Tenía una casa en Mazatlán, pues nunca me gustó Culiacán. Lo sentía muy cerca de los negocios, pero también de su madre. No traté a mi suegra, pues cuando se enteró de que Raúl se había casado con una viuda con una hija, pensó que era una buscadora de fortunas. Ni idea tenía la pobrecita de que la de la lana era yo y de que si su querubín era senador, no era por sus encantos, sino por los míos. No me dio mucho coraje cuando nos dejó afuera de su morada, sin abrirnos la puerta, gritándole a Raúl desde el balcón que yo era la culpable de sus malos pasos, pues en la ciudad ya decían que era acólito de Malverde y había llegado a ese lugar matando. Bien loca que estaba. Si supiera que desde que lo mandó con el coronel Serrano había sellado el camino de su hijo… ¿Qué esperaba?, ¿que se convirtiera en padrecito para oficiar misas los domingos en la catedral de Culiacán?
Además, la de nalgas ligeras era ella. Ya se había divorciado de su segundo esposo y andaba con un caporal de Los Mochis. Un hombre grandote, del tipo de los de Sonora. La señora tenía dinero por la herencia del ingeniero, más lo que Raúl le dio, por lo que se sentía parida por los dioses. Era exactamente el tipo de mujer de las que aborrecía. Así que le dije a Raúl que lo mejor era vivir en Mazatlán y no vender mi mansión de México, la que me había dado Papá Oso. Así alternaríamos las estancias.
Años después, cuando su madre se enteró del éxito de su hijo, se presentó en la casa de Mazatlán para conocer a su nieta, Florencia. Le pedí a Joel a Secas que la echara. Creo que se dio cuenta de con quién trataba, pues en Culiacán ya respetaban a Raúl. No es que quisieran todos ser sus amigos, más bien nadie deseaba ser su enemigo, y su madre se ganó el estar en esa posición de desventaja. Ese día entendió que se había enemistado con una cabrona, con perdón por la expresión. Ni me molesté en hablar con ella, a punta de pistola le pidieron que nunca más se acercara a nuestra casa. Nunca más la vi.
En todo el estado nos adoraban, nos invitaban a fiestas en los hoteles del malecón de Mazatlán y a los asados los fines de semana en Culiacán. Nunca pensé que Raúl fuera tan bueno en la política. Después de ser tan arisco, cambió
a modales elegantes y tenía presencia de estrella de cine.
Prácticamente pasaba la mitad de mi tiempo en la capital. Disfrutaba haciendo mi vida social entre las doñas de Polanco, en cócteles con Dolores del Río y fiestas en la casa de Agustín Lara. Raúl y yo éramos de los favoritos de la sección de sociedad. Así que tuve mis dudas de dónde hacer la fiesta de cumpleaños de Raúl. Lo lógico sería en Sinaloa, para invitar a los amigos, socios y demás gente del negocio. Pero preferí los reflectores de la capital. Florencia, mi hija, vino a la ciudad para ayudarme a organizarlo. Estaba encantada de poder ver a sus amigas, pues estudiaba su carrera en el extranjero. Así que permanecí esa temporada organizando todo, mientras Raúl atendía los negocios en la frontera.
El mismo día que iba a volar a Sonora en el avión que compramos, decidí reunirme con Soledad, quien, tras el retiro de su esposo, Manuel, de la política, y sin hijos, se pasaba el día en pachangas en la enorme hacienda que habían construido al poniente de la ciudad, La Herradura. Era un encanto de lugar. Con caballos, ganado importado y tres enormes construcciones. Raúl lo llamaba El Palacio del Gordo. Era tan amplio el terreno que deseaban venderlo para crear una nueva colonia.
Nos hablamos por teléfono y me prometió acompañarme a conseguir los arreglos de las mesas para la fiesta, que sería justamente en su rancho. Así que me arreglé para salir a la calle después de supervisar los quehaceres de la servidumbre, para dejar a punto toda la casa. Me puse un modelo confeccionado por Madame Grès que me había comprado Raúl en nuestro viaje a Europa, en color arena, y una falda amplia de crinolina con flores, rematado con un sombrero amplio. Debía verme mucho más bella y elegante que mi amiga, así que miré al espejo para preguntarle a la imagen si en verdad se sentía tan bien como se veía.
