Las oficinas del Departamento de Salubridad e Higiene son como un fuerte militar, emulan un gran alcázar monolítico nacido de los sueños más terribles. Una desnuda fachada lisa de piedra con reminiscencias de cárcel que el arquitecto Carlos Obregón Santacilia había construido en un terreno con forma de trapecio. La avenida Paseo de la Reforma la miraba con recelo, pues parecía el último vestigio del México revolucionario. Tenía más afinidad con las edificaciones marciales que con las curvas requeridas para una urbe moderna. A lo lejos, se advertía el Castillo de Chapultepec montado en una loma verde de árboles. Era la residencia oficial del presidente de México; por lo tanto, este era el primer edificio frente al que pasaba el regente del país en su ruta diaria hacia el Palacio Nacional: el del Departamento de Salubridad. Quizás lo habían colocado ahí para recordarle la importancia de ese tema en su agenda bilateral con Estados Unidos de Norteamérica.
Aunque una parte de la construcción estaba confinada al servicio público, también se usaba en funciones de investigación en los laboratorios y ofrecía otros servicios, como aulas, imprenta y hasta una cárcel o zona de aislamiento para infractores por consumo de enervantes. En la parte posterior de la composición, se levantaba la torre del depósito de agua, que le imprimía una gran presencia y solidez al inmueble. Era sin duda un punto de referencia en la capital mexicana. A su exterior, entre las jardineras de cactus y flores de buganvilias, se establecieron vendedores de comida para saciar el hambre de los que ahí trabajaban: taqueros, panaderos y mujeres con anafre calentando bocadillos picosos.
Cuando el doctor Leopoldo Salazar Viniegra, el más importante asesor en temas de narcodependencia para el presidente Cárdenas, salió de las oficinas, entre todas las personas no reparó en el hombre que esperaba sentado en una de las bancas de metal que daban a la avenida Chapultepec. Un periódico y el sombrero le cubrían la cara, por lo que pasó desapercibido en un principio. Al pasar a su lado se sorprendió de escuchar en un español casi perfecto que dejaba rastros de no ser su idioma materno:
—Buenos días, doctor Salazar.
El que lo había interceptado dobló el diario mostrando su rostro enrojecido por la resolana. El sol de la ciudad no parecía ser un ambiente natural para él. Era rubio y de ojos claros, características poco comunes en la Ciudad de México.
El médico giró su rostro nervioso a ambos lados. Se encontró rodeado de gente común, incluso un par de gendarmes en bicicleta que comían en un puesto de tamales. Por lo que de inmediato desechó que se tratara de un asalto. Para tranquilizarlo, el norteamericano golpeó la banca metálica, invitándolo a sentarse.
—Lo conozco. Es el perro de caza de Anslinger, James Ball —respondió de manera retadora Salazar. Jimmy no dejó de sonreírle, insistiendo con el mismo gesto para que tomara asiento. Al ver que el funcionario de Salud no respondía a su invitación, Jimmy le entregó su tarjeta de presentación:
—Soy su agente especial. Así preferiría llamarme.
—Aquí en México les decimos lamehuevos, pero usted es libre de ponerse lo que quiera en su tarjeta, míster Ball —murmuró con molestia, sentándose en la banca frente al edificio, pero cuidándose de no quedar muy cerca de su interlocutor—. Usted debe andar con cuidado. Es un extranjero metiéndose en asuntos de índole nacional. El presidente Cár…
—Vamos a desechar su ley, doctor Salazar —le interrumpió el agente de Anslinger—. Las drogas no van a ser legales. Téngalo por seguro. —Jimmy había sacudido de inmediato el trato cordial, pues no deseaba seguir con el juego de que era un encuentro fortuito. El doctor Salazar se molestó al escuchar el tono de imposición.
—¿Sabe? Alguien ya me había hablado de usted. Un colega norteamericano que representa a los doctores en California, el doctor Albany. —Trató de controlar la conversación. Era una forma burda de colocar un escudo, pero funcionó: Jimmy se sorprendió del conocido mutuo.
—¿Le dio referencias buenas?
—Dijo que era usted un hijo de la chingada, pero que le mandaba saludos. Estaba seguro de que tarde o temprano aparecería para morderme —retó Salazar, deseaba dar a entender que no le tenía miedo. Comprendía que, si un agente del Buró de Narcóticos norteamericano estaba en el país, era porque había una hoguera muy grande que apagar. Jimmy señaló el edificio macizo a sus espaldas:
—¿Es aquí donde tienen a los criminales?, ¿en este edificio?
