Enrique escuchó la canción que el grupo musical dejaba escapar. Paladeaba la letra y la sentía cual dulce consumiendo golosamente sus oídos. Era una simple canción, quizás como muchas otras, un corrido compuesto por José Rosales y acompañado por el músico Norberto González. El tema se llamaba «El Pablote» y rememoraba la muerte del famoso capo de Ciudad Juárez, aquel que les había arrancado el poder a los chinos con su esposa, Ignacia Jasso, la Nacha. Las anécdotas de su vida eran conocidas por todos, se hicieron famosas porque se repetían una y otra vez en las cantinas cual liturgias entre los que comerciaban drogas. Las canciones emulaban los éxitos criminales. Cuando el conjunto comenzó a cantarla en ese antro, El Tívoli, Enrique Fernández Puerta sonrió: sabía que, en cierto modo, él era quien había desatado esa muerte al asesinar al jefe de la policía, el mayor Dosamantes.
El lugar estaba a reventar. Hacendados y trabajadores con grandes sombreros tipo vaquero, botas y vaqueros desgastados. Hombres duros que habían dejado el caballo por las camionetas Ford. Eran los nuevos reyes de la frontera, que disfrutaban la tarde entre cervezas y escuchaban el corrido con el acordeón, el contrabajo y la guitarra:
El sábado once de octubre, en el Salón Popular. Ay, quién lo habría de decir que al Pablote han de matar… El Pablote era temido en todita la frontera. Y quién lo habría de decir, que de ese modo muriera…
Enrique Fernández Puerta sabía que era el nuevo señor de Ciudad Juárez. Quizás la Nacha, viuda del Pablote, seguía haciendo sus negocios desde su casa, pero al nuevo amo de los narcóticos no le importaba ese tipo de competencia. Sus ojos estaban puestos en escalones más altos. Mientras que la viuda del Pablote vivía en las sombras del bajo mundo, Fernández Puerta vivía con lujo al lado de gobernadores. Era un nuevo tipo de criminal. Uno que salía en periódicos, que asistía a fiestas de lujo y bebía champán francés.
A las tres de la mañana en el cabaré estaban. El Veracruz y el Pablote a un policía maltrataron… Qué horrible estás, Tecolote, dijo el Pablote, por cierto. Si así vivo estás tan feo, más feo te verás muerto…
La carrera de Enrique había comenzado traficando alcohol durante la prohibición norteamericana. El éxito de sus ventas en la frontera le dio hambre de escalar en esos negocios. Comenzó a falsificar dólares, con los que pagaba las botellas contrabandeadas, y luego encontró lo que llamó su tesoro: pasar narcóticos a los rubitos. Fue cuando se metió en problemas con Dosamantes y lo quitó del camino con una certera bala.
Para tener un espacio libre para actuar, llegó a un trato con el antiguo gobernador del estado de Chihuahua, Roberto Fierro Villalobos, a través de su representante, el agradable coronel Serrano, que aparentemente servía de enlace en toda la frontera con las autoridades. Así logró consolidar su dominio, controló el ayuntamiento y a la policía de Ciudad Juárez. No era egoísta con sus cuantiosas ganancias. Distribuyó el dinero otorgando obras a la población, como la construcción de escuelas públicas para el municipio. No solo tenía de su lado al Gobierno, sino a la población entera. Enrique Fernández Puerta era más un negociante que un criminal. Un comerciante nato y un político extraordinario. El nuevo tipo de personas que el negocio necesitaba.
Por eso se alegraba al escuchar las remembranzas del Pablote en ese corrido, ya que estaba seguro de que nunca iba a terminar igual que el anterior dueño del negocio. Para empezar, nunca pararía por una cantina donde pudieran matarlo, pues él poseía la propia, un lugar seguro. Y, sobre todo, en lugar de crearse enemigos, se había dedicado a conseguir socios.
