Me acabé de arreglar al espejo, pintándome los labios con un color tenue y engalanándome el cabello con una red que lo aprisionaba en un moño. Al observar el reflejo, noté que la imagen de esa niña sensual que cantaba y bailaba tap en falda corta se había perdido. El concepto de señora de la casa me abrigaba por completo, de tal manera que podría ser el prototipo de una dama ejemplar. Para mantener esa fachada, solo me daba el lujo de usar faldas ajustadas en colores otoñales y blusas de seda, había dejado atrás los colores llamativos y el maquillaje estruendoso que podría malinterpretarse como una falta de respeto a mi condición de viuda. Aún estaba la belleza, pero se había perdido el brillo y el hambre de fama. Tuve que obsequiarme un beso a mí misma en el espejo, pues al final terminé convirtiéndome en lo que tanto aborrecía de la recatada sociedad de San Luis Potosí: una completa ama de casa.
Había puesto un disco en el fonógrafo que recibí en mi boda. Lo puse para que me acompañara mientras me terminaba de maquillar. Al principio solo hubo escarcha en el altavoz, pero fielmente comenzó a sonar la canción. Era una de mis favoritas, la que acostumbraba cantar en mis últimas presentaciones: «Livin’ in the Sunlight» de Bernie Cummins.
I’m so happy! Happy go lucky me!… I just go my way, living everyday!
I don’t worry! Worrying don’t agree… Things that bother you, never bother me…
Cuando el coro llegó, sentí ya que las lágrimas estaban comenzando a concentrarse en mis ojos. La tonada abría una gran cantidad de puertas en mi memoria, pero, sobre todo, definía mi filosofía de vida.
I’m so happy! Happy go lucky me! Living in the sunlight! Loving in the moonlight!… Having a wonderful time!
Un golpeteo en la puerta llamó mi atención y me volví hacia la entrada de la habitación. Blanquita, mi criada, estaba ahí restregando las manos nerviosas en su uniforme negro con mandil blanco. La pobre se sentía tan inquieta como una quinceañera a la que se le hubiera aparecido un inoportuno novio. Desde luego que eso era ella: una quinceañera. Pero el novio no iba por ella, sino por mí.
—Señora, don Raúl está aquí —me indicó, intranquila. No tenía idea de qué esperaba mi sirvienta que fuera a suceder, o lo que fuera yo a hacer. Imagino que pensaba que comenzaría a gritar desesperada ante la presencia de mi nuevo cuidador, pues la sentí desilusionada cuando le respondí con calma:
—Gracias, Blanquita. Pásalo a la sala y ofrécele algo de beber.
Ella hizo una pequeña reverencia para enseguida desvanecerse en el pasillo que separaba la zona privada de la casa de la sala. Yo me volví al tocador, a observarme de nuevo. Arreglé mi cabello y la blusa, aunque no necesitara compostura alguna. Nunca necesitaba arreglarme nada, puesto que los últimos años de mi vida me había dedicado a verme soberbia. Esa era mi ocupación cuando no estaba cumpliendo el trabajo de madre. Y debo admitir que ambos los hacía muy bien.
Al levantarme, los recuerdos de mis éxitos olvidados me guiñaron el ojo con la canción que seguía. Me volví para a ver los que tenía enmarcados en una serie de cuadros alrededor del tocador. Era para evocarme que estuve a solo unos suspiros de tocar el cielo de las celebridades. Ahí estaba mi presentación en el Teatro de la Ciudad y un par de carteles de viejas películas. Recuerdos que alimentaban más mi ego que mi nostalgia. Al lado, entre polvos y maquillajes, la última foto que nos tomamos mi adorado Papá Oso y yo. Él se veía muy delgado, demacrado totalmente. Había perdido el porte que lo volvía tan galante. Yo, en esa fotografía, aún poseía la vivaz imagen de una muchacha dispuesta a comerse al mundo. Nuestra bella hija, Florencia, estaba en sus piernas con un ropón de encaje que había traído desde Europa especialmente para ella cuando me enteré de que estaba embarazada.
