La tormenta apenas toca tierra. Piensas eso mientras bebes tu café. Sabes que suena pomposa esa metáfora, como si fuera escrita por los ridículos liberales judíos de Nueva York. ¿Qué podían esperar de ti? Solo eres un burócrata, y no un escritor. Por eso se lo dices de frente, sin importar que suene a gastado cliché:
—La tormenta apenas toca tierra.
Tu jefe sonríe. Sin duda le ha gustado tu alegoría. Es de las pocas veces que le ves hacer ese gesto a Harry Anslinger. El hombre no posee humor. Cada cosa que dice la manifiesta con tal convicción que pareciera haber sido labrada en la Biblia.
—Tienes razón, Jimmy. La muerte estará tocando la puerta de los hogares americanos. Dios nos castigará por habernos cruzado de brazos, pues la marihuana hace creer a los negritos que son tan buenos como nosotros, la gente blanca —dice, sentado del otro lado de tu escritorio.
Te ha hecho el honor de visitarte en tu oficina. Lo hizo sin anunciarse, y sabes que eso quiere decir que es porque está sufriendo una crisis en su campaña en contra de los narcóticos. Cuando no sabes nada de Anslinger, es que está haciendo su labor para coleccionar poder en Washington. Pero cuando se presenta sin anunciarse en tu despacho, es que desea que limpies la mierda que alguien dejó.
—Seguramente, el Gobierno de México va a legalizar la marihuana. Mi agente me ha estado informando los últimos meses. Con eso, tendremos a todo Hollywood fumando porros libremente, señor —le explicas. No le explicas que has recibido una carta anónima esta mañana con un documento oficial del doctor Salazar en el que propone poner a consideración la aprobación de una ley que monopolizaría la droga por parte del Gobierno de México.
—Casi todos los fumadores de marihuana son negros, hispanos, los músicos de jazz y animadores. Su música satánica, el jazz, es impulsada por la marihuana. Que las mujeres blancas fumen porros les hace querer buscar relaciones sexuales con ellos… Negros, artistas y otros. Es una droga que causa locura, criminalidad y muerte. Estaremos llenos de pseudohumanos nacidos de esas cópulas.
—Lo sé, señor, por eso le informo —le haces el comentario sabiendo que tu jefe puede ser algunas veces elusivo en sus declaraciones.
—¿Qué más te ha escrito tu agente? —te pregunta, pensando que la información que le has entregado proviene de tus fuentes controladas.
—Nada. He perdido contacto con él. No responde las llamadas ni el correo desde hace meses —prefieres explicarle la verdad. Anslinger nunca te cuestionó que infiltraras personal en el medio de drogadictos en México, pues él había hecho lo mismo al pedirte años atrás que te colaras en la fiesta de Agua Caliente.
—Si está en el mundo de la marihuana, seguro que estará muerto, Jimmy —asegura con tono de maestro de colegio, sin inyectarle un solo gramo de sentimiento. Anslinger se levanta de la silla frente a tu escritorio. Toma una pluma y te expone sus pensamientos como si fueras una audiencia en el Congreso—: Esta droga es tan antigua como la civilización. Homero escribió cómo una droga hacía que los hombres se olvidaran de sus hogares y los convertía en cerdos. En Persia, mil años antes de Cristo, había una orden religiosa y militar que se llamaba hashashin, los asesinos, cuyo nombre deriva de la droga llamada hachís. Eran conocidos por sus actos de crueldad, estos asesinos profesionales recibieron grandes dosis de hachís para efectuar sus horribles actos… Eso es lo que hacen los criminales en México. Por eso creo que tu hombre está muerto.
Te quedas mirándolo. Cuando habla así, te pone a dudar de si realmente lo dice en serio y no es solo un montaje bien planeado. Pero no hay manera de errar: Anslinger está convencido de la veracidad de todos sus discursos.
—Aunque está en ese ambiente, solo consume marihuana para no crear sospechas —tratas de explicarle, pero Anslinger no se deja intimidar nunca. Deja la pluma con la que jugaba en tu escritorio y se encamina a la puerta diciendo:
—Si fumas un porro, es muy probable que quieras matar a tu hermano, Jimmy —condena la conversación. Sin regalarte una despedida, termina—: Yo presionaré desde Gobernación para que se terminen las ideas locas de ese Salazar, pero tú encárgate de que no suceda nada.
