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Agosto, 1953

Reflexionas que no era un juego de dos rivales, como en el ajedrez, sino que ahora habían aparecido otros grupos en el tablero del tráfico de drogas. Era todo un ejército de enemigos con quienes luchar. Los traficantes se multiplicaban a cada segundo. Era un trabajo que exigía la totalidad de tu vida.

Piensas en todo lo que ha sucedido desde tu fracaso esa noche en la fiesta de Virginia Hill. Han sido muchas cosas que te colocan donde estás ahora. Cuando acabó la guerra, Cuba era uno de los grandes importadores de narcóticos. Era el punto de paso de la cocaína proveniente de Sudamérica para su distribución en el país norteamericano. Toda esa operación era manejada por la Mafia norteamericana y la dictadura del gobernante Batista en la isla. Tu trabajo en el Buró de Narcóticos te llevó a ese lugar de palmeras y bebidas exóticas. Crees que te mandaron porque estaban cansados de tus discursos. Ted Trupper te propuso como enlace por tu español fluido, buscando su sueño de atrapar a uno de los grandes.

Aunque Lucky Luciano había sido deportado a Italia por tu Gobierno, como premio por su apoyo durante el conflicto bélico, seguía manejando totalmente el negocio. Cuando organizó una reunión en La Habana con el resto de los líderes del crimen organizado, fuiste de encubierto. Las noches en solitario en los bares de la isla te sirvieron para olvidarte de Carmela y para conocer a Gloria, una camarera del Club Habana. Una bella mujer de curvas exuberantes, de fácil risa y gustos simples. Había un poco de todas las razas en su persona, lo cual la volvía realmente una belleza exótica. No sabías si era una mulata con rasgos orientales o una caucásica de piel oscura. En un principio solo fue un recreo de palabras y coqueteos inocentes. Pero descubriste que ella podía ser lo más parecido a una pareja. Tuvisteis sexo después de una noche de mojitos en el cabaré. La desnudaste en tu hotel mientras las olas del mar cubano os acompañaban de fondo.

Mientras te enamorabas en el Hotel Nacional de La Habana, en Cuba se realizó el más importante encuentro de todos los capos mafiosos del mundo junto con los que llevaban los negocios ilícitos en la isla. Meses atrás te infiltraste en las redes locales para poder informar al Buró. Esta concurrencia fue organizada y orquestada por el consigliere de Luciano, Meyer Lansky, quien había creado en la isla lazos entre el crimen organizado y la élite del Gobierno cubano al haber perdido el apoyo en México por parte de los gobernantes de Estados Unidos. A la reunión llegaron todos los grandes jefes del crimen organizado. Si una bomba hubiera caído en el hotel, habrían terminado de golpe todos tus problemas. Pero poco te importó, pues estabas más ocupado en llevar a la cama a Gloria.

No pudieron atrapar a Luciano. A lo mucho, por órdenes de Anslinger, se detuvo toda la exportación de medicinas a la isla hasta que no expulsaran al mafioso. Luciano regresó a Genova, Italia, desde donde siguió manejando el negocio. Fue como regresaste a tu oficina con una mujer a tu lado. Con el impulso de la isla de Cuba como escalón para las drogas y nueva sede de la Mafia norteamericana, pronto se pasaron muchos de los traficantes a la península de Florida, donde levantaron un nuevo imperio, solo comparado con los de Chicago o Nueva York.

En cuestión de años, tu país se convirtió en el amo de Europa y del Pacífico. Los países enemigos derrotados le rendían tributo como el nuevo emperador del mundo, y Harry Anslinger fue el encargado de regular el mercado de narcóticos a nivel mundial. Sin la pantomima del acuerdo secreto para surtir drogas, el Gobierno del presidente Truman le dio todo el poder a tu jefe para atrapar a los mafiosos. Sin embargo, no contaba con que una nueva organización seguiría metiéndose en tu campo de trabajo: la Agencia Central de Inteligencia, la CIA. El presidente nombró al héroe de guerra y abogado William J. Donovan como el primer jefe de esta división, centralizando todo el trabajo de espionaje en una sola dependencia. Ellos se ocuparían de la seguridad nacional y el sostenimiento del mundo libre. Tú sabías que eso solo era la fachada. Era una organización secreta para perseguir el fantasma del comunismo, el verdadero nuevo enemigo.

Así que mientras Anslinger hacía su labor al lado de la policía federal del FBI, la nueva agencia ayudó a la Mafia para tener el control de Sicilia y manejar las redes de tráfico de heroína en Marsella. En Japón, se unieron a las yakuzas o mafias orientales para mantener al país del lado americano ante los movimientos socialistas que florecieron después de la guerra. Las mafias japonesas controlaron libremente la droga en las islas del Pacífico desde esta época, llevando enervantes a Hawái. Todo era un juego de dos bandas: unos armaban, los otros destruían.