—Tú sabes que así es, no seas engreída —me contestó mi propia imagen.
—Debes verte como la reina que eres —le di la razón. El reflejo se colocó los largos guantes.
—Si tan solo pudiera verte tu familia… Tu madre —comentaste.
—Pobres, no lo creerían.
—A veces creo que eres como la madrasta de Blancanieves, que te miras en el espejo para preguntar quién es la más bella, mamá… —Me rompió el encanto de la charla con mi imagen. Era Florencia, burlándose desde el umbral de mi habitación. Dio un par de pasos y, como hacíamos cuando nos pintábamos compartiendo el espejo, se colocó a mi lado—. Me da miedo pensar qué pasará cuando el espejo te diga que es otra.
—Eso lo sé. Eres tú, linda —le dije besándola. Florencia era bella. Quizás más que yo, por la frescura de su edad.
—Aduladora… —me gruñó, mirándose. Tocándose el busto. Sabía que le molestaba que no tuviera tanto pecho como yo, pero poseía un cuello firme y elegante que hacía lucir cualquier collar—. ¿Vas a ir con la tía Soledad a La Herradura?
—Quedamos en vernos allá. ¿Qué vas hacer tú? —pregunté. Florencia se cansó de mirar nuestros fulgores y se recostó en mi cama.
—Me quedo aquí. No tengo ganas de salir. ¿Quién te va a llevar? Joel a Secas se fue con Raúl.
Me senté a su lado, pensativa. Tenía razón. Quien siempre me servía de acompañante era el gigante de Joel. Habían contratado a un nuevo muchacho a quien todavía no le tenía confianza, pero supuse que estando en casa del expresidente no tendríamos problemas.
—Me llevo a los nuevos. Si pasa algo, pídeles a los guardias de la entrada que te ayuden —le indiqué a mi hija. Tomé mi bolso, saqué mi pintalabios para darme un retoque y entonces se escuchó el timbre de la puerta. Florencia se levantó de la cama de un salto y salió a ver quién era. Era como una niña en cuerpo de adolescente: toda energía y esperanzas.
—Para eso tenemos muchachas, niña —le reñí.
—Espero a una amiga —exclamó perdiéndose en la puerta.
Mi imagen me guiñó el ojo y guardó mis maquillajes en el bolso. Estaba lista para hacer una gran fiesta del bautizo. No me importaba que el resto hablara: yo era feliz. Podían morirse de la envidia.
Pasaron varios minutos de silencio. Demasiados.
Dos disparos.
Me volví asustada. Abrí el cajón de manera automática. Descubrí la pequeña pistola que siempre aguardaba en mi mesilla. Antes de que pudiera dar un paso para ver lo sucedido, el teléfono empezó a sonar. Mis ojos lo miraron, temiendo lo peor. Lo levanté y escuché esa voz del pasado.
Abrí lentamente la puerta de la sala. Lo suficiente para ver que no mentía: estaban en mi casa. Había cuatro hombres en la habitación. Dos eran tipos de traje, mal encarados y con placa de policía judicial. Uno apuntaba su pistola a la cara de Florencia, quien gemía entre sollozos. Otro más resguardaba la puerta. El cuarto hombre me apuntaba con un rifle. Era el nuevo muchacho que habíamos contratado, quien nos había traicionado. El coronel Benito Guadalupe Serrano estaba sentado en la sala, en el centro, en el sofá principal. Tal como me había gritado minutos antes, tenía a mi hija y debía salir de mi habitación sin resistencia. Al verme, alzó un papel que de lejos se veía como algo de carácter legal.
—Una bella orden de detención para ti que un viejo amigo juez me dedicó. Quise traértela en persona, mi querida Carmela. Hace años que no nos vemos —señaló. Arrastraba las palabras. No solo su voz se oía vieja, todo él estaba decrépito. Había engordado, lo cual era más notable por una gran panza que sobresalía de su abdomen. Sus bigotes estaban totalmente blancos. Había perdido todo el pelo y su calva estaba manchada de lunares. Llevaba un bastón con empuñadura de plata, que lo hacía parecer ridículo—. Has sido una niña mala.
