A pesar de los años, la ciudad no había cambiado mucho. Siempre ha sido peligrosa y agresiva, pero eso era lo divertido, que fuera una moneda al aire, pensaba Amanda Lara. No se trataba de que pudieras ganar o perder, sino del placer de jugar. Por eso había vivido al límite siempre.
Estacionó su enorme Cadillac en la calle frente al hotel. Descendió con una maleta en llamativo amarillo. La había adquirido para sus viajes a la costa de Veracruz. Abrió el paraguas, buscando no mojarse por el aguacero tenaz que bañaba la calle. Cerrando su gabardina, corrió hasta cubrirse bajo el toldo de acceso del hotel, donde el agua descendía cual cascadas en los extremos.
Amanda cerró el paraguas y observó la vía semidesértica en el corazón de la Ciudad de México. No encontró nada de qué preocuparse. Tan solo un puesto de lámina donde vendían tacos fritos en una alberca de aceite. A su lado estaba un pordiosero durmiendo entre periódicos a las faldas del inmueble contiguo. Entró en el hotel. Era una construcción de estilos variados, desde art déco hasta un tipo rústico en los vitrales de colores que representaban a mujeres indígenas en trajes típicos.
El escritorio de la recepción era un pesado mueble de madera labrada. Su color oscuro estaba lejos de hacer juego con las escandalosas losetas en verde menta y rojo. Las paredes estaban ornamentadas por cartelones de corridas y la cabeza de un toro disecado que miraba de manera boba desde el muro principal de la sala de espera. No había clientela esa noche. El único empleado era un aburrido botones en traje de pajarita que escuchaba una pelea de boxeo en la radio. Al ver a Amanda, le sonrió. Sin decirle nada, colocó la llave del cuarto amarrada a una tableta de madera, casi del tamaño de una puerta.
—Gracias, cariño —reconoció Amanda quitándose su gabardina y mostrando su vestido ajustado de color azul brillante. Lo llenaba muy bien con sus curvas. Se hubiera visto realmente hermosa si no fuera por el exceso de maquillaje.
—¿Está bien el negocio, señorita? —preguntó el empleado.
—Ya ves, jugando a que soy bullacate, primor… ¿Es el cuarto de siempre? —llevó la conversación sin mucho interés la mujer.
—Sí.
—Cuando llegue mi cliente, lo haces pasar. ¿De acuerdo, primor? —se despidió deslizándole un billete al empleado. El joven lo hizo desaparecer de inmediato en su pantalón, moviendo la cabeza afirmativamente a la manera de un niño bendecido por la caricia de su maestra de escuela.
Amanda esperó a que el chico saliera del mostrador. Con pequeños saltos él se acercó al salón principal y llamó al ascensor presionando el botón. Una serie de chirridos y golpeteos acabaron con el silencio de la recepción, la flecha del ascensor fue dando un medio giro y, al indicar la planta baja, sonó un timbre. El chico abrió el enrejado de acordeón, dejó pasar a la bella mujer y luego pasó él.
Movió los instrumentos para volver a atrancar la compuerta. Con un meneo brusco, el ascensor comenzó a agitarse, subiendo al nivel encomendado.
—¿El piso está vacío? —cuestionó Amanda al empleado.
—Sí, señorita. Ya ve que dejamos ese nivel para ustedes, pero por la lluvia no han venido sus compañeras. Nadie los va a molestar, solo hay un cliente solitario en uno de los cuartos —explicó con un gesto de exaltación el chico. Amanda ni siquiera le concedió una mirada.
Al llegar al sexto piso, de nuevo hubo otro temblor acompañado por más traqueteos metálicos. El empleado abrió la puerta y Amanda descendió con su maleta. Se volvió y le lanzó un beso al aire. Casi se le para el corazón al pobre muchacho.
En el pasillo había puertas de color vainilla en ambos lados. Las paredes estaban cubiertas por un deslavado papel tapiz a rayas. La luz apenas era la necesaria para distinguir el espacio. Amanda dio con el número de la llave en una de las puertas. El cuarto era como todos los que conocía, donde ejercía su trabajo como mujer de citas: la cama con sucias colchas y el olor a cigarro rancio impregnado en cada rincón.
