Me vestí de negro de pies a cabeza. Con un abrigo negro encima y un sombrero negro que tenía velo, también negro. No era un mal color. Algunas veces lo usaba en vestidos de cóctel, pero en traje sastre hacía muchos años que lo había dejado, cuando decidí que la viudez había caducado en mí, y que Papá Oso me hubiera alentado a vestir más alegre. Busqué unas sandalias sin tacón para que al caminar por los callejones del panteón no se hundieran en el lodo. No tenía idea de cómo iba a ser el velorio, pero de lo que estaba segura es de que iba a llover.
Me miré en el espejo: usé un lápiz labial crudo, casi del tono de mi cara pálida. Apenas dos pinceladas de sombras para que mis ojos no se perdieran detrás del velo y mi pelo recogido. Cuando vi que estaba correctamente arreglada para el entierro de Bernardo Serrano, le dije a mi imagen del espejo:
—Por mí, que arda en el infierno…
Mi imagen me observó crítica. No se lo tragó del todo. Me respondió como la desgraciada Carmela que siempre había sido:
—¿De veras? Sin él no hubieras conocido a Raúl. Desde luego, tampoco al coronel… Pero lo más importante, no tendrías a tu hija.
Mis ojos me miraron furiosa. La cabrona de mí misma estaba burlándose. A falta de la lengua venenosa de mi Papá Oso, esa chamaca pendeja de Carmela del Toro me respondía desde el espejo.
—No le quita que fuera un hijo de puta —me devolví yo misma el comentario. Le cedí un gesto de aprobación. Cuando quería, podría soltar palabrotas. Lograron llenar de lágrimas mis ojos. Pero lo controlé, no se fuera a correr el maquillaje.
—Raúl no ha de tardar en pasar. Esperémoslo en la entrada —le indiqué a mi imagen reflejada, levantándome.
Caminé en silencio por la sala de mi casa. Mi sirvienta Blanquita se despidió con una inclinación, tratando de darme a entender que ella guardaría mi santuario en nuestra ausencia. Apenas salí al patio, ya estaba llegando Raúl. No conducía el Pontiac del coronel, sino un Coupé Chevrolet color verde oscuro que había adquirido para él. Salió a recibirme, abriéndome la puerta lateral. Estaba pálido como una estatua de marfil. Tenía los ojos hundidos y rojizos, pero montado en ese rostro sin sentimientos. Una fea herida en el rostro estaba cicatrizándose. Presupongo que debió de ser un tormento arreglar todo y traer el cuerpo de su mejor amigo, su casi hermano, desde Culiacán, después de su asesinato. Él fue quien lo descubrió cuando lo mataron. No dijo nombres de los culpables, pero el coronel Serrano ya tenía una lista de enemigos muy amplia. Dejó escapar cuando habló por teléfono que se trataba de un tal Enrique Diarte.
—Raúl… —lo saludé dándole un beso en la mejilla. Apenas respondió el cariño.
—Nos esperan… Vamos —indicó cerrando la puerta.
Condujo en silencio hasta la capilla donde estaban velándolo. Ahí, nos sentamos juntos. Estaba llena para la misa de cuerpo presente, la última antes de salir para el panteón español en caravana, donde lo enterrarían en la cripta que mandó construir el coronel para él. Aunque la madre de Berni no deseaba que dejaran sus restos en México, pues insistía en que era de Jalisco y deseaba llevárselo para enterrarlo en el rancho.
No había conocido a la madre de Bernardo hasta ese momento. Vi que no me había perdido mucho. Era una mujer gruesa, con un gesto crispado todo el tiempo. Desde que llegamos, no dejó de culpar al coronel de la muerte de su hijo. Benito Guadalupe Serrano, por primera vez en su vida, se veía viejo. Muy viejo. Sus bigotes estaban totalmente pintados en blanco y las gruesas cejas caían sobre los ojos cerrados. No le quedó nada de la chispa y jovialidad a la que nos tenía acostumbrados. Por momentos sentí que se estaba quedando dormido. No tuve que preguntar, pero estaba segura de que estaba perdido en muchos litros de tequila. Permaneció en una esquina, en silencio, recibiendo las condolencias de políticos, diputados, secretarios del Gobierno y empresarios. Las coronas de flores se apilaban unas tras otras, como si Bernardo hubiera sido parte del gabinete del presidente. La misma doña Consuelo, la primera dama, se presentó durante media hora para darle su pésame en nombre de su esposo. Maximino, en cambio, ni sus luces. Raúl me dijo que se había ido a su hacienda a Teziutlán.