Para colmo, como enlace en ese nuevo departamento de Inteligencia con el Buró de Narcóticos, quedó Ted Trupper. No fue placentero saber que era él quien regiría tu agenda en el Buró. La relación entre vosotros siempre fue tensa, solo aplacada por la actitud profesional de ambos, apelando a que trabajábais por un bien común. Al menos, aunque te paralizaron en decisiones, tenías libre acceso a todos los documentos. Algo que ayudó para que sobrevivieras en tu trabajo como asistente contable de Anslinger.

Tu boda fue sencilla. Apenas algunos invitados en una capilla de Georgetown. La señora Hobert hizo de madrina. No hubo luna de miel, pues regresabas de tu viaje a Cuba al trabajo de oficina. Tuviste que invitar a Ted Trupper para demostrable que era falso que no tenías a nadie, que no tenías amigos. No funcionó mucho, pues solo asistieron diez personas. Todas del Buró. El regalo de tu jefe fue un juego de copas barato, que seguramente compró en Woollworth.

Fueron varios años de tranquilidad haciendo labor de papeleo y distribución de agentes del Buró Federal de Narcóticos en todo el mundo. Algunas veces, ayudando a presentarle investigaciones a la CIA para infiltrarse en los grupos que traficaban droga en beneficio de la guerra con la Unión Soviética. Todo ese trabajo, realizado en silencio, disfrutando la comodidad de regresar a tu apartamento y encontrar el aroma de una cena recién horneada de tu esposa. Dejó de importarte tu labor, tenías una nueva vida.

Hasta que tu jefe Anslinger fue llamado por el Comité Especial del Senado para el crimen organizado, que convocara el senador Estés Kefauver, y todo cambió. El Senado había decidido emprender una caza contra la Mafia dominante de varios negocios ilícitos, buscando culpables reales, ya que no parecía haber grandes detenciones en el país que llenaran las primeras planas. Incluso, hace dos años, llamaron a declarar a Virginia Hill, pues había organizado la venta de drogas en México años atrás, al lado de Bugsy Siegel y el coronel Serrano.

Tú sabías que esa vampiresa fue la mano derecha de Luciano en los negocios en Cuba. No solo tú estabas al tanto, sino todo mundo. La convocaron para comparecer frente al Comité en televisión nacional, porque el verdadero operador estaba muerto: Bugsy Siegel fue asesinado por su jefe Luciano al pensar que estaba desviando dinero de la organización criminal. Uno de los hombres más importantes en el inicio del negocio de los gomeros de México terminó como Bernardo Serrano: muerto de un tiro en la casa de su novia.

Presenciaste el espectáculo de la comparecencia en vivo. Virginia se presentó cual diva del cine con una estola de mink, guantes de seda y un gran sombrero de diseñador. Durante su ponencia ante el Senado, permaneciste sentado atrás, tratando de que las cámaras no te registraran, pues habían convertido eso en un espectáculo en cadena nacional. La famosa amante de criminales declaró que no sabía nada, asegurando que no tenía contacto con ninguno de los capos después de su pelea con Bugsy Siegel años atrás. Narró su increíble vida entre la farándula y las desenfadadas fiestas en Beverly Hills, para terminar explicando que se había retirado de eso y que se había casado con un empresario. Sentiste un dejo de simpatía por ella. El senador la acosó, preguntándole sobre sus lazos con el crimen organizado en México e Italia. Negó todo. No había nada más que decir en ese absurdo evento. Gente como Kefauver o el senador McCarthy creía que solo con cámaras de televisión iban a desenmascarar a los villanos de la nación a la manera de la serie de Perry Mason. Sin embargo, estaban en un error. Al salir de la entrevista, Virginia Hill fue acosada por los reporteros, que deseaban parte de la nota en primera plana que el Senado había creado alrededor de ella. Hill se volvió hacia ellos gritándoles:

—¡Espero que una bomba atómica caiga sobra cada uno de ustedes!

La viste tan desesperada, gritando cual una mujer acorralada, que sentiste compasión. Era la imagen de una persona que deseaba dejar su vida pasada atrás.

Presenciaste el acoso durante varios minutos, hasta que consideraste que la tortura era excesiva. Por ello, tú mismo la tomaste del brazo para sacarla por una oficina de acceso limitado, enseñándoles tu placa de agente federal a los guardias para evitar a la jauría de periodistas. La mujer te miró sorprendida al reconocerte mientras la llevabas a su taxi en la salida:

—Te conozco… Eres el sabueso de ese cabrón de Anslinger, el de México —balbuceó Virginia Hill.

