6
Agosto, 1942

Abres los ojos. Te has perdido las últimas horas de tu vida. Cero. Totalmente perdidas. Primero agitas la cabeza para dejar escapar las estrellas y zumbidos que nublan tu mente. Luego recuerdas que lo último que viste fue un puño cerrado viajando hacia tu nariz. Ya venía manchado de tu propia sangre. Comprendes que Raúl Duval te noqueó. El cabrón golpea como si tuviera un par de yunques en cada puño. Habías oído hablar de que los de Sinaloa eran buenos boxeadores, pero ese hijo de puta era un tanque Panzer alemán.

Ahora, tratas de reconocer dónde estás y cómo estás. Lo segundo es fácil de responder, pues no puedes mover nada más que la cabeza. Seguramente te encuentras atado en una silla. Tratas de buscar referencias que te ubiquen, que te den una idea. Escuchas al fondo la música de una orquesta. Están tocando un foxtrot, acompañado del murmullo de personas. Supones que sigues en la casa de Virginia Hill. Hay algo que te lo confirma: la misma mujer.

Virginia Hill está sentada frente a ti en un sillón de piel cual emperatriz de Egipto. Mantiene las piernas cruzadas, enseñando una de ellas de manera magistral entre su vestido color marfil. La mano derecha sostiene un cigarro, nerviosa. Es de melena roja, grandes ojos y mejillas de muñeca de porcelana. No posee una gran belleza, pero exuda lujuria.

—Si estás vivo, te diré que eres un cretino. Si estás muerto, me encargaré de revivirte y volverte a matar —comenta sin prisa, aburrida de que la vida pasara lentamente. El acento en su inglés es del sur de Estados Unidos. Pegajoso y cantado—. ¿Periodista?

—James O. Ball… —respondes con una que otra estrella revoloteando aún a tu alrededor.

—No pregunté por tu nombre, sino si eras un idiota periodista queriéndote colar en mi fiesta para buscar tu nota… ¿Ball?, ¿como el imbécil del Buró de Narcóticos?

—Soy yo —afirmas. No vale la pena esconderte. Ella suelta una carcajada deformando su pose de diva, que ya había logrado establecer. La risa continúa opacando la música hasta que ella se tranquiliza y se acomoda en su sillón para acercarse a tu cara.

—¡Premio mayor! ¡Tengo a un sabueso del Buró de Narcóticos metido en mi casa! ¿Sabes que de gente como tú es de lo que se alimenta Bugsy? Le gusta comérselos fritos. Solo con un poco de mostaza y pepinillos. Recuerda, es judío, no italiano.

Virginia Hill se levanta y camina hacia ti moviendo el trasero. Sirve un poco de licor en un vaso corto, rellenado de hielos cual casquete polar. Bebe de él con un guiño de desagrado por estar contigo. Aprovechas para mostrar que no tienes miedo:

—Esto no ha terminado…

—Necesito aclarar algo aquí: no va a ver más escándalos. No quiero saber qué tramas, pero no será hoy ni en mi casa —te dice Virginia Hill molesta por el espectáculo que montaste en su fiesta de alcurnia. Otro trago de su licor entra por su boca.

—Sé quien es realmente usted.

—¡Basta ya de tonterías! No le gustará nada de esto al secretario de Gobernación, Miguelito Alemán. Es muy celoso de sus cosas —te explica, confirmando algo que ya sabías: que la Hill llegó al círculo del poder acostándose con Alemán. En efecto, estaba protegida por todos lados. En Estados Unidos, por Luciano, que trabaja para el ejército. En México, por Gobernación—. ¿Realmente deseas salir corriendo a gritar que somos criminales? —te pregunta desatándote de tu silla—. Adelante, hazlo. Si no le hemos declarado la guerra a México, con algo así lo lograrás. Mira, Ball, esto es un negocio.

—Las drogas… —le interrumpes de inmediato, pero ella mueve la cabeza desesperada de tus desplantes patrióticos. Se gira hacia la música, donde la diversión le llama.

