Charlie LaPagia tenía una nariz grande. Tan grande que los chicos de la calle le hacían burla llamándolo Pinocho. No en balde su apodo era Big Nose. Aunque tenía conexiones con los chicos neoyorkinos de la calle 10, él llevaba su negocio de drogas por su cuenta en el estado de California. En un principio, trabajando con la gente de Bugsy Siegel. Luego, por su lado. Como el grupo de productores en México había crecido, no le era difícil encontrar personas que llegaran a la frontera a venderle producto. Era uno de los tantos distribuidores de drogas para la Costa Oeste de Estados Unidos, y trabajaba al mismo tiempo que Salvatore Maugeri, Jack W. Morse, William Levin y Max Cossman.
En su territorio, Santa Mónica, solo repartía el dinero a los policías para que lo dejaran trabajar. A lo mucho, algunas veces lo molestaba un sabueso de nombre Carmandy. Con eso mantenía a los federales del Buró de Narcóticos más preocupados por buscar criminales en Nueva York que en la costa californiana. Era un negocio redondo, tan bueno que hasta estaba sintiéndose culpable. Lo pensó dos veces cuando vio los paquetes atados de papel estraza. No, no sentía nada de culpabilidad. Era maravilloso ser rico, y quien lo negara que se fuera directamente a la mierda.
—Es de la mejor, de la sierra de Sinaloa —le explicó en inglés su contacto, el mexicano Enrique Diarte. A su lado, Bernardo Serrano abrió la esquina de un paquete y le ofreció al americano. Big Nose tomó una pizca con los dedos y tocó el polvo nevado con su lengua.
—Sí, me gusta… Es jodidamente buena —respondió LaPagia en inglés. Se colocó su sombrero y alzó la vista hasta el cofre del automóvil, donde un hombre de pañuelo rojo en la cabeza y camisa blanca por fuera lo miraba con recelo. No le gustaba ese tipo. Parecía un pandillero chicano de Los Ángeles, como los pachucos que solo causaban problemas. Pero se guardó su comentario. Su ametralladora Thommy parecía demasiado inquieta.
—¿Tenemos un trato? ¿A deal, amigo? —le preguntó Enrique Diarte, un mexicano tipo ranchero de cara afilada como hacha. Ante la ausencia de Fernández Puerta, habían florecido varios líderes de las drogas en la frontera. Diarte era uno de los más activos. El que mejor pagaba a los productores de Sinaloa, aunque no estuviera trabajando con la gente de Serrano, Ávila Camacho o el grupo de Siegel. Las lealtades de los gomeros se reducían al comprador más alto.
—Amigos, I think… Yo creer… we buy the full enchilada… —les dijo jovial LaPagia con las pocas palabras en español que sabía. Diarte rio. Bernardo apenas elevó los labios. El humor estaba escaseando en su persona.
Estaban en las afueras de San Diego, en la zona conocida como Little Landers, donde años atrás se había asentado una comunidad con ideologías progresistas para vivir sanamente cultivando su propia comida en dos acres y medio. Ese sueño utópico había sido borrado en una inundación, y acaso quedaban algunos cultivos de maíz que los locales usaban para hacer tortillas. Ahora el pueblo era llamado San Ysidro, apenas a unos kilómetros del cruce fronterizo con Tijuana. El aire mecía las plantas de la mazorca, creando un murmullo que anegaba el gran cielo azul como el rumor de un gigante. Los dos coches estaban parados de frente, cada uno con la parte trasera hacia el país al que pertenecía.
—Puedo ser tu sueño dorado. Una fantasía encabronadamente buena. Con cargamentos regulares. Pero será nuestro puto negocio, de ningún otro hijo de la chingada más. Nosotros no decimos nada a los cabrones de la calle 10 en Nueva York, y tú… permaneces callado —propuso Bernardo en español, nervioso de que en cualquier momento las sirenas de la policía de San Diego terminaran su encuentro.
—Luciano, el campesino, está en la cárcel… —renegó Big Nose LaPagia en su idioma, molesto porque todos rindieran tributo al siciliano de Brooklyn. Le llamaba a Lucky campesino con tono de desprecio por ser siciliano. Continuaron la charla en inglés:
—Eso no le impediría a ese cabrón volvernos rib eye para una barbacoa. ¿Quieres tentar a la suerte? Si es así, entonces no eres el socio que buscamos —le arrojó Bernardo de inmediato. LaPagia alzó los labios y levantó los hombros, con su gesto italiano, casi a manera de burla.
—¿Y quién me dice que ustedes no me traicionarán?
