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Febrero, 1945

Era el crepúsculo de la guerra en Europa. Pero México no se libraba de la muerte: dos meses después del asesinato del gobernador de Sinaloa, el presidente de México, Manuel Ávila Camacho, resultó ileso en un ataque en su contra. Nadie hiló los dos eventos, ni siquiera los periodistas. En México parecería que las casualidades solo eran un juego de cartas, que bien podía salir un par de reyes o nada. El intento de asesinato sucedió cuando el hermano de Maximino, al transitar por el Patio de Honor hacia su despacho en Palacio Nacional, se detuvo a saludar al teniente Antonio de la Lama Rojas. El joven militar sacó su pistola y le disparó a quemarropa, sin éxito, pues el presidente usaba chaleco antibalas. De inmediato se lanzaron los otros militares contra el magnicida. Lo encerraron en el mismo palacio, esperando que soltara la lengua. Informaron al secretario de Guerra, el general Lázaro Cárdenas, temiendo que fuera un atentado de los conspiradores extranjeros del Eje debido a que México apoyaba a los aliados. Pero el militar argumentó que lo había hecho porque en México no había justicia. Explicó su malestar porque le tenían prohibido asistir uniformado a la logia de masonería de la que era miembro y, desde luego, a su Iglesia católica. Las razones sonaban huecas, pero el mismo Maximino Ávila Camacho ordenó que al atacante se le aplicara la ley de fugas: el joven apareció muerto después de un encuentro con el hermano del presidente, el secretario de Comunicaciones y Obras Públicas. Tampoco nadie comentó más el asunto.

Dos días después, la policía descubrió un plan para asesinar tanto al presidente, Manuel Ávila Camacho, como a los expresidentes Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárdenas, a través de la colocación de bombas en sus respetivas camas. Dos primeras planas en los periódicos, y a la semana se diluyó la noticia ante los horrores de la guerra.

Un año después de lo sucedido en Mazatlán, el 17 de febrero de 1945, Raúl Duval conducía por la carretera boscosa de Río Frío. Era la que llevaba a la ciudad de Puebla desde la capital del país. Esa mañana se levantó de madrugada, con la oscuridad nublando el cuarto de Carmela. La vio enredada en las sábanas y se limitó a darle un pequeño beso para no despertarla. Al vestirse en silencio, se colocó la sobaquera y su pistola Browning.

—¿Te vas? —le preguntó su amante, amiga y esposa, abriendo los ojos con dificultad.

—Voy a Atlixco.

—¿Lo van a hacer hoy? —le preguntó Carmela, incorporándose. Raúl se ajustó la camisa. Miró a la oscuridad:

—Sí. He hablado con mi socio. Él opina que es el momento de dar el último golpe.

—Nos va ir bien. —Fue lo que le dijo Carmela, sin despedirse. Sabía que había una moneda en el aire. Podría caer de su lado o bien del otro. Por eso no quería dejar indicios, podía fallar.

Su Pontiac anduvo con las luces prendidas hasta pasar las montañas. Cuando vio el amanecer entre los volcanes, supo que estaba llegando. El sol mañanero pintarrajeó la nieve de los picos, ofreciendo un paisaje melancólico en medio de la bruma. Pensó que extrañaría esa imagen. Sin importar el resultado de sus acciones, dejaría esos rumbos.

Siguió bajando, apenas tocó la ciudad de Puebla y dobló hacia el pequeño poblado de Atlixco, acercándose cada vez al gran coloso blanco, el volcán Popocatépetl. Desde su automóvil, Raúl lo apreciaba cual gigante que devoraba los campos verdes de su alrededor. Al descubrir una torre de iglesia a lo lejos, entre tejados rojizos, consumida por la sombra de la gran montaña milenaria, supo que estaba en la pequeña ciudad agrícola de Atlixco.

Entró a la villa para buscar un puesto de comida. Pidió un café y se lo sirvieron con mucha canela. Lo bebió sin quitarles la vista a las nieves del volcán. A su alrededor, la gente en monos de mezclilla se dirigía a las fábricas de hilares. Pensó en Malverde, el santo ladrón de Sinaloa. Quizás le hubiera gustado ver un paisaje así. En silencio, le dedicó el día a él. En la extraña religión que había creado en su cabeza, le pidió ayuda a cambio de llevar mucho dinero a su estado. Sabía que Jesús Malverde era amable con quienes preferían repartir el éxito. En ese momento, bebiendo café en una taza, entre obreros desmañanados, supo que, tal como Carmela le había dicho, tendrían éxito.

