5
Agosto, 1942

Algo de bueno le habrá encontrado el general Cárdenas al gordo de Manuel Ávila Camacho para seleccionarlo como presidente. Lo conocía de las fiestas de su mujer, doña Soledad. Aunque lo llamaban el Presidente Caballero, a mí me parecía una mosquita muerta, demasiado meloso para mi gusto. Tampoco era de mi agrado su hermano, Maximino, quien era lo contrario.

Soledad era llenita y, cuando se reía, inflaba los carrillos como un cerdito. Con cualquier cosa se ruborizaba. Era el mejor ejemplo de por qué se me hacía hipócrita la sociedad de San Luis Potosí. Miento, toda la alta sociedad de México. Ella era igual de devota y persignada que ellos. Como buena mujer de Jalisco, primero le dio por andar de coqueteo. Luego, de persignada con curas. La hipocresía era una de las cosas que más odiaba. Sin embargo, si deseaba ser una dama de la alta sociedad de México, viuda y madre, tenía que callarme, sonreír y beber el cafecito con cara de tonta, levantando los labios como un pato al beber de la taza. Siempre felicitando a esas estiradas por sus logros como esclavas del marido, la vajilla importada o los revolcones con el amante. Dependiendo del tema. Haciendo eso, te dabas a querer por todas y terminabas invitada a todos los eventos que valían la pena. No era un trabajo difícil.

La primera dama de México se dedicaba por entero a atender su hogar y a su marido, a quien cariñosamente llamaba Manolo. Doña Soledad asistía a casi a todos los actos oficiales, no fuera a robarle a su gordito una flaca buenota. Siempre estaba arreglada y cubierta de pieles caras. Se había dedicado a buscar los sombreros más ridículos posibles, para enseñarlos al grupo de amigas y preguntarnos nuestra opinión. Todas mentíamos.

Tampoco entendía por qué me tenía tanto amor. Me decía siempre que debía de ser duro arreglárselas como viuda joven con una niña. Ella estaba enamorada de Florencia y en su cumpleaños siempre le mandaba una enorme muñeca de porcelana que seguramente les costaba el gasto corriente de algún estado del país. Supongo que era porque no tenían niños. Por esa razón me decía continuamente:

—Haces niños muy bonitos, Carmela… Deberías hacer uno para mí.

Yo me reía, pero de gracioso no tenía nada. Creo que la fascinaba la idea de tener como amiga a una excantante y actriz que compartió pantalla con actores americanos, que fue comadre de Lupe Vélez y que solía ser la delicia de los fotógrafos. Aparentemente, vivía a través de mí lo que ella nunca sería. Por eso le encantaba salir abrazada a mí en las fotografías de las páginas de sociedad de los periódicos, y le informaba al periodista:

—Ella es la famosa Carmela del Toro.

Aunque no fuera madre, me engatusó para apoyarla en los eventos que desembocaron en la institución del 10 de mayo como el día dedicado a las madres. Me decía que yo era el ejemplo de madre sola, entre las otras mujeres mojigatas, que estaban casadas pero con una cornamenta enorme gracias a los depravados de sus maridos.

Acostumbraba invitar todos los días a mucha gente a comer, o a las amigas para hacer deporte. Le encantaba jugar al tenis. Ahí, en el Club Chapultepec, era donde más la veía. El tenis era también mi deporte preferido. Me servía para no sentirme decrépita entre tantas tacitas de café en reuniones mojigatas. Creo que era en lo único que me ganaba, en el tenis. Por eso la escogía para los partidos de dobles. Yo siempre me vería mejor vestida de blanco al lado de ella, pero su tiro de zurda era más contundente. Era en la cancha, los fines de semana, donde yo podía presumir de mis piernas y mi cintura de avispa. Doña Soledad me decía con odio cuando perdíamos:

—¡Ay, mija! ¡Tanta belleza para ser tan burra! —Puesto que, claro, si fallábamos, era mi culpa. Si ganábamos, era por ese golpe de izquierda.

La conocí antes de que nominaran a su esposo a la presidencia, en una fiesta a donde me invitó como pareja el coronel Serrano. Era común que él me pidiera ser su compañera en las reuniones pomposas. Era un buen accesorio a su ropaje. Bella, inteligente y agradable. Sabía mi trabajo. Lo veía como la cuota que debía pagar para devolverle los fajos de billetes que mandaba a mi casa. La cuenta que había tenido para el futuro de Florencia se había visto afectada por unas malas inversiones que hice en la crisis a finales de los treinta. Cuando le conté al coronel que parte de ese dinero se había perdido por una mala transacción, duplicó las cantidades que Raúl me mandaba, y coloqué ese dinero en un banco en Estados Unidos.

Casi al término del partido de dobles que estábamos jugando, antes de servir, doña Soledad me preguntó:

—¿Qué vas hacer el sábado, querida?

Fallé el saque. Cerré los ojos, rogando a la Virgen que me diera fuerzas para no colocarle de sombrero la raqueta a la esposa del presidente por esa inoportuna pregunta. Al soltar el segundo servicio, doña Soledad siguió acribillándome:

—Hay fiesta. Me dijeron que van a ir actores de Hollywood.

Perdimos el juego. No podía cerciorarme de que la pelota fuera devuelta en la cancha y al mismo tiempo pensar lo que decía para no herir los sentimientos de la mujer más poderosa de México. Ella fácilmente podía mandar a su escolta que rodeaba el club para matarme con solo chasquear los dedos.

—¿Qué tanto me parloteas, Soledad?

—La fiesta… De la que todos hablan.