El único problema era que la política en México es de periodos, y el periodo del gobernador Fierro había terminado. Con una operación comercial tan vasta y lucrativa como la suya, desataba la envidia de muchos. Para su desgracia, los que deseaban quitarle la plaza eran los hermanos del actual gobernador Quevedo. El grupo musical terminó de tocar el corrido del Pablote y Fernández Puerta se levantó para salir de su local.
La noche refrescaba, pero aún se sentía el aire caliente distintivo de Ciudad Juárez. La calle era una boca oscura, sin destellos de las casas vecinas que pudieran iluminar su retirada, por lo que caminó con recelo hasta su automóvil, fumando un cigarrillo para sentirse acompañado por el humo.
El primer tiro no llegó a tocarlo, solo le sirvió de aviso de que en esa oscuridad se habían dispuesto varios tiradores. De inmediato sacó su pistola y se cubrió detrás de su vehículo. Se oyó un disparo más, sin ofrecerle una pista de dónde provenía. El tiroteo duró varios minutos. Los invisibles atacantes, al parecer, se habían afianzado en las azoteas cercanas. Su automóvil soportó las descargas, que le decoraron la carrocería con una línea de agujeros.
—¡Cabrones! ¡Ayúdenme! —les gritó a sus empleados. No en balde había ayudado con dinero a los vecinos y trabajadores, que de inmediato lo auxiliaron desde su local. Varios camareros y algunos comensales salieron con sus armas en las manos. A uno de ellos una bala le perforó el estómago. Cayó al suelo lamentándose con gritos. El cantinero del Tívoli sacó de la barra una escopeta de dos tiros y, tras los gritos de su jefe, se colocó a su lado:
—¿Dónde están, patrón?
—¡No tengo idea, pendejo! ¡Tira a donde sea!
Al comenzar a descargar el mosquete, otro mozo logró sacar a Fernández Puerta de la refriega. Lo llevó por la cocina de la cantina hacia la parte trasera, donde lograron evadirse por uno de los callejones. Apenas entraron al callejón lleno de basura y gatos, una figura apareció frente a ellos. Era un hombre diminuto pero robusto, de pulcra camisa blanca y un sombrero Fedora, como distintivo de su persona, que le teñía con sombras el rostro.
—Te vas a morir, Enrique —expresó el individuo, levantando un semiautomática. Su voz terminaba con un silbido, pero no era por su herida en la cara, sino porque nunca había podido pronunciar bien. Para los chinos, siempre era complicada la letra erre.
El primer tiro, que entró en el cuello, fue para el mozo. Un chisguete de sangre emergió imitando un manantial carmesí. Antes de que su cuerpo tocara el suelo, otras dos descargas perforaron la rodilla y el brazo de su patrón.
El tirador guardó el arma. Carlos Ying se levantó el sombrero para ver su obra. Fernández Puerta estaba tirado al lado del cadáver del mozo, pero aún vivo. Adolorido, Enrique levantó la cara y confrontó a su atacante. Una luz lejana iluminó la cicatriz que cruzaba desde el labio hasta la ceja de Ying.
El claxon de un automóvil desvió la mirada de Carlos Ying antes de rematarlo. Al escuchar el aviso, sabía que apenas tendría tiempo para retirarse de ahí. Disparó, pero su arma se encasquilló. Algo común en las semiautomáticas de aquellos días. Gruñó molesto y salió corriendo hacia la avenida principal, donde ya lo esperaban los hermanos del gobernador Rodrigo M. Quevedo en él.
Con la partida de ese automóvil, los tiros en la oscuridad cesaron. Simplemente se esfumaron. En los minutos posteriores, los empleados del Tívoli encontraron herido a su jefe, tirado en el callejón trasero. De nuevo, las piezas del ajedrez de la frontera se habían movido.
Carlos Ying sobrevivió después de que lo amarraran al parachoques de un coche para arrastrarlo a lo largo de la calle en Mexicali.