Te deja solo con tus metáforas baratas sobre la tormenta. Bebes un poco más de tu café, reflexionando sobre la calamidad que será para el Buró si se legalizan las drogas en el país vecino. Sería una locura imposible de controlar. Desde luego que es algo de qué preocuparse. Al igual que la desaparición de tu contacto. Pero hay algo que te intriga más, el misterioso amigo que te mandó la carta informándote sobre la situación en México. Sabes que viene desde ese país, por los sellos postales, mas no llevaba remitente. En tu profesión es raro hacerse aliados. Muy raro.
—Esos mexicanos han corrompido con su droga a nuestra gente —te comenta la señora Hobert apareciendo en tu oficina. Sabes que escuchó la charla con tu jefe y que en cierto modo te advirtió sobre la famosa tormenta.
—Sin embargo, señora Hobert, una de las primeras leyes estatales que prohibieron la marihuana no fue solo por los mexicanos. Fue debido a los mormones que comenzaron a usarla. Los mormones que viajaron a México en 1910 regresaron a Salt Lake City con la marihuana para plantarla ahí. La reacción de la Iglesia a esto puede haber contribuido a la ley sobre la marihuana en el estado.
—Tampoco me gustan los mormones. No confío en gente que tiene tantos secretos —responde, categórica. Adelantándose sobre su escritorio, te pregunta con distinta voz—: ¿Y tu novia?, ¿la has visto?
—No es mi novia. La señora Del Toro es una buena amiga. Seguimos saliendo cuando voy a México, pero últimamente no me ha contestado las cartas que le envío.
—Ese amor de lejos me suena mal.
No respondes, la palabra «secretos» ha rondado tu mundo desde hace mucho. Y parece que ahora te has dedicado a coleccionarlos.
Al sentir que la luz te golpea la cara, abres los ojos. Es cuando te das cuenta de que estás en el cielo, que duermes entre nubes y nunca más en tu vida volverás a sentirte tan bien. La gente dice que el mundo está lleno de tontos y de románticos, supones que calificas en ambos rubros. La mayor parte del tiempo no vives con esa idea, pero estás inseguro de haber caído en ese grupo. Aunque fuera por una sola noche.
Te quedas mirando el techo de la habitación, descifrando el significado de tus actos. Como si tu mundo fuera el único que importara. Cuando comiencen las preguntas, difícilmente habrá respuestas, y estas son las que siempre buscan las mujeres.
Carmela había cambiado algunas cosas de tu vida. Quizás demasiadas. Claro que después de Agua Caliente habían desfilado algunas mujeres en tu vida, pero siempre las mantuviste a un nivel que pudieras controlar. Nunca te fue fácil encontrar la compañía de la gente, y mucho menos con ella. Por eso creías que habías decidido estar solo, lejos de ella, pero sin dejarla. Algo estúpidamente poético, pero increíblemente práctico.
Cuando ella deja de abrazarte para girarse en su cama a un lado, sientes que te ha librado de un peso. La miras por un tiempo, sin aceptar todavía que estás al lado de tu sueño. Ves el hermoso cabello roble regado por la almohada y la piel sabor café con leche que la sábana no ha logrado cubrir. Es perfecta. Tanto, que abruma. Por eso te levantas con delicadeza, tratando de no espantar su reposo.
Con sumo cuidado buscas tus calzoncillos y el pantalón. En algún momento de la noche salieron volando a un extremo de la gran cama. Al descubrirlos al lado del delicado fondo de seda negro de Carmela, sientes que estás cometiendo un gran error. Pero no podrás enfrentar las preguntas después de lo que viviste en los últimos días. Debes pensar mucho y tomar una decisión. Tu mundo, tal como lo conoces, ha colapsado.
—¿Te vas? —murmura con su voz. Sientes que lo hace cantando, como cuando bailaba en sus películas. Tu corazón se detiene al escuchar el tono melodioso, pero no es por amor, sino que es una descarga de horror.