—El puto gobernador Loaiza está recibiendo su parte. Tenemos comprada a su gente desde Culiacán hasta Tijuana —explicó Diarte, pero el italiano hizo de nuevo aquel gesto de no estar impresionado, incluso su gran nariz pareció hacerlo también.
—A mí no me importa la policía mexicana. Ellos no son el problema.
—¿Lo dices por los fedes? Déjame decirte, idiota, que deberías temer más a la gente de Nueva York. Si Siegel o Luciano se enteran de que estás haciéndole sombra a su pequeño negocio, ruega porque mejor te metan a la cárcel.
El maizal pareció reírse del comentario de Bernardo, pues se agitó con el viento repentinamente, elevando el murmullo. LaPagia se quitó el sombrero y pasó un grasiento peine por sus cabellos. Suspiró, mirando de nuevo los paquetes. Era muy buena mercancía.
—Tenemos un trato —extendió su mano el mafioso. Bernardo, y entonces, sonrió. Le tendió también la mano y agitó con ímpetu el saludo que sellaba el trato.
—¿Cossman? —preguntó Diarte. LaPagia se volvió hacia él, interesado en la pregunta.
—¿Qué con Cossman?
—¿Lo conoces?, ¿es de tu grupo? Es uno de los compradores más grandes de Estados Unidos, pero tiene demasiada buena suerte para que no lo atrapen. ¿Es italiano o judío? —preguntó nervioso Enrique Diarte.
—Por mí, podría ser un chino hijo de puta… —cortó la charla Bernardo—. Es cosa del pasado. Les compra a los Herrera y a los Caro. Paga poco y es seguro. Punto. ¿Por qué madres quieres saber más de él? —Max Cossman se estaba afianzando como el principal comprador de droga en la frontera. Se encargaba de tomarla ahí, y en menos de doce horas, tenerla en Nueva York o Boston. Nadie entendía cómo podía tener una red tan amplia de distribución sin que se hicieran arrestos en el trayecto. Eran miles de kilómetros, pero solo se sabía de federales atrapando traficantes en la frontera y a minoristas en Nueva York. En medio, nada. Como si fuera obra de fantasmas.
—Olvídate del puto de Cossman… Ahora solo somos nosotros —indicó Bernardo, colocando el paquete que habían probado de nuevo en la pila que tomaba el sol en la capota del automóvil.
Big Nose LaPagia hizo una señal a uno de sus escoltas y trajo una bolsa de compras. El matón derramó el contenido a un lado de la droga. Eran fajos de billetes. Berni y Enrique Diarte sonrieron. Antes de volver a guardar esa fortuna en la bolsa, Diarte le arrojó un fajo al Gitano, que lo atrapó en el aire con una mano. La Thompson no se movió de su lugar.
—Bien, señores. Nos vemos en la siguiente entrega —les dijo LaPagia haciendo la señal para que sus escoltas guardaran la droga y entraran al coche. No hubo despedidas de mano ni un adiós. El trato estaba cerrado. Con eso era suficiente para ambas partes.
El vehículo de los mafiosos californianos se fue por una pista entre los muros de plantas de maíz. Bernardo sacó un cigarro y fumó con tranquilidad, dando un prolongado suspiro con el cual dejaba escapar toda su tensión.
—Listo —le dijo Diarte con la bolsa de dinero en la mano—. ¿Regresamos a México?
—Me has llevado por jodidas carreteras durante quince horas bajo un puto sol del demonio. Primero vamos a darnos un baño, comamos una buena hamburguesa y, entonces, decidimos a quién vamos a matar para que esto siga funcionando —explicó Bernardo, apoyándose en el parachoques del coche. El Gitano bajó su arma y se colocó a su lado, pidiéndole con señas uno de sus cigarros. Bernardo le lanzó la cajetilla.
—Yo lo mato si me llegan al precio —dijo el Gitano al sacar su cigarrillo. Berni tuvo que sonreír. Pensó que ya tenía a su propio Raúl Flaco Duval, como su padre. Un asesino de sangre fría. Diarte se limitó a estar sin decir mucho, cual testigo mudo. Igual que las plantas de maíz que seguían danzando con la ventisca.
Amanda había alquilado una casa en Culiacán, donde instalaron el laboratorio para procesar la goma. Lo había aprendido después de trabajar varios meses con la familia Caro. Habían decidido tener su propio local para borrar las huellas de sus actos y, así, poco a poco, controlar una importante parte del negocio.
Años atrás, cuando Bernardo le dijo que su padre lo mandaba a vivir a Sinaloa, ella no lo vio como un inconveniente. Todo lo contrario, era una oportunidad única. Lentamente le fue metiendo la idea a su pareja de que él podía llevar todo y que solo faltaba deshacerse de su familia. Había empezado a darse cuenta de que el negocio no era la prostitución, sino las drogas. Por ello pensó que en Culiacán sería fácil mientras el coronel Serrano jugaba a la política con Ávila Camacho. Aunque Bernardo debiera jugarle sucio a su propio padre.