—Soledad, si tanto te intriga, ve a la fiesta…

—No puedo, Carmela. Tú lo sabes. No puedo ser vista con esa gente de dudosa moral. Alguien en esta ciudad debe hacer las cosas correctas y no dejarse engatusar por sus tonterías —me explicó mientras un ejército de asistentes le daba toallas para secarse el sudor y otro pelotón la iba siguiendo cual jauría para cuidarla.

—¡Por el amor de Dios, Soledad! Pero si es de Virginia Hill. Ni que te hubiera invitado Mussolini —exclamé secándome el sudor.

—Tú sabes lo que dicen de ella: fue amante del Chato Suárez, el hijo del secretario de Hacienda de Manolo, del capitán Luis Amezcua y de ese desagradable senador Carlos Serrano, el dueño de los antros… ¿Qué no es algo del coronel? —dijo con ganas de chismear.

—Que yo sepa, no lo es. Pero parecen ambos cortados con la misma tijera —admití. El senador Serrano era del grupo del ahora secretario de Gobernación, el protegido del presidente, el que fuera gobernador de Veracruz, y quien organizó la campaña presidencial de Manuel: Miguel Alemán.

—Si vas a pensar que solo porque es actriz es una prostituta, entonces te recomiendo que lo pienses dos veces. Porque ya nos metiste en ese saco a mí y a Dolores del Río —le expliqué recibiendo una limonada que nos sirvió uno de sus múltiples asistentes mientras nos sentábamos en una de las terrazas del club.

—Tú sabes a lo que me refiero… —me soltó con tono amargo.

—Soledad, en verdad, relájate. Solo es una reunión —le expliqué. Sabía que estaba sufriendo por saber que no podría asistir a la gran fiesta que ofrecían Virginia Hill y Bugsy Siegel en su casona de la colonia Roma. Eran los socios de su cuñado, Maximino, por lo que todos los buenos fiesteros de la capital habían sacado de la tintorería sus galas para asistir. Pero doña Soledad sentía que era algo pecaminoso relacionarse con ellos, aparentando no saber que su esposo era quien los había invitado a estar en nuestro país. Eso yo lo sabía por buena fuente, pues Raúl me había contado que estaban trabajando en un importante negocio de importación de productos de agricultura con esos americanos. El coronel Serrano parecía un niño con juguete nuevo. Cuando iban a comer a la casa, generalmente los jueves, no dejaban de hablar de cifras y cargamentos de muchos dólares.

Desde luego que yo asistiría a la fiesta. Aunque era solicitada por derecho propio, como una de las más importantes mujeres de la alta sociedad, este era el tipo de eventos a los que me llevaba el coronel, diciendo que conmigo a su lado cerraba más negocios que con una chequera. Yo me dejaba querer y así podía lucir mis vestidos o joyas.

Un asistente de doña Soledad se acercó para decirle algo al oído. El rostro de ella resplandeció cual chiquilla a la que avisan de que se acerca un regalo para ella:

—Me dicen que está ella aquí.

—¿Quién?

—Virginia, la gringa.

Tuve que reír, pues me sentí como una quinceañera en secundaria de monjas. Supongo que Soledad disfrutaba tanto como yo.

A nuestro alrededor estaba la flor y nata de la sociedad en México. El tenista Pancho López nos saludó haciéndole un chiste a la esposa del presidente sobre su saque. María Félix apenas si levantó la vista al acercarnos, en una de sus típicas poses de diva. Se sentía superior a la esposa del presidente. Creo que en verdad lo era.

Esa era mi vida, sencilla y banal. Como siempre la había deseado.

—¿Qué pasa con el coronel, querida?

—¿Qué pasa de qué, Soledad?

—No lo sé… ¿Sales con él? —me interrogó. Yo no era abierta en mi vida personal. La mayoría de la gente se había tragado la obra montada por Papá Oso de que Florencia era su hija y que yo seguía en duelo después de su muerte. Pero, al pasar de los años, las mujeres de mi círculo se sentían nerviosas de que, aunque tuviera pretendientes, no soltara prenda con ninguno.

—Es un buen amigo.

—¿Y su ahijado? Me han dicho que es guapo el muchacho —comentó inyectando el aguijón en mí, tal como lo haría una adolescente hablando sobre el chico que le gusta en misa de los domingos.

—¿Raúl? Lo conozco de años… Es un tipo serio, pero en el fondo agradable —respondí pensativa. Raúl era atractivo, pero nunca lo había visto como una posible pareja.

—Una mujer necesita un esposo, querida.

—Lo sé —le expliqué recordando las caricias de James, la noche que estuvimos haciendo el amor, todo eso que aún quedaba en mi recuerdo. También evoqué el dolor de la cama vacía, las llamadas por teléfono en la madrugada, borracho, para luego colgar. Con el tiempo supuse que solo algo pudo haber destruido su fascinación por mí: el coronel. La mano de Soledad se posó en mi hombro. Parecía una madre haciendo cariños a su hija adolescente. De pronto, cambió el semblante, arreglándose el cabello y colocándose una careta de felicidad plena. Vi que era por la pareja que venía hacia nosotros. Él era un hombre de buena estatura, pelo relamido y un elegante bigote en línea arriba de su amplia boca. Le faltaba quijada, pero se reía afablemente. Ella estaba hecha de curvas, cara cuadrada que le otorgaba una fuerza extraña en una mujer. Vestía elegantemente unos pantalones cortos de seda y una blusa marinera. Era un encanto de conjunto, seguramente adquirido en Hollywood.

