Era la una de la madrugada cuando el capataz del rancho del coronel Serrano apagó la última de las tres lámparas de mesa del vestíbulo principal de la mansión. La enorme habitación se oscureció por completo. Solo quedaron algunos tonos rojizos de la alfombra, que trató de luchar por emerger entre la noche, y las paredes parecieron opacarse como si cerraran sus ojos. Todos los bellos muebles traídos de Europa en tiempos de la dictadura de Porfirio Díaz por su suegro, el doctor Bernardo, se llenaron de sombras soñolientas. El olor a añejo del lugar guardó sus recuerdos, tiempos de éxito, ahora solo efemérides de una familia con solo un integrante: el mismo coronel.
El capataz entonces escuchó, ladeando la cabeza, una ligera música que se escurría del gran salón. Salía de la oficina de Serrano, el cuarto situado detrás de la sala, desde donde cerraba sus primeros negocios de cultivo de marihuana, donde trató de enseñarle a su hijo y a su ahijado la lección sobre las drogas. El anciano hizo un gesto de desagrado, su patrón seguía despierto. Hubiera deseado irse a dormir, pero no podría.
Desapareció el ceño fruncido y una diminuta sonrisa pintó con desagrado la boca del capataz. Se sentía cansado de llevar la hacienda del también ya viejo coronel. Para él era su casa, por eso apoyó al militar cuando su esposa trató de arrebatársela después de la muerte de su hijo. Se consideraba el verdadero dueño, ni la mujer y menos el coronel merecían las delicias del rancho. Si había alguien que debía quedarse ahí, era él mismo, que había dado todo para su existencia.
Caminó lentamente hasta la habitación privada del coronel. La música le molestaba. Llegó al umbral de la habitación, que apenas estaba encendida con una lámpara de mesa. La música había aumentado de volumen. Era una voz corrosiva, pero a la vez dulce. Como el canto de las sirenas que llevaban a la muerte a los navegantes, pensó el viejo, recordando un antiguo libro que había leído. La que cantaba en la gramola era una mujer con voz virginal. Demasiado dulzona para el gusto del hombre de campo. Su jefe, el coronel Benito Guadalupe Serrano, estaba sentado en aquel sillón de respaldo desorbitante, perdiéndose en la penumbra de su oficina. El cansado militar contemplaba en silencio una vieja fotografía familiar donde estaba un joven coronel, su robusta esposa y el pequeño niño de un par de años, Bernardo. No alzó la cabeza al sentir al capataz. Siguió inclinado, con la mano en el retrato. Vestía una bata de dormir color verde olivo, que lo hacía parecer más decrépito.
—¿Le gusta? —preguntó el coronel.
El capataz movió despacio los ojos hacia el aparato de música. No dijo nada. Benito Guadalupe Serrano sonrió, levantando la mirada vidriosa. El tocadiscos siguió cantando la melodía:
De puntillas por la ventana, por la ventana, que es donde voy a estar…
Ven de puntillas conmigo, a través de los tulipanes.
El capataz caminó hasta él y levantó el cartón del acetato. En él había una fotografía de Carmela joven, vestida con el traje de volantes color blanco con el que cantó en Agua Caliente, levantando su trasero de forma coqueta y sosteniendo una sombrilla. Unas letras rojas decían en la carátula: «La voz sensual de Carmela del Toro».
—¿Le gusta esa gran puta? —volvió a preguntar soltando el retrato de su familia y tomando otro, más grande, que también adornaba su escritorio. Era una antigua fotografía de Carmela del Toro, autografiada, del tiempo en que era una famosa estrella de cine y canto. Decía con letra femenina: «Para mi querido coronel. Carmela».
—Prefiero un buen mariachi, coronel. Pero lo que usted diga es bueno, esa señorita parece una buena mujer. Pero si me pone un mariachi, no me quejo. Coronel, somos de Jalisco. Aquí, oímos mariachis.
—Ella no es una buena mujer, es una puta. Y para colmo, canta muy bien con mariachis. Por ahí tengo un disco suyo.
—Lo que usted diga, coronel.
