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Mayo, 1944

Dos pistoleros se colocaron en cada esquina del salón. De inmediato, los comensales comenzaron a murmurar, nerviosos; comprendían que alguien importante estaba comiendo en el restaurante. La realeza de México: un político. Entre camarones y cangrejos se quedaron los murmullos, pues había miedo de que los escucharan. Esa realeza podía ser mortal.

El camarero salió de la cocina balanceando la bandeja rebosante de delicias: un gran platón de acamayas enfiladas una tras otra, como en un desfile. Otro, con ostriones en su concha, ligeramente vestidos con perejil y mantequilla. Y un enorme pescado empapelado. Prácticamente corriendo, uno de los camareros cruzó el salón hasta la esquina, donde una mesa de cuatro esperaba impaciente esos deleites. Sirvió a toda velocidad, ya que conocía a uno de sus clientes. Tenía fama de ser colérico si su orden se retrasaba tan solo un minuto. No era solamente que los gritos y groserías inundaran el lugar, sino que acostumbraba a desenfundar la pistola y agredir al servicio. No deseaba que una bala viniera incluida en la propina. El secretario de Comunicaciones y Obras Públicas de México, exgobernador de Puebla, hermano del presidente y posible candidato a la silla grande, Maximino Ávila Camacho, era el terror de los restaurantes.

—¡Acamayas! Estas son las buenas, pinche Serrano —se saboreó Ávila Camacho, colocándose la servilleta en el cuello de la camisa para no manchar su elegante traje de tres piezas. El coronel Benito Guadalupe Serrano, vestido de negro por el luto de su hijo, colocó elegantemente su servilleta en el regazo. Se le veía apagado. Parte de su chispa y su humor se perdió en la tumba de su primogénito. Los bigotes seguían ahí, pero totalmente descoloridos. En blanco, sin brillo. Los ojos aún poseían el clamor de la revolución encima, de un hombre que ve morir a los suyos. Pero las arrugas en torno a ellos eran nuevas adquisiciones. Era ya un hombre viejo.

Estaban los dos sentados para una comida de negocios. Del lado del coronel se encontraba Raúl Duval, ataviado con traje de importación, pañuelo de seda en la solapa y bastantes kilos de vaselina en el pelo. Y del otro, Joel la Demoledora, el guardaespaldas que tuvo Siegel en México, y que trabajaba para Ávila Camacho. Siegel regresó a su país para comenzar un nuevo negocio: los casinos de la Costa Oeste. Virginia Hill viajaba entre las dos fronteras, revisando el funcionamiento de la operación comercial.

Era el Danubio, un famoso restaurante especializado en mariscos que regentaba una familia vasca. Convenientemente ubicado no lejos del Palacio Nacional, donde el hermano del presidente Ávila Camacho tenía su oficina, en el centro de la Ciudad de México. Era un agradable local con tintes europeos que servía de punto de encuentro entre la élite social y política del país. Si eras alguien importante, entonces comías ahí.

—¿De dónde son, mijo? —preguntó el coronel Serrano al camarero que colocaba las bandejas en el centro de la mesa, mientras el exgobernador se lanzaba a los crustáceos rojos, para trocear en busca de la suculenta carne.

—De Veracruz, coronel —respondió el camarero.

—¡Igualitos que ese facineroso de Miguelito Alemán! Mira cómo les voy a romper las putas patas y cabezas a estos jarochos. Así le voy a hacer a ese cabrón cuando lo vea… —gruñó Ávila Camacho y le asestó un mordisco a la cola de una de las acamayas.

