8
Diciembre, 1942

Los cultivos de amapola se hacían a la vista de todo el mundo en Sinaloa, tanto a la vera del camino como en las márgenes del río Humaya. Al paso del automóvil de Raúl, los campesinos que labraban los campos de amapola levantaron la cara y saludaron amablemente con un rastro de inocencia. Ellos estaban convencidos de que actuaban bajo el amparo de aquellos a quienes pagaban tributo: los americanos y los líderes mexicanos. Se habían hecho a la idea de que sus cultivos eran parte de un plan del Gobierno. Cientos de agricultores obraban de buena fe, convencidos de que no constituía delito una actividad que el Gobierno fomentaba.

Raúl estacionó su automóvil y descendió calándose el sombrero. Se veía imponente, con pantalones color caqui de pinzas, botas de trabajo y camisa de mezclilla remangada. Traía el pelo envaselinado hacia atrás, a la manera de su paisano, el actor Pedro Infante. Llevaba su arma a un lado, en el asiento, a tan solo un respiro, para usarla ante cualquier sorpresa. Era la Browning High Power que le había regalado su padrino años atrás. Le había dicho que era igual a la que usaba Al Capone. Se la colocó en el cinturón.

Había conducido durante horas desde la capital hasta Sinaloa. Tan solo parando en moteles para dormitar un poco. La herida grande de su mejilla estaba cicatrizada. Realmente no había salido tan mal parado del encontronazo con James. Seguía molesto con él, pues años atrás, en el restaurante La Ópera, había tratado de que hicieran las paces. Pero, para James, el tema de Carmela siempre se cruzaría en las discusiones, mientras que, al mismo tiempo, Raúl tercamente negaba que ella fuera un factor importante. Pero todas esas horas de conducir en solitario le hicieron cambiar de idea: era verdad, todo se refería a Carmela. Siempre lo fue, desde el principio.

Lo habían mandado al campo, pues el negocio tenía una fuga: de un año para atrás se habían perdido misteriosamente muchos cargamentos. Las plantaciones terminaban como grandes fogatas y las ganancias descendieron a la mitad. Pero los italianos no se quejaban del desabastecimiento. Cosa extraña, pues alguien más debería estar traficando el producto. Pero no se trataba de culparlos si estaban haciendo transacciones con otros. No, se trataba de traición. Alguien les estaba robando mucho, mucho dinero. Raúl fue el encargado de averiguarlo. Y hacer lo correcto cuando los descubriera.

Caminó por las plantas de adormidera. No recordaba que ese campo estuviera sembrado en su última visita. Empezaba a ser normal que así sucediera. Si hoy había dos sembrados, mañana eran cuatro. Y pasado, veinte. Sinaloa, Sonora y Durango eran un volcán escupiendo plantas ilícitas.

—¡Qué pasó, primo! —preguntó el campesino recibiendo a Raúl. Era un hombre con un sarape encima y una escopeta en la mano. La cara estaba cubierta por espinas, que quizás fueran catalogadas como un intento de barba. En realidad era un cúmulo de pelos entre la piel curtida. Un perro flaco de cuando menos cuatro colores levantó la cara ante la presencia del extraño. Gruñó; sin embargo, la mano de su dueño lo tranquilizó.

—Buenas, señor —le soltó rozando con sus dedos los bulbos de la amapola. El hombre solo se acomodó la escopeta, sin apuntarle. Por un momento, Raúl se sintió con ganas de llevarse la mano a la cartuchera donde guardaba su pistola—. Tranquilo, no soy policía.

—Se le nota… —se burló el cultivador con una mueca mellado. Raúl se detuvo junto a él. De inmediato el perro le olisqueó las botas, moviendo la cola a gran velocidad. El hombre del sarape extendió la mano como pidiendo algo—: ¿Trae tabaco, primo?

Raúl se sintió más confiando. Sacó su cajetilla y brindó un cigarrillo. Lo tomó el campesino, le cortó el filtro y sacudió un poco del tabaco suelto para llevárselo a la boca.

—No nos gustan los metiches… Le disparo ahora o después de que me termine el cigarro —le dijo el hombre duro de la sierra. Raúl torció su rostro al escucharlo.

—¿No sabe quién soy?

—Ni idea.

—El representante del coronel Serrano…, el dueño del dinero que le dimos para que sembrara y al que no le ha pagado. Yo soy el que debería preguntar si quiere que le dispare ahora o después —le dijo fríamente Raúl. El viejo tragó saliva, el solo nombre del coronel infligía temor.

—Ya no tiene acento, pero usted es de por acá, ¿verdad?

—¿Tan obvio soy, señor? Soy de Culiacán. Crecí en Jalisco —le prendió el cigarro. Luego Raúl se tomó su tiempo para fumarse otro él mismo. El perro, al oler el tabaco, se alejó para correr entre las plantas de amapola.

—Al tigrillo no se le pueden borrar las motas, primo. Caminas como si trajeras el merito Culiacán entre los huevos. Así los reconoces, somos hombres con huevotes. Y las mujeres, desde luego, nalgotas —explicó el campesino con su singular sonrisa sin dientes, tratando de alabarlo. A Raúl esas palabras le calaron en lo profundo. Ahí, en la sierra, la bella mañana del campo color morado de las flores le susurraba que estaba en su hogar y que le respetaban en su posición de sicario.

—Gracias por recordármelo.

—Le he mandado la goma como acordamos… Y le entregué los billetes. A lo mucho me falta una parte, primo. No me haga nada, tengo chamacos —exclamó el lugareño, sentándose en una piedra a un lado del vado de riego. Raúl permaneció de pie, disfrutando su tabaco, la vista de las montañas y el murmullo del viento.