—¡Miguelito! —exclamó Soledad. Si hubiera tenido rabo, lo habría movido de un lado al otro, alegre. Quizás lo hizo, no vi debajo de su falda blanca.

—Buenos días, doña Soledad —dijo el licenciado Alemán adelantándose a su compañera con una gran sonrisa todo dientes y su bigotito encima. Iba de pulcro blanco, vestido para un par de juegos de tenis. La cara de doña Soledad se iluminó como si hubiera visto encarnado en ese hombre al mismo Jesucristo. Luego, él se volvió para saludarme de mano también—: ¿Cómo ha estado, Carmela? Un placer verla.

Acepté el saludo, pero no me levanté. Conocía a Miguel Alemán Valdés, el protegido veracruzano del presidente. No era alguien a quien Serrano apreciara. Sentía que, por no venir del ejército, era un arribista. Pero yo pensaba que más bien lo veía con recelo por su exitosa carrera política. Era un hombre de muchas mujeres. Más de una de mis amigas había pasado por su cama. Yo lo veía y no comprendía el éxito de sus conquistas.

—Te ves hoy espectacular —me dijo, besándome la mano de manera seductora. Creo que a Soledad no le gustó tanta atención a mi persona por parte de su protegido.

—Será el sol, licenciado, que lo tengo a las espaldas —le respondí recogiendo mi mano antes de que se la nacionalizara, como había hecho con la mayoría de los sindicatos.

—Graciosa, como siempre. Por algo no la suelta el coronel Serrano —respondió enseñando toda su dentadura. Esa sonrisa la tenía tan practicada como todos sus gestos. Se giró para presentar a la famosa dama de las revistas, la socialité del momento, Virginia Hill—. ¿Conocen a nuestra amiga, Virginia Hill? Fue actriz, como usted…

Virginia fue más inteligente y saludó elegantemente a la esposa del mandatario de la nación. Su atención fue desmedida hacia ella, con un inglés deliciosamente sonoro de la Costa Este:

—Doña Soledad, es un verdadero placer. He pedido que mandaran una invitación a su casa para la fiesta del sábado. Me pregunto si nos honrará con su presencia.

—Lo siento mucho, encanto. Mi Manolo tiene un evento importante en Iguala, Guerrero. Tú entenderás que su profesión le da una agenda complicada —respondió Soledad con dificultad. El inglés no era lo suyo.

—Será una calamidad si no la tengo como mi invitada. En verdad deseaba su presencia. A mi novio, el señor Bugsy Siegel, le hubiera encantado tomarse una copa con usted —volvió a decirle con modales arreglados. Virginia no hablaba como una dama, si no como un poderoso empresario que desea venderte algo.

—No bebo, pero le doy mis bendiciones y que se diviertan todos —se despidió Soledad complacida. Ella no aceptaría la invitación, ni aunque fuera personal. Pero era tan insegura que se conformaba con poder decir que no a su manera para sentirse alegre. Virginia se volvió conmigo, después de hacer el correcto trato de darle prioridad a la primera dama:

—Buen día, Carmela. Miguelito tiene razón, te ves hermosa.

—El sol… No estoy ni mejor ni peor que otros días, Virginia. Pero se agradece tu comentario —me ruboricé.

—¿Te veré en mi casa el sábado? —me preguntó. Le ofrecí un guiño:

—Cuenta con ello, Virginia.

La americana me devolvió el gesto y se alejó para saludar a otras personas en el restaurante. Ella adoraba asistir con pieles costosas al recién abierto hipódromo, donde Bugsy Siegel apostaba fuertemente. También asistía en el Frontón México a los partidos de Jai Alai y a los bailes de la gente del Gobierno. Era realmente el personaje del momento.

—¿Me regalará un baile en la fiesta? —preguntó el licenciado Alemán.

—Pregúntemelo el sábado —no me comprometí, dándole un beso en la mejilla.

El licenciado se despidió. Creo que no le gustaron mis respuestas, pero a mí tampoco me agradaron sus insinuaciones. Me molestaba que todos me etiquetaran como una necesitada de sexo solo por ser madre viuda.

—¿Te interesa, Carmela? —crujió con odio doña Soledad.

—Claro que no, Soledad. Me molesta que no lleva más de cinco años con la pobre de Beatriz y anda de rabo verde. Tú, que se lo perdonas todo —le expliqué en un tono suficientemente bajo para que no lo oyera todo el Club Chapultepec, pero lo suficientemente alto para que María Félix lo escuchara. Alzó la vista y me miró con ojos de fuego. Ese petardo era directo para ella.

—¡Carmela! ¡Por Dios!… —se persignó Soledad, volcándose a un color que puso sus mejillas como grandes manzanas.

—Prometo platicarte los chismes de la fiesta el lunes.

El único deseo que tenía era ser querida. No me refiero a casarme, sino a sentirme deseada. Tampoco necesariamente por un solo hombre. Acaso, sentir las miradas de deseo de muchos. Por ello, si iba arder en este infierno como una condenada, trataría de ser la mejor vestida, la más deseada y, desde luego, la más querida.

Debería conformarme con el amor de mi hija, lo sé. Pero ese amor de madre no compite con el orgullo de sentir las miradas en mi cuerpo. Una vez se lo dije a Papá Oso, cuando estaba embarazada y temía quedar hecha una bola de cutis deforme, pensaba que iba a perder todo eso. Pero mi difunto esposo, querido padre y amada amiga me dijo, con la tranquilidad inteligente de alguien que sabía que estaba a unos escalones de la muerte:

—Carmela, tú naciste para ser princesa. Aun inflada como globo de Cantoya, atraes las miradas de los hombres. Debo decirte que si algún día vuelvo a nacer como macho, no te librarás de mí: seré el primero que te viole.