Bernardo entró en el cuarto donde procesaban el narcótico. Llevaba una maleta deportiva en el hombro, silbando alegremente una marcha de tambora. Amanda había cocinado la goma durante horas, estaba cansada y sudorosa.
—Ya llegué…
—¿Trajiste de comer? —le preguntó Amanda con una sonrisa. Era una cabeza más pequeña que Berni, por lo que tuvo que levantarse para besarlo. Él no le respondió, colocó la maleta en la mesa y la abrió. Eran tres torres de dólares. Mucho dinero.
—¿Qué?, ¿nos alcanzará para unos camarones en aguachile? —preguntó, quitándose el cinturón con la pistola y la placa de policía, y regresó para empujar la puerta de la habitación. Amanda se alegró cuando vio que Berni cerraba la puerta. Lo que más le agradó fue su cara atiborrada de deseo. Antes de que él pudiera decir algo, lo abrazó, ofreciéndole un beso que sellaba su complicidad.
—¿Qué tramas, señor Berni?
—Hacernos ricos, señora Amanda… Vamos a chingar al hijo de puta de mi padre.
—Me refería a ahorita… —No pudo continuar, pues la excitación la nubló. Su boca buscó los labios de su pareja. Mientras ella lo mimaba, Berni separó las carnosas piernas de ella. La tomó por las caderas y la llevó al borde de la mesa. Los besos cambiaron, transformándose en cariños suaves, mordisqueaba sus labios con los suyos al tiempo que acariciaba la espalda de Amanda con sus dedos.
Berni recorría el cuello de Amanda con sus labios, le hacía cosquillas con su barba. La boca alcanzó el lóbulo y jugó con él, despacio, mordisqueándolo de manera traviesa mientras que una de sus manos acariciaba sus grandes senos. Lo hacía con movimientos suaves y rítmicos, como si el busto fuera una masa que moldear. Los senos eran grandes pomelos morenos, con enormes halos oscuros. Colocó la palma de su mano sobre el pezón y siguió con movimientos circulares, mirando a su amante directamente a los ojos, y le preguntó a Amanda:
—¿Y si nos descubren?
—Se hará lo que se tenga que hacer… Para eso estoy junto a ti. Yo sé que tú puedes ser tan bueno como cualquier hijo de puta allá fuera. Estamos juntos, Berni.
—Lo sé.
Amanda se dejó llevar por su hombre, levantando los brazos para que la desnudara. Rápidamente ayudó a Berni a deshacerse de su pantalón. Desnudos ambos, continuaron su abrazo: Berni la tenía encima de la mesa; como Amanda era menuda, era la única forma en que podía llegar a su sexo. Se rieron al sentir el éxito circular por su columna vertebral, fundiéndose en su abrazo. Los senos de ella oprimiendo el pecho de él. Y abajo, el vientre presionado sobre el pene de Bernardo.
—Me gustaría irme a una playa, contigo… Tener una familia —le murmuró al oído la hija del Veracruz.
—Bueno, sabes que lo último será un problema…
—Nunca digas que no puedes, Berni. Juntos podemos hacer todo.
Bernardo tomó a Amanda por las nalgas y la besó nuevamente con pasión, al mismo tiempo que metía uno de sus muslos entre sus piernas, frotando su sexo contra el de ella. Después de unas risas tontas de ambos, Berni soltó las redondas nalgas de Amanda y puso a su mujer frente a una silla. Ella se apoyó en el respaldo, al tiempo que los dedos de Berni entraban en su sexo totalmente húmedo. La penetró suavemente con dos de sus dedos, buscando su clítoris para masajearlo. Acomodó su miembro en la entrada del orificio y, aferrándose a las caderas, comenzó a penetrarla. Sentía que la humedad de ella lo contagiaba, haciéndolo gemir de placer. Amanda llevaba años de prostituta, había encontrado muchas formas de poder hacerlo feliz. La satisfizo sentir que le llenaba todo su interior. Esto era muy diferente que cuando se vendía por algunos dólares. Ahora se trataba de su pareja, y juntos estaban comenzando un lucrativo negocio.
Amanda sentía que Berni estaba a punto de explotar, como si tuviera fuegos pirotécnicos en su vagina. Con una expresión de felicidad, se movió con rapidez y, de pronto, se detuvo. Ambos temblaron en éxtasis.
—Vas a ser el mejor, Berni.
—Nadie me detendrá —le aseguró al separarse, sintiendo la seguridad que nunca tuvo al lado de su padre.