—Extraño… No hemos recibido nada.

—Se lo juro por la Virgencita…

—¿Por qué no se esconde?, ¿a poco no les chingan la maraca los judas?

—¡Ay, señor! Políticos, comerciantes, empresarios, policías, campesinos, todo el mundo sabe que se siembra amapola, y se sabe quiénes son los que se dedican a la siembra. Aquí, primo, todos somos vecinos conocidos. La policía judicial sabe quiénes somos. El jefe de policía es el que va y controla el porcentaje que les toca, a cambio del disimulo. A él le pagué. Me dijo que era hijo del coronel.

Raúl bajó la vista, extrañado, hacia su nuevo compañero. El perro había regresado junto al campesino. Llevaba una rata en la boca. Se acostó para masticarla. De vez en cuando, el roedor lanzaba un chillido agonizando entre los dientes del can.

—¿Al jefe de la policía? —preguntó Raúl. El hombre solo levantó las cejas a la par de sus hombros, indicando que era más que obvio—. Usted no está vendiendo a los Caro. Sé que tampoco es de don Jaime Herrera. ¿Quién le está comprando?

—Ya le dije, la policía. Dice que se la lleva a los gringos… A Diarte. Allá, en la mera frontera. ¿Conoce a Enrique Diarte? —cuestionó el campesino, arrebatándole el cadáver de la rata a su perro y aventándola a un lado. El perro, frustrado porque le quitaron su diversión, se acostó con un quejido de resignación.

—No… ¿Por qué les dejó de vender a los otros? —preguntó, intrigado, el pistolero del coronel Serrano.

—Pues le diría que por el dinero, que pagan más… Pero no es cierto. Si no se la vendo a esos cabrones, pueden venir a quemarnos toda la cosecha. Inclusive, la vuela con dinamita el hijo de puta. Dice que el gober Loaiza lo aprueba.

Era exactamente lo que temía escuchar. Quizás en la Ciudad de México sus jefes estuvieran demasiado entretenidos, pero Raúl sabía que tarde o temprano algo así llegaría a suceder. No se podía ser general de división dando órdenes desde la piscina. Había que estar aquí, en la frontera, para controlar todo.

—Le voy a recomendar algo, señor, vaya a vendérselo a la señora Caro, o a don Jaime Herrera. Don Jaime de Durango es gente tranquila y de fiar. Los Caro y los Fonseca son de palabra también, trabajan con nosotros —le dijo con voz baja Raúl, poniendo su mirada en los ojos de cansancio del campesino. Supo que también eran de pobreza, y que esos bulbos de flores moradas eran su esperanza para salir de esa situación. Sacó una tarjeta de presentación de su americana y se la entregó al campesino:

—Si vuelven a molestarlo, llámeme por cobrar.

—¿Y los cabrones de Diarte y la policía?

—Yo me encargo… —le prometió Raúl caminando con un saludo al aire. Siguió hasta su automóvil y arrojó la colilla de su cigarro a la tierra. Al subirse, el campesino estaba a unos pasos de él. Su perro le ladraba.

—¡¿Oiga, primo?!

—¿Sí?

—¿Cómo se llama? No sé leer… —lo interpeló el hombre enseñándole su tarjeta.

—Duval, Raúl Duval.

—Le voy a rezar al santito de los pobres por usted… —le soltó, apoyándose en la ventanilla del automóvil. Raúl tuvo que preguntar:

—¿El santo?

—Jesús Malverde… ¿A poco no sabe que hay que rezarle para que no nos caigan los malandros? Es muy milagroso. Debería ir a visitar su capilla. Allá, donde están las piedras.

—Iré a rezarle por mí y por usted, señor —explicó Raúl. Había oído que muchos del lugar le tenían mucha fe al culto de ese hombre que fue un afamado en tiempos de la revolución y se dedicó a repartir sus ganancias entre los pobres. Un moderno Robin Hood de Sinaloa. Pero Raúl no creía en esas cosas. Ni siquiera en Dios. Aun así, el nombre de Jesús Malverde se quedó grabado con cincel en su cabeza.

—Gracias, licenciado Duval… Muchas gracias. Mándele las bendiciones al coronel. —El campesino extendió su mano para estrechar la de Raúl. Al retirarla, la sonrisa sin dientes le iluminó el rostro arrugado. A Raúl Duval nunca le habían dicho licenciado. Le gustó cómo sonó su nombre. Le devolvió el gesto alegre al campesino y se alejó en el automóvil mientras el perro lo perseguía varios metros ladrándole.

Raúl bajó de la sierra de Badiraguato conduciendo por la carretera de Tameapa. No iba a gran velocidad, al contrario, circulaba sin prisa por llegar a la ciudad de Culiacán. Lo hizo fumando y reflexionando mientras escuchaba un partido de béisbol que transmitían con mala recepción en la radio. Llegó hasta la comunidad de Pericos, donde se desvió en busca de un poco de infancia: fue a comprar una bolsa de pan en La Mestiza. Era el que tanto le gustaba de niño y que nunca más probó cuando lo llevaron al cuidado de su padrino en Jalisco. Llegó al local donde lo producían y escogió varias piezas recién horneadas.