Poseía un humor ácido. Lo amaba. Era un desperdicio de hombre.

Así que después del parto me dediqué en cuerpo y alma a mantener la figura que tenía cuando era actriz. El tenis fue una obsesión. Comer moderadamente, odiando a las gordas que se zampaban todo el pastel y las galletas era otra. Al final no quedé como la flacucha que era. Mis partes se movieron. No en balde portas a un bebé de cuatro kilos dentro. Eso reestructura tu cuerpo. En algunas mujeres hace destrozos. En otras, maravillas. Tal vez estaba sentenciada para el desastre en la vida, pero al menos me favoreció moldeándome mejor con la maternidad. Se me llenaron los pechos y recreció mi cadera, acentuando mis curvas. Quizás me molestaba que uno de mis pechos hubiera quedado más grande que el otro, pero creo que yo era la única que lo notaba tras quedarme horas en el espejo revisándome mientras en la gramola cantaba Toña la Negra.

—Uno de mis pechos llena más el vestido que el otro… —dije mirando mi reflejo. Estaba vestida para la fiesta de Virginia y había decidido usar un vestido de gala en satín dorado, amplio y hasta el piso. Ajustado a la cintura y con el busto sostenido por un trabajo de piedras. Había que llevarlo sin corsé, por lo que decidí usar una estola de zorro para que no fuera tan notorio que mis pezones se levantarían igual que dos torres apenas iniciara el frío de la noche. Pero el problema es que el busto derecho rellenaba más que el izquierdo. Estaba segura.

Pensé por un momento en mi pequeña Florencia, que tenía ya diez años. Le gustaba verme arreglar hasta que se aburría por tardar tanto y huía al patio a jugar. Por eso terminaba hablándome sola al espejo.

—No le hagas caso, te ves bien —me dije a mí misma.

—Siempre… —me respondió la imagen del espejo. Fue cuando escuché el timbre de la puerta. Había llegado mi cita para esa noche.

Seguramente, Blanquita haría pasar al coronel Serrano, le ofrecería algo de beber y Florencia saludaría, educadamente. Los dos, mi hija y el militar, reirían por tonterías. Mientras, dejaba pasar unos minutos de espera como la etiqueta mandaba. Las mujeres siempre debíamos hacernos desear. Me retoqué la sombra de los ojos, el cabello y me puse mi estola de piel. El espejo no mintió: me veía perfecta. Una pieza de compañía de lujo.

Salí del cuarto, dejando el eco de mis tacones en la madera del suelo hasta llegar a la sala. Al entrar a ella, logré escuchar la expresión:

—Estás hermosa.

Me volví con una estúpida sonrisa al que me esperaba de pie. Se me borró el gesto al verlo y la quijada se me cayó, admirada. Era solo Raúl y sí que se había arreglado también. Ya no era el muchacho flaco que trataba de hacerse pasar por duro. En su esmoquin, con el pelo relamido y el clavel en el ojal, era un hombre apuesto. No solo porque también era de Sinaloa, realmente tenía un aire, parecía Pedro Infante. Sin el bigote, claro.

—¿Raúl? —balbuceé incrédula.

—Mil perdones por no avisarte por teléfono. El coronel está en una comida importante de negocios que se alargó —explicó con un toque diminuto de nerviosismo. En su cara era imposible notarlo, pero había aprendido a leer sus facciones—. Seré tu pareja. Me pidió que te llevara yo a la fiesta.

Moví la cabeza aparentando desaprobar el infortunio, y de manera sarcástica pregunté:

—¿Lo de la comida es verdad o realmente está muy borracho para venir?

—¿Con cuál te enojas menos? —preguntó Raúl, mientras a mí me divertía hacerlo balbucear.

—Olvídalo… Vámonos.

Raúl suspiró, acercándose a mí y tomando el bolso de mano.

—Lo siento.

—Tú no has hecho nada. No deberías disculparte como perrito, Raúl. A las mujeres nos gustan los hombres seguros de sí mismos —le piqué en el orgullo y en su ego. Se abochornó por mi comentario, apenas pintadas sus mejillas de rojo. Se veía seductor con ese tono.

Condujo su automóvil con lentitud, tratando de retrasar la llegada a la mansión de Virginia Hill. La americana había alquilado una casona de inicios de siglo en la colonia Roma. Era un palacete elegante, donde desfilaban todos los que decían ser de la alta sociedad. Virginia Hill comentaba algunas veces que venía de Alabama, y otras de Georgia. Sabía caminar con clase y tratar a los hombres. Me gustaba, aunque no éramos cercanas. Llevaba una relación más o menos estable con su novio, Bugsy Siegel. Algunos días ella se acostaba con otros, y otros días él estaba con nuevas mujeres. Se querían de una manera extraña.

—Te queda bien el traje de gala, Raúl —le dije mientras fumaba un cigarro. Él se limitó a conducir.

—Gracias… Voy a boxear —explicó. Se le notaba que se cuidaba, pero su respuesta era burda. No me interesaba el informe de que hacía ejercicio. A este pobre había que educarlo. Años de conducir en las sierras al frente del coronel solo le daban para eso, pero con algunas clases hasta de actor podría pasar.

—¿Vas a estar conmigo o andarás atendiendo negocios con los gringos? —lo reté.

—Me ordenaron ser tu pareja.