—Son enfermos, Mister Ball —le respondió de golpe. No le gustaba el tono que estaba utilizando el americano.
—También usted puede decirles como quiera, pero en mi país les llaman asesinos… Criminales —le devolvió la estocada Jimmy.
—Ese es un grave error que están cometiendo. Los adictos no pueden ser tratados como criminales, son personas con un problema clínico y se debe actuar con médicos, no con policías. Hasta que no cambien esas circunstancias, no habrá solución a nuestro problema.
—Criminales… —repitió Jimmy. Salazar estuvo a punto de levantarse de su lugar y regresar a su oficina en el complejo, pero Ball jugó una carta muy grande—: No se va legalizar la marihuana, doctor. Ya nos encargamos.
—No se trata de legalizar, sino de controlar. Eso es lo que ustedes no han entendido. Si lo logramos, se reducirán la corrupción y la violencia de los grupos criminales. Haremos desaparecer los conflictos y la inestabilidad política en las zonas de los productores y, de paso, bajarán los costos sociales —les explicó, pues lo dijo no solo para Ball, sino como si también estuviera presente Anslinger, esperanzado de que el joven le transmitiera todas esas palabras a su jefe.
—Son ideas exóticas, comunistas. —Otra estocada. Esta vez, mortal.
—¡Hasta va a disminuir el tamaño de la población carcelaria! Ellos son drogadictos. Tienen que estar en hospitales, no en la cárcel. Piense, el dinero que usamos para la policía lo vamos a canalizar al tratamiento de los consumidores. Así, México podrá concentrar la seguridad pública en contener los verdaderos crímenes.
Jimmy alzó las manos para detenerlo. El doctor Salazar estaba hablando con un tono de discurso político que podría marear a cualquiera. El joven oficial del Buró le cortó la inspiración:
—¿Sabe por qué estoy aquí, doctor Salazar?, ¿cree que me interesa su monólogo? Debo avisarle de que lo vamos a destruir. No quedará en pie ni una sola referencia buena de usted si no se retira de esta locura. Nuestro Gobierno se encargará de cerrarle la puerta en cualquier país.
Lentamente, Salazar giró su rostro hacia Ball. Sabía que fácilmente podrían hacer eso o más. Había estudiado en Francia, sería un problema verse imposibilitado de no poder viajar a ninguna parte como máximo representante científico de México.
—No me importa. Si lo que desea es asustarme, no lo logrará. Tengo contacto directo con el presidente Lázaro Cárdenas. Hemos hablado sobre el tema y está de acuerdo con mi propuesta. Es la única manera de frenar el tráfico de narcóticos en México, que el Estado tenga monopolio para la venta de fármacos prohibidos a los drogadictos y ponerlos a precio de costo. Ya lo puede ver en el nuevo Reglamento Federal de Toxicomanía.
—La marihuana es un mal que importaron a nuestro país, doctor.
—Ustedes la prohibieron hace un par de años. Ustedes la volvieron un éxito entre los delincuentes. Si la hubieran dejado como estaba, seguiría siendo un problema de minorías.
—¿Realmente cree que con esas ideas exóticas detendrá todo? Olvídelo. El general Siroub está de nuestro lado, piensa igual que Anslinger.
Jimmy se levantó. No se veía impresionado por la disertación del doctor. Caminó a un lado de la banca hasta un puesto de aguas frescas. Era un tablón sobre huacales con tres envases vitroleros en llamativos colores. Sacó una moneda y se la entregó al vendedor. Regresó a la silla con dos vasos de cristal llenos de agua de jamaica. Uno se lo entregó al doctor.
—¿Sabe, doctor? Así empezó ese loco austriaco, jugando a cambiar su país… Ahora nadie lo para. Si tanto le parecen buenas esas ideas, lléveselas a los comunistas, a Rusia.
Salazar aceptó su vaso, pero no lo bebió. Jimmy en cambio le dio varios sorbos, refrescándose del sol mexicano.
—Usted tiene un buen sentido del humor para ser gringo —gimoteó Salazar.
