1
Mayo, 1953

Bienvenidos a Mazatlán. Es la frase con la que reciben a los turistas que llegan por el aeropuerto de esa ciudad. Informa de que están a punto de adentrarse a una tierra de sol y placer. Por eso al lado de la frase han puesto la imagen de una muchacha en traje de baño apoyada en una palmera. Como si el panorama de la playa detrás de los edificios en colores pastel y la brisa marina cargada de aromas de océano no fueran suficientes para anunciar que el paraíso podía tener código postal.

El edificio de la terminal aérea denota el espíritu de modernidad y confort que el país ofrece a sus visitantes. Toda una labor de promoción por parte del secretario de Turismo, el expresidente Miguel Alemán, y el jefe de jefes, quien está sentado en la silla presidencial: Adolfo Ruiz Cortines. Licenciado, no militar. Esos ya son parte de la historia, quienes tuvieron el poder durante décadas en México ahora se han estado diluyendo en el panorama político. El poder está en manos de gente con corbata, no con medallas.

El sol de este 9 de mayo resplandece, invitando a todos a zambullirse en las aguas del Pacífico. Pero ese puerto es una colmena ocupada en atraer turistas. Sobre todo, en hacer dólares. En el aeropuerto, el día laboral corre sin sobresaltos. Es como los demás días. Con llegadas de aviones cargados con gringos de pieles blancas. Y el regreso de turistas tostados en rojo por las horas expuestas al sol. Todos perfectamente bien arreglados para viajar con traje y vestido elegante. Tal como manda la buena etiqueta. Entre el grupo de personas que espera para tomar un avión, el hombre delgado que está emperifollado como agente de ventas tiene un singular detalle que para la mayoría pasa desapercibido: está sudando a mares. No es el clima caliente de la playa, pues los aires acondicionados en el interior del edificio ofrecen un ambiente agradable. Es sudor frío. Su nombre es José Alfredo del Valle. Dice venir de un vuelo de Ciudad Obregón, Sonora. Si le preguntaran a qué se dedica, contestaría que es empresario en Hermosillo. La única maleta que registra en documentación es un paquete de cartón con una leyenda escrita en letra negra: «Pinturas». Los empleados del aeropuerto toman la caja al igual que hicieron con las demás maletas de los otros viajeros. Todas las maletas se van a un carro de metal que será transportado a la pista, donde un avión las espera.

José Alfredo del Valle entra en el baño público del aeropuerto. Se mira en el espejo y nota que el cuello de su camisa está húmedo por el excesivo sudor. Abre la llave del lavamanos y deja correr el agua, esperando que el ruido lo calme. Luego, arremete contra el agua, atrayéndola a su cara de manera violenta. Termina con la cabeza mojada, pero refrescada. Mas no sus pensamientos. Al verse reflejado en el espejo, sabe que es un asesino. Y eso no podrá cambiar ya.

La puerta del sanitario se abre. A través del reflejo se enfrenta con la imagen. Lo reconoce. Es él. Un hombre vestido elegantemente con un traje de algodón color café con dos tiros de leche. Solo coloreado por la corbata roja de seda delgada y el prendedor con el escudo de México en la solapa. Del tipo apuesto, como los que frecuentan los elegantes despachos. Es dueño de un rostro que denota una pátina. No es pátina del bronceado. Sencillamente es su dinero, el que había comido, vestido, vivido y respirado en tales cantidades, que se lo veía salir por los poros de la piel. El tipo de hombres que solo pueden ser ricos negociantes o políticos. Raúl Duval es ambas cosas.

Al pasar junto al nervioso vendedor de Hermosillo, lo saluda inclinando la cabeza. Va directo a los mingitorios. Abre el cierre de su pantalón y saca su miembro para orinar. Todo lo ve José Alfredo del Valle hasta que la mirada de ese hombre lo incomoda al preguntarle: «¿Algún problema, amigo?». Del Valle lo niega con la cabeza. Termina de lavarse las manos y, sin secarse, sale del cuarto. Casi se topa de frente con una mujer que espera fuera, en el pasillo. Ella es una de esas mujeres que arrancan las miradas al pasar. Viste un elegante sombrero amplio, vino tinto, que combina a la perfección con el conjunto blanco y carmesí en motas. Los ojos cubiertos por gafas oscuras, afiladas en las esquinas, regalándole rasgos felinos. Si José Alfredo del Valle no estuviera literalmente huyendo, se hubiera quedado a disfrutarla. Solo pide perdón y corre a la salida más próxima. Carmela del Toro no da importancia al hecho, continúa pintándose su jugosa boca de cereza. También posee ese lustre de cuentas abultadas. Su imagen completa ha sido arrancada de revistas de moda francesas. Si antes era una bella muchacha, ahora, totalmente hecha una mujer, es aún más impactante.

