costado. Apretando los dientes, tiró de la palanca y avanzó hacia el frente, hacia el Jeep. Todos los agentes contratados lo siguieron para vaciar sus municiones y tratar de impedir que escapara. Pero estaban en un completo error, Raúl no deseaba huir, sino colocar la nave en medio de ellos.
Con varios paquetes de polvo haciendo contrapeso, mantuvo el acelerador de la nave y acomodó lo mejor que pudo los instrumentos. Mientras, los agentes lo rodearon disparando a ciegas, esperando que algún disparo terminara con su huida. La lámina del avión fue cediendo por los agujeros de las balas. Abrió la puerta trasera y saltó entre la lluvia de plomo. Cayó al suelo. Tragó varios buches de arena, pero logró rápidamente volverse y alejarse a gran velocidad hacia el lado contrario. Les había dejado de regalo en el interior de la nave la granada entregada por Joel la Demoledora. La De Havilland, cual piñata que se colapsa con los golpes del palo, explotó de manera espectacular.
Las llamaradas del combustible corrieron por el desierto, llevándose pastos secos, avioneta, hombres armados y la droga. Un golpe de calor aporreó el rostro del senador, arrojándolo como un muñeco de trapo por los aires. Algunos cabellos en su flequillo se chamuscaron. Su elegante traje a cuadros quedó ahumado. Realmente, había encendido el ambiente.
Cuando los últimos pedazos de la avioneta cayeron al suelo, humeantes, ya no se escuchaba ningún disparo. Raúl se incorporó con dificultad. Bajó la cabeza y vio su camisa blanca con una extendida mancha roja. Cerró los ojos al tomar conciencia de la herida. Solo de pensar en el daño, le dolió. Giró su rostro en busca de su otro guardaespaldas, Joel. No lo vio. Quizás también había sido víctima de la explosión.
Aturdido, y con el eco de la explosión en los oídos, se arrastró hasta la camioneta. Pudo ver que el piloto Toledano corría hacia el horizonte, volviéndose de vez en cuando para asegurarse de que la masacre que dejaba atrás no lo siguiera. Lo dejó ir. Ya tendría tiempo para ajustar cuentas.
Tres detonaciones resonaron. El cuerpo del capitán sucumbió entre los matorrales. El francotirador lo había abatido, pero al mismo tiempo mostró su localización. Una cuarta detonación silbó. El grito del agente escondido indicó que ya no causaría problemas. Desde la camioneta, con uno de los rifles, James le había disparado, sosteniéndose con dificultad por su herida.
El norteamericano se bajó del vehículo mostrando gestos de dolor. Sonreía a pesar de estar hecho una completa mierda. La pierna era picadillo. Un par de lágrimas corrían por sus mejillas. Raúl no dijo nada al postrarse frente a él. Tampoco lo hizo James. Los dos se miraron con sinceridad, como un par de chiquillos que hubieran prendido un enorme cohete en el patio trasero.
—No podré caminar. Me perforaron la pierna —soltó por fin James.
—¡Eres un pendejo, James! ¡Hijo de tu…! —rugió Raúl con los ojos encendidos de rabia—. ¡Pensé que en verdad me estabas entregando, cabrón! ¡Cómo chingada madres se te ocurrió esta pendejada! ¡Nos cargó la chingada! —continuó el senador, dejando atrás el dolor de sus heridas.
El crepitar del fuego fue la única respuesta. James se volvió a mirarlo, distinguió que a un lado de la columna de humo Ted se quejaba en el suelo. Estaba agonizando.
—Ayúdame… —Fue lo único que pidió James. Raúl pasó su brazo por el del gringo para levantarlo. A saltos, llegaron hasta el agonizante Ted, tirado en la arena del desierto.
—¿Tú…? ¿James…? Eras tú —logró decir entre sangre.
—Max Cossman, para servirte —se presentó James levantando su pistola Browning para rematarlo.
—¿Por… qué?
—Todos a mi alrededor se hacían ricos. Ted, a nadie le importan las drogas en nuestro Gobierno. Realmente, es un negocio más —explicó reflexivo. Era hora de quitarse las máscaras. Había decidido entrar en el negocio después de su decepción en la fiesta de Virginia Hill. Él mismo había llamado a Raúl para contactarlo. Habían sido años de mostrar que realmente le preocupaba el crimen, cuando en verdad le aterraba que lo descubrieran—. Ya es hora de retirarme de la agencia. Podré hacerlo entregando al famoso traficante de drogas que trabaja en el Gobierno… Tú.
