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Noviembre, 1944

Habría que decir una cosa a mi favor: tonta no era. Una cosa era que navegara con esa bandera y otra muy distinta que lo fuera. Podía poner cara de bobita todo el día, como el resto de las mujeres que decían no saber qué hacían sus hombres. Calladas y dejándose ordeñar cada vez que el semental lo deseara. Yo no me daba ese lujo, pues soy una mujer sola. Podía haber sido muchas cosas. Una trepadora es una de ellas, pero tonta no. Sabía perfectamente a lo que se dedicaban Raúl y el coronel Serrano. Era más fácil de llevar el asunto si ponía cara de tarada, pero no por ello el problema se desvanecía por arte de magia, como insinuó James.

Lo admito, estaba relacionándome con gente que tenía dudosas formas de ganarse la vida. Pero en México hay que ser un poco ilegal para hacer dinero. Las grandes fortunas no llegan del cielo. Hasta ahora, no conozco a nadie a quien le cayera una bolsa de dinero solo por rezar y hacer bien al prójimo. Quizás en otros lugares sucedería, pero en este país no era así el juego.

No quiero decir que aprobara su forma de llevar sus vidas, pero yo misma había vivido desde la pobreza extrema de mi infancia hasta la comodidad de mi matrimonio, por lo que era mejor no jugar con adjetivos en su contra. Cuando una conoce lo bella que es la vida con sirvientes, las acogedoras sábanas y un buen filete en tu mesa, no lo suelta tan fácil. Incluso pides más. Si veía los costosos sombreros que portaba mi amiga Soledad en las reuniones de sociedad sentía envidia. Desde luego que yo deseaba algo igual. Si veía un hermoso collar de diamantes, no entendía por qué solo tenía que verlo y no tenerlo. Como dije, no se trataba de hacer algo bueno o malo, sino de tener beneficios, vivir con ellos y no dejarlos escapar.

Nunca había sido testigo de algo malo que hiciera Raúl. Que sacara la pistola y disparara enfrente de mí. Pero sabía que siempre lo acompañaba al lado izquierdo de su corazón. Si acaso había que desconfiar de otra amante, sería de ese objeto frío y mortal que yo veía como un ser femenino.

No habíamos puesto reglas en nuestra relación. Empezamos a salir mucho, a fiestas o elegantes restaurantes, pero también los fines de semana con Florencia, al circo, al parque o al cine. Igual que antes, le perdía la pista por temporadas largas, cuando se iba a la frontera. Luego, después de esas lagunas de silencio, aparecía sin avisar en mi casa y me llevaba a la cama. No había palabras durante ese tiempo. Ni charlaba de las cosas que hacía mientras viajaba. Pero llegaba como un animal a desnudarme, sin preocuparse de dónde estuviéramos, cocina o habitación, para llevarme al éxtasis de manera salvaje, vaciando en mí toda la violencia que, sospechaba, yo acumulaba en él. Era una manera dolorosa pero a la vez deliciosa de estar con él. Como si aprobara mi forma de pensar y su forma de ser con ese sexo arrebatador.

Como al tercer día, se volvía más sensible y romántico. Con caricias y juegos durante horas debajo de las sábanas. Los besos eran más comunes, los arrumacos aparecían y los apodos cariñosos, como amor o dulzura. Sus dedos se preocupaban por rozar apenas mis senos o enredarse entre mi cabello. Yo me dedicaba a explorar su cuerpo desnudo, sabiendo que, aunque era cálido, podría ser frío.

La mejor parte era quedarnos dormidos juntos, abrazados. Escuchando su corazón. Sabía que era el mismo que solía estar acompañado de su arma, y me preguntaba en silencio si ese golpeteo tranquilo que me ofrecía cuando me recostaba en su pecho era igual de afable cuando disparaba su pistola.

