Tu jefe, Harry Anslinger, zar del Buró Federal de Narcóticos del Gobierno de Estados Unidos de Norteamérica, está muy enojado. No solo enojado, sino encabronado, como dicen en México, piensas. Sonríes ante el juego de palabras en español e inglés que haces en tu mente. Carraspeas y apagas tu gesto. Lo haces porque los medios periodísticos te están viendo. No solo a ti, sino a tu jefe, quien da una solemne conferencia de prensa a las afueras de su oficina. Toda su carrera contra ese gran problema que acecha a los jóvenes blancos de su país está derrumbándose ante las noticias que han recibido. No le importan los movimientos militares del frente europeo ni las cargas navales en el Pacífico en esa lejana guerra. En su acalorado discurso, dice que las drogas cuestan más vidas que el número de jóvenes muertos en los frentes de batalla. Realmente le aterra la batalla que está perdiendo, la que libra en contra de los que producen drogas. En su discurso a los medios, cargado de expresiones de domingo, que tanto le gusta usar, como «la familia norteamericana», «dios» y «las buenas costumbres», advierte levantando el puño con odio:
—Yo, Harry J. Anslinger, les digo a nuestros conciudadanos que trabajaré para que eso no suceda, que no se salgan con la suya, con el éxito de su crimen, esos bribones que tratan de convertir México en una fuente de drogas.
—¡Señor Anslinger! Pero ¿de quién está hablando? —le dispara un reportero de The New York Times.
—¿Puede dar nombres? —le pregunta otro.
Tu jefe no dice ni quiénes son y mucho menos si alguien más poderoso está detrás de ellos. Su silencio es cuestión de Estado. Tanto él como tú sabéis que los liberales han abarrotado la Casa Blanca con ideas locas que pondrán en peligro a tu país, pero, antes que nada, sois agentes del Gobierno, sin importar quién esté en el poder. Piensas que es un riesgo que debe uno tomar por los años que se están viviendo, donde la fuerza nazi del loco dictador alemán está devorando el mundo glotonamente. Son tiempos donde lo correcto está diluyéndose ante un enemigo común.
—Señores, la marihuana conduce a que los jóvenes no se alisten en el ejército… Al pacifismo y al lavado de cerebro comunista —explica con su voz de profesor—. ¡Cuántos asesinatos, suicidios, robos, asaltos criminales, atracos y actos de locura maniaca causa esa droga cada año! Especialmente entre los jóvenes, pues solo puede conjeturarse algo malo cuando alguien se coloca un cigarrillo de marihuana en los labios, ya que no se sabe si va a ser un juerguista alegre en un cielo musical, un loco insensato, un filósofo tranquilo o un asesino… Ese es el mundo que nos espera.
Tú sabes que, cuando baja del estrado donde dio su discurso, el rostro que ofrece Anslinger es el de un perdedor: tiene que aceptar, a regañadientes, que México está cultivando droga y transportándola a Estados Unidos protegido por su mismo Gobierno. Ante la cancelación de la Ley Volstead de prohibición de alcohol, la ley seca, los prohis dejaron de tener sentido. En el fondo, reflexionas, vosotros sois agentes de la prohibición, y estáis pasando a ser objetos obsoletos.
Con varios archivos en las manos, Anslinger camina con paso firme, perdiéndose de los destellos de las cámaras fotográficas. Detrás, vas tú como un fiel sabueso. Entráis a la oficina, y la señora Hobert cierra la puerta dejando las preguntas de los periódicos detrás de ella.
—James, van a ser años duros. Debemos luchar por permanecer en este puesto. Hemos tenido triunfos… Como cuando conseguí el apoyo federal porque expliqué que Lucky Luciano era un depravado corruptor. Lo atraparon por una tontería, pero si lo dejan libre…, ¡estaremos perdidos! —comentó desinflándose. Tú lo miras sin saber qué responderle. Sabes que fue un gran éxito cuando se arrestó al capo italiano por cargos de prostitución, aunque Luciano, de ese tema, estaba más limpio de culpa que el mismo papa. Al igual que con Al Capone, se montó un teatro y los jueces lo compraron—. El otro día me enteré de cómo me llama ese hampón de Luciano… ¿Sabes cuál es mi apodo?
Niegas con la cabeza.
—Harry Ass-lincker —escupe con desagrado tu jefe.
La señora Hobert no logra guardar las apariencias y suelta una estruendosa carcajada. Tú apenas logras disimular la sonrisa: lameculos.