—Tal vez, pero no tiene idea del buen sentido del humor que tiene mi jefe. Se carcajea cada vez que sabe algo de usted —comentó Jimmy, que al final hizo un gesto de extrañeza. Hace unas semanas, en su encuentro en la oficina, él había pensado que a Anslinger le faltaba humor. Quizás el comentario sarcástico del doctor tenía razón y la jovialidad empezaba a escasear en Washington. El médico comenzó a explicarle como si estuviera en una ponencia dedicada al congreso de la nación:
—El primer dispensario para drogadictos ya comenzó a operar en la calle Versalles, aquí en la capital, Mister Ball. Tenemos ya setecientos clientes que pagan a veinte centavos la inyección, y entre diez y doce pesos por cinco dosis diarias. Gracias a ese dispensario, la máxima vendedora de drogas, Lola la Chata, está perdiendo alrededor de dos mil seiscientos pesos diarios.
Salazar era un hombre de ciencias y, como tal, pensaba que sus ideas podían ser sostenidas por datos y cifras. Pero estaba en un error. Las cifras no eran lo más importante en una decisión política:
—¿Eso es lo que le dice a su presidente?, ¿maquilla sus cifras?
—He realizado estudios con cuatrocientos presos mexicanos, a quienes les surtí gratis cigarrillos de marihuana durante un tiempo; de esa manera saco a los traficantes de las cárceles de la Ciudad de México —explicó molesto, pues nunca hubiera maquillado las cifras como se le estaba acusando—. En La Castañeda entregué cigarrillos a los internos para que fumaran la yerba en grandes cantidades, ayudándolos con su dolor. La planta no es dañina para el ser humano y nadie ha perdido la razón con su uso. Se va a legalizar su siembra y a cobrar un impuesto a los agricultores, como con el tabaco.
—Criminales… —repitió por tercera vez Jimmy.
—¿Usted lo cree, Mister Ball?
—Yo no, pero sí Harry Anslinger. Por eso me pidió que viniera a decirle que, ya que el presidente Cárdenas es tan amigo suyo, tendrá que explicarle que por su culpa habrá una escasez de medicamentos importados en su país. Hemos suspendido la venta de medicinas y fármacos para México desde hoy. El embargo durará hasta que se levante su ley de aprobación de la marihuana. Con esa presión, el presidente dejará de apoyarlo. No podrá conseguir ni una aspirina.
—¡No pueden hacer eso! ¡Hay leyes de apoyo internacional!
—Podemos hacer lo que queramos.
—¡Van destruir lo que he construido! ¡Es un gran avance en medicina! ¡En el tratamiento a los enfermos!
—No lo queremos. Quizás no se ha fijado en que no está hablando con un agente de salubridad de mi país. Soy un agente del Tesoro. Las drogas no son cosas de doctorcitos, son asuntos de dinero.
—No —apenas respondió el doctor Salazar, frustrado.
—Si insiste, dejará usted de laborar en esta oficina. No lo tome como algo personal. Vine a decírselo para que tomara sus precauciones.
—¿Y qué va a pasar con el problema de los adictos? —balbuceó molesto por la noticia.
—No es nuestro problema, doctor —le dijo entregando los vasos de agua al vendedor.
James dejó al doctor Salazar pensativo. Sabía que había sido un éxito su encuentro, pues no podrían sostener un embargo de medicinas. México no tenía la infraestructura para producir todos los medicamentos necesarios. Ante un acto de esa magnitud, el presidente Cárdenas no tendría otra opción que volver a penalizar la marihuana, siguiendo los estatutos de las convenciones internacionales impuestas por Estados Unidos. Las ideas sobre el tratamiento a los adictos del doctor Salazar terminarían siendo un simple apéndice en los libros de historia, solo eso.
Llamó por teléfono en una farmacia. Hizo una cita esa misma noche. Le dio un billete al encargado, pidiéndole que se quedara con el cambio después de haber charlado menos de dos minutos. Quedaron en verse para cenar.
Pero aunque iría a ver a Carmela, era de esos días que sentía que estaba perdiendo el camino. Le molestó el comentario del médico, definiéndolo solo como un sabueso de su jefe. Esas dudas surgían de la presión que cargaba con esos encuentros, demostrando una fuerza que no tenía. Su actuación de hombre rudo era lo que derretía los teatros que había levantado para perdurar en su puesto.
No había terminado del todo su labor en la Ciudad de México, pero había tomado la decisión de tomarse un descanso para cenar con Carmela. Después tendría que preguntar a la policía local por el paradero de su agente y hacer unas llamadas para informar de que el doctor Salazar sería cesado.