Colocó la maleta amarilla en la cama. Cerró las cortinas después de haberse asomado para asegurarse de que su coche continuara estacionado en la calle. Al lado del suyo ya había otro vehículo, un Ford azul. Estaba segura de que era el de su cliente, el Gringo.
Con prisas, entró al baño de la habitación. Apenas era un poco más amplio que una caja de zapatos. Prendió la luz del espejo y se retocó los llamativos labios. También se acomodó los senos en el escote del vestido y de su bolso sacó un tocado de gardenia que terminó embelesando su pelo. A pesar de su baja estatura, Amanda tenía el cuerpo de violín, con una apretada cintura. Era del tipo que robaba las miradas de los hombres en la calle.
La puerta del cuarto se abrió. El empleado había hecho su trabajo según lo establecido y le había mandado a su cliente directamente a ella. Ella sonrió ante su imagen reflejada y salió a recibirlo.
Era el americano, con su alocado pelo y su bigote de pincel. Vestía un traje cruzado de grandes solapas de color caoba y una corbata horrible en trazos diagonales. El hombre llevaba un portafolio de cuero que dejó al lado de la maleta de Amanda. Caminó hasta a ella y la abrazó para darle un beso. Ella no se opuso al cariño, pero no se lo devolvió.
—Hola, bonita —saludó el Gringo, quitándose la chaqueta.
—Buenas noches, primor —respondió Amanda. El norteamericano le levantó la barbilla con los dedos, sintiendo que su miembro se ponía rígido con solo ver la cara lujuriosa de la prostituta.
—Te ves bella. Ese vestido te sienta bien —coqueteó. Ella pasó los brazos por sus hombros para chuparle el cuello. El hombre gimió de placer—. Rico…
—¿Trajiste lo acordado? —preguntó ella mientras le mordía la oreja. El hombre ya tenía la mano en uno de sus senos, oprimiéndolo con excitación.
—Sí, sabrosa. Me gustó mucho la marihuana. Espero que estas inyecciones sean igual de buenas —soltó mientras besaba el seno que ya había sacado del vestido.
—Es mucho dinero, guapo.
—Todo está aquí, en mi portafolio. Recuerda que prometiste contactarme con tu cholo. El que te da esos dulces —logró explicar, metiendo la mano en la entrepierna de Amanda. Ella soltó un grito de placer. Sorprendido, el hombre se hizo a un lado, comentando—: ¡Vaya! Hoy estamos ardiendo.
Pero no era eso. Se había equivocado totalmente: era una señal.
La puerta del cuarto se abrió de golpe. Lo primero que apareció fue un revólver del 45, luego, un hombre con un pañuelo en el rostro. La tela apenas dejaba libres los ojos negros y el pelo rizado.
—¡Ya les cayó la chingada, pendejos! —vociferó el hombre. Amanda se lanzó a la cama, llevándose a la boca las palmas de las manos para apagar su grito. El americano, inconscientemente, alzó los brazos, pero su cara fue de completo malestar—. ¡Denme las dos maletas! ¡Pronto!
Una mano del asaltante seguía portando el revólver, la otra movía los dedos de manera nerviosa, incitando a que le entregaran las dos maletas. La que llevaba el dinero y la de las drogas.
—Fuck you! —comenzó a maldecir el americano, caminando hacia el asaltante. El del pañuelo tembló al ver que su víctima lo iba a confrontar. Tratando de detenerlo, le colocó de nuevo la pistola en el pecho:
—¡Las maletas! ¡Ya!
Pero el Gringo rugió furioso, levantando su puño hacia el salteador, quien soltó su arma por la sorpresa del ataque. El revólver rebotó en la gastada alfombra hasta detenerse a un lado de la cama. Cuando el Gringo vio que su atracador estaba desarmado, se lanzó contra él a golpes. Uno de sus puños chocó en la nariz y el otro, en el estómago. El americano estaba entrenado para el ataque cuerpo a cuerpo, así que rápidamente derribó al ladrón y continuó golpeándolo con patadas coléricas.