Después de unas llamadas telefónicas que hizo desde una farmacia, todas de larga distancia, se fue a la hacienda donde tendría lugar la ceremonia. Era una comida que buscaba afiliados y fondos para la campaña presidencial de uno de los candidatos del partido oficial de México: el Partido Revolucionario Institucional. El dinero y las amistades eran un factor importante para decidir quién sería el futuro gobernante federal. La ventaja en esa carrera la llevaban Maximino Ávila Camacho y, después, el secretario de Gobernación, Miguel Alemán. Para el convivio, organizado en una hermosa casona de arcos encalados, habían decorado el patio con papel picado, largas mesas con arreglos florales de la región y jarras con mezcal. Estaba lleno de líderes campesinos, políticos locales y muchos guardaespaldas. Un grupo de mariachis tocaba para alegrar la ocasión. Era el tipo de eventos que enseñaban el músculo político del candidato y le alimentaban el ego más que el estómago.

Raúl iba vestido como uno más de ellos. Portaba un sombrero de piel, camisa de mezclilla, pañuelo en el cuello y gafas oscuras. Se movía casual entre el grupo de seguidores del antiguo gobernador de Puebla. Caminaba entre la muchedumbre de obreros y campesinos acarreados con el pretexto de una comida gratis, quienes no dejaban de lanzar vivas al hermano del presidente, Maximino Ávila Camacho. Se sentó lejos de la mesa principal para que no hubiera ningún encuentro extraño.

Mientras servían los platos de barbacoa y pollos asados, entre tequila y cervezas, se levantó hasta una de las mesas cercanas, donde los líderes obreros de la fábrica El León y su dueño, Artasánchez, agitaban pequeñas banderas de México. Pero no pudo avanzar más, pues el guardaespaldas de Ávila Camacho, Joel la Demoledora, se levantó hasta él:

—Buen día, Raúl —comentó toscamente. Raúl le tendió la mano para saludarlo. Fue un saludo amable, amistoso—. Te queda la camisa de trabajador.

—Esa es la idea, Joel. —Se volvió hacia el convivio, mientras los aplausos retumbaban después de cada frase que Maximino decía, ofreciendo éxito económico y servicios si ganaba las elecciones—. ¿La traes?

El gigante Joel metió la mano en su bolsillo y, al sacarla, en su mano apareció la pequeña botella de cristal color ámbar. Sin ninguna etiqueta. Era como las que ofrecían en las farmacias.

—La tengo al lado de mi 45. ¿La quieres ver? —respondió el gigante. Alzó la mirada hacia Raúl, pero no pudo penetrar la cobertura de gafas oscuras. Su rostro era de roca.

—No.

—Es bonita.

—Hoy no.

—¿Cuándo lo hago? —cuestionó el matón del secretario de Comunicaciones y Obras Públicas a Raúl Duval.

Raúl se volvió a mirar a Maximino Ávila Camacho. Estaba a solo dos mesas de ellos, hablando alegre y riéndose excesivamente ante los chistes tontos de los ricos empresarios de Atlixco. Se veía seguro de su triunfo en la carrera presidencial. Lo acompañaban los dos médicos que lo atendían de sus afecciones, la cardiaca y la diabetes. Cada uno sentado a un costado; al lado izquierdo, el doctor Bernabé Chávez, su cardiólogo, y al derecho, el doctor José Larumbe, su médico de cabecera.

—El doctor sabrá… —indicó Raúl. Le dio unas palmadas al gigantón y fue hasta donde los mariachis para deslizarles el billete prometido. El vocalista lo agradeció con una sonrisa enorme. De inmediato se subió al estrado dispuesto para la música del evento y gritó, señalando al secretario:

—Con mucho cariño, dedicada para el general Maximino Ávila Camacho…

Comenzaron los acordes de «La cama de piedra». La trompeta hizo callar el murmullo de los seguidores del candidato y los músicos cantaron a todo pulmón:

De piedra ha de ser la cama,
de piedra la cabecera; la mujer que a mí me quiera
me ha de querer de a de veras.
Ay, ay, corazón por qué no amas.
Subí a la sala del crimen,
le pregunté al presidente:
que si es delito el quererte, que me sentencien a muerte

Joel se acercó al trío, hablando con ellos al oído. Ambos doctores rieron por algún comentario del gigante. Maximino no le dio importancia, tarareando la canción.