No puedo decir que yo durmiera tranquila sospechando toda la historia que arrastraba mi amante. Cuando escuchaba un ruido por la noche, me despertaba asustada, pensando que alguien había entrado en la casa. Yo sabía que no sería para robar, sino para hacerme daño. Era el riesgo que afrontaba por acostarme con un hombre como Raúl. Pero ya había aceptado que tendría que vivir el resto de mi vida con él. Consentí que existiera la inseguridad de que pudiese despertar algún día con un arma en mi frente. Ante esa idea, sentía que mi piel se enfriaba como una escarcha. Un escalofrío rondaba por mi espalda, me dolía como un golpe que me partiera en dos. Era el terror. Sin embargo, nunca se lo dije a Raúl. Solo permanecía recostada lo más pegada a él, sabiendo que, si nos mataban, sería juntos. Pensaba que, en el momento en que me viera débil o con miedo, nuestra relación cambiaría. Más allá del deseo carnal, éramos socios. De alguna extraña manera, al hacerme el amor y yo devolverle las caricias con mis besos, habíamos sellado un trato. Seguramente, manchado de sangre. Tanto mía, del día que fui violada, como la que él sacaba con su pistola. Pero era para buscar un beneficio en común. Tal como me lo repetía una y otra vez: no se trataba de hacer algo bueno o malo, solo de buscar lo mejor para nosotros.

Por eso me sorprendió verlo despierto, agitado, con el torso empapado por el sudor, como si le hubiera caído una ola del mar encima, durante el sueño. Estaba de pie frente a mi cama con los ojos desorbitados, mirando a la oscuridad de la habitación. Algunas veces lo había escuchado quejarse en sueños, pero nunca lo había visto como esa noche. Al observarlo temblando, pensé que todos los males del mundo lo perseguían y estaban materializándose en esa boca oscura que era la noche.

—¿No puedes dormir? —pregunté levantándome para abrazarlo. Traté de llevarlo de nuevo a la cama.

—No —murmuró. Lo solté y me deslicé hacia la mesilla junto a la cama, abrí el último cajón para extraer un pequeño revólver del 22 y entregárselo en la mano.

—Úsala —le murmuré aterrada, temiendo que todas mis pesadillas se pudieran hacer realidad y uno de sus enemigos hubiera entrado en mi casa.

—No le hará nada. Está muerto —respondió entre su respirar pesado. Entonces traté de enfocar oídos y ojos a esa oscuridad que veía con tanto pavor. Comprendí que el enemigo que tenía Raúl no estaba ahí, ni siquiera fuera del cuarto. Lo tenía dentro.

—No hay nada —susurré a su oído dándole un beso.

—Lo vi por un segundo —explicó aligerando su tensión y sentándose en el borde de la cama, pero sin soltar mi arma.

—Cariño, estará persiguiéndote hasta que tú lo olvides —expliqué enroscándome con piernas y brazos a su torso por la espalda. Sabía que era Bernardo a quien veía. Era la única verdadera muerte que le afectaba—. Durante todo este tiempo, al verte dormir, me preguntaba: ¿cómo podías?

—Porque estoy contigo. Pienso que si llegara alguien detrás de mí o una pistola se disparara en la oscuridad, no podría hacer nada. Si me matan, así estaba escrito. Al menos terminaré en tus brazos —explicó toscamente. No lo entendí realmente, pues parecía que no le importaba mi vida. Pero me quedé abrazándolo, con mi cara apoyada en su hombro, tratando de ver lo que él veía. Fue cuando lo entendí.

—¿Y yo? —cuestioné en un murmullo. El trató de volverse a mirarme, pero nuestra posición lo impedía:

—¿Tú?

—¿Crees que pienso igual? —le dije pausadamente.

—No te entiendo, Carmela —se sentía nervioso, como si yo estuviera abrazando a un niño desnudo y no a un adulto corpulento. Esa fragilidad era lo que más me apasionaba de él.

—No te importa que te maten, pues en tu tonta cabeza crees que ya estás en el cielo. Pero no es verdad: apenas es el primer escalón. Quizás debemos hacer un cambio —le dije soltándolo de mi abrazo. Él se volvió de inmediato para mirarme de frente.

—Si tienes miedo, pondré dos hombres siempre en tu casa. Conocí a un tipo agradable de Monterrey que podría trabajar para nosotros.

—¿Tú crees que un guardaespaldas me tranquilizará? Raúl, debo decirte que yo no soy el trofeo. Necesitamos hacer algo más, que tengas las riendas… Deben tenerte tanto miedo que nunca decidan entrar en la casa —le expliqué llevando mi mano a su mejilla para hacerle una caricia. Su rostro se notaba sorprendido.

—Yo no quiero ser como el coronel… —balbuceó. Sabía que esa era su inseguridad. Durante años peleó por conseguir la aprobación de su padrino.

—No dije eso. Ya verás que no lo vas a ser. Yo me encargaré de eso.

