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Junio, 1942

En Sinaloa se preguntan qué fue primero, si el huevo o la gallina. Pero lo hacen en relación con la goma de la amapola: ¿quién plantó primero la goma?, ¿los chinos o los gomeros? Si le hubieran preguntado eso a Carlos Ying, hubiera dicho que no hubo huevo ni gallina. Únicamente negocios. Y estos tienen un origen común: la búsqueda de un mejor vivir entre las desventajas con que la vida golpea a los campesinos de la sierra. No importa si son amarillos o morenos. Solo que son pobres. Que quieren dólares para cumplir los sueños básicos de una vida: una casa, mejor comida y, si es posible, un poco de lujo. ¿Desde cuándo eso se convirtió en delito?, se pregunta rascándose la cabeza mientras ve los enormes sembrados de amapola.

La sierra del estado de Sinaloa es un cúmulo de montañas rocosas cubiertas de plantas espinosas, cual enormes cuerpos de gigantes tirados en el desierto. No hay árboles grandes y la hierba es escasa. Cuando hace frío, es un asesino sin necesidad de balas. Con el calor, el sol es un matón que apuñala a los infortunados que deciden perderse en sus colinas. Esa zona es temida por la violencia, en ella se ha enraizado desde sus orígenes. La muerte se siente a gusto entre esos riscos y ahí decidió hacer su casa de campo. Carlos Ying no la culpa, la vista es hermosa.

Los chinos se establecieron en Mazatlán, Los Mochis y Culiacán antes de la revolución. Carlos Ying llegó con su tong a finales de los años treinta para continuar lo que algunos hacían con pena: cultivar goma. Los organizó y enseñó a los locales el arte del cultivo. Encontró que esos agricultores poseían un don especial para hacer las incisiones en los bulbos. Pareciera que hubiesen nacido para gomeros. Su tong era bueno para llegar a acuerdos con los altos mandos de la política regional, con el cobijo de los hombres del poder a nivel federal, como el hermano del presidente, Maximino Ávila Camacho. Ayudó a que los respetaran por las buenas cifras que fluyeron en la economía sinaloense, materializándose en casinos, donde se jugaba, apostaba y consumía opio. Ya no era la frontera solamente, ahora estaban enraizados en el país.

Al principio, los sinaloenses los miraron con recelo. La sociedad estaba pasmada por los repetidos asesinatos llevados a cabo por su mafia china. Solo era la lucha por el negocio. Pero después de las averiguaciones, pidieron al Gobierno la deportación de los extranjeros, ya que algunas veces los encuentros violentos se volvían comunes. Nunca dijeron que el problema era entre los locales que deseaban arrebatarles la plaza. Para principios de la década, además de los compatriotas de Carlos Ying, también estaban involucrados en la siembra, la cosecha y el tráfico de amapola los sinaloenses. Entre la gente del estado se hablaba de nombres como Pedro Avilés, Ernesto Fonseca Carrillo o la familia Herrera.

La amapola comenzó a sembrarse en el municipio de Badiraguato, a orillas de la Sierra Madre Occidental, que servía como una gran muralla de amparo para los que la cultivaban. Ese floreciente negocio fue la respuesta a la crisis de esa zona minera, llena de pobreza y desempleo por el fracaso de las compañías que ahí operaban. Ni huevo ni gallina. Solo negocios.

—Ya está güena pa’ procesarla, don —le dice uno de los sembradores a Carlos Ying. El chino se quita su Fedora y se vuelve a rascar la cabeza. La gran cicatriz en la cara no ha desaparecido, al contrario, parece que con el tiempo ha deformado su rostro dándole la vuelta a la boca en un gesto aterrador.

—¿Quién está procesando la goma? —cuestiona caminando por las flores moradas. El agricultor es apenas un hombre de la sierra, con gastada chamarra de lana y sombrero sucio. Las sobras que quedaron de años de compañías mineras extranjeras explotando los confines de esas montañas, y que salieron corriendo con los primeros balazos de la revolución.

—Es la cocina de los gringos… La nueva muchacha de doña Manuela Caro. La del Veracruz —le responde—. Tan pagando por adelantado, don. Muchos dólares. Dicen que son del gobierno gabacho. Ha servido pa’ pagar la escuela que hacemos, allá, en la de Octavio.