Maximino no quitaba su vista del grupo musical mientras bebía un vaso de agua fresca de jamaica que le dio uno de sus doctores. Había dejado de beber alcohol por su diabetes, aunque realmente poco le importaba cuando deseaba emborracharse. Pero se cuidaba, pensando en mantener la salud para su próximo estatus como mandatario. Continuó comiendo su barbacoa y el pedazo de pechuga que le ofreció su otro doctor, pero extrañado de la dedicatoria de la canción. El grupo de mariachis la entonó con ademanes exagerados y, al terminar, un gran aplauso explotó en el patio. El matón de Ávila Camacho, Joel la Demoledora, se acercó a él:

—Le dejaron esto, señor.

Maximino recibió un pequeño papel doblado. Algo común en esas comidas, donde se ponían por escrito las solicitudes para hablar en privado con el candidato. Lo desdobló. Estaba escrita a mano la última parte de la canción: Subí a la sala del crimen, le pregunté al presidente que si es delito el quererte,
que me sentencien a muerte

Alzó la cabeza, buscando alguna cara conocida de uno de sus enemigos. Sus doctores le preguntaron si le pasaba algo, pero, nervioso, siguió indagando con la vista. Cuando descubrió el rostro del pistolero del coronel Serrano, Raúl Duval, disfrazado de terrateniente al fondo de las mesas, entre los cientos de presentes en el evento, sintió el primer dolor. Comenzó en su brazo, luego vino el de su pecho. Fue terrible, desgarrador. Parecía que le hubieran disparado o que le enterraran un fierro ardiendo en el pecho. Abrió la boca, tratando de pedir ayuda a sus doctores. No lo logró. Solo se derrumbó en el plato de comida.

Los gritos de sorpresa de quienes lo acompañaban acallaron al mariachi. Un grupo de gente comenzó a rodearlo. Raúl no vio más, solo se despidió con la mano de Joel y caminó tranquilamente al patio, cruzando por entre los coches estacionados de los visitantes de la hacienda. Debajo de un sauce, estaba esperando su Pontiac. Se subió a él y sacó su pistola Browning de la guantera. No había tenido que usarla. Sonrió, complacido. Pensó que era el asesinato más limpio que había hecho en su vida.

Arrancó cuando se acrecentó el ruido de los gritos y apareció el ulular de una ambulancia. Llegó de nuevo a la farmacia, y volvió a pedir a la de la telefonía una larga distancia por cobrar. No fue una cuenta cara, apenas le contestaron, él dijo:

—Está hecho. —Decidió regresar a la carretera hacia la Ciudad de México. Con suerte, llegaría a cenar con Carmela y Florencia.

A su muerte, Maximino Ávila Camacho dejó reconocidos alrededor de catorce hijos, de al menos diez mujeres. Su entierro fue muy llamativo, a la manera de un héroe de guerra: artistas de cine, toreros famosos, políticos importantes y los máximos empresarios del país siguieron la carroza fúnebre. Incluso entre ellos estaban Carmela del Toro y su nuevo esposo, Raúl Duval, que también iban en el cortejo, tan solo a dos coches del secretario de Gobernación y único candidato a la presidencia de México, Miguel Alemán.

Dos meses después, en Tijuana, un cargamento llegó a las afueras de una cafetería donde anunciaban desayunos de burritos y enchiladas: tenía dibujado en el aparador de cristal un burro pintado de cebra. Típica atracción turística de la ciudad. El equino parecía feliz, pues en la ilustración bebía una cerveza. Era en la calle Revolución, apenas a unas manzanas del cruce de la frontera hacia el lado norteamericano. Las drogas venían en una camioneta Ford 59 de media tonelada, con la parte trasera cubierta. Al vehículo no le quedaba rastro de color por el óxido. Aparcó en varios movimientos, tapando toda la entrada del local. Dentro apenas estaba limpiando las mesas un trabajador en mandil y gorro blanco. Era temprano, despuntando el alba, por lo que un frío gélido que venía desde el norte calaba a los pocos que caminaban por la calle.

