No me gusta andar pensando si aún soy bella o no. Sé que lo soy y no niego que me gusta ser cortejada. Pero la vanidad vacía se terminó cuando enterré a mi Papá Oso.
Miento, fue cuando me violaron.
En ese instante entendí que todos mis sueños se habían terminado. Que tendría que pensar en responsabilidades y compromisos. Las palabras que llegan cuando te vuelves mujer para dejar de ser niña. Sucedió en aquel momento que acepté todo, lo bueno y lo malo que tenía, para juntarlo y saber que sería mi paquete para poder sobrevivir. Si en las decisiones que tomaba podía encontrar un rayo de felicidad, me sentiría bendecida.
Cuando me felicitaban en mi boda, abrazándome con una sonrisa falsa, comprendí que el resto de las personas no sabía nada de mí realmente. Yo quizás me conocía un poco mejor, por eso trataba de no juzgarme. Solo quería sobrevivir, y que mi hija fuera feliz. El resto podría irse al caño.
Si todos pensaban que era una tonta porque no entendía qué sucedía a mi alrededor, estaban equivocados. Quizás no sabía exactamente de dónde venía el dinero que mandaba el coronel Serrano, o las cosas que hacía Raúl para él, pero podía darme una idea de en qué estaban metidos. Juzgarlos a ellos sería como sentenciarme a mí misma. Vivir con mi querido esposo me enseñó que nada es lo que aparenta ser.
Así que tal vez haciendo una cosa mala podía hacer que algo bueno sucediera. Para mí y para mi pequeña niña. No me refiero a hacer algo correcto o incorrecto, bueno o malo, sino a buscar un mundo mejor para nosotras.
Apagué las velas del comedor. Ya no creía que él fuera a llegar. Por eso había estado sentada aquí, bebiendo vino y viendo cómo se enfriaba el guiso que Blanquita nos cocinó. Al reparar en que la cera de las velas se iba escurriendo mientras el pabilo se quemaba como mi vida, había ido reflexionando en todo lo anterior. Lo hice para no llorar, pues estoy harta de llorar.
Me levanté de mi asiento, dejando que la cena se muriera en la mesa hermosamente decorada. Blanquita también se había retirado a su cuarto, pues no era justo que ella también esperara en balde. Era mejor que la única estúpida fuera yo. Que me quedara elegantemente ataviada con mi vestido de seda esmeralda y los labios en rojo encendido como si fuera una tonta colegiala. Al principio, tuve miedo de que algo le hicieran a James. No solo Raúl, sino en especial el coronel, que me celaba cual marido; aun así, dejé que nuestra relación de cartas y cenas cada vez que James venía al país prosiguiera. Sabía que era jugar con cuchillos afilados, encendidos en llamas. Mis dudas lo trataban de alejar, pero una parte caprichosa que quedaba en mí deseaba comer la fruta prohibida. Fue suficiente que mis protectores no aprobaran la relación para que yo la deseara más.
Apagué las luces de la sala y me disponía a descansar en mi cuarto cuando sonó el timbre. No podía ser él, era ya muy de noche.
Me coloqué mi mantilla para cubrirme y fui a la entrada, nerviosa. Abrí la puerta sin preguntar de quién se trataba. En parte porque en lo más profundo de mi ser rogaba a la Virgen que no fuera un pordiosero pidiendo limosna, que fuera él con un pretexto tonto que seguramente le perdonaría al verlo. No me equivoqué: apenas vi sus ojos azules, le perdoné que me dejara con la comida enfriándose. Lo único que deseaba era besarlo.
—Lo siento mucho, Carmela. No sabía si venir o no… Es muy tarde —me dijo con las manos en los bolsillos de su pantalón. Llevaba la corbata aflojada, y el pelo dorado le caía en la cara de manera seductora. Pero sus ojos no se veían chispeantes como siempre. Había oscuridad en ellos.
—Sí, ya es muy tarde —respondí amargada. No sé por qué, pues no era lo que quería decir. Se impuso de pronto en mí la personalidad de matrona—. Ya no te esperaba, James.
—Sucedieron cosas. Pero me gustaría saber si puedo hablar contigo dentro —comentó, y solo entonces me di cuenta de que no lo había invitado a pasar. Bajé la mirada, sin saber qué es lo que realmente deseaba: si echarlo a patadas o abrazarlo.
Tan solo lo hice pasar. Era algo que no me comprometía.
—La comida está fría, pero puedo calentarla… —le dije quitándole su chaqueta. No contestó, se me quedó mirando. Parecía darse cuenta de que me había comprado este vestido para la ocasión, que me había pintado de manera atrevida. Mis pezones sobresalían por el frío del exterior, y él bajó la mirada hasta ellos, luego observó mi espalda descubierta y se mordió los labios.
—No tengo hambre.
—Entonces, ¿a qué viniste?, ¿a disculparte solamente porque me has dejado vistiendo santos? —volví a atacarlo. Hay rabia, pero hay deseo. No decido cuál va llegando primero a la meta.
—Carmela, no sé a qué vine. Creo que fue un error, pero no deseo dejarte —me dijo abiertamente—. Hay una razón de peso para que nos dejemos de ver y que yo regrese a mi país. Pero lo único que sé es que antes de irme deseaba verte… Y ahora que lo hago…, apreciando lo bella que eres…, no me arrepiento.
Me lancé sobre él. No iba a esperar a que siguiera diciendo tonterías de las que no tenía la más remota idea qué querían decir. Había un ganador en mi mente: el deseo.
Mis labios buscaron los suyos de manera salvaje, los apreté con fuerza al encontrarlos. Mi lengua entró a su boca y sentí su cálido aliento. Sentí un espasmo cuando sus brazos cruzaron mi espalda desnuda. Respiré profundo y disfruté el momento como hacía años que no me sucedía.
Jugué con mis dedos, que recorrieron su espalda con la firmeza necesaria para no dejarlo escapar. Él se aventuró desabrochando mi vestido en el cuello, la tela cayó hasta mis caderas y dejó ver mis pechos desnudos. Antes de que se los ofreciera, los besó, acariciándolos con ardor. Lancé hacia atrás la cabeza, gimiendo de placer. Su boca siguió gozando mis hombros, sacando sensaciones que no había encontrado. Una nueva corriente cruzó mi cuerpo, forzándome a clavarle las uñas en sus nalgas.
Los dos seguimos explorándonos, parados en medio de la sala oscura. No hubo palabras, solo gemidos de placer. Le quité la camisa y lo empujé para cruzar el cuarto, mientras nuestros labios continuaban pegados. Una risita inocente apareció en mi boca, como si estuviera haciendo una travesura a espaldas de los demás.
Él me tomó de los hombros y me arrojó a la cama. Al rebotar en ella, mi risa se tornó carcajada. Se arrojó sobre mí para continuar buscando las esquinas de mi cuerpo que aún no había recorrido. El vestido quedó en el piso, al lado de sus pantalones. De un tirón, me quitó la combinación y su mano buscó mi punto de placer. No pude reprimir el grito.
Se apartó un poco de mí, para acariciar mi cabello y verme, pero sin dejar de masajearme en la entrepierna.
—Te deseo tanto, Carmela… —murmuró.
No le respondí, no quería que hablara. Lo besé, metiendo la lengua de nuevo en su boca. No debía ceder a las palabras, pues de nuevo empezarían a hacerme dudar; no quería jugar conmigo misma sobre lo que es correcto o no. Le tomé el miembro, invitándolo a que me hiciera el amor. Al sentirlo en mi mano, supe que no quería que se fuera nunca más de mi cama, deseaba que se quedara a mi lado siempre.