Esperando que uno de los taxis color naranja se detuviera para que lo llevara a la casa de la colonia Roma, Jimmy se caló el sombrero y tiró el diario que había comprado con la información de la legalización de las drogas. Pero antes de que pudiera hacer la señal, un pequeño muchacho de ropa gastada y lleno de mugre en la cara le pidió dinero.
No le respondió al pordiosero, pues andaba con ganas de mantener la boca cerrada. Se limitó a buscar cambio en sus bolsillos para el niño, que esperaba con la mano extendida su limosna. Al entregarle un tostón, el chico le dijo:
—Señor, lo invitan a comer.
Jimmy se impresionó sobremanera. Pensó que había un error en el comentario; sin embargo, el niño eliminó su rostro de sufrimiento y lo tomó de la mano. Entre los puestos de tamales, acarreó a Jimmy hasta una calle donde un Pontiac convertible lo esperaba estacionado.
De inmediato, Jimmy se detuvo soltando la manita del pordiosero. Hizo un rápido movimiento para sacar su pistola. Era un revólver Smith and Wesson, pequeño y ligero para poder viajar siempre en su maleta. Nunca se separaba de él, lo llamaba su ángel guardián. Se lo había obsequiado Frank Hamer cuando comenzó a trabajar con él. Cuando estuvo amartillada su arma, el limosnero ya había huido aterrado, y una persona había descendido del automóvil: Raúl Duval.
El mexicano no dijo nada. Se limitó a hacerse a un lado, abrochándose los botones de su traje cruzado y mostrando que el automóvil llevaba a otro pasajero en el asiento trasero. Un rostro canoso con gafas oscuras verdes cubierto por un sombrero de pana se asomó. El bigote era lo que más resaltaba en él:
—¿Sabe quién soy, señor James? —le preguntó, todo sonrisa, el coronel Benito Guadalupe Serrano.
—Lo sé, coronel. Me sorprende que se tome la molestia de buscarme —dijo Jimmy apuntándole con su arma.
Raúl colocó la mano en su hombro. No fue rudo, tan solo un gesto para tranquilizarlo. Jimmy lo miró y no descubrió en su rostro el odio que tenía la otra vez en casa de Carmela. No llevaba consigo los ojos de animal rabioso que deseaba matarlo cuando lo descubrió flirteando con la actriz retirada. En el delgado muchacho había seguridad de que estaba haciendo lo correcto. La misma expresión que le ofreció cuando bajó su arma años atrás, en el desierto de Tijuana.
Jimmy guardó lentamente su arma en el cinturón. No supo por qué lo hizo, pero sabía que tenía que ver con la mirada del verdugo que no lo mató. Era una forma de devolverle el favor.
—Qué bueno que bajó esa pinche pistola. Me estaba ya poniendo nervioso —admitió Serrano. Con un gesto achispado lo invitó a meterse a su lado en el automóvil, tal como él había invitado al doctor Salazar a tomar asiento—. Me gusta pensar, mijo, que a veces podemos ser civilizados. En general los mexicanos tenemos mala fama de broncudos y buscapleitos, pero déjame decirte algo que se les olvida a ustedes los gringos: somos pocamadre como anfitriones.
—¿Qué quiere? —rugió Jimmy, pues le estaban jugando con la misma moneda que él había jugado.
—Deseaba invitarlo a comer a La Ópera. ¿Conoce el bar, señor James? —lo invitó Serrano mientras Jimmy accedía a subirse al Pontiac. De inmediato Raúl se colocó en el puesto de chófer y arrancó.
—Es usted un cínico, coronel —rugió Jimmy con los brazos cruzados.
—Le va a gustar, mijo… Le va a gustar —le dijo el coronel dándole palmaditas en la rodilla como un progenitor bonachón.
Dando un agradable recorrido por la avenida Chapultepec y metiéndose por Arcos de Belén, llegaron al centro de la capital. Dieron la vuelta por el imponente edificio de Bellas Artes, que remataba la urbe como una fastuosa corona, y entraron a Tacuba, donde avanzaron un par de manzanas. El coche se detuvo frente a una esquina con ventanales parisinos, y un mozo abrió la puerta del vehículo:
—Buenas tardes, coronel Serrano.
