Las alarmas habían sonado en la oficina. Lo hicieron durante dos días al menos: el crimen organizado mexicano había matado a un gobernador. Después, las noticias del frente europeo arrebataron la atención. Ahora el desembarco de Normandía abarrota los diarios, anunciando el fin de la guerra. Tú sabes que olvidar una noticia como la anterior es absurdo: han asesinado a sangre fría a un alto servidor público. No lejos, sino junto a Estados Unidos. Lo paradójico es que tu Gobierno no le da importancia. Aunque es más cercano para los americanos ese terrible suceso que un loco austriaco invadiendo Polonia, ellos parecen miopes ante lo cercano y demasiado preocupados por lo lejano. Comprendes perfectamente la razón por la que hay que temer: solo falta que den un paso para cruzar la frontera. Entonces, será un alto político americano el que acabe muerto por las balas del crimen organizado.
—Esto es un ejemplo de lo que sucederá si no se actúa rápido… ¿Tendremos que esperar que el asesino ataque al presidente de Estados Unidos? —preguntas agitando el periódico. La noticia es apenas una nota en la última página, diciendo que no se encontraba al asesino del gobernador Loaiza. Anslinger bebe de su café. Nada más.
—No va a suceder, tenemos vigilados a los criminales en Nueva York —responde uno de los altos funcionarios del Buró Federal de Narcóticos. Están en la junta mensual de los subdirectores de cada departamento. Ya que tú eres la mano derecha de Anslinger, su sabueso de caza, estás presente a pesar de no tener un puesto de ese rango.
—¿De veras? ¿No querrá decir que más bien trabajan para nosotros?
—Formas distintas de ver el panorama, James.
—¿Qué está haciendo el judío, Siegel? —le gruñes a él.
—Está gastando todo el dinero de la Mafia en un absurdo hotel en el desierto… —te responde el director de la Costa Oeste, un rubio con sobrepeso.
—¿Lo ve, señor? Son tan ciegos que ni comprenden sus acciones: está encontrando los huecos de nuestro libro de leyes para que el crimen sea legal. En Nevada, el juego es legal. Puede levantar su emporio cubierto de total complicidad de las autoridades del estado —le expones a tu jefe, que te mira con ojos extrañados. Como si estuvieras intoxicado por las drogas.
—No va a suceder nada, Jimmy. Creo que te estás alocando —interviene otro de los subdirectores, ofreciéndote una palmada para que te sientes y te calles. Era lo que te pedían después de tu desplante en la fiesta de Virginia Hill, donde hubo que hacer milagros para esconder que el Departamento del Tesoro estaba tras el rastro del grupo de criminales de Luciano y Lansky, personajes protegidos por su colaboración en la guerra. Prácticamente fuiste degradado de tu puesto a ser un simple asistente de Anslinger. No volviste a tomar decisiones para el Buró.
—¿Eso cree usted, señor? Las drogas siguen creciendo. Antes podía decir que las aduanas hacían la vista gorda o que tenían dominados a los policías locales con sobornos, pero las cosas realmente están cambiando: ya no necesitan el permiso de nuestro Gobierno. Ellos compran el permiso con el dinero que ganan. —Subes el volumen en tu desesperación.
—La violencia nunca llegará a nuestro país. Por eso estamos luchando esta guerra, Jimmy —comenta Anslinger tranquilamente. Antes que nada, es un político. Sabe moverse sigiloso en las aguas donde cada paso significa medidas en tu contra en el Congreso.
—¡Nunca llegará! Recuerda la época de la prohibición. Eran cientos de muertos cada semana. Si no damos la vuelta y controlamos a nuestras jaurías, esto se convertirá en un infierno. Terminaremos con rabia.
—Por favor, Jimmy. Salte de la junta… —murmura seriamente tu jefe señalando la puerta de salida. El resto de los presentes acepta el comentario asintiendo con la cabeza—. Si te permitimos estar aquí, es por tu labor y destreza hace años. Pero el escándalo de México hizo más daño que un recorte de finanzas. El mismo cónsul en México habló con el secretario de Estado. Pensaron que estábamos trabajando para minar los acuerdos entablados en beneficio del frente militar.
—¡Pero… señor Anslinger! —balbuceas.
—Tómate el día libre.