Sé que en México las esposas solo estamos pintadas. Soledad sonreía toda ataviada con sus zorros y sombreros de tamal para que el presidente se luciera. No recordaba a ninguna esposa de político que fuera importante. Ni siquiera se me ocurre otra mujer que luchara en la revolución aparte de la Serdán, a la que incluyen en la historia solo por haber estado en el mismo cuarto de sus hermanos al comenzar la revuelta. Nos han relegado a ser un accesorio para ellos. Como un bonito par de gemelos de oro o un broche con piedras. Pero, hablando con Raúl, comprendí que en su mundo, donde tenía el negocio, era distinto: las mujeres eran las reinas.

Todo comenzó después de la noche que lo encontré despierto. A los pocos días se trajo a un fortachón de piel morena y pelo gris que tenía el tamaño de mi ropero. Lo instaló en la entrada de la casa, ordenándole que hiciera todo lo que yo le pidiera. Joel la Demoledora, le llamaba. Un nombre horrible que prohibí en mi casa. Así que se quedó como Joel a secas. La boba de Blanquita así le llamaba: Joel a Secas.

Después de eso, le pedí que me explicara cómo estaba todo y aparecieron los nombres de Lola la Chata, la Nacha o la señora Caro. Él solo ofrecía protección y organizaba los envíos. Pero ellas eran las verdaderas dueñas del negocio. Entonces decidí que yo me involucraría: Raúl era el operativo y yo sería la política.

Al siguiente día fui a comprarle un traje negro cruzado al Palacio de Hierro, una corbata colorada, en el mismo tono de la bandera, luego lo llevé con mi peluquera para que le arreglara el cabello. Le expliqué que en la alta clase de México hay pocas reglas: uno podía ser asesino, ladrón, cornudo, viejo verde, medio puta o hasta monja, pero lo único que no se perdonaba es verse corriente. No había peor racismo que el que existía para los indios. Se les veía mal por ser gente de la barriada, ordinarios. En la clase alta, había que aparentar ser rubitos, y actuar como tales. Segundo, había que saber hablar. Cuando la independencia frente a los españoles nos quitó los títulos nobiliarios, olvidándonos de usar hermosas palabras como condesa, duque o barón, aparecieron los doctores y los licenciados. Si no eras ninguno de esos dos, no eras nadie. Al menos, no en los negocios. El título profesional no importaba, sino el saber hablar con palabras de domingo y verbos elegantes. Por último, le comenté la tercera regla impuesta por el mismo Manuel Ávila Camacho: no importaba que no tuvieras un céntimo en el bolsillo, había que verse como un dandi siempre. Como te ven, te tratan. Cuando pensé que había dejado atrás al hombre rudo que aparentaba, hice una llamada.

Una sola llamada bastó para que nos recibieran. Yo pensé que sería en su casa de campaña, cerca de las oficinas de la CTM, pero fue en una cena en el restaurante San Ángel Inn, al sur de la ciudad. Comprendí que estaba haciendo lo correcto, pues nos trataba como su igual. Fue para pedirle un favor al licenciado Miguel Alemán, el próximo presidente de México.

Para la ocasión me vestí con un conjunto en tonos tierra, pero con zapatos rojos, pintalabios del mismo tono y sombrero corto haciendo juego. Deseaba ofrecerle la imagen de una mujer que no era solo un simple juego de accesorios de plata que lucir. Creo que comprendió bien, pues, al verme, fue el primero de la mesa que se levantó para saludarme, mostrándome mi lugar. Los modos eran el lenguaje secreto de la política. Como siempre, fue amable, casi rayando en coqueto conmigo. Tal vez un poco mesurado, pues venía al lado de Raúl, que realmente impresionaba con el cambio de aspecto que le di. No solo era el más guapo de la mesa, sino de todo el restaurante. En cierto modo, sentí que él era mi accesorio.

—¡Querida Carmela! Es un verdadero placer compartir la mesa contigo. Deberías pensar en regresar al cine. Serías tan grande como Dolores o María… —me piropeó el licenciado dándome un beso en la mano. Lo sentí realmente entusiasmado de verme.

—Licenciado, antes que nada, felicidades por su nominación como candidato a la Presidencia. Estoy más que encantada de tener a un hombre de negocios como mi líder —le dije sentándome a su lado en la mesa. Nos habían dispuesto un lugar entre los arcos de la gran casona del restaurante, frente a un edén de plantas de colores y pájaros en jaulas que cantaban a los rayos solares que se colaban entre las buganvilias. Era un lugar hermoso. El tipo de sitios donde me sentía a gusto y a mis anchas—. ¿Recuerda a Raúl Duval?

