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Mayo, 1937

Habría que pensar que todo eso era cosa del pasado, que el dominio absoluto de un gobernante era medieval y había terminado con la Revolución mexicana. Pero era una buena mentira, maquillada y arreglada para los periódicos. No era así. Tan solo habían cambiado los personajes en el poder. Lo demás era tan rústico como lo fue en tiempos de la dictadura de Porfirio Díaz. A lo mucho, las carretas de caballos se habían sustituido con transportes más modernos, como el Pontiac que corría por el camino cruzando la reja que resguardaba la propiedad del resto del estado.

La construcción a la que accedían parecía impenetrable, imitaba un fortificado castillo que servía de ombligo de su vasto territorio, del que el ser reinante era propietario. En verdad lo era. En cada almena de la barda había un par de hombres vestidos de civil, con rifles al hombro. Dos de ellos, los que resguardaban el portón, aprobaron a los recién llegados. Los guardias no escondían que eran hombres venidos del ejército, con cabello corto y porte marcial. Era una fracción de la escolta del gobernador, su ejército personal. Tal como las apariencias decían, era un estado bajo la opresión de un rey emergido de la revolución: el gobernador del estado de Puebla.

El automóvil se detuvo frente a la hacienda, donde los recibió otro de los guardias personales del regente. No hubo saludos, tan solo una inclinación de cabeza indicando que eran agraciados por ser bienvenidos a su paraíso personal.

La puerta delantera del Pontiac se abrió y emergió arrolladoramente el coronel Benito Guadalupe Serrano. Lo hizo sin quitarse sus gafas de sol verdes, que se habían convertido en un sello personal de su atuendo. Hacía varios años que había colgado sus uniformes militares, tal como las corrientes políticas lo demandaban. Los cambió por trajes de dos piezas, con amplias corbatas de seda. Seguía siendo dueño de una imponente personalidad a pesar de haber perdido cabello, que ahora comenzaba un palmo más atrás, mostrando más cráneo y concediéndole la figura inflexible de un decano. Solo el bigote villista parecía perdurar con los años, aferrándose a las glorias de las batallas y moviéndose a la manera de un subibaja cada vez que soltaba carcajadas.

—¡Puta madre de chocita que se avienta el gobernador! —exclamó mirando el casco de la imponente hacienda—. Mira eso, Bernardo. Esa sí es una casa.

Bernardo continuaba en el interior del automóvil, literalmente desparramado en el asiento. Se había dejado una barba de candado para mostrarse más macho, pero como había ganado peso, eso solo le inflaba la cara. Se quejó, palpándose la cabeza. Llevaba el traje arrugado y sin corbata. Al parecer, había tenido una noche alocada y pagaba la factura de su desvelada.

El hijo del coronel había tratado de administrar el rancho de Jalisco mientras su padre y Raúl se afianzaban con el negocio en la frontera. Pero en tan solo dos años lo había quebrado por sus manejos absurdos. Así que como castigo tuvo que regresar a la sombra de su padre y seguir su aprendizaje. El principal problema era que Berni había descubierto su pasión: las peleas de gallos. No solo invertía fortunas en la crianza de los gallos de pelea, sino que en palenques gastaba enormes sumas apostando a los que creía que eran sus ganadores. Tenía buenos días, y otros en que perdía todo. La única manera de que no jugara era manteniéndolo cerca, por lo que el coronel trataba de arrastrarlo a todos sus encuentros. Apenas se descuidaba, llegaba al siguiente día con la noticia de haber derrochado varios billetes, o con la fortuna de haberlos duplicado, así que se los gastaba en alcohol y mujeres como motivo de celebración.

—Mierda, necesito una cerveza para el bajón —murmuró Berni. Raúl, que manejaba el automóvil, movió la cabeza desaprobando el comentario. La noche anterior había sido de las malas. Por eso había bebido, para olvidar el fracaso.

—Tranquilo, Berni —se limitó a decirle, ajustando su pistola en la chaqueta—. Vamos a ver si nos regalan una cerveza —le murmuró. Raúl era fiel a su primo. Nunca lo juzgaba ni lo reprimía. Lo sentía cercano como un hermano, por ello no se metía en los juegos morales de sentenciarlo.

Al bajar del Pontiac, el delgado Raúl ya tenía enfrente al guardia del sombrero embarrándole su cara de palo. El chico suspiró y alzó los brazos, invitándolo a cachearlo. El guardia del gobernador hizo un gesto sarcástico, pero antes de que pudiera tocarlo, Raúl ya había sacado su semiautomática y se la puso en la nariz. Era una Browning negra GP-35 de acción simple, con trece balas en el cargador. Un arma pesada, pero fiel.