La paliza se detuvo cuando el cráneo del americano salió esparcido y decoró el papel tapiz del cuarto del hotel. La detonación de la pistola retumbó por el pasillo hasta el ascensor. El hombre cayó al suelo cual poste derribado, dejando diseminados en la alfombra retazos de su cerebro. Amanda pegó un grito al saber que había matado de nuevo a un hombre. Tiró el revólver a la cama. Con la nariz sangrante, y ya sin el pañuelo que le cubriera la cara, Bernardo Serrano se incorporó preguntando de manera absurda:
—¿Lo mataste?
—¡Claro que lo maté! ¡Berni, pendejo! —aulló histérica Amanda.
Bernardo se acercó temeroso al cuerpo, asegurándose de que el hombre no tuviera pulso. Luego trató de calmar a Amanda, quien lloraba golpeando la cama con los puños, encolerizada por el fracaso del plan para hacerse con dinero fácil con su compinche. El maquillaje se deslavaba por sus mejillas, dándole una imagen ridícula.
—¡Eres un idiota! ¿Cómo soltaste la pistola?
—¡Que no viste que me atacó! —se defendió Berni abrazando a Amanda. Le dio el pañuelo que le había servido para esconder su rostro para que pudiera limpiar sus lágrimas.
—¡Pero tú tenías la pistola, pendejo! —le chilló Amanda. Berni se limitó a hacer una mueca dándole la razón. Cuando vio que ella estaba más tranquila, forzó el portafolio del americano para poder abrirlo. En su interior había dos fajos de dólares entre papeles y carpetas. Tomó uno y se lo pasó a su cómplice.
—El dinero… —comentó.
Amanda se sonó con el pañuelo, tratando de ahuyentar el llanto. Revisó el portafolio y comprobó también la fortuna que llevaba ahí. Cuando sacó todo de su interior, encontró una cartera de cuero negro. Era una placa del Departamento del Tesoro de Estados Unidos de Norteamérica, Buró Federal de Narcóticos.
—¡Mierda! —apenas logró exclamar al entregársela a Berni. Él la tomo y vio el nombre: Arthur Mendoza Gunter. Solo pudo repetir lo mismo que Amanda:
—¡Mierda!
Ella se levantó de la cama de un salto, se pegó a la pared y miró el cadáver como si este la inculpara. Trató de decir algo, pero solo emitió un gemido agudo. Al encontrar un poco de aire, tartamudeó:
—No pueden llevarme a la cárcel. No quiero ir a Lecumberri…
—Nadie va ir a la cárcel. De todos los putos gringos nos tuvimos que topar con este pendejo… —susurró Berni dejando la placa en el portafolio y tomando el teléfono del cuarto. Se volvió hacia Amanda y, tratando de que regresara a sentarse, con voz pausada, le explicó su plan—: Voy a llamar a mi primo. Podemos confiar en él.
—Raúl no me gusta, Berni —soltó Amanda. Había comenzado la relación con Bernardo Serrano dos años atrás, cuando los dos primos la conocieron en el cabaré California al invitarle a algunas bebidas. Aunque Raúl le explicó a Berni que Amanda era una prostituta, a él no le importó. Comenzó a llamarla de manera continua para pedirle sus servicios, y algunas veces se quedaban juntos los fines de semana cuando parrandeaban en los palenques, entre peleas de gallos. Raúl no había comentado nada, así como nunca había opinado sobre las locuras de su primo.
—Es el hombre en que más confío… Quedamos en un principio que lo haríamos juntos, y así seguiremos —le dijo Berni. Antes de seguir marcando el número, le tomó la mano a Amanda—: ¿Me amas, Amanda?
—No empieces con mamadas, Bernardo —se quejó, molesta. Ella era lo que era, no deseaba que nadie viniera a salvarla. Menos era el momento para esas declaraciones presuntuosas.