El retrato de los tres me gustaba, pues él se veía muy contento. Creo que poder entregarle una familia, como cualquier otra, fue el mejor regalo que le di a cambio de todo lo que había hecho por mí. En las noches frías de la ciudad, cuando había que prender la chimenea, era cuando más lo extrañaba.
Cuando vi que estaba presentable para mi visita, me fui a la sala para recibirla. La casa era una mansión de principios de siglo que habíamos conseguido después de vender el apartamento en el conjunto Condesa. Se encontraba en la misma zona, en plena colonia Roma, cerca de parques donde pasamos varios días paseando al sol, empujando un carrito de bebé. Lo hacíamos antes de que él ya no pudiera caminar más. Su enfermedad en el hígado lo fue consumiendo a gran velocidad. En pocos meses terminó siendo un bulto en la cama que apenas se podía mover. Tratábamos de alejar a la bebé para que su llanto no lo importunara, pero él insistía en tenerla entre sus brazos. Así murió, con la pequeña Florencia durmiendo a su lado.
Llevé el luto un año, como las buenas costumbres lo piden. Después traté de vestir más alegre, pero no pude. Mis tonos siempre eran otoñales, me mostraba como una matrona de clase acomodada a pesar de mis veintiséis años. Lo único que me permití fue volver a usar mi nombre artístico: Carmela del Toro.
Creo que mi esposo me malacostumbró. Me hizo vivir el lujo y la buena vida después de sentir la miseria. La ropa importada, las joyas y un chófer en el garaje. Cosas que difícilmente podré dejar de nuevo. Se lo agradezco, por mostrarme este mundo que parecía vedado a una niña humilde como yo. Pero todo eso lo mantendría a mi lado a cualquier costo. Aun ejerciendo este ridículo papel de viuda.
Al entrar a la sala, me encontré con una adorable imagen: Raúl estaba en el suelo, serio cual monumento, rodeado de las muñecas de Florencia, y ella, a su lado, sirviéndole té con sus tazas diminutas. Blanquita miraba riéndose como una ardilla desde una esquina sin interrumpir el inocente juego.
—Le doy más té, señor. Está muy bueno —le dijo mi niña emulando mi voz. Tuve que apagar mi risa al comprender que era a mí a la que imitaba.
—Creo que es suficiente… Será mejor que me levante —respondió Raúl, quien ni siquiera se había podido quitar el sombrero, pues había sido atrapado para jugar. Se veía incómodo, fuera de su sitio de confort.
—¿No quiere una pastita con mermelada, señor? Las prepara Blanquita, están muy buenas —le pasó un plato con algunas galletas. Raúl tomó una ante la insistencia, como si fuera algo venenoso. La probó dándole pequeños mordiscos. Florencia era una versión pequeña de mí. Me arrebató los enormes ojos negros y la piel canela, pero su quijada era más amplia, lo que le daba fuerza y talante.
—Gracias —respondió solemnemente. Fue cuando se dio cuenta de que su acto tenía espectadores. Al verme, se levantó de un golpe, desarrugando su traje. Se veía increíblemente apuesto, con su nariz prominente enmarcada por sus profundos ojos, y la piel tostada que había ganado por andar en el campo. Había dejado de ser flaco hacía mucho, eso lo ayudaba a parecer más saludable.
—Querida, creo que Raúl tiene cosas que hacer y no puede jugar contigo —indiqué rompiendo la magia del momento. Florencia puso cara de puchero al escucharme. Su nombre lo escogió Papá Oso en honor de donde pasamos nuestra luna de miel. Yo hubiera preferido un nombre católico como Guadalupe, pero él insistió. Nunca le pude rebatir nada mientras me consintiera con sus regalos costosos.
Antes de que pudiera decir algo más Florencia, ya la había levantado yo para dársela a Blanquita.
—Nada de dramas, niña —le ordené, dura. Tenía la certeza de que estaba lejos de ser una madre ejemplar, pero trataba de ser firme con ella.
Apenas Blanquita se esfumó con Florencia, me senté en el diván del salón. Logró Raúl por fin deshacerse de su sombrero para colocarlo en la percha.