Se volvió a meter en su coche y, ahí, viendo pasar algunas carretas tiradas por bueyes, comió lentamente el pan, que lo remitió a su madre y padre. Era un sabor especial. Distinto a cualquier otro. Nunca, en ninguna panadería, había logrado descubrir el mismo sazón de ese suculento pan. No sabía si se debía a que en verdad era muy bueno o porque estaba encadenado a sus memorias de juventud. Si seguía de frente, hacia el norte, llegaría a Los Mochis, donde solía jugar en la playa con su madre. A ella no la había visto desde hacía más de tres años. Y eran encuentros breves. Su padre había muerto cuando él tenía quince años. Los problemas renales no pudieron sostenerlo más en este mundo. Su madre se convirtió en una viuda bella y con dinero. No muy distinta a Carmela. Se casó con otro ingeniero. Un tal Mendieta. No le impresionó mucho a Raúl cuando lo conoció. Incluso lo sintió poca cosa para la gran mujer que era su madre. Pero el hombre la quería y respetaba. Con eso era más que suficiente para él.

Dejó a un lado su pedazo de pan. Hubiera querido comerlo con una buena taza de café; sin embargo, era mediodía. Así que pensó que una cerveza sería lo mejor. Llevó el automóvil hasta la carretera, donde se detuvo de nuevo en una de las gasolineras para poner combustible y comprar una cerveza.

La bebió en tragos pequeños. No estaba tan fría como le hubiera gustado, pero estaba suficientemente fresca para quitarse el mal sabor de boca del polvo de las carreteras de la sierra. Recordó los sucesos de los últimos meses. De cómo se veía majestuosa Carmela en la fiesta, de los golpes en la cara que logró conectarle a James y las charlas con el coronel sobre la posibilidad de que les estuvieran robando. Desde meses atrás, Serrano estaba metido en los juegos políticos de Ávila Camacho, convenciendo a gobernadores y distintos políticos en interminables comidas para que los apoyaran en la candidatura para la presidencia de la república. Esas distracciones habían abierto boquetes en la operación, las ventas y el transporte de la mercancía. Los rumores de que nuevos grupos establecidos en Sinaloa comenzaban a florecer se volvían más comunes. Fue el mismo Raúl quien pidió que lo dejaran investigar.

Terminó la cerveza y aventó el envase con todas sus fuerzas al desierto que trataba de comerse la carretera. Subió a su automóvil y continuó su camino hasta la capital del estado, Culiacán. Se fue directo al hotel Cosmopolitan, donde ya había una habitación esperándolo. Se registró en el mesón, un edificio viejo de tiempos porfiristas. Instalado en el cuarto, llamó por teléfono a su madre para avisarle de que estaba por la ciudad. Hizo otra llamada a la Ciudad de México para preguntar algunas cosas sobre su investigación y pidió servicio a la habitación, unos camarones fritos y dos cervezas. Tras despojarse de su camisa y quedarse en camiseta, se dispuso a limpiar su Browning mientras el ventilador del techo trataba de refrescarlo.

Siempre se había sentido más de Jalisco que de Sinaloa. Incluso sentía pertenecer a la Ciudad de México. Pensó que los trajes cruzados hechos a mano, los zapatos de charol y las relaciones con la cúpula del poder le habían quitado lo provinciano. Muy diferente de su padrino, que aún aparentaba que se acababa de bajar de su caballo. Pensó que era porque el coronel se había hecho en la revolución, con balas de artillería y trenes. En cambio él, aunque había crecido en un rancho, tenía como referencias los automóviles, el teléfono o el cinematógrafo. Era la modernidad. Reflexionó sobre el secretario de Gobernación del presidente, el licenciado Miguel Alemán, con su fluido inglés y sus modos de caballero. Ese era el tipo de gente con la que debía relacionarse Raúl. No con los salvajes de los exgenerales.

Sabía que, inteligentemente, el licenciado Alemán había manejado los sindicatos de trabajadores y las uniones campesinas para el beneficio de la república mexicana. Tal vez era tiempo de hacer lo mismo con los productores y transportistas de la droga: una especie de sindicato. Poner reglas, marcar plazas. Para eso, necesitarían a alguien igual de astuto que el mismo ministro de Gobernación. Aunque Raúl había crecido como un pistolero, sus ideales eran más elevados. Concebía que la modernidad era organización, no caos. Ya con la Browning desarmada y engrasada, se quedó dormido, discurriendo en planes que en cierto modo sabía imposibles.

Un ruido lo despertó. Abrió los ojos y de inmediato buscó su Browning. Pero estaba desarmada, en la mesa. Siempre llevaba su navaja automática, se lanzó en cuclillas hasta su americana, donde la tenía. El cuarto estaba totalmente oscuro. Cuando la puerta del cuarto se abrió, no pudo ver ninguna figura. No fue hasta que escuchó la detonación que logró distinguir que era un hombre.

De un salto, cayó sobre él. Forcejearon por unos instantes. Rápidamente, encontró en la oscuridad la mano con el revólver y trató de sostenerlo, mientras que con la otra mano trataba de clavarle su navaja. No fue una pelea larga, apenas dos o tres golpes. Hasta que Raúl sintió que el filo se introdujo en alguna parte del costado del hombre. No supo si el estómago o el pecho. Pero su adversario dejó de luchar, zafándose. Le dio una patada y huyó.

De inmediato Raúl prendió la luz y salió al pasillo del hotel. No encontró nada. Había huido o se había metido en algún otro cuarto. Al regresar a su habitación, advirtió que la bala había perforado la almohada. Iba directa a su cabeza. Encontró rastros de sangre en el piso, pero nada más. Rápidamente, armó de nuevo su Browning, por si el asesino decidía regresar. Con su arma en la mano, se sintió más seguro. Se fue a dormir a su coche. Ya no confiaba en el hotel.