—Sí. No exactamente el mismo, pero sí lo soy —respondiste seriamente. Creías que ella también había cambiado. Le habían matado a su amante, Siegel. La habían hecho a un lado. Tocó la cumbre y ahora estaba abajo. Pero nunca perdió la clase. Ni, desde luego, el dinero. Lo que el Senado quería es que cantara sobre las cuentas que ella coleccionaba. No soltó la sopa.

—¿Por qué lo haces?, ¿por qué me ayudas? —te preguntó sin comprender tu acto de buen samaritano. Era complicado explicarle todo, así que lo resumiste:

—Esa noche, supongo que me salvaste. Pudiste pedir que me mataran.

—Sí…

—Eso cambió todo.

Virginia Hill bajó la vista al suelo, donde había pedazos de periódicos anunciando las comisiones del Senado como un circo romano donde ofrecían las presas a los leones. Permanecieron de frente, en las escalinatas del edificio donde se había llevado a cabo su confrontación. La mujer se volvió a ver la bandera que ondeaba y, más allá, la cúpula del Capitolio. Te las señaló con nostalgia, como si leyera en tu mente que el sueño de tu país se había perdido con la guerra. Alzaste la mano en la calle y un taxi se detuvo. Le abriste la puerta amablemente:

—Ellos asesinaron a Bugsy. Me dejaron sin nada —murmuró la mujer dignamente. Se metió al coche, diciéndote—: Me voy a largar de este país. ¡Que tu Tío Sam se meta todo por el culo!

—Lo sé —le respondiste. El taxi arrancó y se alejó entre el tráfico de la ciudad.

Caminaste en silencio para tu casa, deseando ya estar con tu esposa. Solo te detuviste en una tienda de electrodomésticos donde tenían encendido el televisor y un comentarista hablaba a la cámara diciendo:

—Cuando la elegante y chic dama Virginia Hill nos contó ante las cámaras su historia de vida increíble, más de una chica joven debió de preguntarse: «¿Quién realmente sabe más sobre la vida?, ¿mi madre o Virginia?». Después de hacer todas las cosas que se llaman mal en la vida, esa mujer estaba en la cima del mundo, con una hermosa casa en Miami Beach, un apuesto marido y un bebé…

La presentación de Harry Anslinger ante el Comité del Senado también fue transmitida por televisión y en vivo, cual programa de concursos. No entendías qué podían encontrar de interesante los televidentes en ver hablar a un viejo sobre los peligros de los inmigrantes y sus drogas. Llegaste a su lado al Senado para escoltarlo como un buen soldado. Anslinger estaba gordo y calvo. Se veía cansado. No era la mejor imagen para el gran zar que luchaba contra las drogas. Después de malabares de palabras filosóficas, invocando a Dios y a su santa cruzada para salvar a la nación, les soltó a los senadores lo que en verdad deseaba decir:

—Necesito más agentes. Más dinero.

—¿Por qué, director? —cuestionó el senador Kefauver desde su imponente mesa de madera, acompañado de sus colegas del comité y las cámaras de los periodistas que disparaban sus bulbos para capturar la noticia. Anslinger se acercó al micrófono dictando con tono tétrico:

—Porque hay hombres que están quebrantando la ley de la marihuana.

Murmullos. El viejo sabía imponer drama teatral en el estrado. Los senadores se miraron unos a otros, sorprendidos por la declaración.

—¿Quiénes? —preguntó la mesa, intrigada.

—Músicos… —susurró al micrófono a la manera de una gran revelación. Cierras los ojos y te llevas la mano a la cara: deseas volverte invisible, perderte entre la gente y negar que conoces al anciano que delira en directo por televisión. Sus ideales de supremacía blanca lo han dominado y confunde a los jazzistas con los enemigos—. No los buenos músicos, sino los jazzistas. Es la música del infierno. Negros depravados con trompetas —termina, lapidario y logrando ruborizarte más. El Buró ya no es tu lugar, te lo confirma esa declaración.

—Señor director, durante años ha dicho que la marihuana es adictiva, que crea psicosis y, al final, la muerte. Muchas investigaciones de universidades lo niegan. ¿Es verdad esto? —le pregunta Kefauver, enseñándole una pila de estudios que se han hecho desde que el alcalde de Nueva York, La Guardia, iniciara la batalla en contra de las afirmaciones difamatorias sobre la marihuana. Recuerdas al pobre doctor Albany, cómo años atrás se pasó tiempo fumándola para librarse del dolor del cáncer que lo atacó. El principal promotor de esa droga, tu viejo amigo y rival, la necesitó para poder sobrellevar su dolor. Tú se la diste, se la llevaste personalmente. Te sientes viejo, muy viejo.