—¿Te apetece beber algo? —le ofrecí, pero él me hizo un gesto duro contestando:
—Ya tomé té y galletas…
—Lo siento —me disculpé, más por los cánones establecidos de buen comportamiento que por sentirlo en verdad. Yo era la primera encantada de que jugara con mi hija—. Puede ser un poco exigente.
—Es mucho mejor en eso que su madre —me soltó Raúl. No supe exactamente qué connotación tenía ese comentario, pero me quedaba claro que había un doble sentido en él. Me moví incómoda al sentirme acorralada.
—¿Qué te trae por aquí, Raúl? —terminé el juego.
—Si realmente consideras que soy impertinente, puedo retirarme ahora —respondió sentándose a mi lado.
—Tú sabes que no es así, Raúl… ¿Hace cuánto que nos conocemos?, ¿seis años? Si a estas alturas crees eso, entonces no has comprendido ni la mitad de las cosas —le expuse con el mismo tono que me había dirigido él. Nunca más en la vida volvería a ser la víctima. Eso lo sabía.
—Olvídalo —exclamó, moviendo la mano para hacer desaparecer todo a manera de pase de hechicería. Extrajo del bolsillo de su americana un sobre abultado y me lo extendió. Lo tomé sin decir nada, pero sospechaba de qué se trataba—. Me pidieron que te entregara esto.
Abrí el sobre con una cuchilla de plata que había pertenecido a la familia de mi difunto esposo. En el interior había un fajo de billetes del grueso de un ladrillo. Eran dólares. No tenía que pedir explicaciones, era la cuota que cada determinado tiempo el coronel Benito Guadalupe Serrano me mandaba después de lo ocurrido en Agua Caliente.
Cuando eso ocurrió, no deseaba ver a nadie, simplemente quería salir huyendo. Pero el padre de mi atacante, el coronel Benito Guadalupe Serrano, se acercó a mí con palabras suaves y promesas que aún hoy en día se seguían cumpliendo. Lo acepté sin problemas, con su humor campesino y su risa desenfadada. Él mismo confabuló con Papá Oso para que nos casáramos, y así poder darle un apellido de alcurnia a mi hija Florencia. Sospecho que Papá Oso aceptó sabiendo que le quedaba poca vida y deseaba pasar ese tiempo en brazos de una familia.
Desde la pequeña boda en la iglesia de San Ángel, los fajos de dinero aparecieron cada vez más constantes. Desde luego, iban directo a mi cuenta bancaria personal. Aunque mi esposo me había dejado lo necesario para poder vivir, me di cuenta de que era una mujer de costumbres caras. Si el coronel en su machismo absoluto decidió que me iba a mantener, no me quejaría. Yo no volvería a sentir hambre nunca más.
—Mi padrino te manda saludos —indicó Raúl.
Yo lo reconocí desde que me lo presentaron. Sabía que fue el hombre que ayudó al americano a quitarme al borracho de Bernardo de encima, pero nunca comenté nada, tampoco él lo hizo. Hubo un sello de silencio entre ambos. Nadie deseaba más drama. Parecía que eso no hubiera sucedido nunca y que hubiésemos empezado desde cero cuando nos presentaron. Bernardo incluso asistió a mi boda, acompañando a su padre. Al felicitarme, no pudo sostenerme la mirada. Fue la última vez que lo vi.
No podría decir qué era Raúl Duval para mí. De pronto aparecía en mi casa con regalos para Florencia o chocolates de la Gran Vía para mí. Nos llevaba a comer al pueblo de Coyoacán o a pasear a La Villa. Luego, desaparecía por meses. Sentía que, cada vez que me miraba, deseaba decirme algo, pero primero fue mi condición de casada lo que se lo impedía, y después el luto. Comprenderlo era como tratar de abrir una caja fuerte.
—Gracias —fue lo único que respondí con la cabeza baja. Me levanté y coloqué el dinero en el cajón de mi escritorio. Regresé a sentarme junto a él. Apenas lo hice, se levantó.
—Voy para Puebla, con el gobernador Ávila Camacho —se disculpó colocándose el sombrero—. Solo necesitaba pasar a dejarte esto. Quizás otro día pueda llevarlas de paseo.