El licenciado Miguel Alemán se volvió hacia Raúl y le dio un gran apretón de manos, diciéndole:

—Desde luego, un placer de nuevo.

—El gusto es mío siempre, licenciado. Mil perdones por haber sido arisco en la fiesta cuando nos conocimos. Entienda que no era la mejor situación para mí. Entenderá que la política mexicana es un acto de equilibrio entre la gente que quiere entrar y aquellos que no quieren salir. No quería que me descontaran a la primera —explicó Raúl guardando su personalidad arisca. Sonreí complacida.

—Lo comprendo, yo también he jugado a eso, señor Duval —le perdonó regresando su atención a mí—. No hubiera logrado esa exitosa campaña sin el apoyo de gente como tú, Carmela. Estoy sorprendido por tu apoyo. El cheque que me has hecho llegar para mi campaña es un pilar importante. Tu difunto marido estaría orgulloso de tus inclinaciones políticas —explicó el candidato con su enorme sonrisa.

—Usted más que nadie conoce el juego… Espero algún día que pueda devolverme ese favor —le dije claramente. Torcí la cabeza, arreglando mi servilleta en el regazo—. Es un dinero que tenía guardado. Que no se diga que las mujeres no sabemos nada de política o de economía.

Le habíamos solicitado al abogado de Raúl, el licenciado Jurado, que hiciera unos cambios respecto al dinero que tenía guardado. Era la cuenta que se abultó por los pagos del coronel, y que consideraba mi fondo de retiro. Pensé que era momento de ponerlo a trabajar y buscar beneficios. Había entregado al partido oficial una cuantiosa cifra para su campaña presidencial. No importaba que este tuviera todo el aparato institucional detrás, cada vez era más difícil hacer las elecciones con otros candidatos opositores. Los sindicatos necesitaban una caja chica para las movilizaciones y efectivo para las giras interminables de todo el comité por toda la república. Con la cantidad ofrecida le estábamos dando al candidato mucho margen de ganancia.

—Además, no le voy a mentir, licenciado, a mi difunto marido le hubiera importado un comino. Se nota que no lo conoció —admití. Papá Oso solo hubiera estado orgulloso de ver cómo tomaba todo por las riendas, pero creo que nunca tuvo una franca inclinación política. Miguel Alemán rio de buena gana.

—Pero olvidémonos del protocolo un poco —le dije, señalando a Raúl.

—Olvidémoslo. Veo que tienen prisa por llegar al grano. Generalmente, se acostumbra a esperar al plato fuerte para pedir un favor —bromeó el candidato.

—Eso es para otras personas, licenciado. Nosotros somos diferentes. Usted lo sabe, ¿no es así? —le inquirí, guiñándole el ojo. Si con eso no comprendía que el tema sería el negocio del tráfico de drogas con el que había sido bendecido, estaríamos en problemas. El licenciado se puso recto en su silla, girando su cabeza a su alrededor.

—Entonces será mejor dejarlo para después. No aquí.

—Lo mejor es hacerlo así, licenciado. Recuerde, son solo negocios —le expliqué, dándole ahora yo la palmadita en su mano. Los tres sonreímos, fue más que falsa esa sonrisa en todos.

—A usted le gusta hacer dinero. Yo hago mucho dinero. Tal como me dijo esa vez, en la casa de la señora Hill, necesita visionarios. Le ofrezco eso: nuestro apoyo económico a su campaña es para buscar el beneficio de todos, incluyendo a México. Todos amamos a nuestra patria, señor —planteó Raúl. Miguel Alemán carraspeó, limpiándose el bigote de una suciedad inexistente con la servilleta.

—¿Negocios?

—Paz. No solo en Sinaloa, Sonora y Baja California. También en la capital. La guerra mundial se acabará y los americanos volverán sus caras hacia la frontera. Necesitamos estar unidos para enfrentar esa carga que tratará de desmantelar nuestros negocios —planteó Raúl con una admirable soltura. Era nato, lo tenía en él.

—Seré el presidente.

—¿Y eso le importará a su contraparte gringa? Por ello nos gustaría pensar que este va ser el principio de una relación más íntima, licenciado —le expliqué mientras los camareros nos llenaban las copas de un vino importado que olía a ciruelas y moras.

—Creo que nunca será tan íntima como yo hubiera deseado —coqueteó tomándome la mano.