—Bueno… Ese es el gran problema, y nuestra gran preocupación es por el uso de la marihuana, que si se utiliza durante un largo periodo, conduce a la adicción a la heroína. No debemos temer a las tropas comunistas, ¡es el opio comunista lo que nos está destruyendo! —declama Anslinger. No puedes escuchar más. Te levantas y sales de la sala.

En el pasillo, tranquilamente buscas un teléfono público y llamas a tu casa. El timbre suena varias veces. Temes que Gloria no conteste, pero de repente se oye una voz somnolienta con un fuerte acento cubano:

—¿Bueno?

—Hola, soy yo —saludas. La cara se te ilumina.

—¡Jimmy! ¿Cómo va todo en el comité? Perdón por tardar en contestar. Estaba dormida. Me siento cansada y con náuseas —admite tu esposa.

—No es de extrañar. Llevas a un enano en la barriga. Yo me sentiría igual —le dices. La idea de ser padre te cambió todo lo que creías de la vida.

—Son apenas dos meses. Seguro que no aguantarías un día de embarazado —juega contigo. Sabes que tiene razón: no eres bueno para las heridas, enfermedades o corazones rotos.

—Nada más quería saber cómo estabas, bonita. Nos vemos en unas horas —te despides. Le mandas un beso al aire. Ella te manda otro. Crees que realmente estás enamorado. Cuelgas y te giras hacia el tumulto de periodistas que trata de conseguir una declaración de tu jefe. El viejo expone a los fotógrafos:

—Los recientes avisos de los medios sobre el incremento de consumo de drogas son falsos, provienen de una histeria colectiva y de la búsqueda de una noticia por parte de los diarios.

No puedes creerlo: ahora niega que existan más adictos. Está loco.

—¿Ha podido levantar su caso contra el señor Luciano? —dispara otro.

—Él no deja rastro que seguir, porque no hay rastro. Pero sabemos perfectamente que él es el hombre. —Termina la conferencia y con grandes pasos se pone a tu lado para huir del circo que el Senado ha montado.

—Te espera en la oficina el agente Trupper. Está ahí por órdenes del Senado. Se está haciendo una investigación por parte del comité para el crimen organizado. Si te llegasen a preguntar, di lo mismo que yo: que vamos ganando la batalla contra los hombres que contaminan nuestro país.

—¿Por qué señor? Usted sabe mejor que nadie que el número de adictos se ha incrementado. Su caso contra Luciano nunca prosperó. El cardenal de Nueva York publicó que cada vez tiene más jóvenes con problemas. Pero usted llega a negar todo ante el comité —lo interrogas, admirado por esa nueva posición de optimismo.

—James, llevamos casi veinticinco años en este departamento. Recuerda que fuimos creados como un anexo en tiempos de la prohibición de alcohol. No puedo salir a decir que no ha pasado nada en ese tiempo. Peor aún si digo que las cifras siguen en aumento. Sería aceptar que vamos perdiendo —comenta Anslinger en voz baja, nervioso de que alguien escuche en su rumbo al exterior.

—Pero es verdad, señor. No podemos pelear en contra de eso.

—No entiendes, James. Este departamento se maneja con presupuestos. Desde 1948 hemos gastado millones de dólares en esta tarea para detener el cultivo de la marihuana. El resultado es que el consumo ha crecido enormemente en la población. Si no deseas que recorten tu salario esos hombres del Senado, te recomiendo que digas que vamos ganando —te reprime con ira. Detienes tu caminar. El director del Buró Federal de Narcóticos sigue andando sin percatarse de que te ha dejado atrás. Al ver que no lo persigues, como lo haría su perro consentido, se vuelve a lanzarte una mirada recriminatoria. Le dices, molesto:

—Quizás estoy cansado de decirlo y que no sea verdad, señor.

—¿Qué quieres decir, Jimmy?

—Que es hora de despedirme, señor. Esto será lo último que haga para el Buró.

—¿Qué tal la vida de casado, James? —te saluda Ted Trupper, que te espera frente a la señora Hobert, en el umbral de tu despacho. Estas contento porque por fin le has dicho a Anslinger que te vas. También son los últimos días de tu secretaria en la oficina. Se ha retirado por su enfermedad. Te da pena la mujer, pues sabes que estará el resto de su vida encerrada en un hospital conectada a un respirador por un tumor en el pulmón.

—Placentera. Mejoró mi dieta de hot dogs o pizzas en cafeterías. Creo que estoy subiendo de peso —admites de mala gana. No te gusta que Ted esté ahí con una carpeta bajo el brazo. No es una imagen reconfortante. Solo aceptas trabajar con él porque Anslinger te explicó qué es lo que quiere hacer. Al oírlo, supiste que no podrías librarte de tu trabajo tan fácilmente.