—Es un negocio —te repite, levantándose y yéndose a su fiesta.

—¿Ya despertó nuestro bello durmiente? —grita el coronel Serrano entrando en el cuarto. Es tu enemigo, y te tienen perfectamente agarrado por los huevos. El único culpable de esa situación eres tú. Si pudieras, también te golpearías, por imbécil. Virginia Hill desaparece al ver que su socio se hará cargo de ti. El coronel Serrano sonríe como si fuera un viejo amigo tuyo. Toma una silla y la pone frente a ti.

—Mijo, no es la mejor forma de llegar con nosotros. Si hubieras deseado hablar, debo decirte que alguien inventó un aparatito llamado teléfono. Sirve para que las personas platiquen —te explica cruzando su pierna.

—Es un hijo de puta. ¡Por usted perdí a Carmela! —le gritas rabioso.

—¡Los modos, James! Los moditos son los que nos vuelven diferentes… Recuerde que aquí en México hasta el presidente es un caballero. No diga malas palabras si visita casa ajena —explica tomando una copa y sirviéndote un poco de escocés.

—El Gobierno americano…

—¡Ah, cómo molestas! Mira, en este negocio no hay nacionalidades, mijo, solo vendedores —te explica Serrano, recostándose en su silla. Están solos. Estira la mano para ofrecerte la copa. La tomas. Fácilmente podrías lanzarte contra él, pero desistes.

—¿Me va a matar? —le preguntas tomando la copa y bebiéndola de golpe.

—¿Para qué? En diez años no me han hecho nada, no veo por qué en los siguientes puedas hacerme algo.

—Yo lo voy a matar por haberme arrancado lo que más amo de esa manera. Sabía que no volvería, supo infundirme la duda en mí sobre Carmela, algo por lo que nunca me perdonaré —le rezongas molesto. Pero las palabras suenan huecas en tus oídos: Carmela no te ama ya y tú has vivido aferrado con la ilusión de todo, desde ella hasta el patriotismo americano.

—Tú fuiste quien salió huyendo de México. Si tanto la amabas, deberías haber sido hombrecito y raptártela, como lo hacemos en mi tierra —te dice con el cejo alzado. No puedes rebatirle nada: tiene razón. Eres un cobarde—. Creo que me caes bien, gringuito. Eres medio pendejo, pero se ve que eres buen cabrón. Deberías hacer otra cosa, algo menos peligroso que ser un prohis. No sé, cantante, como Bing Cosby…

—Es que yo…

—No he terminado, mijo. ¿Has oído de un Max Cossman? Todos dicen que es gringo, igual que tú. Seguro bebe Coca-Cola, le gusta el béisbol y come perros calientes. Si tanto te encabrona la cosa, ¿por qué no vas y lo encarcelas a él?

—Dígame dónde está y con gusto lo hago…

—Ni idea, compadre. El cabrón es un zorro. Podría ser cualquier hijo de pelado. Nadie sabe mucho de él, pero él se encarga de distribuir la droga allá, en todo California, Nevada y Arizona. Yo solo la pongo en la frontera. Del otro lado, debe haber alguien que la reparta. Pero ese ya no es mi problema. Si vas a seguir en este juego, deberías pensar eso —expone tranquilamente Serrano. Al final, alza sus bigotes, que ya están blancos. Los años empiezan a caerle al viejo—. Ve y chinga a Cossman, no a mí.

—Quizás lo haga —terminas. No suenas muy convincente.

—Me parece pocamadre. Le pediré a un chófer que te deje en Insurgentes para que tomes un taxi hacia el aeropuerto —prorrumpió el coronel, levantándose y dándote palmaditas amistosas en la espalda, que también te duelen—. Mira, mijo, estás jugando fuera de tu campo.

—¿Y ya?