—Vengo armado, amigo. No me pidas que la deje, pues tendría que usarla. La condición es que esta amiga mía siempre vaya con el coronel Serrano. Tómalo o déjalo —le dictó Raúl, con carácter de témpano de hielo, al escolta del gobernador. Los otros dos rifles, los del acceso, apuntaron hacia Raúl. Sentirse encañonado por varias armas no le afectó en lo más mínimo, el arma seguía a centímetros del cerebro del pomposo guardia.

—¡Chingao, pinche Serrano! ¿Qué pinches mamadas haces? —gritaron desde la entrada de la hacienda.

Benito Guadalupe Serrano giró hacia su interlocutor. Se quitó su sombrero de la guardia canadiense para poder enfrentarlo directamente, pero no así las gafas, no le concedería trato preferencial a su viejo compañero de armas. No importaba que este fuera el cabrón más grande que hubiera conocido en su vida, el gobernador Maximino Ávila Camacho.

—Miren nomás, chamacos, pero si es el cabroncete de Avilita… —comentó Serrano jocosamente—. Mejor no la hagas de tos con tus morros, Avilita, que el mío, aunque lo veas flaco, se los chinga en tres patadas.

Al gobernador Ávila Camacho no le pareció gracioso el comentario. Se quedó parado en el umbral de su puerta, mostrando que a veces podía ser ridículo tener tanto poder: venía disfrazado de jinete con un traje en verde olivo y costuras doradas. En la mano derecha llevaba un látigo, en la otra, una botella de tequila. Era la caricatura de un dictador, un chiste sangriento.

—Se me hace que tú, puro pájaro nalgón, Serrano —murmuró Maximino. Ante el comentario, Raúl afianzó su pistola, amartillándola. Sintió que el guardia tembló al oír el chasquido.

—No seas puto, pinche Avilita —rugió Serrano, caminando hacia el gobernador de manera retadora. Las armas, entonces, cambiaron de Raúl para apuntar al coronel. La tensión comenzó a subir. Se podía sentir el agua bullendo en cada uno de los presentes.

—El puto eres tú, Serrano… —indicó el gobernador, haciendo una señal para que las cosas se calmaran. Las armas descendieron, excepto la de Raúl—. ¿Que no te vas ha echar un tequila con tu viejo amigo?

Al llegar Serrano a la escalinata donde lo esperaba Ávila Camacho, los dos se dieron un fuerte abrazo entre risotadas. En el saludo, el gobernador le soltó en un cuchicheo al oído:

—Me vuelves a decir Avilita y te rompo la madre, Serrano.

—Te prometo que no lo vuelvo hacer, Avilita… —le contestó el coronel arrancándole la botella de tequila para darle un buen trago.

Abrazados festejaron el chiste con carcajadas. Así entraron a la mansión, como un par de amigos que se habían extrañado por años. Nada más falso, pero ambos sabían guardar las apariencias, actuando según los mandatos establecidos en el partido oficial, donde nadie se orinaba en el pesebre.

Hasta que ellos desaparecieron en el interior, Raúl no quitó la pistola de la cara del guardia, devolviéndola a su cartuchera en el sobaco. El hombre dio varios pasos hacia atrás, alejándose del muchacho.

—¡No mamen! Ya me meé en los pantalones —exclamó Berni, quien seguía en el coche. Literalmente lo había hecho: había un charco de orina en el suelo.

Maximino Ávila Camacho era también general revolucionario. De joven, había apoyado a Francisco I. Madero contra el dictador Porfirio Díaz en la revolución. Renunció al colegio militar ante la muerte del presidente Madero por la traición del general Huerta y se integró en las filas del general Gilberto Camacho, que peleaba en la región de Puebla. Era el mayor de una familia de hacendados locales con propiedades agrícolas. Sus hermanos lo siguieron como ejemplo de valor y moral, y se enrolaron en el ejército como el aventajado muchacho. Estuvo bajo el mando de Lázaro Cárdenas en su etapa de general de la región y efectuó una matanza de estudiantes que apoyaban a un candidato ajeno al partido oficial durante las elecciones presidenciales. Fue donde conoció a Serrano y entablaron una extraña amistad basada más en rivalidades que en camaradería. Para él, ser mujeriego, malhablado, parrandero y jugador eran virtudes. En eso encontró eco en el coronel Serrano. Quizás lo único que los unía.

Pronto, Maximino Ávila Camacho hizo tratos con empresarios de la región y con viejos camaradas militares que estaban en la política para alcanzar la gubernatura de su estado natal, Puebla. Tenía una inmensa fortuna y propiedades, siempre cobijando sus negocios turbios con el poder político que había conseguido. No era un hombre que aceptara las críticas o la prensa en su contra. Más de una vez, él mismo dirigió el asesinato de sus detractores. Se comentaba que un día, cuando se convocó una huelga de trabajadores textiles en la pequeña ciudad de Atlixco, el gobernador Ávila Camacho pidió a los líderes que terminaran el paro o él mismo los colgaría de las farolas. Los obreros no hicieron caso. A la mañana siguiente, Atlixco amaneció con los cuatro líderes ahorcados en cada esquina del parque central. La huelga terminó ese día.