Imaginándolo muerto, sus atacantes lo habían dejado tirado en la calle. Entonces el viejo salió de su bodega subterránea y, ante las miradas aterradas de los habitantes de La Chinesca, metió el cuerpo del chico por los túneles. Fue el único que se apiadó de él, pues ni siquiera se buscó a la policía local para informar de los trágicos eventos. Los chinos apenas eran considerados en la repartición de justicia.
Al reponerse después de dos largos meses, lo primero que hizo fue buscar a la pequeña mui-tsai de la que se había enamorado. Su sorpresa fue enterarse que la joven había muerto. Le dijeron que por una fiebre en días anteriores. Algo tan inverosímil como el hecho de que fuera una jugarreta del destino que los soldados lo hubieran escogido a él. Ying estaba seguro que fue masacrada y enterrada en la fosa común que usaba la comunidad china, en las afueras de la ciudad, en pleno desierto. No supo qué le dio más rabia: saber que había sido muerta como castigo por entablar la relación con un simple sirviente como él o que le mintieran sobre ella. Ni siquiera había tenido el gusto de poder tocar esa tersa piel que se le antojaba de porcelana.
Todo ese terrible drama había sucedido sencillamente como una manera de marcar el territorio entre los tongs, donde no se permitían aquellos repentinos exabruptos del corazón. Durante su convalecencia en la bodega, mientras el viejo curaba sus heridas con infusiones y plantas medicinales, Carlos Ying supo que había sido entregado a los soldados por un personaje anónimo que mandó una carta a un diario local. Lo marcaban como el culpable de los abortos que se efectuaban a las mujeres mexicanas en la localidad. Eso había desatado el odio entre la tropa estacionada en las cercanías, por lo que decidieron tomar represalias con la bendición del gobernador. Pero él supo perfectamente que era una manera de librarse de muchas preguntas incómodas dentro de la Asociación China de Mexicali, sacudiéndose la presión racista contra la comunidad, al mismo tiempo que se deshacían del inmigrante que creían portador de mala suerte y, desde luego, de quien cometió el delito de enamorarse de una de las prostitutas, mui-tsai.
Durante los días que pasó recostado convaleciendo, esperando a que la carne viva de sus piernas y torso cicatrizara, comenzó a moldear las ideas que motivarían un cambio en La Chinesca. Los Bing Kong Tong de San Francisco eran los dominantes en la zona, pues aquellos viejos habían llegado junto con la construcción del ferrocarril. Era un grupo fuerte, que se había hecho con dinero por los fumadores de opio. Pero muchos de los jóvenes venían de la Asociación Suey Sing, un tong establecido en el sur de California, de donde provenía el viejo. Cada una de las asociaciones había sido creada para ayudar y defender a sus miembros en las tierras hostiles de América, pero cuando la venta de opio comenzó a ser un gran negocio, se transformaron a la vez en grupos que peleaban entre sí por la plaza. No fue difícil comprender que él lo había vendido para obtener un favor. Carlos Ying sintió rabia al entender que alguien de su misma sangre lo hubiera traicionado por seguir escalando en esa pirámide establecida entre los inmigrantes.
Con el odio efervescente al enterarse de la muerte de su enamorada pequeña hermana, Carlos Ying comenzó a juntar a los jóvenes que trabajaban de mozos en La Chinesca, casi todos eran chinos que no habían logrado pasar la frontera por las nuevas órdenes de deportación masiva que tenía Estados Unidos. Les habló de que esa tierra, Mexicali, era la tierra ofrecida para ellos. California estaba lejos para cumplir el sueño, debían olvidarla y pelear por lo que ya tenían, aunque fuera un pedazo de desierto.
Consiguió que lo escucharan algunos de los sirvientes más bajos de La Chinesca, empleados que apenas sobrevivían entre duros trabajos por un poco de comida. No fue realmente una revolución de la zona, sino un enfrentamiento que se convirtió en una llamada de atención a los líderes de los tong dominantes, haciéndoles comprender que la época moderna estaba realizando cambios en ese territorio inhóspito.