—La fiesta se acabó para ti. Tú no viniste a desenmascarar a nadie, es más que obvio que te ves defraudado por tus jefes. Tú viniste a México a mendigarle a una pinche vieja, a rogarle que se fuera contigo. Y eso es de maricones, James —profiere el coronel, llevándose un cigarro a la boca y prendiéndolo. Así, vestido de etiqueta, es tal cual como se definió en tu último encuentro, El Catrín de las cartas de la lotería—. Regrésate a casa, amigo. Ve a patearle el trasero a los putos nazis, pero no vengas a chingarnos a México.

El humo de su tabaco se queda flotando alrededor de él a la manera de un manto de neblina.

Llegas caminando a la casa de piedra de época victoriana. Hay una formidable reja verde retapizada por las hojas de una buganvilia y salpicada por los brochazos de color lila de las flores. Atrás del muro se distingue una columnata cuadrada que aprisiona la terraza y dos ventanales en arco. Los remates no representan a su dueña, de curvas y belleza impactante. Al contrario, son escasos en adornos y tratan de buscar los ángulos rectos.

Acabas de fumar tu cigarro parado en el acceso. Conseguiste el tabaco con un boleador de zapatos que no dudó en regalártelo con una recomendación:

—Se ve mal, amigo. Si es por una vieja, déjela. Las putas no valen la pena… —terminó su sentencia con una sonrisa de dos dientes de oro. No era mala idea. Deberías hacerle caso a ese extraño y regresar a tu país dejando a un lado esta cruzada quimérica. Pero no, eres obstinado y terco. Por eso continuaste caminando por la calle arbolada hasta aquella casa que conocías bien, la de Carmela del Toro.

Alzas la mano para tocar el timbre. El movimiento te duele, seguramente se te desgarró algo en la pelea. También te punza la boca. No la has podido ver, pero seguramente tiene el tamaño de Texas. Ese derechazo de Raúl fue contundente. Literalmente, te rompió el hocico. El timbre resuena. Te vuelves a ver el horizonte, donde el sol comienza a salir entre los edificios perdidos en las copas de los árboles de la ciudad. Ha sido una noche alocada, pero no quisieras que terminara de esa manera. No te gusta dejar las cosas a medias. Te sientes incómodo cuando los hechos no se terminan y se quedan como las puertas de un sótano: abiertas, sin que nadie se asome ni para cerrarlas. Por eso haces la estúpida cosa que estás haciendo: tocar a la puerta de la casa de la mujer que ayer te despreció.

Tras varios minutos, el portón se abre frente a ti con un lamento oxidado. Una rendija apenas, pero suficiente para que logres ver uno de los ojos bellos de Carmela, parte de su cabello madera y una bata de satén azul claro. Entre la premura de abrir la puerta y cerrarse la bata, deja escapar una visión de su camisón de encajes.

—Hola. —Es la única palabra que sueltas. No eres muy bueno para estas cosas. Estás acostumbrado a dar órdenes, no a pedir perdón. La cara que ella te da por tu visita no es acogedora ni da esperanzas de que vayas por buen camino. Si estuvieras al bate en un juego de béisbol, estarías más fuera de juego que un novato.

—Vete.

—¡Espera! Me merezco unos minutos, solo unos minutos. Sé que quieres cerrarme la puerta, pero te pido… que me escuches —le sueltas a ese par de ojos que sigue observándote con dureza. Ella cierra los párpados. Lo hace lentamente. Sientes un respiro. La puerta se abre más, mostrándote totalmente a Carmela. Aun sin su maquillaje es impactante. Su piel almendrada contrasta con el satín de la bata.

—¿Qué quieres?

—Deseo pedirte perdón por el escándalo de anoche. Yo… —balbuceas como un tonto. En parte porque llegaste ahí pensando en el discurso que le darías en la puerta, diciéndole lo importante que era para ti.