—¿Una orden judicial en mi contra?, ¿por qué?
—Impuestos… Drogas… La verdad es que no la leí. Tú sabes que esas se consiguen en México fácilmente. Solo hay que saber el tamaño del sapo para la pedrada —explicó jocoso el viejo militar. Levantando su bastón, me señaló—: Nunca me fuiste a visitar a mi rancho en Jalisco, eres una cabrona.
—No hay nada de qué hablar, coronel —le dije con odio, caminando sin quitar los ojos de mi hija. Me detuve frente a ella y pregunté—: ¿Estás bien?, ¿te hicieron daño?
—Bien… —balbuceó mi pequeña, aterrada, con grandes lagrimones en su rostro.
—Hacía tiempo que no veía a esta chamaca. ¿Por qué no me la llevabas? Veo que se está poniendo igual de buena que la madre —me dijo Serrano. Su voz me sonó lujuriosa. No sé si lo dijo así, pero para mí tan solo su presencia ensuciaba a mi Florencia. La imagen de ese despreciable viejo junto a mi niña me descompuso, terminé siendo una más de las mujeres que caían a sus brazos por sus palabras. Nunca me culpé por ello. Para mí fue un escape de mi vida terrible. Pero ya lo había dejado atrás. Ahora era otra mujer.
—No la metas. Déjala, ella no tiene nada que ver —escupí retándolo. No me iba a doblegar ese viejo.
—¡Pero si es mi chamaca, Carmela! ¿A poco vas a ser tan cabrona que no vas a dejar que la niña vea a su padre? —murmuró enterrándome su maldad como cuchillo.
—¿Qué quieres? —pregunté. Si hubiera ido a matarnos, ya lo hubiera hecho.
—Me vas a acompañar. Entiéndelo, no soy yo, son estos muchachos de la policía judicial que deben presentarte a un juez. Raúl ha sido apresado en Estados Unidos. Sabemos que no se le va a ir la lengua si no le damos un incentivo. Querida, tú eres un buen incentivo y extraño tu agradable sabor.
—No te creo.
—¿Ahora dudas de mí?, ¿después de que creías ciegamente en el viejo Benito Guadalupe por años? Mija, no seas pendeja, aquí tengo la orden. En verdad no quiero hacerte daño. Hagámoslo por la memoria de lo que tuvimos hace años —expuso levantándose con ayuda del bastón.
El coronel se acercó a mí para acariciarme la cara. Recordé sus arrumacos y sus halagos. Durante años estuve para él, era su presea. Él chasqueaba los dedos y Carmela del Toro aparecía. Era su acompañante, su pareja en las reuniones entre políticos. Solo se sintió amenazado cuando apareció James. Me prometió no matarlo si yo lo dejaba, así como le dijo a él que haría lo mismo conmigo. Fueron muchas noches llorando, pensando que ese hombre me dominaba. Pero ahora ya no era la misma mujer. Era otra muy distinta. Si esperaba que fuera a llorar y pedirle perdón, estaba equivocado. Cualquier símbolo de debilidad era fatal. Incluso no podía odiarlo ni aborrecerlo, pues me había otorgado a mi hermosa hija. Ella era lo más importante.
—Déjala. La orden es en mi contra, no de ella —propuse. Lo que deseaba era salvarla a toda costa. El coronel hizo una señal y el judicial bajó su arma, soltando a mi hija. Ella corrió hacia mí, llorando. Le di un beso, indicándole que fuera a mi habitación—. Quédate ahí.
—No te voy a dejar, mamá —gimió aferrada a mis brazos.
—Enciérrate, no te preocupes. Me llevarán a un ministerio público. Márcale al licenciado Alemán. Él nos ayudará —le indiqué. Florencia se fue caminando con pequeños pasos. Solo se volvió un instante para mirar al coronel. Ella siempre pensó que era hija de Papá Oso. Quizás en ese instante comprendió todo lo que le habíamos callado. Al menos yo pude distinguir que los ojos de carbón encendido eran los mismos en ambos. Pero en ella eran de odio puro, una llamarada de desprecio.