Enrique Diarte esperaba dentro del voluminoso cuerpo rojo de su Oldsmobil 43, que tapaba el otro extremo de la calle. A su lado, en el asiento de copiloto, aguardaba uno de los pistoleros del mafioso Charlie LaPagia. Al ver la camioneta, aventó su cigarro al suelo. Miró a los extremos de la calle vacía y salió de su refugio motriz. Se encaminó con un poco de desconfianza, mas el único ser vivo que parecía haberse despertado ya en Tijuana era el empleado del restaurante.

Estaba recibiendo un cargamento de ampolletas de droga y algo de marihuana. El narcótico ya venía procesado desde los laboratorios de Culiacán, traído por un mulero de la zona para cruzarlo a Estados Unidos de Norteamérica, donde pagarían una fortuna por los paquetes. Sin el apoyo de los norteamericanos, era difícil pasar los cargamentos ilegales, pero habían aceitado los engranajes dejando cifras importantes de dólares entre los policías de la aduana de San Ysidro. Todo funcionaba con dinero. Eso lo había aprendido al quitar a los otros vendedores. Diarte se transformó en el traficante más importante de la costa del Pacífico. Al principio lo hizo con la ayuda de Bernardo Serrano, quien se encargó de traicionar o matar a los otros, dejándole libre el campo. Luego, continuó por su cuenta, cubriendo la zona hasta Mexicali. Les había arrebatado la plaza a los descendientes de la Nacha y el Pablote.

El chófer de la destartalada camioneta descendió dejando solo el volante. No lo acompañaba nadie. A Diarte le dio confianza que solo fuera un hombre.

—¿Qué paso, compadre?, ¿me traen mi encarguito? —preguntó Diarte, sonriendo.

—Sí, claro, señor —explicó el chófer, con acento del norte del país. No se dieron la mano. Solo caminaron hasta la parte trasera del transporte, cubierto con una manta de lona polvorienta. Diarte se colocó de frente, pero de nuevo alzó los ojos para comprobar que no había testigos molestos. Luego el chófer la destapó. En el interior no encontraron ninguna lata de goma de opio, paquetes de marihuana o ampollas en cajas. Solo estaba un hombre acostado con un revólver apuntándole. La descarga hizo eco en la ciudad vacía. El tiro fue directo al pecho de Enrique Diarte, al mismo tiempo que el chófer le agarraba del cuello para rebanarle la garganta.

El cuerpo convulsionado del traficante cayó al suelo. Al verlo desaparecer debajo de la camioneta, el matón de Charlie LaPagia que lo acompañaba trató de salir del coche rojo. Abrió la puerta y se buscó la pistola en el cinturón. Un machete, mucho más grande que el cuchillo que había rebanado la garganta de su jefe, voló por los aires hasta él. Entró en su ojo izquierdo. El golpe lo metió de nuevo al coche sin que lograra siquiera sacar su arma. Murió al instante. El hombre de mandil y gorra de tela había salido de su restaurante para proteger a sus compañeros de la camioneta.

Mientras, Diarte se llevó las manos a la caverna en su cuello, de la que emergía una catarata de líquido carmesí. Trataba de gritar, pero solo salían burbujas de su boca, burbujas rojas. El chófer de la camioneta le dijo:

—Eso es de parte del patrón, don Raúl Duval… Para que aprenda a respetar.

Entre los azulejos de talavera color azul y amarillo del hotel Belmar de Mazatlán, un par de poltronas de madera y cuero miraban al malecón en la calle Olas Altas. Más allá de las piedras donde las olas rompían, estaba el mar que se extendía hasta las islas del oriente. Un sol candente en naranja empezaba a alumbrar con rubores el atardecer mientras una brisa marina acarreaba aires lejanos. Era octubre de 1945 y, como siempre en ese mes, una lejana tormenta en el mar descargaba sus rayos. Si se pudiera paladear, en ese aire se podría encontrar un poco de ceniza radiactiva de las bombas que explotaron más allá, en el Japón. Las habían arrojado los estadounidenses para terminar la guerra y mostrar quién era el nuevo rey del barrio. Así como México emprendió una nueva era después de la guerra de la revolución, ahora el resto del mundo despertaba como campo arado esperando nuevas semillas.