—A Florencia le encantaría —le dije. Me hubiera gustado agregarle: «Y a su mamá también le gustas», pero me quedé callada, en silencio, guardándomelo para mí.
Supongo que él sospechó algo, pues se quedó de pie, jugando con su sombrero, buscando la palabra correcta para despedirse. Traté de no mirarlo acusadoramente o de presionarlo. Abrió la boca, pero no emitió sonido alguno. No ayudó que en ese instante Blanquita apareciera de nuevo:
—Señora, la busca un señor. Parece del otro lado… Rubito. Se llama Ball.
Raúl giró la cabeza asustado. Yo también me sorprendí, pero no tanto como él. Poseía la ventaja de saber que se refería a Ball, a Mister James O. Ball.
—Hazlo pasar, Blanquita —indiqué.
Sé que debí esperar a que Raúl se fuera. No supe por qué actué de manera precipitada, pero seguramente era para inyectarle un poco de celos a él. Raúl trataba de entender qué sucedía, mirándome de manera acusadora.
—¿Quién es? —preguntó molestó. Le respondí con una sonrisa sarcástica. Adoré verlo cuestionarme y sentir que dudaba por un segundo. Siempre actuando tan recatado y serio que era hilarante presenciar cómo titubeaba.
No le respondí, pues Raúl sabía quién era. Le había hablado ya sobre esa relación de cartas con un admirador americano. Recibí varias notas pasionales de Mister James Ball después de que me viera en la película The Hot Chili, donde compartí escenas con Lupe Vélez. Después de mi actuación en Agua Caliente hice un par de cosas. Una de ellas fue con los cómicos norteamericanos Hardy y Laurel, el Gordo y el Flaco. Cuando mi embarazo fue imposible de esconder, me retiré por un tiempo. Al menos así lo dijimos en un principio, pero después del matrimonio y el cuidado de mi hija, borré mis sueños del espectáculo totalmente. Pero en ese tiempo James O. Ball quedó prendido de mí.
Acepté decenas de cartas de él alabándome como estrella, en las que afirmaba que admiraba mi voz y aseguraba que era yo la remembranza de la misma diosa Hera. Al principio me hicieron gracia las notas y le respondí con fotos autografiadas o cartas perfumadas. Luego, llegaron un par de costosos regalos de Tiffany, que seguramente le costaron seis meses de salario, y comprendí que la obsesión de mi admirador era real y ligeramente enferma. Me asusté en un principio, pero después me llamó por teléfono para explicarme que trabajaba para el Gobierno norteamericano en un alto puesto, por lo que no debía preocuparme que fuera un loco que deseara propasarse conmigo.
Las llamadas fueron cambiando a charlas sobre las últimas películas que veíamos y opiniones sobre el ambiente político. James Ball no parecía un psicópata, además me agradaba su forma de ser simple. Cuando me dijo que me pedía permiso para visitarme, nunca pensé que lo haría con Raúl como testigo. Antes de que lograra Raúl unir tres palabras para reprocharme algo, entró Mister Ball con un enorme ramo de flores. El más grande que había visto en mi vida.
James vestía un traje color helado de vainilla en tres piezas. Nadie en México puede usar ese color y verse agraciado. Pero combinado con su piel pálida y su cabello de oro, le hacía resplandecer como un candelabro. Todo en él era radiante. Yo le conocía de fotografías, pero verlo en vivo me impresionó más. Era alto, muy alto, con porte ejecutivo. Al quitarse su sombrero de ala ancha, los rizos de su cabello parecieron moverse cual culebras.
Pero algo había en él que me inquietó. Algo que hizo saltar a mi corazón de manera precipitada, limpiando de mi rostro cualquier rubor. Estaba segura de que llegó a tornarse blanco, cual una servilleta. Estaba aterrada. No entendía cómo no lo había reconocido en la fotografía. No había duda que se trataba del joven que me salvó en Agua Caliente.