—¡Ay, mija! Carmela, no debiste traicionarme con Raúl. Eres una completa hija de la chingada. Ahora veme haciendo salvajadas para recuperar lo que es mío. Tú sabes que no es mi estilo. Pero son negocios, no es nada personal —declaró el coronel acariciando mi mano. Había sentimientos encontrados en el anciano. Lo podía paladear: deseaba recuperarme, pero a la vez matarme—. ¿Por qué lo hiciste, mi niña?
—Por mí. Como tú… No somos diferentes, Serrano. Solo que el hombre ama poco y a menudo y nosotras, las mujeres, mucho y raramente —confesé. Los dos policías armados se fueron a la entrada con la señal del coronel. Nos marchábamos y realmente no tenía yo ningún plan. Le había dicho a Florencia que me llevarían a un juzgado, pero estaba segura de que no sería así. Esta maniobra encubierta de orden legal era más sucia que el alma de ese militar repugnante. Si en verdad Raúl estaba preso, todo había terminado. Suspiré y rogué que la Virgen cuidara de mi hija. Yo trataría de hacer lo mejor.
Apenas había dado dos pasos para salir de mi casa cuando escuché a mis espaldas la detonación. Fue pequeña, apenas un petardo. Me di la vuelta y vi que el coronel Serrano caía hacia el suelo. Tenía un hoyo en el lado de la frente. La sangre fluyó para expandirse en mi alfombra. No se movió, como si su vida se hubiera ido en el instante en que vio quién le había disparado. Florencia estaba en la puerta con mi pequeño revólver.
Yo me quedé congelada, sin moverme. No podía asimilar la escena. Mi hija le había disparado al coronel, con todo lo que eso significaba. Los agentes judiciales se quedaron sorprendidos ante el acto. De inmediato volvieron a aparecer armas, ahora apuntándole a mi hija. No sé cuánto tiempo pasó antes de que la casa se convirtiera en un caos, pues varios de mis hombres entraron disparándoles a los dos guardias que acompañaban a Serrano. Florencia había logrado dar aviso por teléfono ante la llegada de la policía judicial, siguiendo mis indicaciones.
Para cuando llegaron a quitarle el arma a mi hija, nos encontraron abrazándonos, llorando, sin movernos por la impresión del momento.
Tres meses después, Agustín Barrios Gómez se sentó a mi lado, en el sillón del lobby del hotel Reforma, acomodando su libreta y poniéndome de fachada una gran sonrisa. Era un tipo bajo y regordete. Agradable en los aspectos generales, pero no dejaba de ser un zopilote: un periodista. Yo bebí un poco de mi margarita, que me habían preparado en el bar. Ahora resultaba que el tequila preparado con limón era la moda en la alta sociedad. Tuvo que venir una gringa, Margaret Sames, a enseñárnoslo. Hasta para eso necesitábamos los mexicanos a los yanquis. La rodaja de limón parecía una carcajada verde flotando en el líquido cristalino. Se reía de todos ellos, pero en especial de mi abuela, que había insistido tanto en que terminaría mi vida en tragedia.
—¿Desea tomar algo? —le pregunté. Él me guiñó amablemente pidiendo un tequila en cóctel margarita también, era lo que estaba de moda. Alcé la mano y el camarero llegó corriendo para tomar el pedido.
Me habían citado en el lobby del hotel Reforma para una entrevista. Deseaban hablar conmigo y sacarme algunos chismes de mis amistades. Pero solo conseguirían lo que tenía permitido decir. No por nada era considerada la reina de la clase alta de México. Había que ser diva de noche, monje de día y madre a tiempo completo. Para eso se necesitaba escuchar mucho, hablar poco y tener buenos contactos.