Los diarios dijeron que fue un ajuste de cuentas entre grupos de gomeros, con los que trabajaba como parte de la policía estatal. Noticias así no eran extrañas en el norte del país.
A mitad de la misa, la madre de Bernardo se levantó de su asiento para ir hasta donde estaba el coronel sentado. Sin decir nada, le dio una bofetada que le hizo girar la cara.
—Asesino… Metiste a mi hijito en tus porquerías… Tú lo mataste —fue lo único que dijo antes de dejar la capilla. El coronel no hizo ni dijo nada. Permaneció igual, sentado. Solamente viendo el ataúd.
Raúl hizo guardia junto con otros compañeros. Al terminar, volvió a mi lado. Con disimulo, escurrió su mano para tomar la mía. La sentí cálida y me gustó la sensación. Nunca me había sentido tan protegida por alguien como en ese instante.
El entierro se llevó a cabo en silencio y sin contratiempos. El coronel no nos acompañó al panteón. Al terminar los rezos, fue Raúl quien repartió billetes al sacerdote, los mariachis que tocaron y a quienes cargaron el ataúd. Terminando de entregar el dinero, me indicó que regresábamos a casa. No quise irme para allá, pues solo me esperaba mi reflejo del espejo que contestaba verdades que yo no deseaba escuchar. Le pedí que pasáramos a comer algo.
No hablamos del entierro de Bernardo. Raúl, con mejor talante, habló de películas que había visto. Yo preferí quedarme a un lado de esa conversación, solo gesticulando.
Al regresar a la casa, le ofrecí a Raúl que se quedara un tiempo. No era necesario que se metiera solo en su apartamento con sus recuerdos. Aceptó con recelo. Pedí a Blanquita que nos sirviera café en la sala, y me senté al lado de Raúl. Me sentí extraña. Por fin me sentía liberada del fantasma de Agua Caliente.
—Es café de Veracruz, del bueno —le dije, sirviéndole una taza. Me despojé de la chaqueta, el sombrero y toda la indumentaria, para quedarme con el vestido de algodón solamente. Raúl había recuperado el color de la cara. Me gustó verlo más tranquilo. Al verlo sorber de su taza, entendí que éramos similares en muchas maneras.
—Debes tener cuidado. Si ellos mataron a Berni, podrías ser tú el siguiente —le expuse preocupada por él.
—No sucederá —reconoció secamente. Dejó su taza a un lado y me disparó la pregunta—: Carmela, necesito saber algo… ¿Florencia era hija de Bernardo?
—No empieces ahora, Raúl. No es el momento —gruñí levantándome y tratando de huir a mi recámara. Pero se levantó y, con pasos amplios, me alcanzó cortándome el paso. Quedó de pie frente a mí, mirándome, a solo unos centímetros de mi cara.
Puso sus manos en mis hombros, apresándome. Lo hizo con un asomo de violencia, pero no me sentí ofendida, sino excitada al sentir su fuerza. Su cara no sonreía. No mostraba ninguna expresión o rasgo de sentimiento que me hiciera entender en qué pensaba. Abrí la boca, pero no pude decirle nada. Había cambiado, y ese nuevo hombre que me tenía en sus manos desbordaba violencia. Pero toda ella la sentía mía, propia.
Con lujuria, me mordió el labio antes de besarme. Su lengua entró en mi boca, rígida, cual miembro en mi sexo. Cuando se apartó, me dijo de manera inocente:
—Carmela, no puedo dejar de pensar en tu cadera…, en tus ojos.
Le sonreí. Fue algo que no esperaba escuchar, con su espíritu animal flotando en el aire. Le robé un beso delicado y le ordené:
—Bésame.