—No te va mal, ¿eh? —le preguntó el coronel Serrano, sentado en uno de los equipales del patio central de la hacienda. Fumaba un oloroso puro veracruzano. Maximino Ávila Camacho hacía lo mismo con un cigarrillo. El pasillo estaba entre una arcada bellamente decorada con mosaicos de talavera poblana y una portentosa fuente que constantemente esparcía el relajante sonido del agua fluyendo.

—Le va mal al que quiere que le vaya mal. El partido te da todas las madres para hacerte de ahorros. Si no los tomas, eres un pendejo —explicó el gobernador dando golpes con el látigo sobre la silla donde descansaba. Había dejado a un lado su enorme sombrero de jinete, junto con dos perros que mordisqueaban un hueso de ternera.

—¿Y tu hermano, Avilita? —curioseó el coronel de manera inocente, pero sabiendo que pisaba un callo doloroso.

—Mi hermano es un bistec con ojos, pinche Serrano. No metas a ese cabrón de Manuel —rugió molesto el gobernador, moviéndose incómodo en el equipal. El siguiente hermano de Maximino en la línea era Manuel, quien había conseguido el puesto de oficial mayor de la Secretaría de Guerra y Marina con su amigo, el presidente Cárdenas. Era lo contrario a él, un hombre caballeroso, recatado y religioso. Querido por muchos en el ámbito político.

—¿Seguro no quieres que lo metamos? —insistió Serrano.

—Mira, Manuel lleva el ejército, pero ellos no se meterán en estos asuntos. A lo mucho, que te escolten. Hay que preocuparse más por los pendejos de los federales, que se creen muy listos y chingan todo el día con sus puñeteras cosas —le explicó exaltado Ávila Camacho. No tuvo que especificar que hablaba de los negocios que Serrano llevaba en la frontera, vendiendo droga a Estados Unidos de Norteamérica. Aunque muchas veces no lo hacía directamente él, su labor había sido poner en marcha una serie de canales para que fuera él quien coordinara la protección de los minoristas con las policías locales.

—¿Qué quieres, Avilita? —le soltó el coronel dejando su copa de tequila a un lado.

—No nos hagamos pendejos, Serrano. Tú te has dedicado estos años a transportar alcohol y goma para el otro lado. No entiendo cómo un pendejo de Jalisco terminó siendo un puto camionero de madres como estas, pero sé que estás ganado dinero. Sé que no la cultivas, que solo la llevas, y repartes el dinero entre la policía y los gobernadores. Eres como un agente comercial, y a mí me gustan las personas con visión.

—Resúmelo, Avilita…

—Quiero estar dentro. Yo tengo la marihuana de Cholula, pero me dijo mi compadre, Gonzalo N. Santos, que tú eres el bueno con la adormidera en Tijuana y Ciudad Juárez. Mira, ahora que los pendejos gringos prohibieron la hierba también, subió mucho de precio. Si unimos fuerzas, podremos hacer mucha lana, Serrano. Más de la que te imaginas.

—Yo me puedo imaginar mucho… —formuló Serrano.

—Todo eso tendrás. Ya vi que está cabrón entrarle por el Golfo, los gringos nos tienen jodidos con Tampico. Pero Mazatlán es un buen camino, para meternos por Tijuana o El Paso.

—¿Por qué Mazatlán? —interpeló el coronel, circunspecto.

—¡Oh, chingá! ¡Cómo preguntas, Serranito!… Pues porque está al lado de Culiacán, cabrón. ¿A poco no sabes que esas tierras están poca madre para la amapola? —respondió entusiasmado Ávila Camacho.

El gobernador era efervescente en sus charlas. En cualquier momento podría enojarse y sacar su revólver para enfrentar a su oyente. Con Serrano se estaba tranquilizando, pues sabía que podrían hacer dinero juntos. Además, perro no come perro.

—No me gusta arriesgarme en lugares conflictivos. Mira, Avilita, el general Siroub está haciendo su espectáculo y puede hacernos mucho daño. Yo no sé cómo te vaya con la marihuana, pero a mí me agarraron con 516 kilos de opio por orden de los gringos… Eso me dolió mucho —dijo, templado, el coronel. De nuevo tomó su copa de tequila y le dio un sorbo. Después de un suspiro, expresó desalentado—: Aún no sé de qué lado está el presidente, el general Cárdenas.

—Yo no tengo pedos. Sabes que Lázaro es compadre de mi hermano. Lo tengo en la bolsa. Aparte, con su apoyo a ese doctorcito exótico, Salazar Viniegra, me han hecho la vida sencilla. Está a punto de modificar los códigos sanitarios y penales sobre la marihuana. La van a despenalizar, Serrano. ¿Sabías que ese matasanos le está lavando el coco a Cárdenas para que no le haga eco a los putos gringos y legalicen la mota?

—¿Qué tan seguro estás de eso?