Al siguiente día se cambió de ropa y caminó por toda la ciudad de Culiacán cual turista perdido. Fue al Banco de Sinaloa entre Rosales y Carrasco para sacar un dinero de su cuenta. Desayunó unos huevos con salsa en el mercado de Garmendia y caminó hasta la estación de tren. Aunque no logró verlos, sabía que todo el tiempo había estado vigilado. Era lo que quería: saber que realmente iban por él, que era un tiro al blanco viviente.

Eso solo podía ser algo, y es que no les había gustado que fuera a preguntar para mover las aguas. Pensó en buscar a los socios de su padrino, la familia Fonseca o los Caro, para que le dieran protección. Pero tenía que saber quién estaba detrás de eso. Incluso no deseaba contactar a Berni, que operaba como policía estatal para que no hubiera más información dentro del Gobierno de Loaiza, que estaba indagando. A Berni le habían asignado años atrás un puesto en la policía para poder asegurar las plantaciones. Era la mejor manera de mantener protegido el negocio. Había dejado de contar con su compañero de juventud tiempo atrás. Se había ido a vivir con esa mujerzuela alejado de su padre. Raúl sabía que era lo mejor que le podía pasar. Lo dejaría así, para que no quedara embarrado otra vez. Cada vez que metía a Bernardo en el negocio, terminaba haciendo una tontería: Agua Prieta y el evento del agente norteamericano en el hotel de la Ciudad de México solo eran unos ejemplos. Pero también recordó el conflicto con un francés en una pelea de gallos o cuando robó unas joyas de una condesa rusa.

Quizás hubo algunas llamadas por teléfono perdidas entre los dos, preguntándose por su vida y mintiendo al responder con un simple «Bien», pero nada más.

Caminó por las vías de trenes, entre los vagones de grano que serían llevados a Estados Unidos, los norteamericanos compraban todo debido a la guerra. Los largos trenes irían a los muelles de Mazatlán, donde las mercancías se transportarían en barcos. O bien, a la frontera, para ser distribuidos por toda la nación americana. Por eso el estado había crecido tanto económicamente: la guerra había llevado bonanza a todo el norte. No solo por las drogas, sino porque los productores tenían clientes que pagaban en dólares. El Gobierno norteamericano necesitaba alimentar a una nación cuya fuerza productiva estaba distribuida en los frentes del Pacífico y el europeo. El opio, en cierto modo, era tan solo un producto más que estaba enriqueciendo a México.

Por fin llegó Raúl hasta donde deseaba: la pequeña capilla de Jesús Malverde, a un costado de las vías del tren. Apenas era una pequeña ermita, sin nada singular en ella. Solo que estaba llena de flores y piedras. Muchas piedras apiladas una tras otra. Había un pequeño cromo del supuesto santo: bigote, pelo relamido. Tenía más el aspecto de Pedro Infante que de un moderno Robin Hood. Un campesino llegó también hasta ella, montado en su burro. Se bajó y colocó otra piedra en la pila.

—¿Viene a rezarle a Malverde? —preguntó Raúl.

—Sísiñor —respondió el hombre, despojándose de su sombrero de paja—. ¿Y usted?

—Solo venía a ver… Me dijeron que me encomendara a él. Que era milagroso… —respondió Raúl.

—Es el Bandido Generoso —dijo el campesino, colocándose a un lado de Raúl, que apreciaba la pequeña capilla.

—¿Lo conoció? —preguntó inocentemente Raúl. El campesino le dijo con voz pausada, mientras el lejano silbato de los trenes le servía de acompañamiento:

—No siñor. Fue en tiempos de don Porfirio que murió… —explicó.

—¿Lo mataron?

—Él peleó por los pobres en tiempos de la revolución. El gobernador lo persiguió por años, pero siempre se les escapó. Un día le dieron un balazo, y como sabía que se iba a morir, le dio el dinero a su socio pa’ que lo repartiera a los pobres. Lo colgaron aquí, para que quedara de escarmiento. Y el gobernador no dejó que lo enterraran. Pero nuestros abuelos, cada uno trajo una piedra, para hacerle su sepultura, colocándola encima. Aun en contra de lo que dijo el Gobierno, lo enterramos. Yo creo que está agradecido de eso, por eso nos hace milagritos.

Raúl sacó su cajetilla de cigarros y se la ofreció al hombre, quien amablemente se negó. Ambos se quedaron mirando la construcción. Un tren de carga comenzó a pasar en la vía.

—¿Le ha ayudado? —Fue lo único inteligente que se le ocurrió preguntar a Raúl.

—Sí… Mi vaca estaba muy mal, la curó. Debería usted rezarle, ¿tiene una pena, siñor?

—Quizás demasiadas —afirmó, pensando en todo lo que había reflexionado una noche antes y sabiendo que alguien deseaba matarlo.

—Pues récele. Seguro se lo concede —le recomendó el campesino al regresar a su burro. Con un golpe en el ijar, se alejó hacia el centro de la ciudad.

Raúl se quedó fumando frente a la capilla. Miró alrededor. Entre las casas se veía a lo lejos las dos torres de la catedral de Culiacán. Era ostentosa y grande. Muy distinta a la pequeña capilla frente a él. Confirmaba que Malverde no era parte de la Iglesia católica o ya le hubieran puesto algo así de llamativo. Era un santo del pueblo, de los perseguidos. De la gente que cultivaba goma para tratar de sobrevivir en la sierra. No estaba institucionalizado y no parecía importarle a nadie si en verdad existió o no. Solo que era milagroso. Suspiró, y en su mente comenzó hablar con el supuesto santo:

—Hola… Soy de por aquí también. Quizás debería venir más seguido. No es mala tierra para morir en ella. Tan buena como cualquier otra. —De nuevo miró alrededor, nervioso, buscando que no se acercara nadie—. Yo creo que tú eras como yo. Sabías que robar era malo, pero no te importó, pues con eso hacías bien. A mí me pasa lo mismo. Tal vez terminen matándome, pero deseo hacer un bien. A Carmela, a mi familia o a mi pueblo. No quiero hacerme rico a través de la gente. Quiero hacerme rico con la gente… No se trata de lo correcto o lo incorrecto. Solo de sobrevivir. Y un favor: no me gustaría morir hoy.