—Bien —responde secamente Carlos Ying. Sabe a quién se refiere al decirle los gringos. Es gente del coronel Serrano, Bugsy Siegel y Blumenthal, quienes han creado una especie de cooperativa entre los cultivadores. Le dieron funciones específicas a cada uno a manera de una industria, lo que ayudó a incrementar la producción de la droga. La gente de Serrano está unida con la familia de Herrera, que son los que compran el producto y lo llevan a la frontera en Tijuana. Pero Pedro Avilés también lo hace, se la lleva a Ciudad Juárez con otros compradores, como Pedro Diarte. Con tanto dinero en juego, los deseos de poseer mucho más se han adueñado de los que la cultivan y la transportan, lo cual ha creado una competencia comercial. Por eso se han acrecentado las confrontaciones violentas.

En las comunidades cercanas a las plantaciones se habían establecido pequeños laboratorios, necesarios para el procesamiento de la goma. Era donde se encargaban del cocinado. Compraban agua destilada y la mezclaban en ollas junto con la goma, cal de piedra, cloruro de sodio y amoniaco para extraer la heroína. La encargada del proceso era una mujer, siguiendo las estructuras típicas en la venta y producción de droga, tal como lo eran la Nacha en Ciudad Juárez, la distribuidora en México, Lola la Chata, y la Reina de la Marihuana en Puebla. Ahí en Sinaloa era Carmela Caro la que comenzaba a regir.

—Bueno, cárgueme las latas a mi camioneta —ordena Ying al subirse a su camioneta Ford. Deja su sombrero Fedora en la parte baja del asiento y se mira en el espejo retrovisor. Ya hay varias canas en los extremos. Se está volviendo viejo. Pero no son los años los que están acabándolo rápidamente, sino la vida que lleva. Hace cuatro años, después de librarse de Enrique Fernández Puerta en Ciudad Juárez, se vio en un tiroteo en las inmediaciones de Los Mochis. El convoy fue detenido por policías estatales. La tonta valentía de uno de los hombres desató un infierno. Un agente americano murió en el tiroteo, y Ying está casi seguro de que fue una de sus balas la que lo mató. Al final se quedaron con el cargamento de cincuenta kilos de goma y trescientos kilos de marihuana. Toda una pérdida. Pero nada comparada con la fortuna de haber quedado vivo y sin un muro de rejas resguardando su recámara.

Al lado, en el asiento del copiloto de la camioneta, se acomoda un hombre de bigote y amplio sombrero. Es de la familia de los Fonseca, gomeros de cepa. Le ha servido de escolta desde hace dos años, cuando comenzó a producir en la sierra. Le dicen la Corta porque siempre usa como arma una escopeta recortada. El olor le pega en la nariz a Ying. Si se bañara más frecuentemente, no le molestaría.

—¿Y has visto a los americanos por aquí? —pregunta Carlos Ying mientras arranca la camioneta. La Corta Fonseca se vuelve a mirarlo con desdén. Es hombre de pocas palabras, pero conoce la zona como si fuera su culo. Por eso guio a los hombres de Lucky Luciano y al coronel Serrano por las plantaciones de la sierra cuando comenzó el negocio. Es primo de Rafael Fonseca, quien posee grandes extensiones de plantaciones y quien, junto con Manuela y Gil Caro, domina el mercado. Trabaja para el mejor postor. Hoy, para Carlos Ying, quizás mañana para la competencia, Pedro Avilés.

—¿Al enano Blument? No, pero la otra vez trajo a una vieja buenota… —dice refiriéndose a Blumenthal, quien lleva los dineros del negocio. Y se ha dedicado a pagar por adelantado el producto.

—¿Una vieja? —cuestiona Carlos Ying. Él mismo no ha querido presentarse en las reuniones, pues los chinos siguen sin ser bien vistos por ninguna de las partes. Aunque a él de chino solo le quedan los ojos rasgados y el acento. No ha tenido hijos mexicanos, pues su vida es demasiado agitada para regar descendencias en esa tierra del infierno. Sabe que, para ser matón, no se puede uno atar a nada. Ha comprendido que es un negocio donde los socios pueden ir cambiando. Las amistades son perecederas.

La camioneta arranca con dos estornudos del carburador. Atrás llevan a otros dos hombres que cuidan las latas llenas de resina. Uno carga en el hombro un rifle Garand M1. El otro, una de las nuevas ametralladoras Thompson sin cilindro. Son las que usan en la guerra para matar nazis, compradas en la frontera a los mismos mafiosos que adquieren la droga. El vehículo se aleja del campo de amapola dando saltos por la carretera. A lo lejos, en un mezquite, Ying logra apreciar un pájaro martín pescador verde. Una pequeña ave de largo pico, desproporcionado respecto a su cuerpo. Elegante y con porte. Ying sonríe para sí mismo al verla. Sabe que es un pájaro solitario, que solo se aparea en celo. Se siente identificado con él. Espera que, con el motor ruidoso, el ave se espante y vuele, pero permanece mirando tranquilamente que se acerca la camioneta.