Armados con sables, machetes y cuchillos de cocina, el grupo de Carlos Ying abordó la plantación de adormidera una tarde de recolección. Fue una pelea brutal entre los grupos que dominaban la producción de la droga y los mozos. Una masacre donde los miembros establecidos de la Bing Kong Tong luchaban por mantener su posición privilegiada contra los pujantes Suey Sing. Los bulbos de amapola, después de la contienda, quedaron salpicados de gotas carmesí y las flores lilas recordaban en sus pétalos los gritos de dolor cuando los sables cortaban la carne. Mucha de la goma recolectada en días posteriores iba mezclada con la sangre de los caídos en la refriega. Aun después de varios días, incluso, se podían encontrar pedazos del cuerpo del primo de Carlos Ying, como dedos, vísceras o pedazos de cabello entre los sembrados, pues se habían encargado de cortarlo y desperdigarlo por todo el campo lila de amapolas. Como recuerdo de su osadía de levantarse en contra de lo establecido, un hacha le cortó la cara de la oreja hasta el labio. Fue el precio que pagó Carlos Ying por convertirse en líder de su tong, y así obtener el respeto de la comunidad como uno de los más fieros asesinos de Mexicali.
Con los años, llegó a ser tan poderoso como su contraparte, Wong Fook Yee. Trabajaba con los grupos que dominaban el mercado de las drogas en la frontera hasta Ciudad Juárez. Pero al encontrar que los líderes originales no veían con buenos ojos el ascenso de inmigrantes recién desempacados, decidió mandar a su grupo a establecerse más al sur, bajando por la costa del golfo de Cortés hasta la ciudad portuaria de Los Mochis y Mazatlán. Ahí no había ningún tong establecido, por lo que fácilmente lograron asentarse sembrando también amapola para el opio.
No le costó trabajo encontrar a un par de buenos socios en los hermanos del gobernador de Chihuahua, los Quevedo, y así logró afianzarse como proveedor cuando quitaron del camino a Fernández Puerta. El gobernador servía como la puerta de salida de la droga que se plantaba en los estados centrales. Su posición era vital para los productos que irían a parar a las calles de California.
La antigua calle de San Francisco corría desde la gran plaza donde se levantaba el recién estrenado palacio de las Bellas Artes en la Ciudad de México hasta el Palacio Nacional, sede del Gobierno del país. En la avenida más cosmopolita de la ciudad desfilaban palacios, templos, edificios franceses y rebuscadas obras que se coronaron como referencias de una ciudad moderna. Ahí, en la calle que había mudado de nombre a uno igual de santificado, pero no por los religiosos, sino por la clase política mexicana, Francisco I. Madero, había una diminuta plaza con la estatua del héroe nacional José María Morelos, la plaza Guardiola. Apenas era un pellizco de plantas en la cerrada cuadrícula de la ciudad que servía de recodo para que las bellas señoritas enseñaran piernas contorneadas con finas medias de seda o sombreros importados de Francia. Casualmente, enfrente de ese parque se levantaba uno de esos sitios icónicos de la urbe: la Casa de los Azulejos. Una obra colorida y rebuscada como la sociedad que asistía a ella para disfrutar de un desayuno. El caserón estaba rentado por Sanborn’s American Pharmacy, se había convertido en la cafetería más popular de la Ciudad de México, en cuyos pisos superiores se instalara el afamado y elegante Jockey Club. Una enorme estructura metálica le servía de casco al ya de por sí barroco edificio, en donde se anunciaban medicinas para sobrellevar un dolor de cabeza. Podría decirse que esa esquina era la vena arterial del corazón de la urbe, el lugar más concurrido por sus habitantes. Un sitio donde no se esperaría que hubiera un tiroteo, eso era cosa de un pasado revolucionario, olvidado por la paz del partido único. Por ello, cuando citaron ahí a Enrique Fernández Puerta, se sintió seguro.