Como respuesta, hubo otro silbato del tren. Vio a lo lejos, por una calle polvorienta, que se acercaba un automóvil. Aparcó frente a él. Raúl aventó la colilla de su cigarro. Del vehículo descendieron cuatro personas, todas con armas. Uno llevaba una escopeta larga de dos tiros. Los otros, revólveres.

—Buenos días —saludó Raúl.

—Le pediré que nos acompañe, señor Duval —le dijo uno de ellos, el que llevaba sombrero de vaquero. Levantó la mano y el sol se reflejó en una placa—. Policía.

Raúl volteó a la capilla para despedirse. Caminó hasta ellos. Con lentitud, entró en la parte trasera del automóvil. A cada lado de él se subieron dos. Uno de ellos, el de la escopeta, le colocó el cañón en el cuello, al mismo tiempo que el de la placa de policía y el chófer lo hicieron delante.

—¿Vino a invocar al santo? —preguntó el chófer, un hombre de traje y corbata.

—Algo así —respondió Raúl—. ¿De qué se me acusa?

—Cultivo de sustancias prohibidas. El gobernador Loaiza nos dio órdenes de prender a los que están corrompiendo a nuestra sociedad. Será encarcelado y juzgado —le explicó el chófer. Se volvió a los hombres que escoltaban a Raúl—. ¿Lleva arma?

—Sí, la tengo —indicó el de la escopeta enseñando la Browning que le sacaron de su cinturón. El automóvil se fue siguiendo un camino lateral a las vías del tren, dejando la estación atrás. Pronto llegaron hasta el río Culiacán, frente a un gran puente de metal. Eran terrenos baldíos, con tan solo unas casuchas de madera. Estacionaron a un lado del río. Raúl supo que estaba frente al famoso Puente Negro de Culiacán, a las afueras de la ciudad.

—Quizás deberían llamar a Bernardo Serrano. Él sabrá que están cometiendo un error.

El de sombrero se volteó hacia él con sonrisa y revólver apuntándole:

—Ya lo hicimos. Nos pidió que le dijera que lo sentía mucho, pero que era él o usted… Ahora, bájese.

Ante la orden, Raúl hizo lo indicado. Cerró los ojos, suspirando: Bernardo era el traidor. Si años atrás había tratado de hacer negocio con el gringo a espaldas de su padre, ahora que estaba alejado lo podría volver a hacer impunemente. Como siempre, de manera cobarde, no tuvo los huevos de enfrentarlo y mandó matones. Miró el paisaje, defraudado por el que pensaba su casi hermano. Desde las orillas del río podía ver a lo lejos la ciudad, solo sobresalían las torres de la iglesia principal.

—¿Y lo de la cárcel y el juicio? —cuestionó Raúl.

—¿Para qué perdemos tiempo? Mejor aquí nos lo ejecutamos —ordenó el de sombrero.

Raúl comenzó a caminar hacia la orilla del río, sintiendo la escopeta en la espalda. De nuevo, un silbato del tren llenó la escena. Un gran convoy comenzó a pasar por el Puente Negro, provocando una sinfonía metálica que ensordeció todo. Fue cuando aprovechó Raúl para agacharse. El que lo llevaba disparó. Algunas salvas le pegaron en el pecho y cara, pero logró sacar su navaja del tobillo. Tuvo suerte de que el cartucho de la escopeta era de balines pequeños, comunes en la región y usados para caza. Aún agachado, adolorido por las heridas, lanzó el filo de su navaja hacia el estómago del tipo de la escopeta. En un abrazo mortal, lo usó de escudo de los disparos que los otros hombres trataron de darle. Las balas entraron en la espalda del hombre, y Raúl tuvo tiempo para arrancarle la escopeta.

Era una arma de dos cañones. Tenía solo un tiro y, para colmo, con municiones pequeñas, así que trató de no perderlo. Se alejó, dando dos pasos atrás para poder conseguir un abanico mayor en el disparo. Fue directo a la cara de los dos hombres más alejados. No los mató, pero logró que bajaran sus armas para llevarse las manos al rostro. De un salto, llegó hasta el más cercano y le quitó su revólver. Lo alzó fríamente hacia el otro y disparó. Le entró la bala por un ojo. Cayó al suelo, rebotando en el polvo. Volvió la pistola hacia el que tenía de frente, la bala fue directa al corazón. Se dio cuenta de que el de sombrero corría hacia la vía del tren tratando de huir.

Recuperó su Browning de uno de los cuerpos y corrió detrás del que huía, disparándole de vez en cuando. El hombre siguió por el río, desesperado. Pero Raúl pronto le dio alcance. Con un certero disparo en las piernas lo hizo caer. Llegó hasta él con su arma apuntándole. El hombre trataba de arrastrarse, pidiendo clemencia:

—Por favor… Solo somos gente de Diarte. Bernardo nos pidió que lo matáramos. Fue él.

—Ya lo sé —le respondió Raúl, descargando tres veces su arma. Ninguna de las detonaciones se escuchó. El tren se encargó de acallarlas con su bulla.