Traté de decir algo, pero no salió palabra de mi garganta. Busqué aferrarme a algo para no desmayarme, aprisionando los descansabrazos del sillón. Al volverme, encontré el rostro helado de Raúl Duval. No movía nada de su cuerpo, manteniéndolo estático, como si lo hubieran congelado. Y aunque destilaba algo que no sabía si era el mismo horror que yo sentía al enfrentarme con ese rostro de mi pasado o un odio tremendo por el recién llegado, no mostraba ningún rastro de sentimiento en su cara. Solo se quedó sentado a mi lado sin importarle su cita en Puebla, cosa que me extrañó sobremanera, pues había tenido el disgusto de estar con el general Maximino Ávila Camacho en varias ocasiones y era más que reconocido su mal humor.
—Buenos días… —logró decir James sin soltar su ramo. No pude responderle. Tampoco lo hizo Raúl. Solo hubo un pesado silencio en la sala que se sintió eterno. El rostro blanco del señor Ball se tornó a rojo, chapeando sus mejillas. Sus ojos no estaban en mí, como yo deseaba. Los tenía clavados como puñales en la presencia de Raúl.
—James… —Me levanté tomando fuerzas, todas las que tenía para que mis piernas no temblaran. Levanté con dificultad la comisura de mis labios, escondiendo de mis ojos el terror para ofrecer la imagen de anfitriona perfecta. Entre todas las opciones que tenía, opté por no hacer nada—. Es un placer. Por favor, siéntate.
James no respondió de inmediato. Raúl se quedó clavado en su sofá. Eran como dos perros que se encuentran en la calle enseñando los dientes sin atacarse, esperando que alguno comenzara la pelea.
—¡Blanquita! —grité. Mi voz se escuchó rota, desquebrajada. Raúl y el señor James saltaron ante mi aullido. Mi sirvienta apareció nerviosa, logrando romper la tensión que flotaba como bruma en la sala—. La americana del señor James, por favor. Y busca un florero para su ramo.
—Gracias —apenas logró emitir mi admirador. Yo caminé hasta él y le ofrecí mi mano. Se quedó en el aire por unos segundos, sin lograr arrancarle su atención de Raúl. Cuando empecé a sentirme como una tonta con mi miembro esperando algo, pareció despabilarse y la tomó para besarla amablemente, transformando su rostro de inmediato en toda dulzura y elegancia—: Es un placer, señora Del Toro.
—¡Tanto tiempo para que pudiéramos conocernos! —expresé mientras entregaba su americana a mi sirvienta tratando de controlar la situación—. ¿Desde cuándo nos estamos escribiendo? ¿Cinco años? Tendré que decir que eres mi más fiel admirador.
—No tenga duda de eso —exclamó tomando mi mano como si fuera una flor, regalándole más besos. Algo sucedió entonces que hizo reaccionar a Raúl. Se levantó, casi interponiéndose entre los dos. Logré atestiguar que su pecho se abultaba apresuradamente con un respirar profundo. Dijo con los dientes apretados:
—Buenos días…
James dio un paso hacia atrás. Tuve la impresión de que estaban en un duelo a punto de sacar sus armas. Carraspeé molesta por los desplantes de ambos. Esta era mi casa y yo pondría las reglas en ella. Si deseaban matarse, sería fuera. No frente a mí. No importaba que fuera por los sucesos de Agua Caliente, éramos otros ya.
—Querido James, déjame presentarte a un buen amigo, Raúl Duval.
James extendió su palma. Logré ver que temblaba. Comentó en un murmullo:
—¿Nos conocemos?
Raúl obviamente dudó un poco. Estaban jugando en un cuadrilátero que no era el suyo; acostumbrado al campo y las barbaries del coronel, James le atacó con educación y clase. Pero no picó el anzuelo, respondiéndole mientras lo saludaba:
—Lo dudo. Nunca he ido a Estados Unidos.
Se soltaron de inmediato, tomando sus asientos de cada lado de la sala. Complacida por lograr controlar ese sorprendente evento, me senté en medio. Olvidando todo el pasado. Disfrutando el hoy, sintiéndome deseada por dos elegantes hombres.
Creyéndose mi padre, Raúl se quedó en mi casa tratando de saber las razones de la visita de mi admirador secreto. Ante cualquier comentario que él hiciera, me regalaba algún gesto aprobándolo o desaprobándolo. Desde luego que hubo rivalidad entre ellos. Se vigilaban como dos leones, midiéndose las fuerzas para atacar.