El llamado Al Capone de Ciudad Juárez entró cojeando al restaurante, ayudado por un bastón. Era un gran salón enmarcado por una columnata, y en cuyo fondo habían pintado paisajes oníricos de un jardín francés. Las mesas y sillas de madera oscura contrastaban con lo blanco de los manteles y los colores pálidos de la vestimenta de las camareras, que corrían entre las mesas sirviendo café y platillos recién horneados.
Detrás de Fernández Puerta iban dos hombres con chamarras de cuero y sombrero. Cada uno se colocó en una esquina, apoyado en una gruesa columna, fumando un cigarrillo y mirando el lugar con ojos de halcón. Ya no estaba en su territorio, Ciudad Juárez. Debía caminar con mayor sigilo y ojos más perspicaces si no quería terminar malherido como sucedió meses atrás en la parte posterior de su cantina. Se detuvo en medio del océano de mesas y comensales, buscando una cara conocida. Al reconocer los gruesos bigotes en punta, se dirigió a ellos. En una mesa lo esperaba el coronel Serrano. Vestía elegantemente con traje de tres piezas color chocolate y una corbata jade con alfiler del partido oficial: PNR.
—¡Enrique, mijo, venga para su lugar! —le gritó el antiguo militar. El comerciante de drogas caminó con ayuda de su báculo hasta él. Antes de tomar la silla revisó a ambos lados y ubicó a lo lejos a sus dos acompañantes para asegurarse de que no estaba llegando a una trampa de lobos, pero en el salón solo encontró a parejas sonrientes detrás de humeantes tazas de café.
—Coronel… —dijo de manera arisca, sentándose. De inmediato, una de las camareras sirvió café sin que se lo pidieran.
—¿Ya te estableciste en la capital, muchacho? —preguntó Serrano, muy sonriente.
—Mire, coronel, le voy hablar al chile: su puta ciudad es una mierda, una chingadera de madre. Es sucia, apesta a caca y sobaco. Ustedes ni cuenta se dan, pero es una ciudad maloliente. La gente es cabrona y trata de verte la cara —explicó Enrique con un gesto de disgusto—. Solo porque me prometieron que estaría seguro, si no, ya me hubiera regresado a Ciudad Juárez a romperles la madre a los hermanos del gobernador. Y, dicho sea de paso, también al puto ese.
El coronel Serrano siguió sonriendo con su grueso bigote, que señalaba el candelabro del salón. Así se quedó, en silencio, con los dedos jugando entre sí. Parecía esperar a que le lloviera la respuesta, a que su mente encontrara las palabras adecuadas, pero no era así. Fernández Puerta se dio cuenta de que estaba esperando su desayuno, pues hasta que la camarera trajo un plato de huevos con chile y frijoles, el coronel no volvió a moverse.
—Nadie te está amarrando, Enrique. Con gusto te compro el boleto de tu tren y sales mañana mismo. El gobernador Quevedo estará tan contento de recibirte que ten la seguridad de que te tendrá reservado un comité de bienvenida —le dijo mientras se colocaba su servilleta de tela en el cuello de la camisa, para no ensuciar su lustroso traje. Con gula, tomó los cubiertos y se puso a partir en pedazos pequeños su desayuno.
—¿Por qué permitieron que sucediera eso, coronel? Fue una mamada. Teníamos un trato: yo recibía su mercancía y me encargaba de pasarla por la frontera gringa. Controlaba a los policías y a los jueces… Me lo quitaron de mala manera, ustedes lo saben. No hicieron nada. Al contrario, el puto periódico ese, El Universal, publicó una serie de artículos sobre mi persona, mientras que cabronamente se hicieron güeyes y ya están en tratos con los Quevedo —le recriminó Fernández Puerta señalando con el dedo a su interlocutor, que comenzó a comer su almuerzo entre sorbos de su café.
—Tu plaza es tu problema… ¿Yo te fui a llorar cuando nos confiscaron el cargamento de goma en Sonora? No, cada quien se hace cargo de sus problemas —objetó Serrano, colocando los cubiertos a un lado de su plato.