—Me temo que no, licenciado. Raúl es mi esposo —repuse. Con delicadeza, le aparté la mano, pero sin dejar de sonreír. De inmediato, mi mano buscó la de Raúl y la aprisioné orgullosa, como marcándolo de mi propiedad.

—¿Perdón? No sabía que se hubiera casado… ¿Cuándo fue? —inquirió totalmente admirado.

—Hace unas horas. Venimos del juzgado del Registro Civil.

—¿Y no me llamaron para que fuera el padrino? —preguntó aún sorprendido por mi anuncio. Le cerré el ojo y le puse un beso en la mejilla:

—Mi hija Florencia fue nuestra madrina. Pero le prometo que lo invitaré a otra fiesta, licenciado.

—¡Vaya, podrá presumir, mi querida Carmela, de que fue la mujer que le robó el corazón al secretario de Gobernación! Nunca se lo perdonaré a este afortunado e inteligente señor —comentó alegremente el político levantando la copa de vino para brindar. Raúl y yo hicimos lo mismo. Las chocamos. El tintineo quedó flotando en el aire mientras bebíamos nuestro primer brindis como matrimonio. Me sorprendió la capacidad del candidato de saltar de una charla de magnitudes internacionales a un brindis por nuestra boda. Era maravilloso verlo navegar en el océano de la política.

—Debo decirle que estoy interesado en el futuro de mi estado, Sinaloa. Considéreme un discípulo de la patria para cumplir su proyecto de nación —le propuso Raúl. Yo no podía jugar así, con tantas claves. Le tomé la mano al licenciado para decirle con voz melosa, virginal y libidinosa como la niña que actuaba hace años en Tijuana:

—Usted sabe… Algo donde todos ganemos. Nosotros fuimos generosos con esta donación, esperamos de igual manera una respuesta de su parte.

—Es una solicitud muy seria, Carmela. Piense en el partido, en mis enemigos —balbuceó con nerviosismo el candidato a la presidencia. Había abierto mi juego de cartas. Ahora le tocaba a él. Pero Raúl se apropió de la conversación, y aunque de manera tosca, lo hizo con aplomo:

—Tendría un amigo. Uno muy cercano en Sinaloa.

—Suena interesante —comentó el licenciado, arreglándose el elegante bigote. Levantó la ceja derecha y se acercó a nosotros, para que nos inclináramos y continuáramos la charla en voz baja. Preguntó a mi recién estrenado esposo en un murmullo apenas perceptible—: Una pregunta, ¿traes arma, Raúl?

—Sí, licenciado. Una Browning semiautomática de 9 milímetros —repuso de inmediato. Le pellizqué para que él también bajara el tono.

—Entonces creo que será inútil nuestra charla. La puedo ver desde aquí, haciendo bulto en tu hombro izquierdo —le dijo murmurando para que el resto de los comensales no escuchara.

—No lo entiendo.

—Lo que pasa es que nunca comprenderás las cosas llevando algo así por todos lados. Con eso solo me dices que no eres distinto a ellos, a mis enemigos —manifestó con un largo suspiro. Raúl no se decepcionó, sino que de inmediato contraatacó:

—Pienso distinto, señor.

—No parece, señor Duval. Los viejos políticos mexicanos llevan pistola. Creen que las leyes se dictan con armas. No los culpo, así fue en la revolución. Pero la revolución se terminó —reveló sonriéndonos a los dos y dando una amable recomendación para nuestro matrimonio—. Si tuvieras un enemigo, ¿qué harías, Raúl?

—Dispararle.

—Nunca he disparado en mi vida —reveló tomándome la mano de nuevo, pero en lugar de coquetear me hizo una caricia paternal. Ya no era el secretario de Gobernación, sino que hablaba como líder.

—¿Perdón? —masculló Raúl.

—Si necesitas dispararle a tu enemigo, entonces eres un mal político.

—Señor… —tartamudeó Raúl.

Se hizo el silencio. Un nuevo camarero colocó una bandeja con camarones. Sabía que, como buen hombre de Veracruz, el licenciado Miguel Alemán amaba los mariscos. Raúl se volvió a verlos. Su mirada se perdió en ellos. Supe que estaba recordando algo. El silencio fue roto por el licenciado:

—Vas por buen camino. Solo lo hago por un favor a Carmelita. Es brava tu mujer, Duval. Me gustan las damas con pantalones… ¿Qué piensas hacer con ella? —le preguntó sosteniéndole la mirada. Raúl se sintió incómodo por unos segundos. Se volvió a mirarme y se perdió en mis ojos. No sé qué encontró en ellos, pero, sin dejar de mirarme, dijo:

—Es mi compañera, mi amiga, mi esposa, licenciado…

El político aprobó la respuesta y se llevó de nuevo la copa de vino a la boca y acomodándose en su silla para pasar una agradable comida con nosotros.