Sales molesto de la sala de juntas, dando un portazo, frustrado. Lanzas un gruñido y bajas la vista. Piensas que ellos solo son un puñado de burócratas, gente que maneja cifras y carpetas. Y tú, tal como todos te definen, amigos y enemigos, eres un perro de caza. Por ello sabes que tu estilo de vida, tus motivos, son tan válidos como los de ellos. Se trata de instintos a fin de cuentas.
La señora Hobert te mira sorprendida desde la protección de su escritorio. No dice nada, sencillamente vuelve la cara hacia la pila de carpetas con cifras y datos que solo sirven para el mundo de la política. Cuando ve que no la ves, murmura apenas como un ratón:
—Otra vez te echaron… Tres expulsiones y estarás fuera de juego.
—¡Lo que me importa! Me tiene arreglando cuentas. Ahora soy un contador… —gruñes hundiéndote en el sillón.
—Tienes mucho tiempo libre, no te quejes.
Tu molestia dura días al ver la ceguera de todos tus compañeros. Pero al final sonríes, divertido por la situación. Tu furia se desvaneció. Tomas el periódico del día para leer las noticias de los últimos días de la guerra: se cree que será cuestión de días que Alemania caiga después del masivo desembarco en Normandía.
Recuerdas cuando te enteraste de que Anslinger, el representante del Tesoro de Estados Unidos, pidió una investigación de los grandes vendedores de drogas en México y apareció el nombre de Lola la Chata en la capital. Se había descubierto que la mujer poseía un laboratorio en la ciudad de Monterrey y que era imposible dar con él por sus conexiones con los más altos políticos y policías de lugar. El mismo Anslinger escribió a su contraparte canadiense en el puesto de gobierno para la lucha en contra del tráfico de narcóticos, el coronel Sharman, explicando la delicada situación que tenían enfrente: una mujer que llevaba drogas por todo Estados Unidos hasta Canadá, sin que nadie supiera de ella.
Tu puritano jefe explicó a los directivos de Canadá, y de tu país, en discursos o en los múltiples artículos que escribía, que imaginaba a la traficante como una curvilínea morena, de falda corta y pelo rizado, que seducía a los buenos hombres blancos de América con sus atributos para hundirlos en el pantanoso mundo de las drogas. Algo tan fuera de la realidad que no podías creerlo. Además, la presentaba solo como una prostituta que vendía drogas. No como la gran empresaria que era.
Tú sí sabías perfectamente de quién hablaba. Un contacto mexicano te la había descrito. Trataste de explicarle que lo importante eran las cabezas que la protegían, los políticos corruptos que cobraban su parte encubriendo su negocio. Pero Anslinger vendía mejor su idea de femme fatale en la prensa. Así que le conseguiste una fotografía cuando la apresaron por un cargo menor en México. Cuando Anslinger recibió la imagen de su Némesis, quedó asombrado: pequeña, rechoncha y de gran nariz. Como siempre, sus preconcepciones racistas habían fallado.
—Bueno, entonces tengo la tarde libre. Nos vemos mañana —comentaste levantándote del sillón y devolviendo el diario—. Solo les importa lo que dicen esos tontos de corbata y traje del Congreso. Están más preocupados por sus artículos en periódicos o discursos ante empresarios que por verdaderos arrestos. Esto ya no es para mí.
—Lo siento, Jimmy —dice la señora Hobert con un tono condescendiente.
—No se preocupe… —le respondes al huir de esas oficinas.
Durante la mañana, mientras ellos permanecen en la junta, sales a caminar a los alrededores de la ciudad. El verano llega coloreando en ocres los árboles, eso te pone melancólico. Comes una rebanada de pizza en el local italiano de la esquina de tu casa, a unas manzanas del gimnasio, para después entrar a un bar a beber dos cervezas. Durante media hora te quedas mirando un partido de béisbol infantil en el parque. Los chicos ríen y gritan alegres, sin importarles los horrores que quizás sus padres vean en las ciudades europeas donde están combatiendo. La vida en tu ciudad continúa, con guerra o con asesinatos de altos funcionarios en México. Tu país le da muy poca importancia a lo que sucede alrededor de él. Para esos chicos, sus padres y profesores son más importantes que una nevada local, un accidente de tráfico o si Joan Crawford decide casarse o no. Viven en una burbuja, pero no los culpas. Durante años, tus compatriotas habían sobrevivido en una tierra lejana e incierta, donde hay osos, pumas y lobos. No les importaban los reyes o reinas de Europa. Era realmente el cultivo del maíz o de la patata la verdadera cuestión de supervivencia. Desde luego, con el tiempo tu tierra se volvió menos hostil y las distancias se acortaron con la civilización, pero el estilo de vida así se quedó: pensando que nosotros vivimos tranquilos lejos de ustedes, los europeos. Así déjennos, no nos digan cómo regirnos. Y nosotros no les diremos cómo cortar las cabezas a su realeza. En pocas palabras, vivir en América es un infierno, así que no nos den lecciones de cómo hacerlo.