—James, la agencia estima que la producción de opio anual en México se ha triplicado, pero con este falso ataque de nuestro Gobierno solo consiguen confiscar menos de medio kilo de opio preparado. ¡Es ridículo! En caso de que siga así, pronto en el país estarán votando mexicanos junto a esos esclavos intoxicados por un presidente que no será blanco.
Suspira y te entrega los papeles que carga.
—Debemos atrapar a alguno de los distribuidores del país, ese famoso Max Cossman. —Camina hasta el pasillo que lo lleva a su despacho. Tú sabes de quién habla, es uno de los que se encarga de la distribución interna en el país, quien hace el trabajo sucio de los italianos. Se le conoce con ese nombre, pero parece tener distintos rostros. Recibís información de que salta en sus crímenes de Los Ángeles a Guadalajara, México—. Habla con Requena, que nos dé más pistas, para eso lo tenemos encubierto en Torreón.
—Me ha informado de que no puede moverse mucho ahora, señor. Los Ortiz Garza en el poder lo tienen vigilado. Ya trataron de matarlo. No quiero que le pase lo mismo que a mi hombre en México, el que desapareció… —le explicas. Ya has visto morir a varios buenos hombres a manos de esos salvajes, los gánsteres con sandalias que son los mexicanos.
—Con ese acuerdo travesti entre México y Estados Unidos, solo están logrando que los políticos y empresarios que trabajaban el cultivo de plantas ilícitas se metan abiertamente en el negocio. Están haciendo crecer su poderío con dinero. Antes íbamos contra políticos locales. Ahora son gobernadores y secretarios de Estado. ¿Cómo puedo ir a la Casa Blanca a decir que metan a la cárcel a un secretario de Estado? ¡Esto es ridículo, James!
—Hablaré con los federales para poner una orden de búsqueda para Max Cossman. Algo sabrá la policía local. —Tratas de verte propositivo y eficaz.
—¿Sigues vigilando a Bugsy Siegel y a su novia, esa prostituta, Virginia Hill? —pregunta sin mucho afán. Sabe la respuesta, pero, aun así, le respondes:
—Siguen en México…
—Que no se enteren los de la OSS o de la Naval. Ellos son los que están amarrándome las manos, James. —Termina con un suspiro, y se pierde detrás de la puerta que se cierra.
Te vuelves para ver a la señora Hobert, que está detrás de su escritorio de secretaria.
—¿Hill?, ¿la actriz?
—Sí, señora Hobert. La misma —le dices—. No es tan famosa como Bette Davis… ¿Cómo supo de ella?
La anciana te entrega una revista de la farándula, de esas que venden en los quioscos con fotos de las fiestas en Beverly Hills. En la portada están las estrellas de moda en Hollywood, en el interior encuentras una imagen de Virginia Hill sentada al lado de Gary Cooper y Bugsy Siegel, el reconocido mafioso. Cuando tu enemigo sale retratado en esas publicaciones, es que estás en graves problemas.
La nota habla de la Hill: novia de Siegel, a quien presentan como el líder del sindicato de Actores Extras. Están relacionados con los magnates de la farándula, Jack Warner y Louis B. Mayer. Sabes que el judío está en Cinelandía porque lo mandó su jefe Luciano a encargarse del tráfico de drogas en la Costa Oeste. Virginia Hill no es solo su acompañante, en cierto modo es la verdadera operadora de la operación mexicana: el enlace con los jefes de Nueva York.
—Sí, esa misma. —Le devuelves su cúmulo de chismes impresos a la secretaria, suspirando.
—Si ve a Bugsy, pídale un autógrafo. Es de buen ver.
El saco que golpeas parece cada vez más duro. Ha dejado de tener el rostro de muchas personas. Ahora solo es un saco de boxeo que recibe tus puñetazos una y otra vez, descargando tus frustraciones. El traje de oficina ha dejado de quedarte grande. No solo tus hombros se ensancharon, sino que la actitud de un correcto agente federal te sigue. La gente en la ciudad te respeta como a un hombre recto, temeroso de Dios y con una vida pulcra. Asistes a la misa de la iglesia en la calle Graham, al lado de tu apartamento. Nunca fuiste un hombre religioso, pero con la muerte de tu madre has retornado al rezo. Puede ser porque te has quedado solo. Tu hermano estará picándose en algún prostíbulo del infierno, y tu madre, guisando en alguna cocina del cielo. Tú… te tienes que quedar en esta tierra sufriendo la soledad.