Berni colocó los paquetes de polvo de heroína en la mesa del laboratorio, apilándolos en una esquina. Estaba en mangas de camisa, con sus tirantes rojos cruzándole la camiseta. Los pantalones los llevaba altos, con pinzas, a la manera de un pachuco. De sus labios colgaba un cigarro que humeaba el cuarto. El calor de Culiacán era para quedarse en una sombra, bebiendo cervezas. Pero él trabajaba como una ocupada abeja.

Estaba mezclando el polvo de la heroína con quinina, para rebajarla y así aumentar el producto en una tercera parte. Sería peligroso para el que la consumiera, pero a él solo le importaban los billetes extra que le pagarían. En la búsqueda de hacer su propio negocio, había estado comprando el producto a gomeros de la sierra para luego venderlo a Pedro Avilés. Pero encontró dos métodos mejores: saltarse al distribuidor, cualquiera que trabajara con la gente de su padre, e ir directamente al comprador en la frontera, Enrique Diarte. Así aumentaba la ganancia casi diez veces. Y la otra cosa que decidió hacer fue dejar de comprarla. Al principio, comenzó a quedarse con una parte de lo que la policía retenía en los operativos. Luego, él mismo hizo sus operativos para quedarse con toda la droga. Si el gobernador Loaiza estaba viéndoles la cara a sus socios, no veía cuál sería el problema si él lo hacía también. Quitar a Carlos Ying de la jugada fue un movimiento inteligente, pues se quedó solo con los productores locales, como los Caro y la familia Herrera.

Hacía calor en el cuarto. No tenía ventanas para evitar que algún informador inoportuno atestiguara algo que no debiera. Junto con su mujer, Amanda, su fortuna empezaba a incrementarse tan rápido que tuvieron que hacer planes. Sabían que no podría sostener por mucho su operativo, así que tratarían de ganar lo más posible mientras su padre se entretenía con las fiestas de Bugsy Siegel y Virginia Hill en México, así como el exgobernador Ávila Camacho con sus aspiraciones presidenciales. Cuando tuvieran suficiente, Amanda y él huirían a Canadá. Comprarían un rancho y cabezas de ganado, para comenzar una vida como una familia.

—Ya casi tengo el pedido completo, Amanda. Mañana nos vamos a Tijuana… Si Raúl vino a Culiacán, es porque mi padre ya lo sabe —le gritó a su amante, contando los paquetes de nieve. Su comprador, Enrique Diarte, estaba quitándole la plaza a Max Cossman. Pagaba mejor y la distribuía en California. Así como en México el éxito de la venta de drogas provocó el crecimiento de varios productores, en Estados Unidos pasó lo mismo con los grupos criminales que la distribuían.

—Bien, prepara las maletas —le respondió con un grito Amanda, que desde la cocina preparaba una machaca con huevo para cenar. Colocó los jitomates en el mortero de piedra para hacer la salsa, y los machacó con ajo y chile mientras en la sartén saltaba el aceite del platillo.

Se limpió las manos en su mandil y puso un par de platos en la mesa. Con el trabajo con Manuela Caro procesando la droga, había logrado dejar la prostitución. Cuando Bernardo la invitó a ser su socia, más allá de su pareja, ella aceptó.

La casa que habitaban en Culiacán era pequeña, pero cómoda para ellos dos. Bernardo había tratado de mantener un perfil bajo para evitar sospechas de la gente. Parecían vivir del sueldo que recibía como policía estatal, pero en el armario de su cuarto había tantas pilas de billetes que le obsequiarían un paro cardiaco a un civil si los encontrara tirados en la calle. Incluso a un gobernador.

La puerta trasera se abrió lentamente. Daba al patio donde estacionaban el gran Cadillac color naranja de Amanda. La mujer estaba tan metida en la preparación de su festín que no advirtió la llegada del intruso. Al volverse para dejar la sartén, se encontró con Raúl. Traía un brazo mal vendado, y en la cara se le veían pequeñas cicatrices que sangraban. Ella trató de gritar. Cuando Raúl Duval le tapó la boca para evitar que anunciara su llegada, era demasiado tarde para correr por un arma.

—Tranquila, no pasará nada. Solo vengo a hablar —le indicó el gatillero del coronel Serrano. Su Browning High Power en la nuca de Amanda la hizo dejar de agitarse con inquietud. Raúl apartó la mano de su boca, y ella apenas logró decir:

—Raúl… Yo…

—¿De quién fue la idea? ¿Tuya, como la locura de robarle la droga a ese gringo en México? ¿Qué putas ideas le metiste a Berni? —preguntó molesto en un murmullo para no dejarse escuchar.

—No. No sabíamos que vendrías tú… Pensamos que sería alguien más… —se disculpó Amanda. Raúl torció el rostro molesto. El gesto le hizo sangrar más de la cara.

—Lo sé —le dijo en un murmullo, mientras iba caminando hacia donde se escuchaba tararear a Bernardo. El arma de fuego no dejaba de señalar a Amanda como un cuervo negro en la mano de Raúl. Ella comprendió que los hombres que mandaron para matarlo habían fallado. Ahora su traición había sido descubierta y no habría escapatoria.

—El culpable fue el gobernador. Él traicionó al secretario Ávila Camacho. Le pidió a Bernardo que lo hiciera —trató de explicar. Tendría que encontrar un chivo expiatorio pronto. Si apelaba a la relación que tenían, quizás lograría que solo los exiliaran fuera del país.

—Sí, lo supongo —volvió a asentir Raúl realmente sin escucharla. Empujándola con la pistola, la llevo a una pequeña puerta, la alacena de la cocina. La abrió y la metió, mientras ella lloraba suplicando en murmullo. Antes de cerrarle la puerta con un pasador, explicó:

—Solo vamos a hablar. Recuerda, soy su primo. No les haré daño.