—Lo sé… Quiero decir que, si somos realmente amigos, o lo que sea que seamos, confía en mí. Vístete y vete a tu casa. No quiero que te vea Raúl. Le diré que yo lo hice —le expuso Berni asiendo los dos fajos de billetes y entregándoselos en las manos a Amanda. Ella los miró incrédula:
—¿Estás seguro?
—¡Hazlo! —le indicó.
Amanda le dio un beso en la boca. Tomó su maleta amarilla, que había rellenado con simple ropa sucia, se colocó la gabardina y salió del cuarto cuando Bernardo ya había logrado contactar con la operadora para hablar con su primo.
—¡Chingada madre! Es un puto agente gringo, Bernardo. Uno de los americanos infiltrados. —Fue lo primero que le dijo Raúl después de examinar todo el cuarto. Berni estaba sentado en la cama. Con una mueca de resignación, le dio la razón.
Raúl se inclinó al cuerpo para revisarle los bolsillos. Sacó la cartera de su pantalón y la abrió. Tenía su credencial del Buró, algunos pesos mexicanos y dos billetes de veinte dólares. El carné de conducir tenía el mismo nombre que la placa. En un compartimento encontró dos tarjetas de presentación. Una era de un policía de la Ciudad de México; otra, del secretario general del Buró de Narcóticos en Estados Unidos: James Oliver Ball. De inmediato reconoció el nombre. Se las guardó en su traje y le arrojó la cartera a Berni. Raúl sabía que el Buró había infiltrado agentes para ubicar los distribuidores de narcóticos en México. Al parecer, James Ball había dejado de ser uno más y era el mandamás de esos. En pocas palabras, su enemigo.
—Lo sé, por eso te llamé —comentó Berni en un murmullo.
—¿Eres realmente tan idiota como para pensar que podías matarlo sin problemas?
—No era el plan original, Flaco. Necesitaba dinero y pensé que mi padre no se enojaría si yo hacía un pequeño negocio. Venderle parte de la droga. Tú sabes, una entrada extra…
—Berni, es una pendejada lo que hiciste. El secreto es nunca ensuciarnos —comenzó a sermonear su casi hermano.
—¡No seas idiota, Raúl! Nunca nos va a dejar hacer nuestro negocio. Él se siente tan importante que no nos cree capaces de llevar las cosas. Al final, terminarás siendo un chófer. Y yo, simplemente su perro fiel.
Raúl se incorporó, colocando sus manos en la cintura. Miró al hombre muerto e hizo una serie de gestos que demostraban que no estaba contento con lo que veía.
—Mierda, mierda, mierda… —escupió con los dientes apretados.
—¿Qué hacemos, Flaco? —cuestionó Bernardo Serrano.
—Estoy pensando. Este tipo no tenía injerencia aquí. Es un topo, solo nos estaba investigando. No creo que haya hecho contacto con la policía local, pues ellos me hubieran avisado. Por eso no creo que alguien lo vaya a extrañar.
Raúl se sentó a un lado de su primo y revisó el portafolio del agente norteamericano. Estaba su pasaporte, una chequera y una serie de documentos. Eran informes escritos a máquina en papel delgado. No llevaban membrete, por lo que suponía que él mismo los había hecho. Todos en inglés, aparentemente cartas a sus superiores informando de algunas direcciones, cargamentos de marihuana y nombres. Reconoció el de su padrino, Benito Guadalupe Serrano, y el de su nuevo socio, Francisco Aguilar González. Desde luego, mucha información sobre Lola la Chata, la principal proveedora de marihuana y heroína en México. Pero nada que no se supiera a voces por toda la ciudad.
Pero el documento que más le llamó la atención era una propuesta de ley atribuida al doctor Salazar, de Salubridad, quien presidía una comisión de científicos y médicos que recomendaban al presidente Cárdenas emitir un reglamento para que los adictos fueran tratados a partir de la provisión de drogas, como la heroína y cocaína, por vía de un monopolio estatal: la legalización de las drogas. Tal como todos pregonaban, se legalizaría la mota.