—Te ha sentado bien —te comenta Ted Trupper entrando detrás de ti al despacho. Se le han pintado ligeramente de blanco las puntas de las patillas y las gafas cambiaron de modelo, pero sigue teniendo la imagen de un intelectual, de esos pretenciosos poetas que desean escribir para la revista New Yorker. Ese aspecto está alejado de lo que en verdad es, un agente federal. Te desplomas en tu silla. El día ha sido demoledor. Estás cansado de esas cruzadas absurdas de tu jefe. Se está volviendo viejo, incoherente y terriblemente racista.

—Me dijeron que deseas renunciar… —explica Ted.

—Te dejo todo el paquete, amigo. Ahora podrás levantarte como el héroe que buscas ser.

—Pero ¿qué harás?

—No lo sé. Quizás me vaya a vivir Cuba.

—¡No, no, no! No puedes hacerlo sin hacer esto conmigo: por fin tengo algo grande. La agencia de Inteligencia ha interceptado un comunicado en México. Nos informaron ellos, pues al parecer aquí dentro las cosas no avanzan como deberían —te suelta Ted sin sentarse, jugando con la carpeta que lleva en la mano.

—¿Desde cuándo la CIA investiga a México? —lo invitas a que se siente: no te gusta hablarle a la gente que está más alta que el nivel de tus ojos.

—Hay grupos comunistas en ese país, James. No deseamos una revolución socialista en el patio trasero de nuestra casa, ¿verdad? —termina como si fuerais viejos camaradas. Odias el sarcasmo, pero te ordenaron trabajar a la par. Le has dado los contactos para Córcega y Marsella. Los grupos productores de drogas ahora parecen estar en la nómina del Gobierno norteamericano. Hacen tratos con ellos en beneficio de sus planes políticos. Todo puede suceder, mientras no sea comunista. Ellos son los verdaderos enemigos.

—¿Y qué es lo que ustedes, los intelectuales de Brooklyn, han descubierto? —Decides aporrearlo con un comentario punzante.

—La CIA nos informa de que probablemente hay hombres nuestros en el tráfico de drogas. Durante años hemos sospechado que el proceso de distribución de la droga en el territorio norteamericano es muy complicado para que lo haga la Mafia. Estamos seguros de que están metidos hasta la cocina. Pero nos sorprendió que habláramos de un trabajo interno, un topo… —explica. Una teoría de conspiración más que ya has escuchado. Durante mucho tiempo habéis buscado el santo grial de las drogas en tu país: el distribuidor perfecto. Un agente que conozca todo el movimiento de Anslinger para neutralizarlo desde el interior. Pero solo habéis perseguido sombras—. En un principio pensamos que era el criminal Max Cossman, pero fue atrapado en Guadalajara en 1945 y, aun así, continuó la distribución. De hecho se presume que el nombre de Max Cossman es un alias. Existen muchos Max Cossman para despistar las investigaciones. Es alguien que comenzó en tiempos de la guerra, aprovechando el trato que teníamos con Luciano.

Anslinger ya había sospechado eso, pues Max Cossman estuvo a finales de la década en prisión. Escapó de la cárcel, pero durante su estancia nada cambió en la distribución.

—Podrías ser tú el topo. Siempre admiré cómo te fuiste infiltrando hasta mí —le molestas. Ted se pone nervioso—. Entonces, ¿realmente no es una cooperación para atrapar a uno de los mexicanos?

Ted te mira molesto por la insinuación. Cambia el tono y se excita al explicar su plan:

—No nos interesan. Ya los pudimos manejar antes, en la guerra, a nuestra conveniencia. Así que estamos seguros de que podremos tener un nuevo contacto que trabaje para nosotros. Lo que deseamos es el topo. Pensamos que puede ser el líder de un grupo socialista infiltrado el que maneja las drogas aquí —explica. Sabías que no podía ser real. Son unos tontos si creen que los traficantes son rebeldes comunistas. Son los más puros y despiadados capitalistas que hay.

—¿Cuál es vuestro gran plan, Ted?

—Raúl Duval.

—Es senador. No podemos tocarlo y no le hemos encontrado nada. Tú sabes que lo he perseguido durante años.

—Esta vez es distinto. La CIA interceptó una línea entre los distribuidores americanos y él. Con eso, tenemos suficiente para encerrarlo. El secreto es que tiene que ser aquí, en territorio americano. Un fiscal nos ayudará. Sabemos que se hará una gran entrega aérea en Sonora. Si atrapamos al senador Duval, él nos llevará a toda la organización. Trataremos de enjuiciarlo, pero lo importante será lo que suelte. Para eso hemos decidido apoyar a un disidente del grupo rival en México que le quitará su liderazgo. Ellos trabajarán en conjunto para que todo funcione.