—Es una mamada… ¡Yo le maté a Dosamantes para que pudiera hacer negocios con la Nacha!, ¿ya se le olvidó? No quería hacer negocios con el briago del Pablote, por eso se lo chingó. He sido un buen socio. ¡Me la deben, coronel!
—Aprecio tu lealtad, Enrique. Yo, el gobernador y muchos amigos del Senado estaremos aún en deuda contigo, pero como te dije, mijo: era tu plaza. Tú la perdiste —expuso con tranquilidad limpiándose los rastros de huevo de los bigotes y colocando la servilleta a un lado.
—¿Y dónde están todos ellos para ayudarme?
—Mijo, ya no hay todos ellos. ¿Que no lo ves? ¡Voltea a tu alrededor! —le dijo paternalmente Serrano señalando a su alrededor, sin duda refiriéndose a México—. El presidente Cárdenas está más preocupado por traer gachupines que por controlar drogas. El nuevo presidente se llamará Manuel Ávila Camacho, por si no te habías dado cuenta. Él tiene nuevos socios, nueva gente. Quevedo es de ellos.
—Es una puta y reverenda chingadera…
—Olvídate de todo. Busca otro negocio.
—Traté de poner un negocio aquí, en Tepito. Han matado a diez hombres ya. Esa mujer domina el mercado, la Chata. Me está dejando sin hombres. ¿Que no controla a su gente? —volvió a confrontar Fernández Puerta, dando un golpe en la mesa. Algunos comensales se volvieron hacia la ruidosa reunión.
—Mira, Enrique, la señora María Dolores Estévez Zulueta ha trabajado en La Merced por varios años, ya es gente de fiar. Yo no me meto con ella. Y ella no se mete con nosotros. Ella vende la droga en la ciudad. A mí eso no me interesa. Solo les vendo el producto a los gringos. De nuevo, ese es tu problema. —La voz de Serrano era de una sangre tan fría y calma que parecía dopada, pero se debía a la certidumbre de quien se sabía seguro gracias a su nueva sociedad con Maximino Ávila Camacho.
—Si me apoyan, yo podría dominar el mercado de México. Olvídese de los gringos, podemos hacer mucha lana en la ciudad… ¡Apóyeme! —le susurró, aferrándole la mano al coronel. En su desesperación, su acento del norte se notaba más. El coronel se soltó de la mano de Enrique y tomó su sombrero, que descansaba a un lado. Se levantó con porte marcial diciéndole, condescendiente:
—Enrique, te deseo la mejor de las suertes… Tú sabes que, si logras tu éxito, seré el primero en invitarte a un tequila.
—¿Me está dejando? —balbuceó, incrédulo, el hombre fuerte de las drogas de Ciudad Juárez.
—Suerte, muchacho… —le soltó el coronel, y se alejó por entre las mesas. Enrique se levantó, dando manotazos en la mesa:
—¡Es usted un hijo de la chingada! ¡Me las va a pagar!
Cuando sus palabras quedaron solamente acompañadas por las miradas sorprendidas del resto de comensales del salón, Fernández Puerta rugió. Con pequeños saltos por su herida en la pierna, salió del restaurante, seguido de los dos hombres en chamarra. En su furia, siguió murmurando maldiciones y groserías mientras cruzaba la farmacia y marchó al parque Guardiola, donde un sol reluciente lo recibió. Frente a él, la estatua de Morelos parecía mirarlo de reojo invitándolo a regresar a su tierra.
Se sentía traicionado, pues había laborado a la par de la gente de la costa del Pacífico, quienes le entregaban goma y marihuana, sus supuestos socios. Para Enrique, el apodo de Al Capone de Ciudad Juárez era un honor. Un mote que había labrado con su sudor. Suspiró ante la imagen de bronce del libertador. Pensó que él en cierto modo se le parecía: un soñador que deseaba algo mejor para su tierra.