Esta vez el coronel no respondió, dejando que la voz grabada lo hiciera:
Oh, de puntillas desde el jardín… Por el jardín del árbol de sauce… De puntillas por los tulipanes, ven conmigo.
Entre las notas de la joven Carmela del Toro que quedaron aprisionadas en el acetato, aparentando que esperaba a alguien, el coronel le hizo una señal con el mentón para que se retirara. Su ancha cara asomándose por la bata de dormir parecía sudorosa y alarmada. El capataz gruñó y dejó a su jefe con sus recuerdos. Salió a la sala, dispuesto a dormirse. Pero escuchó el ladrido de su perro en el patio. El capataz se volvió admirado, revisando de nuevo la hora en su reloj. El viejo cruzó la sala a oscuras hasta la puerta principal, que abrió con miedo de recibir una descarga mortal.
—Hola, capataz —dijo una pistola que se coló desde la oscuridad. El rostro del anciano velador se volvió tan inexpresivo como si fuera de pasta de amasar. Era Raúl Duval.
—El hijo pródigo ha regresado… —Empezó a caminar hacia la oficina. La pistola y el hombre lo siguieron. Raúl llevaba una gabardina, larga y oscura.
—¿Cómo va la cosa por aquí?
—Tiene días buenos y otros malos. ¿Lo vas a matar?
—Si quisiera hacerlo, ya estaría muerto.
—Tú mataste a Bernardo, ¿verdad?
Lo dudó un poco. Se detuvo, igual que lo hizo el viejo.
—Lo hice.
No le obsequió ningún gesto. Dejó pasar unos segundos y continuó su marcha:
—Desde que me enteré, lo supe. No se lo dije… Solo uno de su sangre podría haberlo callado.
—No era nada mío.
—No necesitas tener la misma sangre para decir que era tu hermano.
Lo dejó en el umbral de la oficina. El coronel levantó la mirada y vio que la figura alta se apartó de la oscuridad de la sala para dirigirse hacia él. Había guardado su arma. Llevaba las manos en los bolsillos del abrigo oscuro y el cuello subido. Raúl caminó hasta la luz del escritorio. Cuando se encontraron frente a frente, se detuvo.
—Buenas noches, mijo —dijo el coronel, con los dedos nerviosos, buscando su pistola en los cajones—. Hace tiempo que no nos veíamos.
—Ávila Camacho está muerto.
—Era un pendejo. Si no eras tú, era otro —comentó el coronel encontrando el revólver. Dejó el cajón abierto, esperando que su ahijado hiciera un movimiento en falso y así pudiera sacar su arma.
—Sabe que yo estoy llevando el negocio, ¿verdad, padrino? Usted me hizo lo que soy. Le debo mucho. Por eso vine, para decirle que es hora de que se retire, que se quede aquí en el rancho —explicó Raúl pausadamente, ya sin el típico terror que tenía de enfrentar a la imagen paternal.
—¿Te gusta ser el jefe, Raúl?
—Es un trabajo, señor —respondió sin darle importancia. Desde luego, mentía, era lo más importante de su vida.
—Estás enamorado de una basura. No tengo nada personal contra ella, pero te va a traer problemas, Raúl —comentó el coronel señalando la fotografía autografiada de Carmela—. No te puedes casar con una mujer que tiene más huevos que tú. Hay que buscárselas pendejas.
—¿Y a las otras tenerlas como amantes? —inquirió Raúl levantando la ceja.
—No seas infantil. Recuerda algo, ahijado, cualquier cosa que le hagas a esa puta, yo ya se la hice. No importa que la lleves al paraíso cada noche. Yo, Benito Guadalupe Serrano, la llevé de la mano hasta esa cima. Por eso siempre serás el segundo —le dijo con odio, cerrando el puño derecho con ganas de golpear el retrato de Carmela, pero también la cara de su antiguo protegido.
—No me preocupa, padrino… Esta vez no podrás asustarme con tus amenazas para que me aleje.