—Está en la bolsa. Cárdenas se lo compró toditito. Vamos a fumar hierba sin pedos como en tiempos de la revolución. ¿Lo recuerdas, Serrano?

—Eso no es bueno, Avilita. Si lo legalizan, no haremos negocio. No seas idiota, nos conviene que el precio sea alto. Y aún no sabemos si Cárdenas es el cabrón más cabrón o el pendejo más pendejo. Mira que tuvo los huevos para mandar a chingar a su madre a Calles. Así que bruto no es —opinó Serrano. Era más que conocido que el presidente Lázaro Cárdenas había terminado el reinado del general Elías Calles como el líder político omnipresente de México, exiliándolo al extranjero. Aunque Calles había sido quien lo escogiera para la presidencia, Cárdenas supo maniobrar a su favor para terminar con sus lazos políticos y así tener el panorama libre para su régimen.

—¿Qué hay en Culiacán que me importe? —cuestionó el coronel Serrano. Ávila Camacho se levantó de su silla y continuó su discurso con manotazos al aire y exageradas gesticulaciones.

—¡Si serás pendejo, Serrano! Va a estar el general Pablo Macías Valenzuela de gobernador. Si necesitamos a un cabrón de nuestro lado, es ese. Lázaro Cárdenas le prometió la gubernatura. Él nos va a meter en el negocio completito. Mira, ya tengo apalabrados productos de los de Ventura, Terupete, El Portezuelo, La Cascajosa, Higueras del Monsón, Mocorito y Sinaloa de Leyva.

—A mí me dicen que los de Badiraguato son los buenos, Avilita —comentó, pero sin explicarle que él mismo ya compraba opio de esa zona, donde se plantaba más adormidera que en cualquier otra parte del país.

—Los conseguimos, Serrano.

—¿Quiénes son tus contactos? —dictó sin cambiar su rostro de mármol.

—Varios agricultores de la región que dicen que la siembra de maíz y frijol no deja para la alcancía, por eso se han vuelto gomeros sembrando amapola. Uno es un pinche chino que se ha hecho de varias tierritas. Se llama Carlos Ying… El cabrón tiene una pinche cicatriz que le cruza la cara. Es feo como la chingada, pero bueno para los negocios.

Benito Guadalupe Serrano conocía a Ying. Tres años atrás había ascendido como secretario de la Asociación China de Mexicali. Aunque hubo una persecución a los de su raza, Serrano prefirió pactar con ellos dejándolos manejar los casinos y burdeles a cambio de un pago de protección. Al principio, el presidente de la logia, Wong Fook Yee, no quiso, pero Serrano supo tocar la puerta correcta y logró un acuerdo favorable para ambas partes con Carlos Ying. Sabía que su fortuna se extendía hacia Sinaloa, donde las logias chinas dominaban el cultivo de la amapola.

—¿Eres solo tú? —insinuó Serrano, sabiendo que le gustaría la respuesta—. Por qué hablas en manada, Avilita.

—Mi compadre, el gobernador Gonzalo N. Santos, está conmigo —indicó Ávila Camacho entregándole un acta constitutiva de una empresa. En ella aparecían tres nombres—. Gonzalo es bueno para las relaciones, nos va a ayudar. Y el otro es quien me ha servido de ojos allá. A lo mejor lo conoces, es el Loco Aguilar.

El coronel Serrano torció la boca y su bigote se descompuso. Claro que conocía a ambos, desgraciadamente. Gonzalo N. Santos era gobernador del estado de San Luis Potosí, de orígenes militares también. Había sido de los primeros en unirse al partido oficial, el Partido Nacional Revolucionario. Un hombre de armas tomar y sumamente peligroso. Al igual que Ávila Camacho, cuando se le encomendó tranquilizar a una muchedumbre de estudiantes que protestaba contra el fraude electoral de la votación para presidente, no dudó en abrir fuego, hirió y mató a civiles. Para hacerse de grandes propiedades, mandaba a un agente al hacendado con un mensaje: «O me la vendes o se la compro a tu viuda». Muchas veces compró terrenos a viudas. Opinaba que la moral era un árbol que solo daba moras y que no servía para una mierda.

Esa lindura de personajes deseaban ser sus socios. Un perro con rabia sería menos peligroso, pensó Serrano. Por el otro lado, Francisco Aguilar González, el Loco Aguilar, era pariente del presidente Francisco I. Madero. Eso lo catapultó a puestos como agregado militar en Suecia, pasando después por Italia, Japón, China, Francia, Portugal, Estados Unidos y posteriormente Argentina. Como consideraba raquítico su salario, optó por el contrabando de drogas en los países a donde lo asignaban, llevando morfina y heroína en su valija diplomática.

—¿Tú me lo mandas a la frontera y yo lo paso? —preguntó a bocajarro el coronel, tratando de resumir todo el negocio.