El coronel se apeó saludando amablemente al mozo. Detrás, Raúl y Jimmy. En el momento en que el coronel se dedicó a saludar a todos en la cantina, Jimmy se volvió hacia su contraparte mexicana, pero Raúl seguía con ese rostro de monje.
El coronel tomó una cabina de madera y pronto apareció una botella de tequila a su lado. De frente se colocaron los dos jóvenes, el americano y el mexicano. El lugar era un hermoso sitio al estilo europeo, con ornamentos de principios de siglo y una bella barra en madera adornada por una extensa colección de botellas.
—Dicen que el general Pancho Villa, durante su visita a la capital en la revolución, llegó a tomarse unos tragos aquí, señor James —comenzó a narrarle a Jimmy como si se tratara de un viejo amigo—. Comentan que dejó un recordatorio de su visita, pues en la mesa de al lado estaban unas personas a punto de pelearse, muy ebrias. Así que mi general desenfundó su pistola e hizo un hoyo en el techo para llamar la atención y anunciar su presencia. Todavía hoy, en el techo, encima de la mesa número cinco, está el boquete… Lo puede usted ver.
—¿Y? —cuestionó Jimmy.
—Es una mierda… Una puta mentira —soltó Serrano—. Mi general no tomaba, señor James. Ni una chingada copa. Era abstemio. Lo sé porque yo estaba ahí. Le cagaban las cantinas. A lo mucho, se iba a Sanborns a tomarse un heladito o un café… Esa historia es una mierda.
Jimmy se le quedó mirando receloso. Sabía que Serrano era uno de los operadores más importantes de drogas, pero cuando ponían en discusión su nombre en los encuentros bilaterales, los mexicanos se escudaban en que lo habían investigado y no habían encontrado nada. Explicaban que tan solo era un exitoso plantador de tomates de Jalisco y Culiacán. La respuesta que le daban era una manera de cubrirlo y solaparle sus negocios ilícitos. Ahora lo tenía de frente, mirándole directamente a la cara, y en lugar de dispararle, le contaba una tonta historia sobre Pancho Villa.
—¿Qué quiere? —volvió a escupirle con odio.
—Pues esa historia debería de enseñarnos algo, mijo. Que no debe creer todo lo que le dicen. Eso que dicen de mí es mentira. Yo soy un servidor de mi país, señor James, nada más —soltó el coronel Benito Guadalupe con un gesto ridículamente inocente. El hombre alzó la mano para llamar la atención de los camareros. Apareció un escuadrón de inmediato—. Señor James, pida algo de comer. Cocinan bien chingón aquí… Tengo una mejor idea: pediré por usted. A ver, amigo, tráiganos un plato de caracoles al chipotle, una orden de manitas a la vinagreta… ¿No es judío, verdad, señor James?… —Se volvió hacia Jimmy, pero no esperó a que le contestara—: ¡Qué bueno! Unos tacos gobernador, con mucho quesillo. Yo estoy bien con mi tequila, ¿y usted?
—Gracias, no bebo —respondió secamente Jimmy.
—¡Qué la madre! Solo falta que no tenga sexo, y entonces ya la chingamos porque no vamos a tener ninguna cosa en común —exclamó con risotadas el militar, agarrándole la mano a Jimmy amistosamente como un condescendiente amigo—. ¿Sabe? Mi compadre Arriaga dice que nunca hay que confiar en la gente que no chupa… Temo decirle, señor James, que entra usted en ese grupo.
—¿A eso vine con usted, coronel? ¿Para escuchar que usted es inocente? —replicó incrédulo Jimmy.
—Desde luego, mijo. Mire, a lo mucho, juego con la política. Usted sabe que en nuestro país es un poco más divertido ese juego que en el suyo… Es como la lotería. ¿Conoce la lotería mexicana, señor James? —le preguntó el coronel. Jimmy movió la cabeza confirmando que sabía de qué hablaba—. A usted le dan su cartoncito con figuras, y van saliendo los nombres. A veces sale El Borracho, a veces sale El Valiente… Pero algunas veces te toca El Diablo.
Serrano elevó sus bigotes al techo, como si señalara el falso hoyo de la bala de Villa. Estaba sonriendo, y lo hacía tan bien que Jimmy tuvo que devolverle el gesto: era un cabrón divertido.