Los golpes en la puerta comenzaron, pero se ahogaban en el tambor de madera. Raúl entró sigiloso en el laboratorio donde estaba Berni cantando a todo pulmón, totalmente metido en su labor. Antes de que los alaridos de Amanda avisaran de su presencia, Raúl levantó su arma. Berni se volvió exaltado y se encontró de cara con su primo y con el cañón de la pistola. Al principio pensó en defenderse. Buscar también su arma y tratar de matar a Raúl, pero no había muchas opciones de hacerlo. Lo había pillado descubierto, literalmente. Así que solo sonrió. Se acercó a su primo con los brazos abiertos para abrazarlo:

—¡Flaco! ¡Qué sorpresa!

Pero lo que recibió fue el golpe de la culata de la Browning de Raúl directamente en la mandíbula y la boca. Fue un golpe directo. Una herida se abrió en la parte baja de sus labios y comenzó a sangrar escandalosamente. Dio dos pasos hacia atrás y cayó al suelo, llevándose dos paquetes de polvo de heroína, que nevaron las losetas como azúcar derramada.

Mientras Berni se quejaba, Raúl miró los paquetes apilados, uno tras otro. Ahí no solo había un pequeño cargamento. Era traición, una bajeza para su padre y él mismo. Sabía que eso se traducía en dólares, muchísimos dólares para una sola persona.

—¿Por qué, Berni? —le preguntó con los ojos en llamas, bajando su pistola. El hombre fuerte de Serrano no sabía cómo reaccionar al sentirse traicionado por la única persona que consideraba su familia: Bernardo.

—El dinero. Era mucho. Solo lo veía pasar frente a mí… Deberías unirte a mí, darle la vuelta al coronel. Nos quedaremos con la plaza.

—No. En este negocio la lealtad es lo importante.

—¿Que no te das cuenta, Flaco? Eres el gato de mi padre. Un pobre pendejo más. El día que no te necesite, te va a despachar… Como hizo conmigo, mandándome a este pueblucho —le explicó Berni, incorporándose y ajustándose la mandíbula. El labio empezó a hincharse como una berenjena. El golpe fue duro y certero.

—Somos familia, Bernardo. Soy su ahijado… —musitó Raúl apretando los dientes, y rechinaron por tanta fuerza, anunciando que estaba a punto de recibir un baño de realidad.

—Claro, el niño bueno. Sí, siempre te prefirió a ti —comentó Berni, apoyándose en la mesa. Raúl dio un paso frente a él, sin soltar su arma—. A mí, que soy realmente de su sangre, nunca me trató como a ti… Solo puedo pensar que en verdad se cogió a tu madre, y que eres su hijo.

Raúl volvió a pegarle, aunque su cara no cambió. Dura como roca.

—No andes chingando, Berni… Deja eso para cuando le tengas que explicar todo al coronel.

Bernardo no pareció amedrentarse. Movió la cabeza mientras se tocaba el labio, que ya era un balón morado. Arqueó las cejas y, con una mueca virulenta, le lanzó:

—¿Te enojas? ¿Porque creo que tu madre es una puta? ¡Vamos! ¡Todos en Culiacán lo saben!

—¡Basta! —gritó mientras la pistola seguía nerviosa. Solo deseaba que la boca de Bernardo se callara. No le importaba si debía colocarle una bala entre los ojos.

—No la culpes, Flaco —continuó con un semblante más tranquilo. Bernardo sabía que no podría sobrevivir si la noticia del robo a su padre llegaba a oídos de sus socios, los italianos o el gobernador Ávila Camacho. Ellos no permitirían que viviera. Suspiró, sintiendo pena por el manto de mentira con el que vivía Raúl. Sin tratar de ser ponzoñoso, le explicó—: Mira, Raúl… Ella no es la culpable de dejarse meter el pito de mi padre. Fue él, el hijo de la chingada, al que nunca le ha importado nada.

Los dientes en Raúl se apretaron controlando su rabia.

—No voy a seguir oyendo tus pendejadas…

—¡No puedo creer que seas tan ciego, Flaco! Por eso, en un principio pensé que contaba contigo, pero me equivoqué. Me di cuenta de que te había lavado el coco. ¿Crees que le haces un bien llevándome con él? Mi padre no es una blanca palomita… El cabrón ha hecho cosas malas —le dijo Bernardo.

Bernardo intentó dar un paso hacia la mesa donde estaba su arma guardada en un cajón.

Raúl fue más rápido. Con solo extender el brazo, levantó la Browning.

—Órale, jálale. Dispárame. No me voy a ir contigo a México…

—No seas pendejo, Berni…

—Eres puto y no puedes dispararme. Igual de maricón que tu padre, que se dejó ponerse los cuernos por el coronel… Bastardo. —Inyectó el veneno desesperado. Raúl, sin apuntar, le disparó en el muslo. La pierna de Bernardo se retorció al ser perforada. Se desplomó al suelo con un alarido. Su cuerpo rebotó en el suelo, entre el polvo blanco, dándole a la nieve pinceladas rojas con su sangre.

—¡Pendejo, me disparaste! —gritó a todo pulmón.

—Te lo advertí. Te llevo herido o en ataúd, pero te vienes conmigo —murmuró con los ojos enrojecidos, encendidos cual fogatas. Raúl, por primera vez, estaba dolido. Sentía un hoyo en su estómago cuando apretó el gatillo. Nunca le había importado disparar, pero no podía hacerlo: era Bernardo, su único amigo.