—Es la idea, cabrón. Yo, como estoy en el Gobierno, me encargo de lavarte los dólares para que los gringos ni se las huelan. ¡No puedes negar que es una idea estupenda, Serrano! —terminó su ponencia el gobernador.

Serrano se afiló las puntas del bigote, pensativo. Cuando acomodó sus ideas, le propuso a su viejo camarada de armas:

—Quiero una parte de tus ganancias por la marihuana que siembras en Cholula.

Ávila Camacho golpeó el apoyabrazos de la silla con el látigo, dando grandes zancadas alrededor de la sala de equipales. En una de esas, pateó a uno de sus perros, que huyó chillando. Nada de su desplante afectó a Serrano. El coronel solo lo observaba, pues estaba seguro de que se lanzaría contra él de un momento a otro, pero se mantuvo moderado.

—¡Ni madres, eso es aparte! Te surto lo que quieras para los gringos, pero mis ventas son un negocio que tengo con la señora Felisa Velásquez. No trates de bailarme, Serrano —desenganchó, molesto, el gobernador de Puebla.

—No seas pendejo tú, Avilita. Me sueltas una parte de la marihuana o vete a conseguir a otro pendejo que te venda en la frontera. Pero no dudes que yo mismo me encargaré de que nadie te compré ni una puta mierda, para que Cárdenas te caiga con tus movidas. A ver si el Loco Aguilar puede vender él solo un cargamento completo de goma, si el puto nomás pasa maletitas cuando anda viajando —soltó Serrano, pero, a diferencia del poblano, lo dijo con una entereza escalofriante. La cosa era sencilla, pues podía haber mucha droga en México, pero todos deseaban el santo grial: un comprador americano fiel, de quien se tuviera la confianza de que no traería problemas. Era fácil mantener la droga en los picaderos de la frontera, pero pasar la morfina sin que los de la Oficina de Narcóticos o los rangers la decomisaran era lo arriesgado.

—Eres un cabrón… ¿Lo sabías, Serrano? —fue lo único que se le ocurrió decir a Maximino Ávila Camacho.

—No menos que tú, Avilita —repuso con imposición el coronel.

—Me vas a dejar pobre, hijo de la chingada… Está bien, quedamos con ese trato. Solo porque vas a conseguirnos un puto comprador gringo, ¿estamos?

—Sí…, pero algo más: cuando suba Macías a la gubernatura, quiero un puesto en la policía estatal de Sinaloa. No sé cómo lo vas hacer, pero las placas doradas van a ser mías —le pidió directamente Serrano.

—¡Ah, cómo jodes, Serrano!… Mira, yo hablo con Macías y le expongo tus requisitos. Pero primero Lázaro debe hacerlo gobernador —chilló Ávila Camacho.

—Desde luego. Y a ver si no hace pendejadas.

—Bueno, brindemos por eso, pinche Serrano —dijo el gobernador dando por terminada la sesión. Silbó como un arriero para que un sirviente les trajera más tequila. También pidió que hicieran pasar a las putas que había contratado para la fiesta privada. Raúl Duval, quien observó todo desde la sombra de las arcadas, simplemente se alejó para ver si podía dormir algo en el automóvil.

De regreso a la capital, el grupo de Serrano se dirigió a la calle de Tacuba, donde tenían una oficina. Dejaron a Bernardo en su casa, y Raúl se fue con el coronel al despacho que les servía de enlace para las transacciones comerciales y de escenografía para las autoridades. En el local tenían varias secretarias para cubrir los negocios con el comercio de tomate. Por mucho, servía de excelente tapadera, pues nadie en el mundo político cuestionaba la abultada fortuna que iba en aumento para Serrano. El secreto de su éxito era que no se excedía en su porcentaje, sino que distribuía amablemente entre secretarios, gobernadores y policías locales.

El coronel Serrano comenzó a mover sus hilos para prepararle el camino a la marihuana de Cholula, que sería desempacada en el mercado de La Merced, para su venta a través de su minorista, una matrona con un puesto en el mercado donde distribuía la droga, que luego sería transportada hasta la frontera.

Raúl Duval, su ahijado, servía generalmente de chófer, manejando el Pontiac 1937 convertible color negro. Ya habían hablado sobre la necesidad de contratar a un chófer y quizás a un par de pistoleros que sirvieran de escolta para el coronel Serrano, para así darle un poco de libertad a su ahijado. Pero a Raúl no le importaba conducir para su padrino. Aprovechaban esos recorridos para charlar y planear los movimientos de la semana.

—Padrino, ¿está seguro de querer tener un puesto en la policía de Sinaloa?, ¿realmente se quiere meter a policía? —preguntó mientras conducía por la avenida Chapultepec.

—No es para mí, ahijado. Es para ti —confesó Serrano mirando las calles desenfadadamente mientras fumaba uno de sus habanos—. Necesitas sentar cabeza, comprarte una casa y tener tus chamacos. Le prometí a tu madre que haría un hombre de ti. No solo ya lo eres, sino que me has sorprendido con tu astucia. Por eso creo que mereces algo bueno.