—No… —murmuró agónico Ted. No dijo más. Una bala le cruzó la frente. La pistola de Raúl le había cortado sus lazos con la vida.
—Se acabó esta mierda, James. Ahora dime qué chingaos pasa.
—Lo siento, Raúl, cuando me enteré de que te agarrarían, moví mis influencias en el Buró. Coloqué el mínimo número de agentes y te traje a Camino del Diablo para poder manejar el asunto. Creo que no resultó tan bien como pensé.
—Claro que no, pendejo. ¡Solo a ti se te ocurre sentirte John Wayne! ¿Y Carmela?
—Le hablé antes de salir. Le expliqué mi plan. Seguramente está bien. No te preocupes. Traté de mantener la información más cerrada posible, nadie se enterará —aclaró James. No tenía duda de que ella estaba bien. Carmela era una mujer que había sobrevivido a cosas peores. En cierta manera, ella era quien había formado el imperio que ahora ellos gobernaban. Era la líder, por algo James y Raúl se enamoraron de ella.
—Si le hicieron algo, te mato —advirtió Raúl tomando una de las cervezas que bebían los agentes.
—Confía en mí.
—¿Por qué debo confiar en ti, pinche gringo loco?
—Soy tu socio.
Los dos hombres caminaron lentamente, ayudándose entre ellos para sentarse en la sombra que daba la camioneta. Raúl dejó en el suelo a James y se apoyó en el asiento. El silencio de esos parajes era tranquilizador. Sus respiraciones fueron aligerándose y el dolor dominaba sus cuerpos mientras el sol se iba poniendo.
—¿Estás bien? —le preguntó James al ver la mancha en el costado de Raúl.
—Creo que me perforó el estómago.
—¿Y ahora?, ¿qué hacemos? —consideró James mientras Raúl se deslizaba a su lado. Los dos quedaron sentados en el suelo, a la sombra del vehículo, viendo cómo el sol se escondía en la sierra de Cabeza Prieta mientras la sangre huía de sus cuerpos. Raúl suspiró. No aprobaba la forma como había manejado esta crisis su socio americano, pues terminaron en un infierno, pero estaban vivos y seguían en la jugada.
—No lo sé. Bébete una cerveza, platícame cómo va el equipo de los Yankees en Nueva York. Luego vemos qué hacemos con este completo desmadre —dijo Raúl entre lamentos, señalando con el envase a los muertos. James tomó una de las cervezas abiertas del interior de la camioneta y le dio un buen trago. Le supo a verdadera gloria después de haber hecho una visita rápida a las puertas de la muerte.
—¿Realmente?, ¿de eso hablamos? —preguntó con la ceja levantada. La pierna le dolía, la herida comenzaba a darle punzadas.
—Aquí, en el norte de México, solo platicamos de cerveza, béisbol o drogas. ¿Conoces otro tema por estos rumbos? —le contestó Raúl, sarcástico, pero sin poder borrar el gesto de dolor. Ambos dieron sendos tragos a sus bebidas. Se quedaron mirando el horizonte durante unos minutos.
—Cerveza, béisbol y droga —susurró James sin dejar de apreciar el atardecer que pincelaba las nubes alargadas en tonos durazno.
—… Y mujeres —completó Raúl. La imagen de Carmela apareció en la mente de ambos. No hubo necesidad de decir el nombre. A James le llegó otra imagen. Era la sonrisa de su esposa, Gloria, esperando en su apartamento con cinco meses de embarazo. Con ese retrato brindó chocando las botellas:
—Sí, las mujeres…
Separaron las cervezas. James bebió con el narcotraficante mexicano. No eran las dos caras de la moneda, sino dos monedas con la misma cara.
El sol se hundió entre las colinas, sacando sus rayos al cielo como si tratara de alcanzar una nube para no hundirse en el horizonte. Era la imagen de un ahogado aferrándose a los cúmulos, tratando de impedir su desaparición en la oscuridad del final del día. Pero por más que luchó, cambiando a tonalidades rosas y naranjas, la noche triunfó para mostrar una espléndida luna llena.