—Disculpa, no pensé que fuera yo una imposición tan desagradable —suspiré expulsando el humo. Estaba molestándolo porque me sentía aburrida.

—¿Comiste gallo hoy? —preguntó él arqueando las cejas sorprendido. Y volviéndose a mirarme con un rostro más amable—. No te entiendo, Carmela. No merezco que me trates así. Supuestamente somos amigos.

—Ahora que lo comentas, no sé qué somos Raúl… ¿Crees que somos amigos?

—No lo sé. Yo así lo pienso.

—Me gusta. No lo había reflexionado, pero es verdad: tengo un amigo del sexo opuesto —comenté coqueta. Raúl no respondió. Aprovechó que teníamos un semáforo en rojo y me robó el cigarro. Le dio un par de caladas y lo dejó de nuevo entre mis dedos. Fue un pequeño roce, pero salté al sentir su piel.

—Entonces debo sentirme contento, soy amigo de la famosa Carmela del Toro —murmuró arrancando el automóvil de nuevo al cambio de la luz verde.

—Me sorprendes: muy dentro de ti hay un poco de humor. Deberías dejarlo sacar más a menudo. Te ves guapo si sonríes. A todas las mujeres nos gusta eso. —Decidí darle mi opinión, aunque no me la hubiera pedido.

—Quizás no me interesan todas las mujeres… —me dijo deteniendo el coche enfrente de una reja verde, donde un mozo en traje le recibió las llaves. No me dio tiempo de decir nada más. Me coloqué la estola de visón y bajé del coche tomando la mano de mi pareja. Cuando cruzó su brazo con el mío para caminar hacia la entrada, un par de flases nos deslumbraron. Eran reporteros tratando de cubrir las notas de sociedad. Me detuve, diciéndole al oído:

—Prueba ahora y pon sonrisa interesante, mañana saldrás en El Universal —le dije, colocándome para mi mejor ángulo. Dos disparos más de fotos y entonces comenzaron a repetir mi nombre los fotógrafos. Aún me recordaban de mis épocas de estrella.

—No me gusta ser el punto de atención —se quejó en un murmullo, mientras seguía caminando hacia la entrada.

—Ese es tu problema. Deberías empezar a serlo. Si tú te tratas como el chófer del coronel, el resto de las personas lo harán también —le expresé francamente. Raúl me agradaba realmente y creía que podía ser más si se lo proponía.

—Se agradece…, amiga —jugó. Le sonreí por su ocurrencia.

—¿Realmente piensas pasar la vida debajo de las faldas de tu padrino? —le pregunté. Él hizo un gesto de desagrado, torciendo la boca a un lado. Los dos cruzamos el gran portón labrado que un mayordomo nos abría. Entramos con lentitud, bañados por la luz que se escapaba por el vano. Ambos nos quedamos callados. Virginia Hill sabía hacer fiestas: toda la mansión estaba decorada en blanco y dorado, con cientos de candelabros en tono sepia que iluminaban el espacio. Había un enorme arreglo de alcatraces y jaulas doradas con periquitos esparcidas en el hall. La gente vestía de perfecta gala, con vestidos de seda y esmoquin. Para coronar el ambiente, una orquesta tocaba «Sophisticated Lady» de Duke Ellington.

—¡Uf! Se ve lujoso —se le escapó a Raúl, mientras me ayudaba a quitarme la estola y se la entregaba a una de las sirvientas que recorría el lugar. Al ver que se alejaban y volvíamos a estar solos, admitió—: No lo he pensado. Trato de no pensar en el futuro.

—Deberías.

Caminamos de la mano, como una pareja. Parecía que estar a mi lado le daba fuerza a él para introducirnos en el festivo ambiente. Saludé a mi paso a varios de los invitados. Luego saludé con la mano al licenciado Ramón Beteta Quintana y a su esposa. Por último, al diputado Alejandro Gómez Maganda. En todas, Raúl permaneció atrás, serio. Solo cabeceando su saludo al final, cuando nos alejábamos de ellos.

Nos cruzamos con Virginia rumbo al centro del salón. Llevaba una copa en la mano que nivelaba con profesionalismo para no regar una sola gota. Inclusive, cuando se carcajeaba de manera aparatosa.

—¡Carmela!… —gritó primero al verme. Luego, alisando su vestido color marfil, se volvió a ver a Raúl impresionada—: ¿Que no es el guapo de Raúl Duval? Te ves bien de esmoquin, querido.

—Gracias, señora —respondió con impresionante sequedad. Ella era parte de su trabajo. Esperaba un grado más de compañerismo en él, pero noté que para Raúl todo era difícil.

Regresamos a nuestra soledad, en medio de cientos de elegantes invitados.

—Yo hago las cosas a mi modo —gruñó Raúl.

—Déjate ayudar, Raúl… —logré decirle en un susurro cuando alcé mi brazo para saludar a un grupo de invitados que bebían entre risas. Eran líderes sindicales de Veracruz. Pero entre ellos distinguí a alguien—: ¡Licenciado Alemán!, ¿cómo ha estado?

El licenciado Miguel Alemán Valdés se acercó a mí, como siempre, galantemente, me besó la mano, inclinándose de manera principesca. Más de uno de sus acompañantes se quedó con la boca abierta al verme saludarlo con un beso. Sabía que saboreaban mi escote.

—Carmela, hoy me ha dejado sin habla.

—Gracias, licenciado. Quiero presentarle a Raúl Duval. Creo que lo conoce. Trabaja con el coronel Serrano —lo presenté. A regañadientes, Raúl dio un paso al frente. Extendió la mano y saludó, apenado, al secretario de Gobernación.