—¿Disidente? —balbuceas. Eso suena a una terrible idea. Sabes que están envalentonados con el triunfo de la guerra y que creen poder mover los hilos del mundo como si fueran los titiriteros, pero en verdad no dejan de ser un grupo de niños jugando a ser espías.

—Así es. El coronel Benito Guadalupe Serrano ya había colaborado en tiempos de guerra con Inteligencia Militar al mandarnos droga. Ahora nos ha prometido darnos nombres en contra del expresidente Miguel Alemán y de otros gobernadores si le devolvemos el poder de la plaza de las drogas. Hicimos un arreglo con él. Interceptamos la línea del senador Duval, para traerlo aquí.

Te quedas en silencio, reflexivo durante varios minutos. Te enteraste del atentado contra Raúl en el avión meses atrás. Sabías que la pugna por el poder de las drogas estaba poniéndose tan violenta que los diarios en México habían definido los tiroteos en Sinaloa como conflictos de los grupos dominantes de la venta de drogas. Era tan solo el movimiento natural de los de su especie. Mas ahora que te enteras de que tu Gobierno está metiendo la mano, te asustas: están de nuevo jugando con fuego.

—¿Estáis creando una guerra interna por el control de la venta de drogas en México?, ¿eso quieres decir?

—Así es. Y cuando Duval se encuentre con su contacto norteamericano, estaremos ahí —sonríe Ted, ofreciéndote la carpeta. La tomas y la hojeas. Hay transcripciones de llamadas por teléfono entre ministros del Gobierno mexicano y productores de droga. Al parecer, han encontrado que el abastecimiento se hace por el aire, con flotas de aviones que despegan desde Culiacán, La Paz o Hermosillo a Estados Unidos. No son datos nuevos, todos en el Buró lo saben. El problema es agarrarlos en el territorio norteamericano.

—Con el comité del Senado detrás de nosotros, es arriesgado. Se debe hacer con sumo secreto. Que nadie más se entere o estaremos en problemas. Anslinger nos colgara a los dos. No quiero perder mi fondo de jubilación —le explicas como un padre que le da una amable recomendación.

—James, piensa que es en beneficio de nuestro país —exclama lleno de orgullo Ted. Esa seguridad tan idiota no mejora las cosas. Al contrario, las complica.

—Te recuerdo que es un senador mexicano y posee impunidad diplomática. Esto será un escándalo internacional —adviertes de nuevo.

—Por eso necesitamos que sean federales quienes hagan el arresto, para que no parezca que estamos involucrándonos en el gobierno de México. Yo lo voy hacer, espero que estés a mi lado. Nadie conoce más a Raúl Duval que tú —te señala Ted. Ahora entiendes por qué viene a lamerte como buen perro: si la CIA atrapara a un senador mexicano, sería como declarar la guerra. Quizás no tan grave como Corea, pero un dolor de cabeza para todo el Gobierno. Pero si el famoso político mexicano es atrapado como un criminal en territorio americano, las cosas cambian. No era tan tonto ese niño listo.

—Una condición: nada de esto debe de llegar a Anslinger. Tenemos encima al comité para el crimen organizado del senador Estés Kefauver. Si algo sale mal y se cuela a las noticias, será la muerte para el Buró —explicas al devolverle la carpeta. Se va a hacer, pero a tu manera.

—Contamos con el apoyo del senador McCarthy, pues quiere descubrir a los traidores del Gobierno. Teniéndolo de nuestro lado, nadie nos morderá en el Gobierno. Hasta el presidente le tiene miedo —expone Ted con una amplia sonrisa. El senador McCarthy es el hombre fuerte del Gobierno de tu país. Sabe que es una manera de seguir el argumento de Anslinger: si atrapan a un famoso criminal, no pondrán en duda la labor del Buró y, a la vez, desenmascararán al famoso traidor.

—Al final, Ted, tendré que limpiar yo toda tu mierda —gruñes, pues estás seguro de lo que pasará. Ya no puedes ir por la vida entrando a fiestas de mafiosos jugando al Llanero Solitario. Estás casado y esperas un hijo.

—¡Deberías estar feliz! Por fin tendrás a Raúl Duval en tus manos. ¿No es lo que siempre has deseado? —te comenta Ted. Bajas la cabeza, pues tiene razón. Pero a veces las cosas que deseas no son como tú lo piensas.