—Sí. No puedo quedarme… No quiero que te… —le dices, nervioso. Está amaneciendo, no deseas que su niña, Florencia, te vea durmiendo en la cama de su madre. Tampoco quieres que las sirvientas descubran que pasaste la noche ahí. Aunque, por otra parte, adorarías que todo el mundo se enterara.
—¿Qué me hagan qué, James? —pregunta ella levantándose. Las sábanas se escurren hasta su cadera, mostrando el cuerpo desnudo con el que soñaste durante años. Es más perfecto de lo que imaginaste, con pequeños y firmes senos que rematan en una aureola oscura cual chocolate. Los ojos negros de ella te miran acusadores. No hay somnolencia ya y parece haberse despertado totalmente. No sabes qué contestar. No puedes decirle que tu presencia en su casa es peligrosa para ella.
—Aquí está tu camisa… —Ella se gira a su lado de la cama y te entrega la prenda. Al verse desnuda y notar que no dejas de mirarla, se cubre con las sábanas. Parece que no recuerda que recorriste cada parte de su cuerpo por la noche, y no hay rincón ya que no conozcas.
—Gracias, no quiero que pienses que estoy huyendo… Te amo. Pero será lo mejor para ambos —mascullas nervioso, colocándote la camisa.
—No lo pienso, pero ya que lo comentas… ¿De qué huyes?, ¿de mí? —te dispara con un tono amargo que te sabe a limón pasado.
Cierras los ojos. «Eres un idiota», te dices. Claro que lo eres. Debiste irte sin volver a verla.
—Nunca —compones de inmediato. No es suficiente.
—Es bueno saberlo. Te aseguro que me quedaré más tranquila cuando me vuelva a acostar en esta cama, sola; sabré que no huiste. Será reconfortante —te dice levantándose. De inmediato, como una pudorosa mujer, se coloca su bata. Camina rodeando la cama hacia ti, retándote. No entiendes por qué está enojada. Ella sabe que ahora no puedes quedarte.
—Sabes que no es eso. No seas dramática, Carmela —respondes, pues lo último que deseas es que las respuestas sean presionadas por juegos sentimentales.
Bofetada. Sientes el ardor en tu mejilla. Para ser una mujer delicada, el golpe ha sido certero y con fuerza. Sientes la furia que descargó en ti, los ojos arden. «Eres un idiota», te vuelves a decir en tu mente.
—¿Eso fue más dramático, James? —escupe con desdén—. Ahora sí puedes salir huyendo… Te he golpeado, imbécil.
Cierras los puños. Pero sigues sin comprender la furia. Ella no tiene ni la menor idea de lo que está pasando en tu cabeza, de la responsabilidad que tienes. No para con tu jefe, sino para con tu nación.
—¡¿Qué quieres que haga?! Solo puedo decirte que no puedo estar contigo —lamentas. Tal vez ella no tenga una idea de lo que está sucediendo. Tú únicamente sabes que tu huida la mantendrá a salvo.
—No lo sé, James. Tú fuiste el que me buscó, yo no llegué a ti implorando que me hicieras caso, ese fuiste tú.
—Pensé que necesitabas a alguien —explicas con los dientes apretados.
—¿Alguien? Nunca pedí ayuda a gritos, que yo recuerde —declara con orgullo. Te mira desafiante, pero en ese rostro de señora aún está encerrado el gesto de terror de la niña violada. Y eso se lo recuerdas:
—Sí lo hiciste, Carmela. En Agua Caliente.
Sus ojos se abren lentamente. Sabes que están viéndote de otra manera, pues el labio, ese delicado pétalo rosa que gozaste anoche en los besos, tiembla. Vibra mucho, con desprecio y sorpresa. Has descubierto el manto que ella colocó en tu relación: le estás diciendo que estabas ahí, que fuiste tú el que golpeó al hijo del coronel.
—Lárgate… —musita con dolor—. Si quieres que te lo agradezca, creo que con lo que pasó esta noche está saldada la deuda.
No la ves llorar, pero estás seguro de que, cuando se encierra en el cuarto de baño, ya lo está haciendo, percibes el sollozo. Te dices a ti mismo que estuvo mejor así, quitarse las caretas, para que ella supiera la situación. Ella no sale de su refugio, ni aun cuando te despides para irte de su casa.