—Claro, claro. Mucho gusto, muchacho. Freddy Blumenthal me ha hablado de ti. Cosas buenas del negocio del norte —observó amablemente el secretario de Gobernación. Incluso hizo una seña para llamar a Alfred Blumenthal, el socio de Bugsy Siegel y del coronel Serrano, para que se uniera a la charla. Blumenthal apenas sobresalía de un grupo que bebía en el salón, riendo a carcajadas entre ellos. Todos le sacaban una cabeza. Parecía un muñeco de ventrílocuo en traje elegante, debido a su reducida estatura.

—Gracias, licenciado —respondió Raúl dejando mostrar un poco de su inseguridad en sociedad. Sabía que estaba jugando con fuego. Maximino Ávila Camacho odiaba al licenciado Alemán por ser el protegido de su hermano. No dejaba de decirle facineroso cuando este no estaba presente.

—Blummy… ¿Es este el señor Duval al que tantas alabanzas le ofreces? —cuestionó al americano.

—Es un gran chico, Miguel —le dijo en inglés Alfred Blumenthal, riéndose y abrazando a Raúl. Tuvo que levantarse de puntillas para alcanzarlo.

—México necesita visionarios como tú, emprendedores —explicó Alemán con un tono modulado de discurso como para la Cámara de Diputados—. Deberías pasar por mi oficina en Gobernación y nos vamos a comer con Blummy. Estamos abriendo una serie de negocios de hoteles en Acapulco, quizás te gustaría ayudarnos —lo invitó el licenciado.

—Bueno, yo… Estoy con el coronel —balbuceó buscándome con su mirada y tratando de verse tan serio como siempre. Nuestros ojos se cruzaron, sumergiéndonos en la mezcla de ambos. Traté de penetrar su coraza, de decirle que podía ser una amiga, una aliada. Pero solo vi vacío en él.

—Lo entiendo. No soy muy querido por tus jefes. Deberías pensarlo bien, recuerda que en dos años son las elecciones —se despidió, abrazando al pequeño gringo y alejándose.

Raúl se quedó congelado. Creo que me hacía sentir bien saber que era la única persona que lo podría volver vulnerable. Pasé mi brazo por el suyo, para arrastrarlo a por una copa. Era una fiesta y debíamos divertirnos.

—¿Se te hizo gracioso eso, Carmela? Si me ven mi padrino o el gobernador Ávila Camacho hablando con él, me linchan —gruñó molesto. Yo continúe a su lado—. Para mí no fue gracioso.

—Lo tomas a pecho todo. Relájate y vamos por un poco de champán. —Pedí en la barra mientras le acariciaba la mejilla para calmarlo. Mi mimo solo lo puso más rígido.

—Para mí, un martini… —le escupió al camarero. Desde que lo conocí, sabía beber. No tequila, como el coronel, sino cócteles. Era un bicho raro: un sinaloense que creció en Jalisco, pero que bebía martinis secos.

—¿Qué no los de tu estado solo beben cerveza? —puncé con malicia.

—Solo cuando estamos allá. En el desierto, la playa o la sierra —aclaró levantando su cóctel y bebiendo sin brindar conmigo. No le di importancia y también bebí de mi copa de champán.

—Estábamos hablando de tu futuro. —Conecté nuestra antigua conversación y bebimos de nuestras copas. Las burbujas cosquillearon en mi garganta. Hacía mucho que no me sentía así.

—Pues al parecer me ofrecieron un empleo hace unos minutos, si te interesa saberlo —refunfuñó Raúl. Sin embargo, luego de beber la mitad de su copa, me pareció que los hombros se le relajaban. Tanto, que se le notaba la pistola en la sobaquera—. Brindemos, Carmela.

—Por el futuro —propuse. Arqueó las cejas y me preguntó, intrigado:

—¿Tuyo o mío?

No le contesté. Solo llevé la copa a mis labios para que el rojo encendido de mi pintura labial tocara el ámbar de la bebida. Sé que le gustó, pues Raúl dejó de respirar por unos segundos.

—¿Está bien Florencia? —cambió de giro, devolviendo la copa vacía al cantinero, que comenzó a preparar otro cóctel, uniendo la ginebra con el vermú. Me admiré que preguntara por ella:

—Sí, lo está. Le agradas, ¿lo sabes? —Raúl de nuevo torció su boca. Soltó el aire como imitando una risa sarcástica. Se volvió para mirarme, clavándome sus ojos inexpresivos en mí.

—¿Y a la madre? —preguntó.

Nuestra charla se vio interrumpida.

—Carmela —escuché a mis espaldas. Supe de quién era la voz. Tenía acento del país del norte. Antes de verlo, pregunté admirada:

—¿James?, ¿qué haces aquí?

James O. Ball estaba a solo un paso de mí. Vestía un esmoquin en dos colores: saco blanco y pantalón negro. Combinaba a la perfección con su cabello rubio y lo hacía ver como un actor de películas. Raúl de inmediato dejó la copa y se puso tenso. Coloqué mi mano en su brazo, tranquilizándolo. Por un minuto nos limitamos a mirarnos los tres. James, a mi derecha, con los ojos vidriosos. Había bebido, quizás esperando a que apareciera en la fiesta. Raúl, a la izquierda, con su imperturbable gesto que era más aterrador. Yo era la única que mostró miedo. La orquesta comenzó a tocar de manera casual «My Heart Belongs to Daddy».