Más de una vez la señora Horbert te ha preguntado por qué no te casas. Pero no comprende lo complicado que se ha vuelto todo. De pensarlo, golpeas más duro el saco. En tu vida solo hay preguntas sin respuestas. La más grande de ellas es: ¿quién es en realidad James Ball? Tú ya dejaste de saberlo.
Te das una buena ducha y terminas vestido con chamarra de cuero, camisa caqui, la bufanda que te tejió tu secretaria y un sombrero. Sales a la calle rumbo a tu apartamento, apenas un cubil para pasar la noche o leer un libro. No tienes ninguna posesión importante aparte de tu radio, desde donde captas estaciones de otros lugares, en especial de México.
Son tiempos difíciles, la calle está vacía. La gente tiene miedo de un ataque en territorio norteamericano por parte de los países del Eje. Ven submarinos y bombarderos alemanes en cada esquina. Pero realmente la guerra está muy lejos de tu país. Aun así, hay reflectores antiaéreos rondando las nubes en búsqueda de un avión espía y, en algunas esquinas, trincheras de sacos de arena para cubrirse en caso de un ataque.
—Buenas noches, señor Ball —te dicen apenas sales a la calle húmeda. No te asustas. Conoces al hombre que te ha abordado. Trae una gruesa gabardina gris de la Naval. Los hombres con uniforme militar pululan a todo lo largo de la ciudad. Este es el oficial Ted Trupper, gente de confianza del comandante naval Charles R. Haffenden. Es un chico delgado de cabello negro con gafas de pasta que lo hacen parecer un joven aplicado. Es un estudiante de leyes, uno de esos intelectuales de Brooklyn que terminó enrolado para la Inteligencia Naval. Te acomodas la bufanda brindándole un saludo con la cabeza. Es nervioso como una comadreja atrapada, y hambriento de poder como un animal despierto tras una larga hibernación. Una especie local de tiempos de guerra que emergió con el conflicto, atrayendo a los intelectuales a puestos burocráticos. No te agrada. Quizás porque se parece mucho al James Ball que eras.
—Ted. Te vas a congelar fuera —le dices subiéndote la chamarra.
Ted se aleja de las sombras donde esperaba, colocándose su gorro tejido de la Marina:
—No deseaba que te vieran conmigo en el gimnasio. No por mí, James, sino porque a tu jefe Anslinger no le gustará nuestra relación. No es de los que coopera con el nuevo frente militar.
—Ted, mi jefe sabe que todo el Gobierno está trabajando con vosotros. La agenda interna se desvaneció cuando nos bombardearon Pearl Harbor. Al leer que los altos militares compraron al fiscal Hogan, el hombre más recto que conozco, para que les diera el archivo completo de Luciano, todo se acabó. Hasta yo decidí apoyaros, comprendí que había que acabar primero con los nazis antes que los traficantes de drogas.
—Lo dices como algo sucio, Ball… Como un negocio criminal —te dice Ted con un gesto acusador mientras se arregla el cabello rizado en corte militar que cubría su gorro. Camináis a la par, por la calle, mientras un gélido viento os golpea la cara—. ¿No prefieres que hablemos en un lugar más amable?
Te detienes. Puedes decirle que no, que te vea en tu oficina mañana. Pero aceptas, pues estás solo y no deseas encerrarte en tu casa suspirando por todo.
—Vamos al pub de Saint George, a la vuelta… —le indicas. Es un lugar seguro, solo frecuentado por irlandeses. Ted camina a tu lado, en silencio. Es extraño ver las calles vacías al anochecer. Incluso el alumbrado público no funciona por el miedo a un bombardeo.
Llegáis a la taberna. Al entrar, sientes el cálido ambiente cargado de vapores de alcohol. Te dejas caer en una mesa y pides dos cervezas oscuras. Has comenzado a beber después de tu fracaso sentimental en México. El alcohol se volvió un amante fiel.
—La Operación Luciano ha sido un éxito, Ball. Lucky está totalmente trabajando a la par con la Marina. Él, como tú, entendió que Hitler era un enemigo para todos. Por eso, antes de que te enteres por los periódicos, quería avisarte de que la condena del señor Luciano será reducida. Anslinger arderá de rabia.
—¿De veras? ¡Estáis de broma! —El barman os sirve dos vasos de cerveza oscura irlandesa. El olor amargo golpea tu nariz, haciéndote saborearlo.