La gente caminaba por la acera del malecón, mirando el atardecer entre las lámparas de hierro fundido. Algunos coches circulaban por la calle, alejándose al centro de la ciudad, pero frente al hotel había una gran línea de automóviles estacionados. El primero era un lujoso Cadillac de color negro. Llevaba gruesos cristales antibalas. Era el segundo automóvil blindado que llegaba a México. El primero fue propiedad del candidato Miguel Alemán. El resto de la línea de vehículos era variado: desde un Packard verde hasta un viejo Ford color café. El último era un camión de carga con la parte trasera en madera. Sus dueños ya estaban instalados en el interior del hotel, en el patio andaluz, con varias mesas alrededor de la fuente árabe, y habían hablado durante dos horas.

Era un grupo extraño. Algunos no escondían sus rostros de campo, gente de sencilla apariencia y amplios sombreros blancos. Otros, ataviados de traje, con el típico prendedor del partido oficial. Más al fondo, temerosos de ser vistos en ese lugar, había una pareja con uniforme de la policía del estado de Sinaloa. Pero quien llamaba la atención era Carmela del Toro, vestida con un ligero conjunto blanco de algodón de falda amplia y pañuelo de seda aprisionando su cabello con motivos ecuestres. Unas gafas oscuras, de turista americana, cubrían sus ojos. Permanecía sentada al frente, a un lado de Raúl Duval.

—¿Por qué? —preguntó un hombre con aspecto de hacendado, un poco cansado de tanta charla. Era el líder de los gomeros en el estado de Durango, don Jaime Herrera Nevares, el patriarca de la familia que controlaba el cultivo, la producción y venta de heroína.

—Porque hablando se entiende la gente, don Jaime. Yo sé que usted es de los que no gusta de la violencia, por eso sé que me apoyará en este proyecto. No necesitamos más muertes. Hay que acabar con eso. Nuestros enemigos son otros.

—¿Son los gringos? —preguntó Fonseca, el traficante de Sinaloa.

—Sí, los de narcóticos. Pero recuerde que allá hay alguien como nosotros, contactos, como Max Cossman. Ellos nos apoyarán en todo. Somos la mitad del proceso. Pero tenemos que luchar el doble, pues es a nosotros a quienes golpearán, matarán y tratarán de borrar. Ellos apenas serán perseguidos porque sus jefes no se dignan aceptar que han fallado. Es más fácil culpar a los mexicanos que a su pueblo, los gringos. Pero recuerden, mientras haya alguien del otro lado de la frontera que lo compre, este negocio funcionará.

—También nos lleva la verga con los soldados o los agentes judiciales en la sierra —murmuró, molesto, uno de la familia Caro. Su hermana, que manejaba el negocio, lo hizo callar con un golpe del abanico que la ayudaba a quitarse el calor de Mazatlán.

—Para eso estaremos nosotros, para que no molesten. Las decisiones tendrán que ser en conjunto: ustedes y nosotros. No importa que sean serranos o gomeros. O bien que sean los de la distribución, como lo hace Lola la Chata en México, aquí está el licenciado Bernabé Jurado en su representación —explicó Raúl señalando al abogado que saludó a los presentes con un leve ascenso de la comisura de los labios—. O bien sea yo. Y a los que represento. Cada uno hará su parte. Tendremos que ceder a veces, dejar que quemen plantaciones o bajar la venta cuando los gringos molesten, pero todo será en beneficio de todos. Recuerden que este es un negocio de compra-venta, no de asesinatos.

—¿Qué ganamos?

—Dinero, mucho dinero —intervino Carmela del Toro, quitándose las gafas negras. Lo hizo de manera dramática, como cuando actuaba en sus películas. Todos los presentes en la junta la miraron sorprendidos. No fue solo por la belleza arrebatadora de esa mujer, sino que los duros hombres sonrieron ante la suculenta visión de una nueva emperatriz. Increíblemente, la concepción que tenía Anslinger de una líder curvilínea mexicana se hacía realidad, pero no tenía ni idea de que se trataba de una afamada actriz y dama de la alta sociedad.

Su voz resonó por los azulejos del hotel, recordando el disparo que el Gitano había hecho años atrás contra el gobernador Loaiza.