—¿Y usted quién es, coronel? Digo… en la lotería…
—Yo solo soy El Catrín, señor James. Estoy seguro de que usted es El Soldado. Aquí mi ahijado es El Valiente. Y seguro debe de haber una Dama por ahí… Pero tenga cuidado de que le salga La Muerte. En la vida, a diferencia de la lotería, si pierde, se muere —respondió Serrano sacando un puro de su chaqueta para morderle la punta.
Los platos con comida llegaron y cubrieron todo lo largo de la mesa. Serrano tomó una tortilla y se sirvió en ella un poco de pasta seca, crema y quesillo. Coronó con una gran cucharada de salsa picante su taco gobernador y prosiguió:
—Aunque creo que debería darle la carta de La Corona. Deseaba agradecerle su labor con el doctor Salazar. Aun con influencias en el Gobierno no hubiéramos podido hacer lo que ustedes hicieron, mijo. Para mí y mis socios era importante que ese doctorcito de ideas exóticas no contaminara nuestros pueblos. México y Estados Unidos deben estar libres de la terrible maldad que traen esas cochinadas.
—¿Las drogas? —Jimmy estaba sonriendo, se sentía en una surrealista escena hablando con su principal enemigo, entre tacos y tequila. Movió la cabeza y le lanzó de manera directa—: Me pregunto si usted no estará en eso de la droga, coronel.
—Por favor, señor James, hasta la duda ofende. La única droga a la que le hago es el tequila. Y déjeme decirle que es peor que cualquiera de las otras cochinadas. Por eso, mi general Pancho Villa lo odiaba —comentó el coronel complacido, alzando su copa y dándole un trago—. Mire, mijo, en México existen más de diez mil adictos. Si se sabe que el kilo de tal droga se compra a diez mil pesos y los adictos consumen unos cuatro papelitos diarios, ¿qué son, Raúl? —Serrano se giró buscando ayuda con Raúl, quien contestó automáticamente:
—0,02 gramos de heroína.
—Eso es un negocio en el que se vende hasta ocho millones anuales. Es, por mucho, un negocio lucrativo. Por eso fue tan importante su apoyo. El gobernador Ávila Camacho también se lo agradece. Cuando suba a la presidencia, se encargará de hablarle bonito a su jefe, señor James.
Jimmy se quedó callado, le estaba diciendo todo lo que quería saber, pero a la vez negaba todo. Era un zorro astuto este Serrano. Supo que, para atraparlo, tendría que ser más listo que él. Y por más que lo pensaba, sabía que su jefe Harry Anslinger no lo era.
—Otra cosa… Tiene razón, lo de la puta ley de la marihuana se va a la chingada. Le podría decir que porque su puto Gobierno ha estado jorobando, pero no es así. La van a volver a criminalizar porque a nosotros nos conviene. Así que regrésese a su casa gordito y feliz, que ha hecho el trabajo que su jefe le encomendó.
—¿Que me vaya ya?, ¿eso quiere? —inquirió James molesto. Serrano dejó su copa a un lado y, señalándole con el dedo sin dejarle de sonreír, le dijo en un murmullo para que solo fuera escuchado por James:
—Sí, y nunca más vuelva a ver a Carmela del Toro.
—¿Me está amenazando, coronel? —gruñó el americano.
—No a ti, pendejo. Si vuelves con ella, me encargaré de matarla…
No dijo más de ese asunto. Durante media hora, mientras comían, Serrano se dedicó a contarle sus memorias de la revolución y a narrarle chistes subidos de tono sobre lo mujeriego que era el gobernador Ávila Camacho. Jimmy no decía nada, tan solo colocaba un sí o un no en sus labios para indicar que escuchaba. Raúl era más taciturno. Escasamente movía la cabeza.
Cuando apareció un grupo de personas en la cantina, gente en traje elegante con escudos del partido oficial en la solapa, el coronel se levantó de la mesa.
—Voy a tener que dejarlo, señor James. Anda por aquí el gobernador de Veracruz, que se lo va a llevar mi amigo Manuel a una secretaría y vamos a platicar unas cosas del partido. Así que lo dejo en buenas manos con Raúl. Pídale que lo lleve a donde quiera, lo hará con gusto —se despidió para incorporarse a los recién llegados con carcajadas y aplausos.
Jimmy lo vio de reojo, sabiendo que el bribón tenía como mejor arma en la vida ser agradable. Y eso abría muchas puertas. Cuando comprobó que el coronel Serrano ya no escuchaba, se volvió hacia Raúl para decirle en un murmullo:
—Si es por Carmela, yo no… No dejaré que le hagas daño. Te mataré antes de que la toques.