—Mi padrino, el coronel, no tiene que enterarse. Estamos comenzando el trato con el gobernador Ávila Camacho, y si sospechan que nos están vigilando, todo se irá a la mierda. ¿Estás de acuerdo en callarlo? —le dijo a Berni con el papel en la mano. Raúl sabía que algo así sería explosivo, pues estaban arrebatándoles el negocio de manera legal. Lo dobló y lo hizo desaparecer en un bolsillo de su americana.
—Lo que tú digas… Si se entera de que estaba haciendo negocio a sus espaldas, me matará —corroboró Bernardo—. ¿Tienes un amigo en la policía que nos ayude?
—No, no podemos arriesgarnos. Podrían decirle algo al coronel. —De inmediato, borró esa opción. Raúl se quitó la americana y la sobaquera con su arma. Las colocó en la cama, y se arremangó la camisa—. Ayúdame a meterlo al baño, en la tina.
Tomándolo de pies y manos, levantaron el cuerpo hasta aventarlo a la bañera. Raúl entonces le quitó los zapatos y comenzó a desvestirlo.
—Voy a bajar, tomaré el auto para ir en busca de herramientas y unas maletas. Después, iremos al rastro del Rosario.
—¿Al rastro? —masculló su primo.
—Sí, por la mañana llegan los taqueros de la ciudad a comprar carne. Suadero, pata, cabeza… Si lo revolvemos con carne de puerco, nadie sospechará nada. —Estableció su plan terminando de desvestir al cadáver. Raúl se enderezó y salió del baño.
Bernardo consultó admirado:
—¡¿En tacos?!
—No creo que nadie se enferme… Seguramente ya has comido carne de caballo o de perro —comentó cuando salió del cuarto del hotel, tal como le había anticipado.
Raúl Duval regresó media hora después con un cuchillo de cocina, una sierra de madera, una segueta para metal y dos maletas. De una bolsa de papel estraza, sacó dos camisas viejas, una se la arrojó a Bernardo; la otra se la puso.
Con la frialdad de un carnicero, cortó los miembros del Gringo en pedazos de treinta centímetros. Luego vació las vísceras en una de las maletas que había conseguido. Continuó con el rack de las costillas y dejó la cabeza, que también metió en la maleta. Cuando terminó la labor de cortar y separar, abrió la llave de la ducha para que se fuera la sangre y le pidió a Bernardo que limpiara lo mejor posible.
Los dos llevaron las maletas al automóvil. Condujeron ya con el sol saliendo por entre los edificios hacia el norte de la Ciudad de México, donde se encontraba el rastro y comenzaba la venta de carne para alimentar los cientos de puestos de tacos en la urbe. Solo se pararon en un puente del canal de La Piedad para arrojar la maleta con las vísceras y la cabeza.
—Toma, me lo dieron por la venta de la carne —le dijo Raúl entrando al coche después de haber vendido los pedazos en las afueras del rastro a un hombre obeso de una camioneta. Le entregó a Berni un par de billetes. Su primo se quedó con la mano extendida, observándolos sin saber qué hacer.
—¿Qué hago con eso?
—No lo sé, es tuyo, Berni… Apuéstalo en los gallos —le dijo Raúl con gesto burlón. Le colocó la mano en el hombro para decirle seriamente—: Pero prométeme que nunca más tratarás de hacer negocios a espaldas de tu padre.
—Lo que tú digas…
—¡Prométemelo!
—Sí…
Al verse librados del problema, Raúl se sentía con ánimos de ser juguetón. Le dio una palmada en la espalda a su primo antes de poner en marcha el automóvil. En la chaqueta de Raúl estaba el informe del agente sobre la posibilidad de la legalización de los narcóticos. Era una información primordial y tendría que decidir qué hacer con ella. Pero estaba muy cansado para pensar en eso.
—Gracias, Raúl.
—Yo sé que tú harías lo mismo. Vámonos a comer algo. No tacos, pues no se me apetecen. Pero un café con pan de chinos podría ser —dijo Raúl restregándose los ojos. Bernardo coincidió con él:
—No, no tacos.