Though I’m in love, I’m not above.
A date with a duke or a caddie
it’s just a pose, ‘cause my baby knows
that my heart belongs to daddy

—Llevo horas esperándote. Necesito hablarte. Explicarte por qué me fui… —expuso James.

—Lárgate de aquí o te voy a matar.

—Fui invitado por el cónsul —lo retó.

—¿Qué haces aquí? —escupió Raúl.

—Vine a hablar con ella y, de paso, desenmascararé a tus socios frente a los periodistas que esperan fuera por una nota para mañana —le dijo James con los dientes apretados. Se veía diferente: viejo, cansado.

—¡Vamos, hazlo! Tú sabes que Siegel tiene amigos montados en todo el salón a quienes les encantará hacerte bailar —cuchicheó Raúl, haciéndome a un lado y anteponiéndose. Señaló a la esquina, donde un enorme hombre en traje y corbata miraba con los ojos entrecerrados. Era imponente, moreno y de gesto simiesco. Casi una columna—. ¿Ves a ese tipo? Le dicen Joel, la Demoledora. Dos cargos de asesinato en Brooklyn. Como él, hay una docena. Instalados en todo el salón para evitar que vaqueros como tú lleguen a hacer un espectáculo. Hace años te salvé la vida, esta vez no me tocaré el corazón.

—No eres tan importante, Duval. Estoy aquí por ella… —le dijo James señalándome. Trató de acercarse a mí para decirme—: Sabía que ibas a asistir.

Fue cuando olí su aliento: realmente James había bebido mucho.

—Sí, me importa. Por eso te voy a pedir que no hagas una pendejada —le dictó mi acompañante.

—No tenemos nada de qué hablar, James —le dije. Raúl de nuevo volvió a empujar a mi examante. Dio dos pasos y cayó de culo al suelo. La mitad de los asistentes a la fiesta se volvió a ver su ridículo, entre risas. La otra mitad estaba ya igual de borracha que él. Un mozo, de inmediato, le ayudó a levantarse.

—¡Vaya, vaya! Raúl dejó de ser el chófer del coronel para cuidarte.

De nuevo puse la mano en el brazo de Raúl. Estaba molesto, furioso. James tenía razón, no necesitaba de él para cuidarme. Lo había hecho sola durante años, y no dejaría de hacerlo esa noche.

—Déjanos solos —le ordené a mi pareja.

—Está borracho, déjame llevármelo. —De inmediato Raúl rezongó. Le di un beso en la mejilla para tranquilizarlo. Raúl se volvió hacia James, cerrándose la americana, le dijo en murmullo para que los asistentes olvidaran el empujón y la fiesta continuara—: No te quiero hacer daño, James. Mejor aléjate.

—Estaré bien —insistí. Raúl se alejó un par de pasos, pero sin quitar la vista de su contrario.

—Cada año te ves mejor. ¿Cómo has estado, Carmela? —balbuceó James. Yo lo tomé de la mano y lo llevé hacia la parte exterior de la mansión, a una gran terraza que daba a un jardín bellamente arreglado. No deseaba tantas miradas de chismosos alrededor.

—Estoy bien, James. Creo que lo sabes. Seguramente me has espiado.

—He preguntado, sí. Me da gusto saberlo. En verdad me sentí culpable cuando me fui… Tenía que saber que estabas bien.

—Lo estoy, lo estoy. Cometiendo las mismas tonterías una y otra vez, pero aquí sigo —me recargué en la balaustrada de piedra. De mi bolsa de mano saqué un cigarro. James de inmediato buscó en sus bolsillos. Al encontrar un encendedor, me lo ofreció prendido. El aparatejo tenía el escudo norteamericano grabado en él.

—No creo que seas tonta, Carmela. —De inmediato, me atropelló en mi comentario. Viendo que fue rudo, dio un paso para atrás. Con la cara caída murmuró—: Te extraño. No has contestado ninguna de mis cartas.

—Posiblemente no lo he hecho porque no veo razón de seguir un camino que solo lleva a un callejón sin salida. James, el mundo ha cambiado. Nosotros hemos cambiado: la vida dejó de ser sencilla desde que ese alemán decidió invadir toda Europa, ¿no crees?

—Austriaco… Hitler es austriaco —me corrigió.

—Mírame: la tonta de Carmela de nuevo —suspiré con un dejo de aburrimiento. No deseaba que James estuviera ahí pidiendo perdón. Lo que pasó entre nosotros había sido mucho tiempo atrás, la vida continuó. Le di una calada a mi cigarro y arrojé el humo a su cara, retándolo—. ¿A eso viniste, James?, ¿a darme clases de geografía?

—Me alejé de ti porque el coronel Serrano insinuó que, si seguía viéndote, te haría daño. No deseaba que aparecieras tirada en un callejón. Él es un salvaje, lo hubiera hecho sin tener compasión. —Sacó su secreto. Yo no estaba pidiendo explicaciones, lo supe todo el tiempo porque el mismo coronel me dijo lo mismo: que mataría a James si seguía con él.

—Disculpas aceptadas, James… Pero eso sucedió hace mucho tiempo. No me interesa arriesgar mi vida ahora. Además…, ya no te amo —tuve que admitirle. Yo también había leído el libro que trataba de venderme con su historia. Incluso lo había vivido en carne propia. Por eso estaba segura de que lo mejor era cerrarlo y guardarlo en la biblioteca.

—Yo… No me importan ya el coronel o Raúl. Te llevaré conmigo, huiremos a un lugar donde no podrán alcanzarnos —de nuevo bajó el tono. Pobre inocente.