—Una gringa… Buenota y con cholla. No pendeja, como las del pueblo… Dice que se llama Virginia —le dice la Corta Fonseca.

Carlos Ying sigue con los ojos mirando alrededor. Están en medio de la sierra, un lugar perfecto para un accidente. Las cosas se han vuelto tensas en la región por culpa del mismo gobernador Loaiza, quien quedó por órdenes de Cárdenas, que mandó a descansar a Macías Valenzuela con sus sueños de poder. El gobernador se pasaba el tiempo peleándose con los antiagraristas y con sus socios en la producción de enervantes. Los gringos y sus socios mexicanos ya no confiaban en el gobernador, pues estaban seguros de que jugaba sucio con ellos al quedarse con los excedentes financieros del negocio del estado. Algo que no podían tolerar con un pacto que consideraban de caballeros.

De pronto, ve que el martín pescador verde vuela espantado. No es por el murmullo del camión, Ying lo sabe. Algo acecha entre los matorrales. Mete el freno de golpe. El camión se queda en medio del camino mientras los hombres de atrás se colocan para disparar sus armas.

Todavía funciona bien su instinto, reflexiona el chino cuando comprueba que un hombre con las manos en alto sale de los matorrales. Lleva puesta una lustrosa chamarra color café de cuero y sombrero calado hasta las orejas. Usa barba de candado negra, rizada, que le pinta rasgos de hijo de la chingada. Carlos Ying desciende del vehículo y recorre el páramo hasta donde está esperando el sorpresivo invitado. No es común por esos lares que la gente aparezca así como si nada. Ahí, en la sierra, nadie cree en apariciones fortuitas.

—¿Quién va? —pregunta Ying.

—Tú… —responde el hombre de la chamarra enseñando una placa de policía local. Es gente del gobernador.

—¡Ah, cómo chinga! Hábleme al chile…, ¿cuánto quiere? —lo reta Carlos Ying. Las cosas no son como antes. Ahora todo se arregla hablando y con dinero. Por eso se creó la cooperativa, que parece funcionar bien. Es un negocio generoso. Hay dólares para todos.

—El gobernador Loaiza está siendo presionado por los del Buró de Narcóticos. Necesitamos requisar su cargamento para cumplir la cuota impuesta por el presidente Manuel Ávila Camacho —le explica el policía. Carlos Ying reconoce el acento, no es de Sinaloa. Intuye que es del centro de México o ligeramente más arriba. Quizás Jalisco.

—No mame. ¿Por qué a mí?, ¿por qué no a los de Pedro Avilés? ¡Él lleva siempre más goma! —se molesta Carlos Ying. Siente el peso de su Luger en la sobaquera, que le da fuerza para enfrentarlo.

—Es como la lotería. Unos días ganas, otros pierdes. Hoy te toca, pinche chino —le explica el policía, sonriendo. A su lado, de entre los matorrales y el mezquite donde el ave verde se paró minutos atrás, salen dos hombres más. Uno lleva el traje de policía, con escopeta Winchester 1912. Una chaqueta oficial de los de la ley. El tercero es pequeño de estatura, simiesco. Con un pañuelo amarrado en la cabeza y la camisa por fuera, abrochada hasta el cuello. Carlos Ying sabe entonces que está en problemas: ese hombre es el Gitano, un asesino a sueldo de los antiagraristas que lo único que sabe hacer es traer muerte. Al fondo, amarrados en un tronco, tres caballos. Por eso Ying no escuchó que se acercaban. No había motor que los delatara.

—¿Te conozco? Tú no eres de aquí de la sierra ni de Culiacán —le pregunta al policía, rascándose el pelo antes de colocarse el Fedora.

—Tú tampoco —confiesa, bravucón, el policía estatal. Tiene razón Ying, el acento es de Jalisco. No lo reconoció por la barba, pero sabe quién es:

—¡Eres Serrano! ¡El mismísimo hijo del coronel! Te conozco… —le señala Ying, molesto. Bernardo Serrano solo tuerce los labios, mostrándole que no está impresionado. La placa refleja el sol y deslumbra al productor de drogas. Ya sabía que Serrano había colocado a su hijo en un puesto de la policía para cuidar el negocio con los gringos, pero no esperaba que Bernardo trabajara de la mano del gobernador Loaiza. Peor aún, que lo atacara, pues él mismo se sentía gente de Serrano—. Entonces no hay problema, ¿verdad? Esta goma es para la gente de tu padre.