—No podrás negar que es inteligente, para estar donde está… —le explicó el coronel Serrano, sirviéndose en su plato unos ostriones. Durante los dos últimos años, el exgobernador de Puebla había movido todos sus hilos y contactos para ser el siguiente en la sucesión presidencial. El coronel lo había seguido en su cacería de ilusiones, olvidando sus asuntos en la frontera. Sentían que, con el trato silencioso entre los dos Gobiernos para llevar la droga necesaria, no pasaría nada malo para el negocio. Pero el conflicto bélico estaba en el último compás y Estados Unidos se desentendió del trato. En su Gobierno se hicieron sordos y ciegos ante el tráfico de drogas. Y para colmo de las fatalidades, el presidente Ávila Camacho no apoyó a su hermano como sucesor, sino a su secretario de Gobernación, el licenciado Miguel Alemán. El primer candidato civil que surgía de la revolución. La modernidad tocó las puertas del país. Pero Maximino no se dejaría, lanzaría su candidatura por su cuenta.

—El putito de Alemán les está lavando la cabeza a Manuel y a Soledad. No fue mi hermano quien lo escogió. Fue su pendeja esposa. Yo debía estar ahí, Serrano —gruñó molesto Ávila Camacho.

—Yo creo que fueron los sindicatos, gobernador —interrumpió Raúl bebiendo un vino blanco. El secretario se volvió para mirarlo con fuego en los ojos—. Consiguió que lo apoyaran los líderes sindicales. Ahora ellos son el poder.

Ávila Camacho soltó un bufido y retornó a desmantelar sus mariscos.

—Avilita, esta no es una comida de placer. He venido a verte porque estoy aburrido de tus desplantes de poder. Así de sencillo… —le dijo el coronel Serrano. Ávila Camacho dejó la pieza de crustáceo que comía y se limpió la boca. Su socio, el coronel, no estaba siendo chistoso. Había un tono que nunca antes encontró en él—: Yo ya perdí mucho, Maximino, a un hijo.

—No me vengas con chingaderas, Serrano. Tú sabes que ahorita doy un chiflido y te mueres, cabrón. A mí no me vienes a asustar —rugió Ávila Camacho, colérico. Durante los últimos meses, las cosas estaban jugando en su contra una y otra vez. Cuando Miguel Alemán se lanzó con el apoyo de los sindicatos, y principalmente con el apoyo de Soledad, la esposa del presidente, no dejó espacio para él. Podía culpar al presidente de traición, pues era su hermano, pero sabía realmente quién era el culpable, su rival político.

—No lo haga, general. Hay una arma apuntándole… —murmuró Raúl acercándose al exgobernador. Joel la Demoledora se asomó debajo de la mesa para ver la Browning apuntando directamente a los testículos del secretario. Literalmente, lo tenía agarrado de los huevos.

—Tu chamaco es cabrón… Amárralo —comentó Maximino, alzando los hombros y dirigiéndose a las ostras que se deslizaron a su cogote—. ¡Después de esta comida voy a andar jarioso, Serrano! ¿No tendrás unas viejas que me presentes?

Raúl miró a su padrino, sin entender la falta de seriedad de su socio. Una mano en su regazo por parte del viejo coronel calmó las cosas.

—¿Qué vamos a hacer? —le preguntó Serrano. Era una pregunta amplia.

Se refería a que habían perdido la carrera presidencial, los americanos estaban cerrando la frontera y las cosas parecían pintar negras en el negocio de las drogas. Quizás en un principio no había visto ese panorama el cansado militar, puesto que se había ido a refugiar a su rancho en Jalisco. Raúl lo tuvo que ir a buscar al ver que un importante cargamento había sido detenido en la frontera americana por federales, sin que ellos pudieran hacer nada, por más que movieran sus contactos. Le explicó que se atisbaba el fin de la guerra y que eso desataría una rebatiña entre tantos productores y muleros por el control del negocio.

—Ya hice algo por nosotros. Quité la basura que nos estorbaba —explicó Maximino con una gran sonrisa.

—Mataste a Loaiza, lo sé. Todos están hablando de eso. Lo último que necesitaba era esa publicidad —refunfuñó Serrano. Aunque no habían atrapado al autor intelectual del magnicidio, el nombre de Ávila Camacho y su hombre fuerte en Sinaloa, el general Macías, eran los que más sonaban. Tal como le había prometido años atrás, estaba colocando a Macías en el poder del estado para que jugara a favor de ellos.