Ha pasado medio año desde que te contaron el plan para atrapar a Raúl Duval. Ahora, eso es cosa del pasado. Olvidado por ti para siempre, pues deseas pensar solo en tu futuro. Estás en la sala de espera de ese futuro y, además, posee nombre: senador Joseph McCarthy.

A tu lado está Gloria, reluciente con su gran panza de embarazada. El parto será entre el siguiente minuto y la siguiente semana. Inclusivo piensas que podría ser más rápido. Se oyen voces en el cuarto cerrado, como si gritara al teléfono. Mientras, la secretaria mecanografía cartas. Sospechas que son avisos para comparecer ante la Subcomisión Permanente de Investigaciones del Senado. Su presidente, el senador, te ha mandado una invitación para visitarlo, entre las múltiples audiencias que aumentan su popularidad en el ambiente hostil de la guerra silenciosa contra el comunismo. El pueblo norteamericano lo sigue ciegamente en sus declaraciones arbitrarias y arrogantes. Había hecho una acusación pública contra doscientos cinco supuestos comunistas infiltrados en el Departamento de Estado. Con eso, aunque no lo hubiera comprobado, desató una cacería de personajes públicos que tuvieran inclinaciones de izquierda, una espectacular y sensacionalista «caza de brujas» contra el comunismo. Un escritor de misterio hubiera envidiado ese sentimiento de conspiración que plantó en las mentes de los votantes. En verdad era un personaje poco conocido de la política hasta su famosa acusación. Sabías que el horno estaba calentito para esos panes que quería tostar: se vivía una guerra fría contra los rusos y Corea era el tópico de moda. McCarthy instigó esa cruzada autonombrándose defensor de los auténticos valores americanos: familia, religión, democracia, capitalismo y libre economía. Fue igual que Anslinger décadas atrás, y los americanos volvieron a comprar el teatro.

Sabías que estabas en la antesala de un demente, pues deseaba tratar de investigar a las Fuerzas Armadas de nuestro país. Eras un héroe, uno verdadero. Te hicieron entrevistas y saliste en la televisión. Por eso el senador Joseph McCarthy deseaba entrevistarse contigo. Sí, un héroe de la guerra contra las drogas.

—¿Estás bien? —te pregunta tu esposa, tomándote la mano sobre tu pierna. La bala hizo destrozos. Duele cuando estás preocupado y hace frío. El bastón quizás se convierta en tu acompañante el resto de tu vida. No te importa, te da un aire de importancia que nunca antes tuviste. Hasta has decidido dejarte un bigote delgado, casi dramático. La vida te ha cambiado.

—Nunca he estado mejor, Gloria —le respondes besando la palma de su mano—. Podremos irnos a París por unos meses. Posiblemente busquemos una casa más grande para el bebé. Tenemos tantas cosas que hacer ahora…

Ella se ilusiona. Por todo ese futuro del que le hablaste: la idea de un viaje, de despertar en un lujoso hotel, de buscar las casas al norte de Nueva York donde podrás ver crecer a tu hijo.

—¿Crees que podremos sobrevivir con tus ahorros? Ya no recibirás salario —te recuerda tu esposa.

—He ahorrado bastante, querida. Más de lo que crees.

—Mi héroe… —murmura a tu oído y lo besa, haciéndote sentir una sensación excitante.

—Señor Ball, el senador McCarthy lo va a recibir —os dice la secretaria, invitándote a pasar a la oficina. Te levantas, dejando a tu esposa con un beso. Ella te desea:

—Suerte…

—Te amo —respondes, cerrándote el traje y cargando tu portafolio.

Entras a la oficina con pequeños pasos. Es un local forrado con maderas oscuras y líneas de libros en las paredes, que seguramente el senador nunca ha leído. Un enorme cuadro del presidente Dwight D. Eisenhower descansa como galardón. Detrás del escritorio, te espera el representante de Wisconsin y del ala conservadora del partido republicano. Un hombre grueso, de cabello escaso y nariz roja cual bebedor de un pub irlandés. Descubres una biblia a su lado, católica. Hay una botella de whisky a medio terminar, escoltándolo. Al verte, antes de saludarte, sirve una nueva copa para ofrecértela:

—¡Venga, tómese una copa! Es usted un verdadero héroe, señor Ball… Enfrentarse a ese peligroso criminal fue un acto de valor único. Es un milagro que Dios le haya otorgado más vida.

Tu mano y la suya se estrechan. Entiendes por qué es el hombre más temido del Gobierno. Una declaración suya en contra de cualquiera podría destruirle, incluso al presidente.

—Solo cumplí con mi deber, senador —respondes tomando asiento con dificultad.

—¿Cómo van sus heridas? —pregunta el senador McCarthy, señalando tu pierna.