—Ya te había dicho que disculpa aceptada. ¿Quieres un poco más de verdades para acabar de aderezar nuestra noche? —comenta con cara de hartazgo, estirando las manos para desperezarse un poco—. Te ves hecho una mierda, James. Das lástima —comenta apoyándose en la puerta abierta, invitándote a pasar. Pero tú sigues desubicado, sin lograr entender a esa mujer mexicana—. Más por venir ahora arrastrándote.

—Lo siento…

—¡Vamos, entra a la casa a darte un baño! —te murmura dándote golpecitos con el dedo en la camisa sucia. Te sorprende aún más. Es una mujer intrigante. A tus espaldas, pasa un panadero equilibrando una gran canasta encima de su cabeza. Al pasar, suena su timbre, arrancándote a ti y a Carmela la atención de la charla. Ella se abraza al sentir un escalofrío por el fresco matutino. Entonces, da un paso hacia atrás, señalando su casa—: Pasa ya.

Te lleva al interior de su mansión, prendiendo las luces de cada cuarto a su paso. Despierta a la servidumbre, dando órdenes de que te traigan ropa limpia y preparen comida. Te deja en uno de sus baños con una hilera de toallas. Al cerrar la puerta, te quedas solo con tu imagen del espejo. Te miras en él. Hay una fea abertura en la parte alta de la nariz, con sangre coagulada. El ojo izquierdo está hinchado como balón. Múltiples moretones en la mejilla izquierda. Parece que peleaste diez rounds con un boxeador profesional. Empiezas por revisar lo que hay en el cuarto, buscando descubrir rastros de que Carmela esté acostándose con alguien. Pero solo hay aditamentos para el pelo y perfumes femeninos. Te sientas en la tapa del escusado y tomas un largo respiro. Sientes que es absurdo estar en ese baño, y ella, fuera, en bata. Los recuerdos de la noche anterior no son placenteros. Carmela te ha llevado a cuestionarte tu vida. Reflexionas sobre qué vas a decirle, pues supones que estás cansado de pelear. Te desnudas. El agua caliente seguramente te refrescará las ideas.

Al salir de la ducha encuentras en la cama del cuarto una muda de ropa limpia doblada cuidadosamente y un aroma a café recién hecho que excita tu olfato. Te vistes con cuidado de no hacerte daño y sales a la sala, donde el olor del café se mezcla con el de pan horneado. Carmela no se ha vestido, sigue en bata y camisón. Hay una mesa puesta, con unos huevos revueltos, frijoles y tortillas al lado. El tan esperado café, humeando, escolta el plato.

—Mucho mejor. Al menos ya dejaste lo pálido y sucio en ese baño. La ropa era de mi difunto esposo. Te queda bastante bien. Le hubieras gustado —admite Carmela, tomándote de la mano hasta una silla—. Vamos, siéntate.

Mientras bebes el café, ella saca un botiquín. Moja un algodón y lo coloca en el ojo herido. Te quejas.

—Cállate. No mereces decir nada. Me arruinaste la noche —te gruñe molesta, terminando de curarte. Suspiras, pues piensas que estaba con Raúl. Comprendes que ahora ella está interesada en él.

—¿Realmente fue terrible? —preguntas.

—Pasarás a la historia entre las fiestas de los de la alta sociedad. Fue casi tan bochornoso como la vez que Maximino Ávila Camacho persiguió a su hermano a balazos —coloca algunas cintas en las heridas y guarda el botiquín.

—¿Al presidente? —balbuceas sin entender el comentario.

—Aquí en México, ni el presidente es intocable, James —dicta seriamente sirviéndose para ella una taza de café y sentándose a tu lado. Pone los codos en la mesa, con ojos de ensoñación.

—Carmela, ¿sabes quiénes son ellos?, ¿el tipo de gente? —preguntas tomándole la mano. Ella levanta los labios.

—¿Quiénes? —lo dice con desprecio hacia ti.

—Serrano… Siegel… Y Raúl también. Son traficantes de droga —explicas. Carmela mueve la cabeza.