—Bueno, hay gente dentro del ejército que cree que hasta deberíamos darle una medalla. Desde luego, el Congreso no lo ha aceptado. El señor Luciano ha sido un buen ciudadano y ha colaborado para resguardar de saboteadores todos los puertos del país. Recuerda que él maneja todos los sindicatos de los muelles a través de Albert Anastasia… Incluso, no ha habido un solo problema laboral en las fábricas desde que hicimos el trato. Desde que se hizo la transferencia de Lucky Luciano de la prisión de Dannemora a la prisión Great Meadow en Albany, pareciera que no tenemos más conflictos.
—El comandante Haffenden ha de estar feliz —le dices bebiendo del vaso de cerveza oscura. Tus labios quedan marcados por bigotes de espuma.
—Así es, Ball. Él mismo te agradece que nos ayudaras a detener la investigación de la Mafia a través del Buró. Sabemos que manejar a Anslinger es problemático —admite el joven oficial. Sabes que, aunque parece un retoño recién desempacado, detrás de esas gafas hay mucha inteligencia. Si no fueran tiempos bélicos, seguramente estaría detrás de un escritorio en Wall Street.
—¿Por qué estás aquí, Ted? Podrías ir con tu gente, los marinos, y beber en un burdel. Yo soy el tipo más aburrido del mundo.
—Te admiro, James. Leí tu expediente. Eres un hombre recto, un ejemplo para todos. Quiero ser un héroe como tú.
—No lo hago por ganarme una medalla, Ted. Lo hago por mi país. Sigo creyendo que América es grandiosa. Pero déjame decirte algo: respecto a todo este circo que montaron para que la mierda de México entre libremente, no tendrán mi protección. Mucho menos mi aprobación. Si puedo, haré puré a esos contrabandistas asesinos —afirmas muy convencido. No les pones nombres, pero sabéis que el trato con los productores de drogas no es algo que será bien visto para la elección de congresistas o senadores. Podrá haber guerra, pero la política es la política. Por eso lo han mantenido fuera de los ojos de la prensa.
—Quizás no comprendas. Estoy aquí para ayudar. A los generales y almirantes no les gustan los héroes locales. Los prefieren con un rifle en el Pacífico —te recomienda.
—¿Que no me meta? ¡Ellos son los que se han metido hasta la cocina en mis asuntos! ¡Están traficando toneladas de droga! Se les va a ir de las manos y no podrán volver a cerrar la puerta que ya abrieron, Ted.
—Eso no le hace daño a nadie. La droga sirve para los soldados: sin las medicinas que traíamos de China, nunca hubiéramos podido entrar en el conflicto. Si se vende un poco en las calles, es mínimo. Solo la consumen indigentes o pervertidos —comenta arqueando las cejas pobladas para sacarlas de la montura de sus gafas—. Es una prioridad del Estado. No hagas algo que tengamos que anular.
—¿Me estás tratando de asustar, Ted? —le señalas molesto.
—No, señor. Te estoy tratando de calmar. El Gobierno norteamericano y tú tenéis un enemigo, y no se llama Mafia ni drogas, sino Alemania —explica calmadamente Ted con un tono patriótico que te revuelve el estómago. Para ser un admirador de tu vida, es muy entrometido. Además no pensáis parecido: te sientes molesto por su presencia.
—¿Por qué me escogiste a mí para que os ayudara?, ¿por qué no otro del Buró?
—Porque no tienes amigos. Ninguno. Sabíamos que no hablarías, pues no hablas con nadie… Eres un solitario —explica el muchacho de gafas. Tu mirada se pierde en el fondo de tu cerveza, eso te dolió muchísimo. Tenía razón Ted: eras un ermitaño, alguien sin nadie alrededor. Solo tu trabajo.
—¡Vete a la mierda, Ted! Vamos a ver si nuestro paralítico y comunista presidente tiene injerencia en México, porque voy a prender una hoguera que se va a ver hasta el Congreso. Y vosotros, amigo, estaréis en medio del fuego. Voy a desmantelarles su obra de Broadway que montaron allá con Virginia Hill y el judío Siegel —le dices con odio. El muchacho solo abre los ojos, sorprendido. Pero, como buen soldado, se tranquiliza y, levantando su cerveza, te desea:
—Suerte, Ball… Recuerda que lo que hagas no tendrá el apoyo del ejército norteamericano. No se diga de la prensa. ¿Crees que alguien mirará a México con el frente europeo y el del Pacífico abiertos?
—No lo necesito… —le respondes sabiendo perfectamente qué es lo que vas hacer. Levantándote y dejando un billete por las bebidas. Quizás piensas que no era tan mala idea la soledad de tu apartamento.
—Si te matan, será por tonto. No te dejes matar —recomienda ajustando su montura en la cara.