La gente ha salido a las calles en todo tu país para celebrar. Tú sales también, perdiéndote entre la muchedumbre que vitorea a tu presidente con banderas del país. Sonríes y te dejas abrazar. Varias bellas mujeres te dan besos de felicidad, sabiendo que la pesadilla ha terminado. Tú te limitas a sonreírles.
Entre confeti y alcohol caminas esa tarde, pensativo, tratando de comprender el mundo en que vives, donde los hombres pueden hacer las peores cosas con el pretexto del beneficio de su país o el propio. No importa que se llamen nazis, americanos, franceses o mexicanos. Solo importa su beneficio propio.
Caminando por las calles de Washington, en medio de la celebración del final de la guerra, te detienes en una callejuela, donde el enrejado de las escaleras de servicio apenas deja entrar el sol. Hay un grupo de soldados y marinos en uniforme. Ríen, cantando el «Yankee Doodle», desafinados. Te quedas mirándoles. Uno de los muchachos se vuelve hacia ti. Viste con el traje de marino, blanco y azul. Te hace una señal.
—¡Vamos, venga con nosotros a celebrar! —exclama acercándose hasta a ti para abrazarte. Saca del bolsillo trasero del pantalón un frasquito de alcohol. No preguntas qué es, solo la bebes. Es coñac o brandi, quizás importado de Europa. Tal vez robado de alguna casa durante la guerra.
Uno de los muchachos en traje de oficial de la milicia te entrega un cigarro hecho a mano. Puedes entonces oler y ver lo que hacen: se están drogando. Incluso otro de ellos se está inyectando algo en el brazo.
—¿Quieres un poco para celebrar? —te comentan, ofreciéndote la jeringa. Tú das un paso hacia atrás. Tratas de controlar tu sorpresa y los gestos para no ser golpeado por los jóvenes, pero tu rostro ofrece una imagen de asco.
—No, gracias —balbuceas. El marino te coloca el porro de marihuana en la boca y te lo prende, invitándote:
—¡Vamos, es de la mexicana!
Sientes que estás temblando, que van a descubrirte. Nunca has tenido tanto miedo. Ni siquiera cuando estuviste arrodillado en el desierto con la pistola de Raúl Duval en la sien. Ese porro de droga es el más grande de tus miedos. Como si en cualquier momento pudiera aparecer tu jefe Anslinger y te viera ahí, con esos jóvenes, consumiendo drogas. Te descubrirán y encarcelarán, piensas. Pero el nuevo James te calma, pensando que es solo un pitillo. Que todos lo hacen.
—No, gracias… —repites.
La comisura de tus labios empieza a levantarse, dejando de temblar ante los ojos extrañados de los chicos. Tomas el cigarrillo de droga y se lo devuelves al marino, pero te llevas de nuevo la botella a la boca.
—Me quedo con la botella, muchachos. Ustedes, adelante, continúen… —les explicas, y das un gran trago. Eso parece complacerlos y el porro va y viene entre ellos con grandes risotadas. Tú también ríes por los chistes subidos de tono y sus aventuras sexuales en las islas del Pacífico. Al poco tiempo, estás integrado con ellos. El oficial te pregunta:
—¿Eres profesor?
—No, trabajo en el Gobierno. Soy un aburrido burócrata —es tu respuesta. Solo te abraza el joven.
No recuerdas cómo terminó la fiesta de la victoria ese día, pues continuaste la celebración con ellos como uno más: el mundo ya era otro.
Tiempo después, en un informe que te hace llegar Ted Trupper, lees que el asesino del gobernador Loaiza se entregó y fue llevado en un avión de la Fuerza Aérea Mexicana a la capital de México para ser internado a la prisión militar de Tlatelolco. Por fin había un culpable del crimen, pero era lógico que él no era el cerebro del asesinato. Toda la prensa puso atentos los ojos y oídos para conocer ese nombre. Pero de pronto algo inusual sucedió: el mismo secretario del ejército, el antiguo presidente Lázaro Cárdenas, quien había deseado legalizar las drogas, se entrevistó a solas con el sicario. Para todos era conocido que se trata del hombre que no puso en el poder al gobernador Macías por las peleas con Maximino Ávila Camacho, el enemigo político de todos. Al terminar la entrevista, indicó que el asesino declarado, el Gitano, no negaba ser quien disparó, pero que el autor intelectual fue el nuevo gobernador de Sinaloa, Pablo Macías Valenzuela. De inmediato, el juez IV de Instrucción Militar procedió en su contra. Aparecieron más nombres detrás de la conspiración: Maximino Ávila Camacho.
Demasiado tarde, piensas. Maximino Ávila Camacho está muerto.
México tiene un nuevo candidato a la presidencia, Miguel Alemán. Y al parecer, a nadie le importa que hayan matado a un gobernador. Comprendes que en ese país, antes que todo, son políticos: ellos no se muerden. Las cosas terminan más rápido de lo que empiezan. No se habla más de cargos contra Pablo Macías Valenzuela u otro gobernador después de un par de años. Nadie suelta la lengua, todo fue cual silencio italiano entre los capos de Chicago.
Virginia Hill se fue de México a Miami después de la guerra. A Lucky Luciano lo deportaron a Italia luego de que ayudara a los militares a organizar la liberación de ese país con grupos de resistencia. Dicen que vive en una enorme casa en Sicilia, más fastuosa que la de cualquiera de las estrellas de cine en Beverly Hills.
La última noticia que recibes está en el periódico: Benjamin Bugsy Siegel está muerto. El hombre que había comenzado el mayor negocio de narcóticos entre México y Estados Unidos ha sido acribillado. Ted Trupper, quien sigue recibiendo información de Inteligencia, dice que fue su amigo Lucky Luciano quien lo mandó matar como vendetta por un desvío de dos millones de dólares a una cuenta en Suiza, que debían ser usados para la construcción del casino en Nevada.
Después de aburrirte de la fiesta con los jóvenes militares, sales a la calle de nuevo a comprar una botella de bourbon. Cuando te vuelven a preguntar en la licorería a qué te dedicas, contestas:
—Soy un soñador de tiempo completo.
—De ellos es el mundo —responde el vendedor.
Te vas a tu casa a beber solo, preguntándote qué estarán haciendo en ese instante Carmela del Toro y Raúl Duval.