—James… —le dije tomándole la mano solemnemente—, ¿de qué estás enamorado: de mí o de la imagen romántica que has creado de mí?

—No, estoy enamorado de ti… Siempre lo he estado —me respondió de inmediato; llevando mi mano a sus labios, la besó con delicadeza—. Ven conmigo, Carmela. Yo te defenderé de cualquier cosa. No volveré a huir.

—Es muy tarde ya. Creo que lo nuestro solo fue como una película. Fue bello mientras las luces estuvieron apagadas, pero cuando la función terminó, se acabó… —se lo dije de golpe, arrojándole metafóricamente un cubo de hielos. Su reacción fue como si en verdad lo hubiera hecho: su tez palideció hasta el tono de su saco, y abrió la boca, sorprendido.

—He cambiado…

—Ambos lo hemos hecho. Olvídalo, deberías regresar a tu país. Te necesita más que yo. —Solté mi mano. Él trató de buscarla de nuevo, pero la escondí.

—¿Tú crees eso? No, mi patria es egoísta. Es terriblemente egoísta. Pide todo para ella, sin dar nada a cambio. Deberías ver lo que he presenciado. Cosas que… Todo es una farsa.

—Lo siento, James —le susurré al darle un ligero beso en la mejilla, un beso tan pequeño como un suspiro—. Raúl me está esperando.

Le di la espalda y caminé de regreso al salón.

—Me lo debes… Ven conmigo —gruñó molesto. Con dos zancadas me alcanzó y me aprisionó el hombro hasta hacer que me doliera—. ¡Te salvé esa noche en Agua Caliente!

—¡Me estás haciendo daño! —Tuve que gritarle. En verdad estaba agrediéndome. Estaba a punto de lanzar un grito de auxilio cuando un puño pasó frente a mi cara para aporrear el rostro de James.

—¡Suéltala, pendejo! —dijo Raúl. Su golpazo hizo que mi examante me soltara y saliera por los aires. Rebotó de espaldas en la terraza, empujando a otro de los invitados. Con sangre en la boca, se incorporó como un toro bravo lanzándose contra Raúl:

—Te voy a matar…

Me hice a un lado de ellos, mientras la cabeza de James se incrustaba en el abdomen de Raúl. Juntos, golpeándose sin control, cayeron como una bomba nazi en medio del salón interior. La orquesta dejó de tocar ante el sorpresivo nuevo espectáculo. Pude ver a Virginia Hill, perfectamente ataviada de blanco, cerrando los ojos mientras Raúl apaleaba la cara de James en el suelo. No era el tipo de fiesta que ella esperaba.

A mi lado llegó el coronel Serrano con una botella de tequila en la mano derecha y una rubia tonta en la izquierda, con más pecho que cerebro. Los bigotes del coronel me sonrieron, y me guiñó el ojo, muy divertido.

—Llego tarde a la fiesta y empiezan la pelea de gallos sin mí —comento guasón.

—Creo que tu muchacho está divirtiéndose, coronel —le dijo en inglés Siegel, quien, al ponerse a su lado, se veía que le sacaba una cabeza al militar.

—Que no se metan tus matones, Bugsy… —ordenó el coronel para mi sorpresa, pues la sangre estaba apareciendo en ambos rostros—. Y le apuesto al colorado mil dólares.

Revolcándose de un lado al otro entre golpes, Raúl y James acapararon la atención de la fiesta. Varios invitados hicieron un círculo para observarlos, como un espectáculo más. Yo esperaba que el padrino de Raúl detuviera esa locura, pero aun con los gritos de Virginia Hill, el coronel ordenó no intervenir.

Pegó unas risotadas, aplaudiendo cual si estuviera un domingo en una corrida de toros.

—Si no los paramos, se van a matar —corrí a decirle a Virginia Hill, tratando de que alguien fuera lo suficientemente cuerdo para dejar de reír o aplaudir. Ella se volvió hacia el coronel Serrano y le dijo:

—¡Amarre a su perro!

—¡Ta bien, mujer! Ve a pararlo. Yo me encargo del gringo —exclamó desilusionado Serrano. Un guardaespaldas agarró a James de los hombros. Tuvo que aplicarle una llave para detenerlo. El pobre se veía muy mal, estaba totalmente ensangrentado. Raúl había aprovechado que sus reflejos estaban viciados por el alcohol y le golpeó la nariz como pera de boxeador. Al ver el rostro ensangrentado de James, el coronel le dijo a su socio—: Me debes mil, Bugsy.

Yo tomé a Raúl de la mano. Su camisa del esmoquin brillaba por la sangre impregnada. Su pelo estaba revuelto y tenía una herida en la ceja. Lo senté en el barandal de la terraza para alejarlo de todo el barullo y colocarle hielo, que le ayudaría a desinflamar sus heridas.

—Eres un idiota… —le solté sollozando.

—Él… te lastimó… —apenas logró balbucear entre inhalaciones cortadas de aire.

—¿Y por qué entonces no golpeaste así a Berni cuando me violó? —le respondí desesperada. Raúl abrió los ojos al escucharlo. No esperaba eso. Creo que yo tampoco. Se lo había tenido guardado por muchos años.

—Yo… Él… —masculló molesto. Pero no conmigo, sino consigo mismo por ser un cobarde cuando más lo necesité.

Me aparté. Mis lágrimas me nublaban todo. No quise decir más. Solo quería regresar a casa y abrazar a mi hija. Lo dejé en la terraza. No me volví para ver cuál era la expresión de su rostro, pues sabía que no había ninguna, como siempre.