—No soy tan tonta como parezco. Igual están metidos secretarios, militares y no dudaría que el mismo presidente. ¿Quieres que les retire la palabra a todos ellos? —suelta de nuevo con su humor ácido.

—¿No te importa? —logras balbucear sorprendido por su respuesta.

—¿Por qué habría de hacerlo? Ustedes, los americanos, son los que consumen esas cosas. No por eso los juzgo tampoco.

—¿Esa es tu respuesta?

—A mí no me afecta —termina de manera lapidaria, levantando los hombros y haciendo que la bata le resbale por uno de ellos mostrando su piel color canela.

—Pero… Están… en contra de la ley. —Es tu único comentario. Algo que dices de modo automático, como si lo hubieras aprendido de memoria.

—Para tus ojos. Si vendieran…, no sé, jitomates…, serían comerciantes. James, si no quiero que nadie me juzgue, no veo por qué hacerlo con los demás.

—Es por el dinero, ¿verdad? —tratas de averiguar viendo el lujo de la casa con sirvientas en uniforme y muebles europeos. Pero Carmela suspira desilusionada.

—Sí, es por el dinero. Compra cosas, James. Cosas buenas.

Sacas tu última carta, pensativo, recordando lo que el coronel te había dicho horas antes en la casa de Virginia Hill:

—Si te dijera que podría tener el mismo poder y dinero… Sé como hacerlo. ¿Te casarías conmigo?

Carmela se levanta de la mesa, camina hasta tus espaldas y cruza sus brazos en tus hombros. Te da un beso en la cabeza, como si fueras su muñeco de felpa.

—No, James. No te amo. Hace tiempo me enamoré de lo que representabas: el extranjero que vino a salvar a la inocente mexicana. Me enamoré de esa ilusión, no de tu persona. Creo que en el fondo debo decir que no me gusta tu forma de ser.

—¿Cuál forma de ser? —tratas de girarte, pero ella sigue abrazándote. Solo oyes un murmullo:

—Tu doble moral. Cazando criminales, pero sin ser muy distinto a ellos… Prefiero a los que son gánsteres abiertamente.

No hay más que decir. Ella te suelta. No puedes volverte para verla, pero escuchas que camina dando vueltas alrededor de la mesa. Tu vista está fija en su taza de café. Está la marca de su lápiz labial en el borde. Como en todo lo que toca, ha dejado su estampa. Ella es una mujer única. No va ser fácil que la olvides.

—¿Realmente no tengo ni una oportunidad contigo, verdad?

—Ni una sola, James —responde de inmediato. Regresa a su asiento. Los ojos se posan en los tuyos—. Lo siento mucho.

—Creo que a eso vine. A escuchar eso —admites con dolor, aunque no por las heridas de la pelea. Te levantas limpiándote la boca con la servilleta—. Es hora de irme.

Carmela no se levanta. Se queda con su desayuno, alzando la vista hacia ti, cual esposa que sabe que su marido se va al trabajo esperando solo un beso. Sabes que ni eso te dará. La has perdido.

—Te deseo la mejor de las suertes, James.

Tragas saliva. Ahora tú deseas llorar. Ves la fotografía donde está Carmela de joven, cargando un bebé. A su lado, su esposo. En cierto modo, la comprendes. O al menos tratas de hacerlo.

Pero no dices más, das media vuelta y sales lentamente de su casa. En la puerta, su sirvienta ya espera para abrirte el portón. De pronto estás fuera, en la calle. De nuevo frente a la barda de buganvilia que ya parece estar despierta totalmente con el sol en cada hoja.

—Necesito hablar con él… —te dices en un murmullo tocándote la herida. La calle está más llena de vida, con personas caminado tranquilamente. Una pareja te saluda. Él, inclinando su cabeza y llevándose los dedos al sombrero. Ella, solo con una ligera reverencia. No parece interesarles que hay una guerra en Europa o en las sierras de Sinaloa. Escuchas que te dicen al pasar:

—Buenos días, señor.

Son mexicanos. Nunca lograrás entenderlos.