—¿Yo? —balbuceó admirado Raúl.

—¡A huevo! ¿Quién mejor para manejar todo que tú? —declaró el coronel con malicia, sabiendo que era un buen regalo para su ahijado. Raúl había sido una importante pieza en el desarrollo de los negocios en la frontera, con la bendición de los gobernadores y secretarios de Estado.

—¿Y Bernardo? —masculló Raúl, incrédulo de que lo hubieran escogido para ese puesto, ya que en realidad no deseaba mudarse a Mazatlán ni a Culiacán. Eso lo alejaría kilómetros de Carmela y la niña. Aún no sabía qué quería en la vida, pero sabía que no deseaba estar lejos de ellas.

—¿Tú crees que el pendejo de Bernardo podrá con eso? —expresó dudoso el coronel.

—Sí, padrino. Lo que pasa es que usted lo presiona mucho. Dele la oportunidad y va a responderle —le dijo nervioso cual estudiante puesto a prueba por su profesor. No deseaba que Serrano notara su debilidad, pero no estaba preparado para un cambio tan radical.

—¿Y tú, muchacho? —le devolvió la pelota su padrino.

—No me molestaría una diputación —le soltó Raúl. Pensaba que en la Cámara de Diputados podría tener libertad para moverse y clavarse en el mundo de la política, tema que le apasionaba. Sabía que con un buen puesto, dinero y nombre propio, Carmela lo miraría de manera distinta. Entonces se sentiría listo para pedirle su mano.

—Los diputados son unos putos, ahijado. —Serrano fue lapidario con su respuesta. Él despreciaba a los políticos, pues los consideraba comadrejas sexenales que se enriquecían lo más pronto posible. Serrano era en el fondo un hombre de negocios, con una visión de comerciante. Un negocio podría ser eterno, un puesto en el gabinete solo sería momentáneo.

—Mejor te quedas a mi lado, haciendo lo que sabes. Necesitamos concentrarnos en ver cómo vas a distribuir la droga pasando la frontera… Hacer uso de los pinches chinos es idiota, ellos son minoristas. Necesitamos una contraparte, como nosotros, pero en Estados Unidos.

—¿Compradores para que distribuyan en los picaderos de chinos?

—No, Raúl. Alguien que la reciba en la frontera y se la lleve a toda la nación. Que si entregamos goma un día, al siguiente esté en Nueva York. Que se encargue de que nadie salga perdiendo allá.

Su padrino tenía razón, pues el mercado era pequeño, pero si se le inyectaba dinero como Ávila Camacho deseaba, necesitarían toda una logística segura y confiable. Su trabajo se terminaba pasando el río Bravo. Después, alguien más sería el encargado.

—Yo creo que saldrá bien, padrino.

—Me preocupa que el pendejo de Macías no suba al poder por ser un atascado. Al general Cárdenas no le gusta que se la hagan de tos —comentó Serrano, pero en realidad se refería a su nuevo socio, Maximino Ávila Camacho. Era él quien podía ser una dinamita corta que les explotara en la cara a todos por sus sueños de grandeza.

Suspiró, afilándose los bigotes, pensativo. Ávila Camacho podría ser un completo dolor de cabeza, pero sabía que tenerlo de su lado abría una gama de posibilidades única por su buena localización en la política. Ya se hablaba desde ahora de que podría ser Manuel Ávila Camacho, su hermano, el próximo elegido para la silla presidencial. Un socio así era oro puro.

—Bien… ¿Qué sucedió en la reunión mamona del general Siurob? —cambió de tema, preguntando sobre el congreso internacional al que Cárdenas había convocado para calmar a las hordas de enemigos que no lo bajaban de comunista en Estados Unidos. Serrano sabía que el presidente actuaba presionado por el Gobierno norteamericano, pero que su mentalidad era más liberal, pues opinaba que se podían regular las drogas.

—En la convención anunciaron a los medios periodísticos que realmente «México es el centro de concentración y distribución de estupefacientes» —explicó Raúl. Parte de su estancia en la ciudad fue para seguir con detenimiento las decisiones que se tomarían en ese congreso y ver qué podía afectar a Serrano.

—¡Qué no mamen! —maldijo el coronel, sardónico.

—Ven una solución difícil debido a la participación de policías corruptos a los que no les importa perseguir los delitos contra la salud. Un idiota explicó que muchos de los jueces dejan libres a los vendedores de goma por los vacíos legales existentes y, sobre todo, por la unión de los traficantes con los gobernadores de los estados —al decir lo último, Raúl se volvió para ver la expresión de su padrino, tratando de leer sus gestos. No fue una lectura agradable.

—¿Eso dijeron? No me gusta. Cuando empiezan a golpear y le atinan a la piñata, no tarda en romperse.