—Mira, cabrón, a Loaiza lo invité para que apoyara a Rojo Gómez o a mí como sucesor de Manuel. Pero no quiso. El hijo de la verga nos estaba jugando chueco con el dinero que juntaba en la sierra. Era un traidor. Nadie lo va a extrañar…

—El general Cárdenas anda haciendo preguntas. Recuerda que Manuel se lo jaló a su gabinete y es el secretario de Guerra. Puede llegar a nosotros… —intervino de nuevo Raúl, molesto por los juegos de ese hombre. No entendía cómo Serrano se había asociado con él. Por él, ya hubiera llevado el control de la protección del tráfico por su cuenta.

—Si llega a mí, tú caes conmigo —advirtió Serrano.

—Nadie va a caer, pendejete. Vamos a seguir el negocio cobrando nuestra parte. ¿A poco crees que van a matar a la gallina de los huevos de oro? —le preguntó con optimismo.

—¿Por qué no vamos a hablar con el secretario de Gobernación? —señaló Raúl apropiándose de la palabra entre los dos grandes. El rostro de ambos se descompuso de inmediato, tal como si hubieran chupado un limón amargo.

—¡¿Con el cabrón de Miguel Alemán?! —escupió el exgobernador de Puebla.

—Él conoce el negocio. Podemos llegar a un acuerdo ahora que el general Macías estará en Sinaloa —propuso Raúl. No era muy delirante su idea. Lo que deseaba era que el negocio continuara, incluso que mejorara.

—Ni cuentes con que ese cabrón va a llegar a la Presidencia. Yo me encargo de que le pase algo antes —admitió Maximino. Loaiza había sido la primera de las piezas que iba a quitar. Seguían varias más en su lista. Al ver que la política había dejado de funcionar, decidió que sucedería a su hermano con balas, a la manera del México salvaje.

—Raúl, cállate… —rumió Serrano.

—¿Por qué, padrino? Solo se trata de organizarnos, crear reglas, y podrá funcionar igual que cuando lo llevaban Siegel o Blumenthal. Una especie de sindicato, como la CROC o la CTM.

—¿Lo callas tú, Serrano, o lo hago yo a balazos? —fue la respuesta del secretario de Transportes y Obras Públicas.

—Raúl, salte a la calle… —le ordenó el coronel. Se volteó al gigante que acompañaba a Ávila Camacho, Joel la Demoledora—. Joel, encárgate de que el chico no moleste.

—¡¿Pero… padrino?! —apenas logró decir Raúl, que era arrastrado por el gigante hacia la salida. Molesto, solo se acomodó el traje. Ambos salieron a la calle de Uruguay, donde algunos cláxones de coches se hacían cargo de la sinfonía de la ciudad. Raúl dio un golpe con el zapato a la banqueta, expulsando su frustración. Dio un largo suspiro para dejar escapar todos los malos pensamientos y se volvió al gigantón preguntando:

—¿Traes cigarros?

—Delicados… —dijo el hombre enseñando la cajetilla. Raúl arqueó las cejas, admirado al escuchar el acento norteño del hombre.

—¿Que no eres gringo? —preguntó tomando uno.

—Nah… Me fui de mojado hace años a Nueva York. Fue donde Blumenthal me contrató, pues sabía inglés y español. Soy de Monterrey, morro.

Raúl sonrió. Luego soltó un par de carcajadas nerviosas. El gran hombre le hizo coro. Ya tranquilos, se llevaron sus cigarros a la boca y el encendedor de Raúl prendió ambos. Durante varios minutos fumaron en silencio, sin quitar la tonta sonrisa de la cara.

—No pudimos comer nada, Joel. ¿Quieres unos tacos? —invitó Raúl.