—Prométeme que me vas hablar por teléfono apenas llegues —le insiste a su marido apenas sale del baño. Raúl Duval toma la mano de su esposa y la hace pasar por su brazo. Juntos caminan por el pasillo del aeropuerto.

—Lo prometo —le susurra al oído antes de que un periodista descargue su flash en la pareja.

—¿Se va, señor senador? —pregunta el fotógrafo. Raúl Duval lo saluda amablemente con la mano, mostrándole una amplia sonrisa.

—Habrá una reunión entre congresistas norteamericanos y políticos mexicanos en La Paz, puedes decir que yo, el senador de Sinaloa, iré a bien representar a la gente trabajadora de este estado. Traeré inversiones importantes y ampliaré la relación internacional entre las dos comunidades.

El periodista toma algunas notas rápidas y sigue detrás de la pareja para preguntar:

—Señora Duval, ¿es cierto que está preparando una gran fiesta para la recolección de dinero de la Cruz Roja del estado? ¿Es cierto que tendremos la presencia en el evento del expresidente Miguel Alemán? Hay rumores de que regresará a actuar. El diario El Universal habla de que se le vio cenando con el director de cine Luis Buñuel.

—Carmela del Toro se detiene, como lo haría una diva del cine. Se quita las gafas de manera sensual y el reportero se siente intimidado por el acto.

—Será un pequeño convivio, pero lo suficientemente elegante para que nuestras patrocinadoras disfruten las amenidades del evento. El licenciado Alemán prometió venir, pero es una persona ocupada y no podremos exigirle su presencia —le explica—. ¿De lo del cine? Olvídenlo, soy madre y esposa a tiempo completo. Luis es solo un amigo mío y del senador.

La pareja se aleja hasta la puerta de embarque. Ahí, Carmela se quita el sombrero. Sin avisarle se lanza a los brazos de su esposo para besarlo apasionadamente. Raúl guarda su compostura de senador. Solo aferra la cintura de ella. Las manos de Carmela juegan con su espalda. Un último cariño. Al separarse, se les queda un aroma de sexo aún fresco. Ella le da la bendición en la cara a su marido y se despide con un inocente beso. Raúl se da la vuelta y camina a la pista donde están abordando el avión XA-HEP. Viajará del puerto sinaloense a La Paz, Baja California Sur.

Al mismo tiempo que Raúl se encamina a su avión en la pista de aterrizaje, Carmela lo hace hacia el aparcamiento. Entonces nota de nuevo al hombre que casi la atropella al salir de los sanitarios, está hablando con un tipo de bigote y sombrero tejano. No sabe su nombre, pero cree reconocerlo. Ella empieza a sentir que algo no está bien cuando ambos la observan. El nervioso hombre de Hermosillo la señala. En ese instante, sin comprenderlo, sabe que su esposo corre peligro. Olvida la compostura y regresa corriendo al edificio del aeropuerto con un grito ahogado.

Raúl llega a los pies de la escalera hacia la nave XA-HEP. Hay un grupo que está tratando de abordar el avión. Una anciana, por su lentitud, ha atrasado el vuelo. Con su paso lento, trata de subir la escalinata. Nervioso, el senador Duval revisa su reloj. Es cuando escucha el grito: «¡Raúl!».

No la ve, pero es la voz de Carmela. Cuando se vira hacia donde se escucha la llamada, logra ver de reojo las maletas en el carro a punto de ser subidas a la nave. Es lo último que ve antes de que todo se convierta en un infierno.

El calor golpea la cara de Raúl. Luego es el viento el que lo hace volar varios metros. Por último, el rugido de la explosión que llena todo el edificio, expandiéndose a lo largo de todo el puerto de Mazatlán. El terror ha tocado el paraíso, y no volverá a dejarlo nunca más. Cuando vuelve a abrir los ojos, Raúl sabe que hay un poco de sangre en su ojo, pues le nubla la vista, impidiéndole ver claramente a Carmela, que lo sostiene gritando como histérica. No logra mantenerse despierto. Se desvanece de nuevo. Al menos está vivo.

A causa de la explosión, tres personas murieron. Dos eran los empleados que llevaban el equipaje. El otro, el gerente del aeropuerto. La primera versión que circuló fue que el atentado estaba dirigido al comandante encargado del aeropuerto, supuestamente coludido con los traficantes de droga. La bomba, de fabricación casera, ha sido armada con una pila seca, un reloj y quince kilogramos de dinamita goma, fulminato de mercurio con alto poder explosivo. Luego, comenzaron un sinnúmero de leyendas sobre el trágico evento. Finalmente, por la presión política, hubo algunas personas detenidas, entre ellas, José Alfredo del Valle. Se afirmó que el ataque había tenido como objetivo cobrar un seguro millonario de ese individuo. Sin embargo, en Mazatlán fueron pocos los que se creyeron esa versión.