—¿Te cambió la puta?, ¿te cortó los huevos esa arrastrada de Carmela? —le arrojó Bernardo, arrastrándose hasta la pared, donde su espalda buscó respaldo. La pierna le dolía. Tenía una sensación extraña de frío y calor al mismo tiempo, padecimiento que le dio bríos para seguir el juego. Furioso, Raúl se agachó y le puso la pistola en la barbilla. Berni sonrió, gimiendo por el sufrimiento del disparo en la pierna. La pistola estaba caliente. Le quemó la piel de la barbilla y los pelos de la barba.

—Pendejo… —susurró Raúl.

—Sí, ya veo… Te cortó los huevos tu putita de sociedad —le golpeó con sus palabras. Raúl se levantó de nuevo, sin saber dónde ubicar su desesperación.

—¿A poco tanto te importa esa puta Carmela? —lo interrogó Berni entre las punzadas de dolor que galopaban en su cuerpo, sabiendo que él poseía la última carta. Aunque ya no tenía nada que perder—. ¿Sabes?… Cuando se la metí, me apretó todo. Pero mal… Me ardió el pito por semanas. ¿Tú ya lo sentiste cuando te la coges? ¡No me digas que no te la has comido!

—¡La madre! ¡Cállate!

—Sí, me la comí… Y nunca has dicho nada. Callado, viviendo como si nada hubiera pasado. Ni siquiera puedes decir el nombre de ella en mi presencia. Es una puta… Una puta enorme. Todos se la han cogido… Menos tú.

Raúl sacó su navaja retráctil del bolsillo del pantalón. Con un grito de furia, la clavó en la herida de bala en el muslo de Bernardo. Mientras su primo vociferaba agitando la cabeza, Raúl solo apretó los dientes, con sus ojos escupiendo ácido. La sangre corrió por el suelo, huyendo de la violencia. Entre el caos de los alaridos de ambos, empezaron a golpear la puerta de la alacena más fuerte. Llamaban a Bernardo por su nombre. Ambos sabían que era Amanda, quien seguía encerrada y seguramente había escuchado el disparo. Raúl extrajo la navaja del muslo. Se arregló el cuello del saco y trató de calmarse:

—Sé que todo es por tu padre… Por el coronel.

—Sí, Flaco… Es por la puta y el coronel que se la cogió —continuó Bernardo. Tal como lo pensó, no se iba a ir sin jugar su última carta. No cuando era tan buena—. Me presumía el muy cabrón cómo se revolcaba con ella.

—Berni… Ya… —murmuró tratando de calmarse. El hombre más frío del coronel Serrano se estaba deshaciendo como un castillo de arena ante una ola.

—¿Crees que la hija de Carmela es mía?, ¿Florencia?… —le soltó Berni, olvidando el dolor de la pierna. Era el momento de mostrar su gran partida de cartas. Una que ni el mismo Raúl podría ganarle—. Yo no puedo ser padre. Lo he intentado con Amanda, y no sirvo… Después de esa noche, mi padre comenzó a frecuentarla para calmar las cosas. Sí que hizo un buen trabajo para enternecerla, pues se la echó al plato. Tal como lo ha hecho con todas las viejas que se cruzan en su camino. Florencia es hija de mi padre, querido primo. Es nuestra hermanita… —le develó Bernardo. El mejor secreto guardado por su padre era que él había procreado a la bella niña que jugueteaba con Raúl.

—No… —balbuceó Duval abriendo los ojos. Todo a su alrededor se derrumbó cual terremoto con capacidad de demoler sueños.

—¿Por qué crees que le da dinero?, ¿por mí? ¡Claro que no! Por eso no quería que se fuera con el gringo ni contigo. Ella le abrió las piernas, él le metió su pito maloliente y decrépito a esa muchacha. Se la comió todita. Y tú, cual pendejo. Esperándola toda la vida. Sin saber que es una completa puta…

Con un rugido animal y poco humano, Raúl, inconscientemente, levantó de nuevo su arma Browning. Comenzó a disparar, una y otra vez. Cada bala que atravesaba el cuerpo de Bernardo hacía que se convulsionara. Las descargas fueron llenando los huecos que dejaban los gritos de Amanda detrás de la puerta. Bernardo Serrano no soltó ni un ruido. Solo se fue de esta tierra dejando la impactante revelación a su mejor amigo y compañero de la infancia. Cuando la pistola se calentó tanto que se encasquilló sin poder terminar los trece tiros, Raúl la soltó al suelo por un momento.

Caminó aturdido hasta la cocina. En la puerta de la alacena, Amanda continuó gritando, implorando que la dejaran salir. Raúl, cual sonámbulo en su más profunda pesadilla, caminó hasta ella y la abrió de golpe, colocándose en un costado. Amanda salió corriendo hacia el laboratorio, encontrándose con el cuerpo sin vida de su pareja. Sus gritos histéricos la acompañaron hasta él.

Se hincó y lo agitó, tratando de revivirlo, pero Bernardo Serrano no volvería. Amanda sostuvo el cadáver de su amante; llorando, comprendió que estaba siendo vista desde el umbral de la puerta. De inmediato sacó el revolver del cajón, el que tanto anheló Bernardo para defenderse. Alzó su arma, y la navaja de Raúl entró en la mano, desarmándola. Raúl cerró la puerta del laboratorio. Limpió su navaja en el pantalón, dejando restos de la sangre de Berni. Su cara era un granito labrado, sin ningún rasgo de humanidad. Ella se dio cuenta de lo que iba a pasar y gritó con todos sus pulmones, mas sus ruegos fueron inútiles.