—Incluso se nombró un ejemplo en el que un regente de un estado avisó a la justicia federal sobre un cargamento de opio que habían decomisado para cumplir su cuota de aprensiones, y al abrir los botes decomisados solo encontraron chapapote. El general Siurob «incitó a las policías locales y federales a recuperar su territorio contra la delincuencia» —terminó Raúl Duval, ya con un abierto matiz irónico que Serrano disfrutaba—. Proponen que sea la Procuraduría General de la República la que lleve, investigue y procese todo lo referente al comercio de drogas ilícitas. No quieren que la policía retenga la droga incautada.

—¿A quiénes mandaron los gringos? —interrogó el coronel, interesado en conocer el rostro del que podría arruinar su negocio.

—A un tal James O. Ball. Hablé con él. Es del perfil de los del Buró, cerrado y sin visión. No podemos contar con él.

—No me suena… ¿Tú lo conocías? —preguntó afilándose su bigote. Raúl no contestó de inmediato. Se quedó conduciendo en silencio, contemplando el frente del automóvil.

Al colocarse la luz roja del semáforo, detuvo el Pontiac. Se volvió hacia su padrino sin poder contestarle. Movió la cabeza, negándolo. No podía mentirle con la voz. Le era imposible decirle que James Ball era el hombre a quien se le ordenó matar hace siete años, y no cumplió esa labor. Tragó saliva, rogando porque nunca más le preguntaran eso. Escuchó como si alguien más lo hubiera dicho, pero era su propia voz:

—No, no lo conocía.

Serrano movió la cabeza, aventando el cabo humeante del habano que fumaba, para perderse en la extensión de la avenida Chapultepec.

Raúl no volvió a decir nada. Se sentía culpable, pues le había dicho una mentira a su jefe y padrino.

Si tan solo pudiera tener los huevos para declarársele a Carmela y huir con ella. Sabía que nunca podría hacerlo, pues temía una reprimenda de Serrano. En cierto modo, el fantasma paternal del coronel también cubría a Raúl de la misma manera que lo hacía con Bernardo.

Un océano en color verde encendido se movió plácidamente con la brisa de la tarde. El roce de las hojas de las plantas de marihuana creaba un murmullo relajante. El ocaso estaba cargado de un fuerte olor a mojado y algunas nubes lejanas acechaban el llano, amenazando con descargar su llanto dador de vida. Al fondo había una laguna que parecía tomar una siesta entre los campos verdes. Maximino Ávila Camacho se agachó y arrancó una de las hojas de la planta. La cannabis se le resistió, aferrándose a su tallo. El gobernador tuvo que pujar para romperla. Cuando cedió, le entregó el tallo a su nuevo socio, el coronel Serrano, con una sonrisa de haber ganado el duelo.

—¿Cómo ves, Serrano? Es buena, de la mejor… —presumió. Ambos caminaron por el cultivo de cannabis. A sus espaldas, siguiéndolos de cerca, Bernardo y Raúl. Más atrás, un ejército de pistoleros. La guardia privada del gobernador. Estaban en las plantaciones de Valsequillo, propiedad de la Reina de la Marihuana. Entre los llanos color esmeralda, algunos grandes árboles ofrecían descansos de sombras.

El coronel observó con detenimiento la hoja de cinco puntas. Era un bello ejemplar, de mejor calidad que lo que sembraba en Jalisco. Era de esperarse, pues hace una década la droga no poseía ningún control de calidad, la fumaban de todos modos, sin importarle a la soldadera, pero cuando los clientes venían de estratos distintos y conocedores del tema, inclusive, la calidad del producto comenzó a cobrar importancia.

—Con cuidados adecuados, patrón, puede crecer de tres a seis centímetros al día. Una planta hará follaje verde tanto como permita la luz. Por eso hay que cortar las hojas grandes, para que el sol les pegue a las chicas —les explicó uno de los campesinos que cuidaban la plantación, un viejo de traje de manta, con un gran sombrero de palma cual choza en la cabeza. Tenía arrugas en las arrugas, un rostro lleno de surcos, como el sembradío—. La juanita florece en otoño, señor, cuando los días se acortan y las noches se alargan. Esos tallos crecen, las hojas nacen cada vez con menos dedos y la producción de cogollos se achica, y luego crece de nuevo…

Serrano detuvo su paseo y le extendió la hoja de marihuana a su ahijado sin decirle nada. Raúl sabía que le estaba pidiendo su opinión, mas no necesariamente le pedía que la hiciera pública. Palpó la hoja y la probó. Su lengua sintió picazón, lo que indicaba la buena calidad.

—¿Y qué haces con esta chingadera, Avilita? —preguntó Serrano.

—Casi toda la compra una mujer… Dolores Estévez Zulueta, la Chata de La Merced. Buena comerciante. Viene de Ciudad Juárez, pero resultó más capitalina que la estatua de Colón. El resto lo vendo al ejército —respondió el gobernador, perfectamente ataviado con pantalones de montar y saco de algodón a la manera de un cazador inglés.