—Voy a sobrevivir, senador. Tendrán que soportarme un poco más por estos rumbos, aunque no en mi puesto. Usted sabe que ya no trabajo para el Buró, ¿verdad? —le respondes bebiendo de la copa que te ofreció. Es un buen bourbon. Resbala limpiamente por la garganta, espabilándote.

—¡Felicidades! ¡Es el momento de pensar en su futuro! Usted, sabe… Ahora que está casado ante los ojos de nuestro señor Dios. Y creo que me han dicho que su mujer está embarazada. ¿Sabe, señor Ball…? ¿Le puedo decir Jimmy? Necesitamos a gente como usted. No solo el partido republicano, sino el país. Temerosos de Dios, blancos, honorables… Héroes dedicados a la grandeza de nuestra amada América —explica.

—Me interesa su propuesta, senador. Creo que podré hacer más cosas desde otra plataforma, más que en el Buró de Narcóticos —le declaras abiertamente. Es hora de darle un giro a tu vida. Dejar que otros se metan en el lodo.

—Usted merece estar en alguna de las cámaras del Gobierno. Además, será para mí un gusto trabajar con alguien que me entiende —comenta con cara picaresca.

—Señor, soy un afiliado al partido republicano. Si mi partido me llama, yo atenderé esa llamada en honor a nuestra patria.

—¡Venga esa copa! Celebremos su éxito, Jimmy —explota alegre. De pronto, te guiña el ojo, señalando, un tanto nervioso, el portafolio que traes a tu lado—. Me dijeron que usted también sería mi nuevo expendedor de dulces. Hablé con su exjefe, el viejo Anslinger, y me explicó que usted era totalmente de fiar. ¿Trajo lo que le encargué?

—Aquí lo traigo, señor —le respondes abriendo la maleta. No solo hay papeles y tu revólver recién aceitado. También hay un paquete con ampollas y una jeringa de cristal lista: morfina de la mejor calidad. Importada directamente desde los campos de amapola de Sinaloa y procesada por la familia Caro. Un pedido especial para el senador McCarthy, que es adicto desde años atrás. Antes, sus «caramelos» los conseguía con recetas firmadas de puño y letra del mismo director del Buró de Narcóticos, Harry Anslinger, pero tras renunciar a tu puesto te ofreciste para conseguirle personalmente la droga que necesitaba, explicándole que podrías ser un buen proveedor para cualquier miembro del partido que necesitara algún «medicamento».

Cuando entregaste tu placa, tu jefe había dicho de manera efímera:

—Uno de los miembros más influyentes del Congreso de Estados Unidos necesita morfina. Sus decisiones y declaraciones ayudan a dar forma y dirigir el destino de Estados Unidos y el Mundo Libre. Me confirmó que no haría nada para ayudarse a sí mismo o para librarse de su adicción. Hay un peligro inminente si los hechos se llegasen a conocer y fueran utilizados en las máquinas de propaganda de nuestros enemigos. Por eso, te pido que te encargues directamente de este caso. Eres el único hombre al que le tengo confianza. Sé que nunca traicionarás a tu país. —Fue así como se despidió tu jefe.

—Bien… Muy bien… —te dice el senador McCarthy, tomando la droga ya con evidente nerviosismo y quitándose la chaqueta. Se arremanga la camisa y se sienta en su gran sillón de emperador del mundo—. Discúlpeme, pero me he sentido indispuesto. Necesitaba mi medicación.

—Adelante, senador —lo invitas mientras se clava la jeringa para disolver la droga en sus venas. Sus ojos se ponen en blanco. Su expresión comienza a aligerarse, pues se le quita de encima cualquier preocupación. Tú no haces gesto alguno. Ni uno solo. No eres nadie para juzgar, tal como te dijo Carmela años atrás.

—Usted sí me comprende, señor Ball. ¿Nos seguiremos viendo, verdad? —te pregunta, deslizándose por su sillón de piel.

—Desde luego, senador. Recuerde que será un placer trabajar en conjunto para lanzarme a la cámara de representantes —le sueltas. Te levantas con dificultad. No te despides con la mano, pues sabes que será el principio de una relación generosa entre ambos.

—Tenga la seguridad de que así se hará… ¿No le molesta si me deja descansar un poco? Tengo una entrevista del comité por la tarde —te suplica, señalando la puerta de salida. Te despides con un gesto. Sales de la oficina con ayuda de tu bastón, dejando al senador con sus sueños de amapola.

Antes de cerrar la puerta para ir hacia tu esposa y planear ese viaje a Europa, el senador Joseph McCarthy te dice entre los vapores de la morfina procesada de goma de opio en las sierras mexicanas:

—América debe estar orgullosa de hombres como usted, señor Ball.