—Deja a Carmela fuera de esto, James. No seas pendejo —le contestó tajante Raúl, con un suspiro.
—Si no es por Carmela, entonces, ¿qué es? —cuestionó sugestionado.
—Yo no soy como mi padrino. Me importa una madre si sabes qué hacemos o no… Estuve a punto de matarte, y no lo hice, eso me da derecho a hablarte al chile —le dijo Raúl, también preocupado porque nadie de alrededor escuchara el diálogo—. James, te voy a decir por qué tienes perdida la jugada desde el principio: la diferencia entre nosotros, que vendemos simples productos recreativos, y los verdaderos hijos de puta, los ladrones y secuestradores, es que los que vendemos estos productos gozamos de la complicidad con las víctimas. Ellos no nos dejarán irnos, no dejarán que nos acabes. Y esos cabrones son tus conciudadanos.
—Mira, lo de Carmela… —insistió con nerviosismo.
—¡La puta madre! No metamos a Carmela. Esto es de negocios. Está pasando lo mismo que sucedió con la prohibición del alcohol. Recuerda siempre que los consumidores de drogas son compatriotas tuyos, quieren consumir. Por eso buscan a alguien que les ofrezca el producto. Ellos son la mitad activa del delito. En cambio, con los ladrones y delincuentes pasa todo lo contrario, la gente huye de ellos —explicó con extraordinaria simplicidad Raúl—. Nadie busca a un ladrón en la calle para que lo asalte, pero sí que encontrarás gringos en Tijuana en busca de un porro. Y además, cuando te asaltan, llamas a la policía o a la autoridad que pueda protegerte. Pero si compras un producto ilícito, huyes de la policía. Ellos no los apoyarán.
—¿Eso es todo? —soltó a su contrincante de amores.
—Quiero que comprendas, que entiendas mi situación. —Raúl recurrió a un tono más humano en esa expresión—. Puede que nos matemos… Lo haremos, tarde o temprano. Esta no será la primera ni la última vez que nos pongamos las pistolas en la cara. Pero antes de que eso suceda, quería platicar.
Jimmy no pudo decir nada. Se le habían acabado las palabras. Tal como pensaba hace unas horas, los teatros que había montado eran inútiles ante tanta franqueza. Raúl continuó, entregándole un papel doblado con información.
—En un mes, habrá una entrega importante de opio. Casi cuarenta kilos de goma. Podrás arrestarlo en Los Mochis para cubrir la cuota y ganarte un dulce de tu jefe. Es un Chino, se llama Carlos Ying. Creo que lo vienen siguiendo desde que tomó el poder de Mexicali.
—¿Eso haces?, ¿traicionar a tus proveedores? —lo interrogó, dudoso de la buena fe ofrecida.
—Somos muchos en el negocio. Aparte, jugó una carta en Ciudad Juárez que no nos gustó. Apoyó a gente que no debía. Tenemos nuevos socios. Hay que hacer limpieza… —explicó tranquilo, sin ponerle dramatismo a lo que acababa de hacer: entregarle a un viejo cliente. Raúl pareció acordarse de algo—. Por cierto, ni preguntes a la policía por tu hombre que tenías espiándonos: está muerto.
—No dejaré que Carmela termine en manos de un asesino como tú —le murmuró entre dientes, rabioso.
Raúl tuvo que soltar una risa sarcástica:
—¡Cómo chingas con Carmela!
—¿En el fondo no es por ella que me dices todo?, ¿que quieres hacerme creer que no eres tan malo? Tienes razón, no la metamos en esto. Qué bueno que eres franco, pues sí, seguro te voy a matar. Hagas lo que hagas, lo voy hacer —lo retó Jimmy con la mano caminando a su cinturón, donde estaba su arma. Raúl no se movió, solo le dijo:
—Déjala y estará a salvo. Yo me encargaré.
—¿Por qué debo confiar en ti? —preguntó a Raúl.
—¿Sigues sin saber quién te mandó la carta de Salazar, James? —Los ojos eran un hielo ante cada palabra que le soltó. Jimmy se detuvo en su afán de buscar su revólver y balbuceó:
—¿Tú sabes quién fue?
A Raúl le cambió la cara. No era circunspecta, como siempre, sino gozosa:
—Sí…