—Sí —me indicó mientras sus músculos faciales se relajaban con un ligero levantamiento en las esquinas de su boca. Primero me besó el cuello, lentamente fue bajando por mis hombros. Con su mano derecha frotaba mis senos. Sus dedos se colaron en mi vestido y jugaron con mi pezón.
Comencé a desnudarme, desabrochándome los botones. Mi vestido cayó al suelo, ofreciéndole mi ropa interior. Raúl continuó besándome hasta el ombligo. Ahí jugó con mi cadera y me arrastró al suelo. A la alfombra de mi sala. Sabía que seguiría en descenso su camino hasta descubrir mi sexo. Sentía un gran placer al saber que estaba siendo explorada.
Los labios de mi entrepierna están metidos hacia dentro, como los de una chiquilla, apenas cubiertos por una pelusa transparente. Mi amante apartó suavemente los labios internos, aventurándose a chuparlos y separando con su lengua las partes hasta encontrar mi clítoris. Con un cúmulo de sensaciones en mi mente, noté que crecía al sentir su lengua rozarlo incesantemente. Se chupó el dedo para mantenerlo húmedo y no lastimarme. Se aproximó despacio, tocándome cada rincón. Incitando con sus movimientos mis partes escondidas. Besó mi muslo con delicadeza mientras su mano me llevaba a las alturas. Comenzó a hacer dibujos con la punta de su lengua, acercándose y alejándose. Haciendo que me anticipara al toque y saltara por el éxtasis. Suavemente, separó más mis piernas con sus manos. Logró que me moviera de abajo hacia arriba, invitándolo a acercárseme y que llegara más profundo, hasta sentir que mi diminuta perla se ponía totalmente rígida. Eso provocó que mis piernas se estremecieran, junto con mis gritos de total placer. Cuando sentí que estaba alcanzando el espasmo, levanté la pelvis en el aire, aferrada a sus cabellos. Una corriente eléctrica corrió en el interior de mi cuerpo.
Después de esa locura, me cargó hasta mi habitación, donde me hizo el amor lentamente, parecía haber guardado todo ese deseo por años. El tiempo dejó de andar. Me sumergí en sus brazos y caricias. Cualquier otro hombre que me hubiera tocado quedó olvidado. Estaba totalmente loca por él. No me importaba si era lo correcto o no, solo quería que nunca dejara de hacerme así el amor. Al terminar, quedamos tirados boca arriba entre las sábanas, desnudos, agarrados de las manos.
—Me lo preguntaste. No te contesté —le dije entre mi respiración pesada por el ejercicio—. Florencia es hija de…
—Va ser mi hija. Eso es lo que importa —dijo seriamente Raúl. Me levanté admirada. Ofreciéndole mi cara sin mentiras ni medias verdades.
—Lo siento, si te enteraste, Raúl… Necesitaba a alguien y… —traté de explicar, de decirle que todo era dolor después de lo sucedido en Tijuana. Que ante la idea de tener a alguien que realmente me protegiera, sucumbí como una chiquilla.
—Nunca te disculpes por lo que hiciste. Pero tampoco nunca me disculparé de lo que yo he hecho —me soltó. No comprendí del todo, pero sabía que lo que me ofrecía era un nuevo principio, una vida nueva.
—Yo nunca te lo cuestionaré —admití, sabiendo con quién me estaba acostando. Quizás no toda la verdad, pero no era tonta.
—Quizás necesite hacer peores cosas… —me informó.
—Ahí estaré, a tu lado. Apoyándote, amándote —le indiqué. Mi mano le acarició el pecho—. Tal vez es hora de que alguien te rescate, Raúl.
Le traté de explicar de la manera más seria posible, mirándole, que tendría un pilar a su lado: yo. Diciéndole con mis ojos que yo no era una pieza de decoración en su vida, un trofeo para enseñar en las fiestas, como lo había sido para el coronel Serrano.
Vi cómo se le iluminó la cara a Raúl. Por fin había logrado que ese rostro demostrara un sentimiento. Eran años de tratarnos como amigos y confidentes. No había que decir nada más entre los dos. Entendía que yo estaba a su lado como amante, socia y quizás, con el tiempo, esposa.