—Y una chela, bien fría —incluyó el matón saboreándose la comida. Ambos caminaron hasta la mitad de la calle y se metieron en una fonda mientras terminaba la conferencia de sus jefes.

Raúl se bajó del tranvía en el mercado de La Merced. Un olor a verduras pasadas y cañerías le golpeó la nariz. Era el mercado más grande del mundo. Podía encontrar todo tipo de productos en su interior. Era en sí mismo una economía sustentable donde los agricultores, ganaderos y comerciantes vendían o intercambiaban productos para mantener a flote la gran Ciudad de México. No era muy distinto a como había sido siglos atrás, en tiempos de la conquista, inclusive, cuando entre carpas se aglomeraban tomates, pavos, mazorcas, cabras, pescados o drogas. Todo para el consumo. Estaba ahí, pues iba a ver a la persona más poderosa en el tráfico de drogas. El más grande vendedor de narcóticos dentro del país no era un gomero ni un gobernador. Quien controlaba la venta de narcóticos dentro del país, el enemigo público número uno, era una mujer: Lola la Chata.

Había llegado a La Merced en transporte público para evitar que lo siguieran. Tenía una cita con su nuevo abogado y deseaba ocultarse de gente cercana al coronel. Por eso lo hizo de manera encubierta. Había pensado que era importante tener a alguien que supiera de los juegos legales de su lado. En especial ahora que manejaba prácticamente el negocio.

Caminó por la calle entre el gentío y por fin descubrió a su contacto. Lo esperaba frente a un enorme Cadillac: era un hombre grueso y con una sonrisa llena de dientes, del tipo que se le nota que va directo a la cartera de los que saluda. Su nuevo contratado, el abogado Bernabé Jurado.

—¡Raulito! ¿Pero por qué no me dijiste que venías a pie? Yo hubiera ido por ti… —le dijo el licenciado agitándole la mano con emoción en el saludo.

—Licenciado, a veces uno debe perderse —explicó Raúl. Bernabé Jurado le abrió la puerta de su Cadillac diciéndole:

—Muy inteligente, Raulito, muy inteligente. En el automóvil, el licenciado condujo lentamente entre la muchedumbre del mercado, silbando el claxon indiscriminadamente al que se le atravesara.

—Me enteré de que trae un pleito cantado con el secretario Maximino Ávila Camacho —soltó Raúl. Todos sabían que Bernabé Jurado era el enemigo de Maximino porque ambos eran de la misma calaña. Dos perros bravos que se peleaban cada vez que se veían. Precisamente, Raúl lo había elegido por ser un hijo de perra en toda la extensión de la palabra.

—Ese hijo de puta no puede conmigo. Ya me puso en la prisión de las Islas Marías, y no solo pude salir, sino que hasta implementé el negocio de drogas allá. Yo puedo venderles hielo a los esquimales, solo dame un amparo y un juez corrupto —rio alegre el abogado, guiñándole el ojo a Raúl.

—¿Analizó lo que le propuse, licenciado? Le hice llegar los papeles en sobre cerrado y esperanzado en que no hubiera ojos ajenos cuando los leyera.

—Usted compra mi silencio con su dinero, Raulito —respondió el abogado.

—El silencio se compra con balas. Lo que quiero es un cerebro… Huele su auto… —tuvo que decir Raúl al sentir el aroma penetrante del vehículo, era dulzón y fuerte. Varios hedores peleaban por la supremacía del más potente.

—Es perfume, le pongo Chanel número 5 para que huela bien y mate el olor del tejón —explicó el licenciado.

—¿Del tejón?

—Mi mascota, se mea en todos lados, el muy cabrón…

Aunque apenas fueron un par de calles las que cruzaron, tardaron bastante tiempo por el tráfico. No importaba, se dirigían a ver a Lola la Chata.