Le acomodé la corbata. Yo misma se la había escogido por la mañana, tratando de que combinara con su traje y el color de sus ojos. Di un paso hacia atrás para apreciarlo. Se veía muy bien. Quizás demasiado bien. Tendría que dar una imagen que pareciera menos estrella de cine y más un hombre de acción que podría trabajar para el pueblo. Le quité el peine que llevaba en la mano y lo despeiné un poco, arrojando el flequillo ligeramente al frente, levantándolo. Su cabello envaselinado hacia atrás le daba un aire de seriedad que no me funcionaba. Peinarlo de manera más casual sería la solución para su imagen. La cereza del pastel.

—¿Estoy listo? —preguntó Raúl con gesto serio, como siempre. Yo había comprado un traje sastre de color vino, tratando de dar la imagen de la familia perfecta. Si nos vieran, dirían que éramos fabulosos. Y yo no sería nadie para contradecirlos.

Era un día magnífico. Desde donde estábamos, podía oler la brisa marina del Pacífico. Muchas cosas habían pasado para llegar aquí: los americanos bombardearon Japón y ganaron la guerra, en México se hizo una campaña única en beneficio del candidato del presidente, el licenciado Alemán, que competía con Ezequiel Padilla, antiguo secretario de Relaciones Exteriores de Manuel Ávila Camacho, del Partido Democrático, el general Agustín Castro por el Partido Nacional Constitucionalista y el general Enrique Calderón por el Partido Reivindicador Popular Revolucionario. Los sindicatos se desbordaron para apoyar al exitoso veracruzano. Por fin había ganado un cachorro de la revolución, un civil. Todos tenían esperanzas en el nuevo mundo que había que reconstruir. Todos teníamos un nuevo comienzo.

Parado ahí, a mi lado, Raúl trataba de esconder su pánico escénico. Pálido como una hoja blanca. Con grandes ojeras. Lo había visto hacer actos terribles en los últimos días sin que su mano temblara, pero ahí, detrás del podio, listo para salir ante una muchedumbre que vitoreaba al presidente de la república, se veía como un niño espantado. Lo amé más que nunca.

—¿Realmente me veo bien? —me preguntó.

—Te ves muy bien. Si no estuviéramos casados, te haría mi amante… —le dije al oído. Atrás, en el templete puesto en la plaza principal de Mazatlán, el licenciado Alemán prometía que bajo su Gobierno Sinaloa sería un estado de grandeza.

—Ahora no, Carmela. Para ti todo es un recreo —me cuchicheó Raúl, más tranquilo por nuestro juego.

—Lo es. No debes ser tan… cuadrado —le dije jalándole la cara para que me besara. Su lengua se abrió paso entre mis dientes, acariciando la mía. Sentí su aliento. Me hizo sentir un choque eléctrico: aún deseaba mucho sexualmente a mi nuevo esposo.

—Así soy, así te casaste conmigo —murmuró separándose. Tragó saliva y se volvió a arreglar el atuendo. Pero le descubrí una ligera sonrisa. En el templete para el discurso, el presidente Alemán seguía hablando:

—… Y como la modernidad de nuestro país nos exige gente comprometida con la sociedad, gente con una visión exitosa de negocios, la Confederación de Trabajadores del Estado y la Confederación Regional Obrera Mexicana del estado de Sinaloa, ha nominado al comerciante sinaloense Raúl Duval para la candidatura de la diputación federal de Culiacán por el partido… Un gran amigo del gobernador Macías, quien confía plenamente en él… —Estaba presentando a Raúl, que hizo una señal para que Florencia se acercara. La tomó con una mano a ella y con la otra, a mí. Deseaba mostrarse como un padre de familia, un hombre emprendedor—. ¡El elegido que traerá modernidad al estado! Tengo el gusto de presentarles a su futuro diputado…

—Acábalos, guapo —le dije sonriente dándole un beso mientras comenzábamos a caminar hacia el templete, donde ya nos esperaban miles de aplausos, hurras y pancartas de apoyo de los sindicatos de Sinaloa.

—¡El licenciado Raúl Duval!