—Compramos oro… —le dijo uno de los tantos usureros que transitaban por las calles del centro de la ciudad. Uno de los hombres de chamarra se acercó molesto al comerciante para apartarlo con violencia. Pero antes de que pudiera tocarle el hombro, la mano del matón se detuvo. Su cara sorprendida bajó la vista para encontrarse con un cuchillo cruzándole pecho.
Antes de que el guardia de Enrique Fernández Puerta pudiera decir algo, su jefe notó que algo estaba mal, pues el supuesto vendedor se giró hacia él con un revólver:
—Esto es por gritarle al coronel, pendejo —dijo Raúl Duval con el cuchillo atravesando el corazón del matón y disparando a bocajarro al pecho del antiguo líder de la venta de drogas de Ciudad Juárez.
La detonación rebotó entre los edificios de la calle de Madero. Un par de gritos de peatones la acompañó. Enrique Fernández Puerta dio dos pasos hacia atrás, apretando la perforación de su pecho y sacando su arma para contratacar. Cuando el arma iba subiendo a la altura de los hombros, un segundo disparo repercutió con eco en la Casa de los Azulejos. Le dio en el hombro, empujándolo hasta el pedestal de la escultura. La sangre pintarrajeó la placa conmemorativa del monumento. El segundo guardia trató de sacar su arma para matar a Raúl Duval, quien buscó con angustia a Bernardo, que debería ser su respaldo. Berni tenía encañonado al matón, pero sin disparar.
—¡Dispara! —le ordenó. Pero el primogénito del coronel Serrano estaba aterrado, con el revólver congelado.
La primera bala del guardaespaldas de Fernández Puerta cruzó la muñeca de Raúl. Valiéndose de la empuñadura del cuchillo, aun dentro, tiró del cuerpo del otro fanfarrón para usarlo de escudo y detener la segunda descarga. Entonces Bernardo se atrevió a disparar. El hombre cayó a un lado de su jefe, que se desangraba recostado en la base de la escultura.
—¿Estás bien?… —le preguntó Berni a Raúl, quien soltó el cuerpo sin vida del apuñalado.
—Un rasguño… Vámonos —dijo con escalofriante frialdad. Colocó la mano en el hombro de su primo y lo empujó calle abajo, hacia el templo de San Francisco, mientras se escuchaban más gritos de los testigos—. Gracias, me salvaste la vida.
Enrique Fernández Puerta murió a los pies de Morelos, en la plaza Guardiola, lejos de la ciudad que tuvo en la palma de su mano: Ciudad Juárez. A unas dos calles, en la esquina de Bolívar, Berni y Raúl Duval se introdujeron en el coche convertible del coronel Serrano, quien esperaba en el asiento trasero. Al ver la herida de su ahijado, se sorprendió:
—¿Qué pasó?
—Un rasguño, padrino. Nada más —indicó Raúl arrancando el automóvil. Berni guardó las dos armas en la guantera del Pontiac. Durante varias manzanas, los tres estuvieron en silencio. No hubo ningún comentario. Los dos jóvenes esperaron una palabra de apoyo o un agradecimiento del coronel, pero este se limitó a decirles:
—Tengan más cuidado, pendejos. Esto no es un campo de batalla como en la revolución… Espero que nadie los haya reconocido, porque, si no, será un pinche dolor de cabeza todo.
—Sí, padre.
—Toda esta mamada me trae los nervios de punta… Lo de Salazar queriendo legalizar, sus pendejadas, el pinche gringo chingando a Carmela. Me caí que necesito realmente un puto tequila.
—¿A la oficina?
—No, vamos a una cantina.
Bernardo Serrano solo bajó la cabeza, mirando de reojo a su compañero y amigo. Tal como había comprendido años atrás, su padre nunca aprobaría nada de lo que ellos hicieran. Era un mundo egoísta el que lo rodeaba, no muy distinto al que todo mexicano sufría.