El lugar era perfecto. Con elegantes sillones y bellas pinturas alrededor. Habían colocado formidables arreglos florales en cada extremo para que, cuando me tomaran las fotos, quedaran de fondo. En verdad se había lucido el chaparrito Blummy con todo eso. Incluso estuvo presente durante la entrevista, sentado en un banco alto del bar, que tal vez era más grande que él. Cosa que no era difícil: una mesa de centro podía ser más alta que el antiguo mafioso Alfred Blumenthal. El pequeño hombre se había quedado a vivir en México después de los negocios que hicieron durante años el coronel, Bugsy Siegel y Virginia Hill. Prácticamente lo adoptó el licenciado Alemán por su buen ojo para los negocios, legales o ilegales. Era una máquina para reproducir el dinero sucio, así que lo puso al frente de varios de sus hoteles de la Ciudad de México, como el mismo hotel Reforma, y de sus inversiones en Acapulco. Incluso trabajaba como asesor en la empresa de Raúl, ayudándonos a invertir en propiedades en Mazatlán, Baja California y Jalisco. Cuando logramos limpiar las cuentas de los negocios que teníamos en la frontera, Blummy se consagró a invertir ese dinero, mientras que nuestro abogado, Bernabé Jurado, se consagraba a borrar las huellas. Así que, cuando le pregunté si podían hacerme el reportaje en el hotel, él aceptó feliz. Sentía que tan solo mi presencia le traía prestigio al bello hotel. Ser querida y deseada no era malo, nada malo.
—¿Podemos empezar? —preguntó Barrios Gómez.
—Cuando quieras, querido —le indiqué, acomodando mi vestido francés. Había decidido vestirme con colores verdes, pues se acercaba la primavera y era un buen pretexto para usarlos. Una diadema apresaba mi pelo y un collar de perlas aderezaba mi cuello. «Perfecta», me había dicho mi bella Florencia al verme. Estuve de acuerdo con ella. Mi hija estaba a punto de cumplir sus veintitrés años y era más bella que yo. Al menos así me lo parecía. Un poco más alta y con la mandíbula de su padre, que le daba porte de realeza. Estaba estudiando historia del arte en la Universidad de Brown, en Estados Unidos. Llevaba dos años de novia con un muchacho de México. Había empezado a escuchar la palabra matrimonio en sus conversaciones.
—¿Qué le agradece a la vida? —preguntó el periodista, comenzando la entrevista.
—Mucho. Mi esposo, mi hija… Mi país, que es lo que más amo.
—Hay muchos comentarios sobre usted y su familia, señora Duval… ¿Prefiere que le diga Duval o Del Toro? —preguntó amigablemente, saliéndose de su papel.
—Ahora soy Duval, como mi esposo, el senador. Carmela del Toro fue una actriz. No muy buena, por cierto.
—Claro que fue excelente, señora —dijo de inmediato. Le tomé la mano mientras nos reíamos. Estaba segura de que soné tan falsa que me odié yo misma—. Bien… Como le dije, hay mucha palabrería alrededor de usted. Platíqueme. ¿Es cierto que su hija se casará con el hijo del magnate de la radio y la televisión?
—No lo sé, Agustín. Son jóvenes aún. Y, desde luego, esa es su decisión. No es mi intención intervenir. Pero él es un agradable muchacho. Sería un placer tenerlo en la familia —le dije de manera agradable, tratando de escucharme como una madre moderna y que apoyaba cien por cien a su hija.
—Muy bien. ¿El senador Duval ya está bien de su operación del apéndice? Lo ha dejado varios meses en el hospital —continuó la entrevista el periodista.
—Está recuperado. Gracias por preguntar —dije automáticamente.
—¿Y qué me puede decir de su esposo? Suena para ser uno de los secretarios del gabinete de la Presidencia de México.
No contesté. No había pensado mucho en ello. No era la primera vez que se nombraba a Raúl como uno de los posibles candidatos para entrar al Gobierno federal. Había sido un renombrado diputado y los sindicatos lo adoraban en su puesto de senador. Había sido el principal promotor para que la Universidad de Sinaloa le diera el Honoris Causa al licenciado Miguel Alemán, como un gesto de su apoyo en la carrera política, pero además era nuestro amigo cercano. Raúl había sabido repartir el dinero, no trataba de acapararlo, pues comprendió que el éxito del negocio era que todos ganaran. Por ello tenía el apoyo de muchos políticos y gobernadores. Era el hijo preferido de su estado, Sinaloa. Sonreí y mantuve esa tonta sonrisa por un largo tiempo sin poder contestarle. No sabía qué decir. Algunas veces es mejor quedarse callada si no se puede decir nada inteligente.