—No, no hay problema —le explica Berni con calma. El Gitano se empieza a colocar en un extremo de la camioneta, a donde se asoma para ver el contenido. Las latas esperan, enfiladas una tras otra. Hay mucho dinero ahí. En la sierra, el kilo de opio está a doscientos pesos, pero en la frontera, a mil pesos. Ya en territorio norteamericano, a mil dólares.

—No me gusta, Serrano…, ¿qué te traes? —le pregunta Ying.

Bernardo Serrano se queda mirando a Ying, ofreciéndole un guiño sarcástico. El silencio empieza a ser incómodo. La Corta Fonseca gruñe desesperada ante la ausencia de acción. Nadie se mueve. A Carlos Ying le intriga el mutismo. Cuando abre la boca para maldecir, un estallido cimbrea la tierra. Las piedras en el camino saltan al mismo tiempo que el eco de una detonación viaja por las cordilleras como un aviso. A espaldas de Carlos Ying se levanta un globo de humo negro.

—¿Qué es eso? —pregunta balbuceando, aunque, por desgracia, conoce la respuesta.

—Tu plantación… Te tocaba. Tenemos que quemarlo para que vengan los de los periódicos y vean que hacemos algo. No tardan en llegar. Lo de usar dinamita fue idea mía. Un poco dramático, pero será explosivo en las primeras planas —expone sardónico Bernardo Serrano, sacando su pistola para dispararle a Ying. El tiro no es el mejor, pero es suficiente para avisar de que la fiesta comienza. El hombro de Carlos Ying se tiñe de rojo, al tiempo que cae de espaldas.

—¡Cabrón! —Es lo único que logra decir antes de rebotar en el suelo. El resto de los presentes ya está jugando a los vaqueros: la Corta Fonseca, desde el interior de la camioneta, cubriéndose con la pesada puerta, escupe su escopeta recortada. Las municiones dejan un camino de perforaciones en el pecho del policía de uniforme. No logra ni siquiera dar un tiro con su rifle.

El Gitano grita como un chalado dando disparos con la Winchester. Era su manera demente de enfrentar la violencia que tanto le gusta. La ametralladora Thompson, a su vez, retumba por el llano, alejando más al pobre martín pescador asustado.

Una de las descargas del Gitano perfora la camioneta. También acribilla las piernas del que dispara la Thompson. El hombre se dobla hacia atrás y se derrumba por la batea hacia el suelo. El otro matón de Ying es alcanzado por un tiro de Bernardo.

Cuando el eco se diluye en un silencio gélido, Carlos Ying está tirado en el suelo, maldiciendo en su idioma. Un buche de sangre sale de su boca entre convulsiones. La camioneta ha quedado destrozada por los tiros. La puerta se abrió, pero solo para mostrar el cuerpo sin vida de la Corta Fonseca.

Berni Serrano está ileso. Se siente alegre, pues ha cambiado su puntería de años atrás. Cuando su padre le avisó de que lo mandaría a Sinaloa a hacerse cargo de la seguridad de los negocios, pensó que era una maldición sobre él. Con el tiempo, comprendió que era la más grande oportunidad que su progenitor le había otorgado. Tenía poder absoluto y mucha gente a su mando. Ahora, él era el nuevo jefe.

Guarda su pistola. Se encamina hasta donde dejara los caballos amarrados para montar el suyo y se cala de nuevo el sombrero para que una ventisca no se lo arroje a un acantilado. La montura camina nerviosa aún por los disparos, pero llega hasta la camioneta, donde ya el Gitano está recogiendo la goma incautada. Las patas del equino golpean el suelo a un lado del agonizante Carlos Ying.

—Hoy verás si tu Dios tiene los ojos rasgados, chino cochino —le dice Bernardo. Tira de las riendas para un lado, dirigiendo su caballo hacia la plantación que arde.

Pronto, Carlos Ying queda solo, desangrándose. Cada vez le cuesta más respirar. Recuerda a la bella mui-tsai de la que se enamoró años atrás. La evoca encerrada en su crib, cepillándose y cantando. Es una melodía lejana, mas él la escucha claramente. Abre uno de sus ojos. Un destello verde jade lo ilumina. Ve la seda verde que vestía la chica, resplandeciente. La bella niña sigue cantando, pero ya no es una mujer, sino un ave. Es el martín pescador, con su largo pico, que lo invita a dejar atrás el dolor. Carlos Ying respira por última vez, asegurando que el espíritu de la mui-tsai estaba en el ave, y venía por él para llevárselo.