—No me gusta apendejar a los míos. Todo se va para los gabachos —murmuró Serrano, aunque había algo de mentira en eso, pues comenzó su negocio vendiendo en Jalisco.

—¡No mames, Serrano! Nadie en México consume mierda de esta… ¿Conoces a alguien?

—El músico Agustín Lara… —respondió Bernardo, alzando los hombros. El gobernador y su padre le lanzaron ojos de cuchillos. No volvió a interrumpir.

—Mira, yo sé que ahora resulta que eres la puta santa inmaculada concepción, pinche Serrano, pero también correr un auto a gran velocidad es peligroso y no por eso se van a dejar de hacer automóviles… ¿Comprendes, cabrón?

—Transparente como el agua… —respondió el coronel Serrano, volteando a un lado su bigote en un gesto guasón. Le empezaba a cagar la madre el gobernador, pensó. Era ruidoso, prepotente y con cero de gracia. Sería muy seguro candidato a la presidencia, pero si una bala se tropezaba con él, a Serrano no le importaría. No era que estuviera en conflicto con Maximino, incluso era buen amigo de su hermano, quien acababa de ser ungido como el próximo presidente de México, Manuel Ávila Camacho. Pero el gobernador de Puebla era exactamente lo contrario de lo que pensaba que se tenía que ser en este negocio. Para Serrano, un bajo perfil, con buenas amistades, era el secreto. No deseaba terminar extraditado a Estados Unidos para un juicio de linchamiento.

—El secado de los cogollos es importante, patrón —dijo el campesino, señalando un viejo galerón de madera, adonde llevaban las plantas cortadas—. Es para sacar lo bueno de la juanita… Si se queda húmeda, no jala. Pero hay que secarla sin sol, para que sea de la buena, que pegue. La chinga es que aparezcan hongos, entonces se jode todo… Son peor que los federales, pues ellos nomás se quedan con la juanita. Los hongos se la joden.

Serrano se volvió para ver a su ahijado. Ellos habían secado las plantas al sol, reduciéndole el poder alucinógeno a la planta. Comprendió que lo que estaba viendo en esas plantaciones en Puebla era una industria agrícola, no un crimen horrible como lo deseaban vender en Estados Unidos.

—Poca madre, Avilita… Ya me convenciste de que está chingona tu socia, la Reina de la Mota. ¿Y ahora? —le soltó Serrano.

—Opio, Serrano… Necesitamos goma. Y para eso nos vamos a Sinaloa —explicó sonriente Maximino—. Además, ya manejé al cabrón de Quevedo en Ciudad Juárez para que nos deje el camino vacío.

Serrano se detuvo de golpe. Abrió los ojos y trató de maldecir, pero se controló. Con los labios tensos, comentó políticamente:

—En Ciudad Juárez tengo tratos con Enrique Fernández Puerta…

Al gobernador de Puebla el comentario le hizo cosquillas. Se rio y, luego, con un ruidoso gesto, le ofreció una palmada en la espalda:

—¿El Al Capone de la frontera? ¡Está más quemado que un Judas en Semana Santa! ¡A la chingada! Serrano, tú te has encargado de dar protección, pero yo te propongo tener un comprador gringo para producir, procesar y vender. Voy a conseguirte un par de socios cabrones para cultivar la goma. Verás lo que es dinero. El pendejo de mi hermano Manuel se puede quedar con su silla presidencial. Nosotros vamos a tener a México…

El gobernador de Puebla los dejó con una cara sonriente, cual luna llena esplendorosa. Continuó caminando por la plantación al lado del campesino. Serrano se acercó a su hijo y a su ahijado con el pretexto de prender un cigarrillo a cada uno y así decir en un murmullo:

—Padre, la idea del gobernador es buena. Podemos hacer dinero —le dijo Berni.

—Sigue sin gustarme. Él está protegido por su hermano… ¿Y nosotros?

—Necesitamos a alguien en la Cámara de Senadores, un político —insistió Raúl, pues sabía que un puesto así podría servir de faro para cualquier ataque.

—¡Cómo chingas con eso, Flaco! Esas son mariconadas… Vamos a entrarle porque el cabrón nos está moviendo la frontera.

—¿Podría ser yo quien llevara eso? —preguntó Berni emocionado.

—¿Tú? ¡Claro que no, mijo!… Necesitamos a alguien bueno —le respondió su padre con un gesto de molestia. El coronel movió la cabeza, le dio un par de caladas a su cigarrillo y apuró el paso para alcanzar al gobernador. Los dos jóvenes se quedaron parados, con los sueños desinflados.

—Nos tiene jodidos, Flaco —fue lo único que le murmuró Berni a su amigo y compañero. Para resaltar su frustración, dio una patada en la tierra y se levantó una polvareda como si fuera la tos de un tuberculoso.