Ella nació como María Dolores Estévez Zulueta. Había crecido en el barrio de La Merced. Antes de alcanzar los treinta años, decidió expandir su vendimia ofreciéndoles marihuana a los compradores del mercado, donde tenía un puesto de verduras. Con los caóticos tiempos de la revolución, emigró a Ciudad Juárez a trabajar como mula, transportista de drogas para Estados Unidos. Fue donde hizo sus contactos principales y afinó sus enseñanzas. Al llegar a la década de los años treinta, mientras el zar antidrogas Anslinger y el doctor Salazar se peleaban sobre las verdades y mitos de la marihuana, la Chata consolidaba su imperio de distribución a través de contactos familiares. Un negocio que no parecía clandestino, pues lo manejaba de manera abierta y relacionándose con los posibles enemigos, la policía.

—Licenciado, ¿logró encontrar algo sobre la muerte de mi primo Bernardo Serrano?

—Sigue el expediente abierto en Culiacán, la policía busca al asesino. Al parecer, se hospedó en un hotel cercano. Mató a otros hombres en las cercanías.

—¿Hay algún sospechoso? —cuestionó Raúl, pensativo.

—Se habla del comprador de drogas Diarte, Enrique Diarte. Lo que sí sé es que el coronel Serrano ha soltado mucha lana para que la chota de allá investigue.

—¿Mi padrino?

—Sí, para que encontraran al asesino… Quien le lleve su cabeza recibirá una buena marmaja —explicó el abogado—. Hasta ganas de agarrarme un peladito, lo maquillamos con madrizas y lo hacemos pasar por el asesino para cobrar esa recompensa.

—El coronel es viejo, no tonto.

—Solo decía, Raulito. No se lo tome tan a pecho todo… —gruñó el abogado colgado del claxon para que se quitaran los cargadores del mercado. Desesperado, estacionó el automóvil a un lado y llamó a un par de niños que jugaban al fútbol afuera. Les dio una moneda a cada uno, prometiéndoles otra si cuidaban de su vehículo mientras él estaba en su cita.

Raúl quedó admirado de la facilidad con la que encantaba a los chicos ese hombre. Era como un hipnotista con traje caro.

—A pata, Raulito. Llegaremos más rápido.

Raúl no comentó nada más. Llegaron a una vecindad.

Un gran portón de madera cerraba el paso del predio. En un extremo había una puerta menor, apenas de un metro cincuenta; se tenían que agachar para pasar por ella. Llamaron. Raúl esperaba ver a algún sicario o armas resguardando la entrada. Pero los recibió un chaval de más de diez años con costras de mocos debajo de la nariz. Pasaron la vecindad y, siguiendo al chico, llegaron a una casa sencilla. Una sala tapizada con telas de flores y un enorme altar a la Virgen de Guadalupe que llenaba el resto del espacio. Una muchacha delgada y de largas trenzas salió de un cuarto, limpiándose las manos en su delantal:

—¿Quihubo, mija? Dile a tu madre que el licenciado Jurado viene a verla —la saludó el abogado.

—Sí, señor —exclamó, y se perdió entre los cuartos. Bernabé se sentó en la sala, invitando a Raúl a que lo acompañara.

—Es su hija. Cuando no está ella, la chamaca lleva el negocio… Buenas muchachas todas.

—¿Cuando no está ella? —preguntó intrigado Raúl.

—Mira, Raulito, no todo es como tú piensas. Te la has pasado demasiado tiempo en restaurantes de lujo. La perrada, los de abajo, aunque tenemos nexos con la policía, estamos arriesgando el cogote. Siempre hay un cabrón que se siente el papá de los pollitos y desea joder. Por eso, a veces la Chata está en la cárcel… Pero no te preocupes, yo la saco en menos de un día. Si quieres, inténtalo: mata a un cristiano y te apuesto mil morlacos a que estás fuera en veinticuatro horas. Yo voy a ser tu ángel guardián —admitió dándole una palmada cariñosa en la espalda.

—Eso me suena más a milagro que a trabajo legal…

—Eso es tener huevotes para ejercer la abogacía. Un día, que me acusan a un cliente por fraude al dar un cheque sin fondos. Los arrinconé para que el cheque expedido fuera la única prueba, y en pleno juicio me lo comí…

—¿Se lo comió?