Al final, los tres nos aligeramos y la presión se desvaneció cuando les ofrecí un oporto. Durante la velada encontraron algunas cosas en común y la conversación en perfecto español de James Ball era apasionante. Más de una vez vi de reojo a Raúl, que me atrapó con la boca abierta cuando lo contemplaba. Podría asegurar que tuvo celos, pero los contuvo comportándose amablemente. Incluso, al final de la tarde, cuando James tuvo que irse a su hotel, Raúl se ofreció a llevarlo en su automóvil, pero, desde luego, James no aceptó. Por un momento me dio miedo: podría actuar muy bien como una tonta, pero sabía que Raúl no era solo el ahijado del coronel Serrano. El bulto que siempre sobresalía de su sobaco era porque tenía el temple fajado para hacer cosas que yo no deseaba saber.
Sin embargo, por la noche, James me llamó por teléfono agradeciendo que le hubiera abierto las puertas de mi casa, y así aproveché para darle las gracias por su hermoso ramo de flores, que había colocado en mi habitación y no me cansaba de ver.
—Fue un placer compartir la tarde contigo… —le comenté entonando mi voz como gato que ronronea.
—Me encantaría poder seguir viéndote —se atrevió a pedirme directamente.
—También a mí…
—¿Te gustaría salir a cenar mañana, Carmela? —pidió con voz grave. No respondí de inmediato, controlando mi emoción por la solicitud. Si me hubiera podido ver James, me hubiera atrapado con una sonrisa de oreja a oreja.
—Desde luego… Encontraremos un buen restaurante para ti. Supongo que no comes picante. —Me di la libertad de jugar un poco.
—Me gusta la comida mexicana. Igual que sus mujeres.
—Creo que vas muy rápido, James. Recuerda que soy una viuda.
—Y veo que con varios pretendientes…
—¿Te refieres a Raúl? ¡Claro que no! Es un viejo amigo.
—Me refería a si debo preocuparme por él en el futuro… —soltó abiertamente. Mi rostro se puso del color de una cereza. Sentí que el calor me salía del estómago hasta mi cabello como una tetera puesta al fuego. No estaba acostumbrada a eso: a ser deseada de una manera elegante.
—Depende cuáles sean tus intenciones, James —respondí. Traté de que la voz no fuera entrecortada.
—Creo que tú lo sabes, Carmela —respondió fríamente. Mi semblante se tornó blanco. Sus deseos eran halagadores, pero sabía la respuesta antes de que le preguntara.
—¿Estás realmente buscando algo serio, James? No me gustaría decepcionarme.
—Mis intenciones son puras. Quedé prendida de ti desde que te vi.
El silencio que le ofrecí fue eterno. Sabía que no se refería a esa tarde, sino a seis años atrás, cuando cantaba en el escenario. Cerré los ojos.
—Veamos cómo se desarrollan las cosas.
—Trabajo para el Gobierno. Soy una pieza importante allá. Podría gustarte vivir en Washington, Carmela —respondió con ilusiones. Era un soldado, deseaba ocultarlo, pero era un simple peón de su país.
—Desde luego, James… —le murmuré amargamente. No me gustaba que presupusiera que yo correría a sus brazos como una necesitada. Suspiré y me despedí—: Descansa, mañana nos vemos.
—Paso por ti para cenar —terminó la llamada. Colgué el auricular. Estaba feliz de que no pudiera ver mis lágrimas de niña boba rodando por mi mejilla. No hubiera permitido que me vieran así ni él ni Raúl. Como había prometido, ya no sería una víctima nunca más. Lloraba porque estaba sola, porque el evento más doloroso de mi vida me había llevado a ese hombre. Y realmente yo no sabía qué camino tomar ahora.
Me levanté para poner de nuevo el disco que había escuchado en la mañana. La voz gangosa del cantante me recordó lo que estaba viviendo y las lágrimas se soltaron como una tormenta.
¡Soy muy feliz!, ¡Muy bien, qué suerte! Ja, ja, ja ¡Viviendo a la luz del sol, amando bajo la luna! ¡Me lo paso de maravilla!