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Febrero, 1944

La noche del 21 de febrero es de carnaval. Fiesta con rastros de dioses paganos, pero enraizada en lo más profundo de la veneración católica. Una semana de desenfreno, fiesta, baile, alcohol y vicios antes de la cuaresma. Las festividades carnavalescas en México son reconocidas por sus delirantes bacanales. Es Mazatlán. El puerto que mira al océano Pacífico, ubicado al sur del estado de Sinaloa. Puerta de entrada a América desde el Medio Oriente. Los barcos que cruzan el largo trecho del océano desembarcan en esta ciudad de holgazanes, palmeras y tugurios de marineros.

En fechas de carnaval nadie trabaja. Ninguno espera un incidente protervo. Son días de jolgorio y alegría. Se puede beber en confianza espalda con espalda con tu peor enemigo. Esa noche todos esperaban que fuera como siempre. En especial, el gobernador de Sinaloa. El hotel Belmar es el centro social de Mazatlán. Está en el malecón, subiendo varios pisos al cielo estrellado como un elegante caballero entre los murmullos de las olas. Tiene bellos jardines y colecciones de exóticas aves. Su patio andaluz está decorado con coloridos mosaicos españoles y fuentes de formas caprichosas. La construcción de la suntuosa posada había sido levantada hacia la playa en 1896. Una pieza que llevaba el toque estético del rico inversionista minero Louis Bradbury, de California. Hizo una fortuna con minas de plata y oro en México. El mismo que construyó el afamado Bradbury Building en el centro de Los Ángeles. Se comenta que los arquitectos de ambos edificios eran creyentes del espiritismo. Diseñaban según lo que las voces del más allá les decían. Una ouija marcaba las líneas de los planos arquitectónicos.

El gobernador de Sinaloa, el coronel Rodolfo Tirado Loaiza, está en su último año de regente en el estado. Como senador fue miembro de la Comisión de Salubridad Pública. Se tuvo que aliar con los americanos de Anslinger sobre el trato con las drogas. Los mismos que echaron al doctor Salazar cuando quiso legalizar los enervantes. Loaiza propuso acciones de destrucción de plantaciones y acechó a muchos de los gomeros de la región de la sierra. Hombre de cara calma. No como otros gobernadores que parecen llevar las riendas de un caballo revolucionario. Ojos pequeños y un fino bigote sobre sus labios. Se le facilitan las sonrisas. Había mucho detrás de ese rostro. Agrarista y fiel al presidente Cárdenas. Había dejado en libertad a Alfonso Leyzaola Salazar, el que mató al expresidente municipal de Mazatlán, Alfonso Tirado, un consumado antiagrarista. Lo hizo en una cantina, por la espalda. El gobernador Loaiza no solo lo indultó, sino que lo nombró agente para combatir a los productores de opio en Badiraguato. Jefe de la policía judicial que no tenía clemencia contra los traficantes. Nunca tuvo el respaldo de la federación, la policía o el ejército comandados desde el centro del país para hacer lo que creía correcto. Tanta valentía es peligrosa en Sinaloa. Terminó emboscado y ahorcado en un cerro. Una muerte maquillada como conflicto entre agraristas. Solo se trataba de mantener el estatus logrado por los gomeros. No querían perder el éxito económico comenzado con la venta de enervantes en tiempos de guerra. Los norteamericanos no lograron desmantelar el negocio establecido en México. Tal como alguien había predicho desde el Buró de Narcóticos: nunca lograron cerrar la puerta que abrieron.

Un hombre de pelo envaselinado, corpulento y tosco camina hasta el coronel Rodolfo Tirado Loaiza. El político está acicalado con un traje ligero. Bebe de pie entre un grupo de comensales. Las copas con cuba libre rolan entre las manos de los festivos invitados. Alguno prefiere un tequila o un escocés, pero el alcohol no escasea. El hombre corpulento que se acerca al gobernador viste con camisa blanca por fuera y pañuelo rojo. Parece mestizo. Quizás lo sea. El gobernador se siente alegre y pide un baile a la reina del carnaval. Los cubalibres ya lo pusieron fiestero. Toma a la quinceañera vestida de volantes aparatosos y se dirigen a la pista de baile, como el resto de los presentes. Alejado de los guardias que cuidan la vida del gobernante.

A solo unos metros del gobernador, el hombre saca su revólver sin que nadie de los presentes se percate. Hay mucha gente en la pista, y todos cantan el danzón creando un barullo que neutraliza cualquier conversación. La primera detonación hace volverse a los testigos. La sangre salpica las máscaras de las señoras de sociedad y los collares de fantasía que regalaban en el desfile del carnaval. La joven reina del carnaval grita desesperada, aterrada de verse cubierta de sangre y pedazos de la cabeza del gobernador. Algunos danzantes notan que algo va mal, que sucedió un crimen.

El gobernador cae muerto. Gritos. Personas huyendo. Policías sin saber qué sucede. El caos llega al carnaval. No más sonrisa ni música tropical. El paraíso acaba de sucumbir. Las nubes negras han llegado cual tormenta tropical a un puerto.

El hombre del pañuelo sale caminando al malecón, solo volviéndose de vez en cuando para descubrir sorpresivamente que nadie lo sigue. Aún lleva la pistola en la mano. Su camisa blanca quedó manchada con gotas de sangre. Una botarga cabezona baila frente a él sin saber que ya no tienen gobernador. La multitud sigue de fiesta mientras la sangre del antiguo coronel se expande entre los azulejos moriscos del patio andaluz en el hotel Belmar.

Al siguiente día, los diarios exponen en sus titulares el rumor público de que lo ha matado Rodolfo Valdez, el Gitano, conocido pistolero de la región. Sicario frío y fiel a los gomeros de la sierra, hacendados que odian el reparto de tierras a los campesinos por parte del Gobierno federal.

El esbirro desaparece del estado después del homicidio. La policía no da con él. Durante meses no hay una sola pista. Nadie parecía dar información sobre su paradero. Mas todos lo señalan como autor del crimen.