—De un bocado. No es legal, pero funcionó. Mi cliente salió libre.

—Buenas tardes, licenciado —exclamó una señora que salió de la parte trasera de la casa, seguida de la joven de trenzas. Era una mujer de baja estatura, rechoncha, tipo comadrona. Su ropa era sencilla, humilde. Esa era la más importante traficante de todo tipo de drogas en México.

—Mi querida Chata, ¿aún sigues con ese amparo?, ¿no necesitas otro? —la saludó Bernabé Jurado, de nuevo agitando la mano de un lado al otro en la venia.

—Todo bien, licenciado —respondió la matrona ruborizándose. Se volvió para ver a Raúl y lo examinó con ojos duros, de pies a cabeza. Parecía una leona dispuesta a saltar sobre él—. ¿A qué se debe su visita?

—Creo que has oído hablar de este muchacho. Es Raúl Duval, el que anda en el norte con el coronel Serrano. —Al oír los nombres, la señora aligeró su gesto. Se sentó a un lado de ellos. De la puerta salía un fuerte olor a comida, con un dejo picante. Raúl extendió su mano para saludar a la mujer, que apenas rozó la mano de él.

—Sí, nos hemos visto. Ha crecido mucho. Ya no parece chamaco, me huele a don ya —advirtió Lola la Chata. Algunas veces habían llegado a su puesto en La Merced con el coronel, pero realmente ella no le interesaba mucho a su jefe, pues el negocio era dar seguridad a los que traficaban en la frontera. Aunque Lola la Chata también vendía a Estados Unidos, su mercado fuerte era la Ciudad de México. Para eso, necesitaba comprar seguridad con la policía local.

—Tiene razón, señora, ya no soy un niño.

—Se le ve, don… Mande usted, ¿para qué soy buena?

—Me gustaría platicarle algo. Un negocio donde todos ganaremos —ofreció Raúl seriamente, tratando de resultar agradable, pero profesional.

—Yo ya tengo uno, don. —Fue cortante la contestación de la mujer morena. Pero Raúl no perdió los ánimos, al contrario, subió el tono de entusiasmo.

—Sí, pero las cosas van a cambiar. Usted sabe que se andan matando en la frontera para ganar las plazas. Esto no tarda en ser un infierno. Usted puede ver los periódicos: dicen que es como en Chicago, con miles de muertos. Todos quieren el pastel. No una rebanada, no un pedazo. Desean todo. Por eso la violencia. No necesitamos más sangre. Yo soy su solución.

La mujer estiró su falda con las manos, con los ojos hacia abajo, sin mirar a Raúl o a Bernabé Jurado, que parecía aplaudirle con una sonrisa de anuncio de pasta dental. Luego se volvió a ver a su hija, de pie a su lado. Se veía delgada y frágil. Lola la Chata sabía que ese muchacho tenía razón. Tenía contactos en la frontera y un laboratorio en Monterrey donde procesaba el opio para la morfina o heroína. Cada vez se volvía más difícil el negocio.

—¿Y eso cómo se hace, don?

—Como dice el licenciado Jurado: teniendo huevotes para ejercer el liderazgo. Tronarse al que se levante y la haga de tos. Mandando desde arriba, donde se toman decisiones.

—A mí me huele a más muertes, don.

—Las muertes existen cuando se quiere poder. Cuando hay terror, se acallan. Aquí no habrá opciones. Usted decida: o se pone de mi lado con la boca cerrada o me la voy a matar.

—Solo porque te ves buen muchacho —aceptó sarcásticamente tomándole la mano a Raúl como lo haría una madre que apoya a su hijo en un nuevo proyecto. Alzando de nuevo la vista y clavando los profundos ojos negros en el joven, le dijo, invitándolo a hablar—. A ver, don, ¿qué quieres?