Vas a la caseta de teléfono del local, donde el dueño te permite hacer llamadas: pides una larga distancia. La operadora tarda. Mientras, silbas tranquilo. La fiesta de Virginia Hill te libró de cualquier responsabilidad, te borró la ilusión de hacer algo bueno para tu país. Desde ese día, decidiste pasar la vida día a día. Sin prisas.
Regresas a tu oficina cuando termina el partido de béisbol. Los chicos locales ganaron. Luego se fueron a beber zarzaparrilla y a comer helados en una droguería cercana. La alegría te contagió.
Entras a tu despacho feliz. De inmediato tu placidez se deshace como un hielo en el desierto: Ted Trupper está ahí sentado, esperándote. Se ha dejado un ridículo bigote que solo le hace resultar más insoportable. Invita a tus puños a moldearle la cara. Mostrando una obvia contrariedad por encontrarlo, lo saludas:
—Buenas tardes, Ted. ¿Acaso los de Inteligencia Naval están tan necesitados de ideas que recurren a irlandeses como yo? Recuerda que ahora un florero tiene más uso en esta oficina que mi persona. ¿Por qué no le preguntas a alguno lo que sea que me vengas a decir?
—Ya no trabajo para los de la Naval, James. Ahora soy agente del Buró, como tú. Pero una división que trabajará a la par con el Servicio de Inteligencia Nacional. Fui recomendado por mi labor con Luciano directamente por el director William Donovan —te dice agitando tu mano en el saludo—. Fuiste mi inspiración… Tu labor…
—Felicidades por engrosar esta oficina con un idiota más. Es justo lo que nuestro país necesita —comentas sarcástico: la respuesta de Trupper es un rostro de completa amargura. El odio es mutuo.
—Al contrario, Jimmy. Están felices por mis conocimientos, que contribuyeron al apoyo del Viet Minh en la Indochina, donde podremos seguir consiguiendo opio. Dejaremos libres ya a los mexicanos —expone orgulloso. Ya sabes que el servicio de inteligencia está infiltrándose con los rebeldes que luchan en Oriente contra Japón, para lograr restablecer la importación de drogas. Después de hacer sus porquerías en la frontera sur, ahora las dejaban para que otro las barriera.
—Felicidades también. Podrán hacer una nueva guerra del opio, como lo hicieron los ingleses hace un siglo. Será un gran progreso para la humanidad.
—Eres un pesimista, James. Has perdido el amor a tu país —te reta molesto. No está tan errado el sabelotodo, piensas.
—Quizás porque he visto más cosas que tú, Ted.
—Me han dicho que crees que la violencia en México podría alcanzar a nuestro país. Es ya conocida la historia de que montaste todo un show de Broadway en la junta… Parece que solo estás para gritar y maldecir al lado del jefe. ¿Dónde está el agente que conocí, el héroe? —pregunta pretencioso, con un tono de cerebro de universidad.
—Se fue de vacaciones y no regresó… Si quieres ser héroe, vete al Pacífico. Tú mismo me lo dijiste.
—No, me he prometido que un día podré capturar a uno grande. Alguien como Siegel. Y estarás a mi lado. Lo prometo.
Aplaudes, sarcástico.
—Te hace falta que te golpeen, Ted. Cuando vas perdiendo, tu perspectiva de la vida cambia.
—Los criminales no podrán con América. Estaremos para defenderla…
—Va a suceder Ted. Y vosotros sois los culpables al proteger a esos rufianes —le gruñes. Ahora parece que protegen a orientales, lo que sea, con tal de tener el control. Te acercas a la salida de tu oficina, invitándolo con un gesto amable a que se retire. Ted se levanta de su asiento diciéndote:
—Nunca te rindas, James. Todos sabemos que a veces eres una piedra en el culo, pero que tienes buenas intenciones.
—Cuando un asesino llegue frente al presidente con una pistola, tal como sucedió en Mazatlán, todos me recordarán. Te lo aseguro, Ted —terminas, cerrándole la puerta en las narices.