—¿Lo dices por el pendejo del gringo? Él nunca tuvo oportunidad, mijo. Carmela pensó que con él se libraría de mí. Le dio alas al inocente, pensando que huiría a Estados Unidos. Pero yo mismo le dije que, si lo hacía, lo mataría… —reveló con una sonrisa maliciosa. Sus bigotes parecieron encontrar un poco del brillo antiguo a pesar de estar deslavados en perfecto blanco.
—Lo sé, padrino.
—No lo creo… ¿Quieres que te platique cómo gritaba mi nombre cuando me la cogía? Puedo darte detalles, ahijado. Incluso recomendaciones sobre lo que le gusta. —Comenzó a reírse de manera tonta, falsa. El coronel no sabía perder. Era su manera de tratar de ahogar a su enemigo en el mismo fango en el que se hundía.
—No será necesario. Puedo aprender sobre la marcha. Así como lo he hecho en los negocios.
—Veo que resultaste más cabrón que bonito. Me gustas para que te hagas cargo de mi hija, Florencia —murmuró el coronel tomando su revólver. Se levantó de su enorme asiento, echándolo hacia atrás. No apuntó con el arma a Raúl, pero fue un gesto lo suficiente intimidante para que su ahijado también buscara su arma.
—No es su hija, coronel. Ya no. Legalmente, es mía. La he adoptado, le he dado mi apellido. Algo que nunca tuvo los huevos de hacer usted —explicó, apuntando la Browning al coronel, esperanzado de que no hiciera una tontería al recibir la noticia. Los ojos del coronel eran dos llamas encendidas, un infierno ardiendo entre leños. Lentamente alzó su revólver y caminó con amplias zancadas hasta su ahijado:
—¿Y eso qué, Raúl?
—Se acabó. Soy el nuevo jefe. Le queda este rancho, padrino. Disfrute su retiro. No lo mato por el cariño que le tuve.
—¡Tu puta madre!
Los leños se volvieron cenizas en una explosión de llamas. Dio un grito y trató de disparar el arma. Pero rápidamente Raúl lo tomó del brazo y lo dobló como una vara de árbol. Hizo un ruido. Pudo haber sido el hueso roto o una contractura, pero llegó acompañado de un largo grito de dolor del viejo. Raúl golpeó la cara del coronel con la culata de su arma, haciendo girar su rostro y que le explotara la nariz en gotas de sangre. Igual que el coronel le había hecho años atrás a él cuando lo descubrió fumando el porro de marihuana.
—No deseo hacerle daño, padrino —comentó Raúl con el arma apuntando al suelo, donde el coronel se quejaba del dolor.
—Te voy a matar, Raúl. Lo prometo —expectoró con tanto odio que apenas si se le entendió.
—No quiero volverlo a ver —explicó condescendiente Raúl. Dio un paso hacia atrás, tratando de perderse entre las sombras.
—Eres una rata hija de la chingada, pinche cabrón… Mataste a mi Bernardo —acusó el coronel en el suelo.
—El asesino fue Enrique Diarte, de Mexicali. Podrá corroborar que el tipo apareció muerto en una carretera de Baja California. Ha quedado vengado mi primo, padrino. Puede ya descansar en paz su alma en pena —rezó Raúl. El coronel trató de verle los ojos, pero ya estaban cubiertos por la sombra que ofrecía la pequeña lámpara del escritorio.
—Vete a la chingada… —murmuró el coronel.
—Claro —dijo Raúl con indiferencia, sin expresión.
Raúl Duval se guardó la pistola Browning, y se palpó la americana para comprobar que estaba bien acomodada, al lado de su corazón. Se dio la vuelta y se alejó del escritorio del coronel. Luego cruzó la gran sala de la mansión, hasta la salida.
El vago murmullo de la gramola comenzó a tocar la balada de Carmela del Toro una vez más, cubriendo de dolor al viejo coronel. Serrano se arrellanó en su sillón de enorme respaldo. Cerró las manos alrededor de su revólver, girando el tambor de las municiones como un niño con un juguete y entornó apaciblemente los ojos.
Oh, de puntillas desde el jardín… Por el jardín del árbol de sauce… De puntillas por los tulipanes, ven conmigo.