La ley ha establecido un impuesto de un dólar a cualquier persona que comercie abiertamente con cannabis, cáñamo o marihuana! ¡Y el estado debe aprobar cada venta! ¿A eso lo llamas progreso, James O. Ball? —Te agitan el periódico en las narices cuando sales de la oficina del representante del Senado, Robert L. Doughton.
No te mueves. Ni siquiera parpadeas. Al ver que se trata del viejo doctor Albany, le sonríes inclinando la cabeza para saludarlo. Pasas tu portafolio de cuero debajo del sobaco para así despojarlo del periódico que con insistencia te agita en el rostro. Son las noticias de hoy, las mismas que ya conoces. Hablan del triunfo de Farmer Bob con el Marihuana Tax Act. Acompañando la nota periodística, han tenido el buen gusto de poner una foto donde aparece el decano de la casa de los representantes dándole la mano a tu jefe, Harry Anslinger. Ninguno de los dos esconde su apariencia de aburrido burócrata y ninguno puede ocultar su expresión de triunfo. Entonces sí que sonríes: comprendes que esos dos pepinos de la política hicieron ese año, 1937, más daño a los criminales que Eliot Ness a los gánsteres en Chicago durante una década. No había que aparecer como valerosos policías con una ametralladora Thompson en las manos para que los maleantes tuvieran miedo. No había que ser malhumorados políticos con pluma fuerte y muchas horas de reuniones.
—La ley en sí no es criminalizar la posesión o el uso de cannabis —le respondes al hombre de abundante pelo blanco y aún mayor estómago. Conoces bien a quien te ha abordado, representa a los médicos de California, un irlandés sudoroso de voz aguda, pero poseedor del carácter de un buen caniche.
—¡Ah, claro que no! Pero bien que se preocuparon de incluir todas las disposiciones para sancionar a los que aplicaran o manipularan la marihuana. No me chupo el dedo, Jimmy, nos han matado. Puede ser una multa de hasta dos mil dólares o prisión de cinco años si la usamos —gimió mientras trataba de controlar el sudor que corría por sus mejillas con un delicado pañuelo al que le habían bordado sus iniciales—. Lo hicieron bien, Jimmy. Puesto que las drogas no pueden ser prohibidas a nivel federal por nuestra Constitución, tomaron la decisión de utilizar los impuestos federales como una forma de restricción. Así, el que no cumpla la ley se encontrará en problemas con el Departamento del Tesoro. Repitieron la misma tontería que al prohibir el alcohol…
Desde que comenzó la labor de sondeo para promulgar la ley, varios médicos habían puesto el grito en el cielo por considerarla injusta. No les sirvió de mucho, pues tu jefe consideraba que tendrían que pagar justos por pecadores. Realmente sientes algo de pena por el doctor. En lo personal, te agrada mucho Albany. Lo consideras un tipo inteligente y educado, exactamente el tipo de personas que necesitaba el país para progresar. Quizás no comulgas con sus ideales liberales, pero es un individuo que entiende razones. Al igual que tu jefe, opinas que hay que ajustar unas tuercas ante el dolor ajeno y así poder acabar con los criminales que están corrompiendo la sociedad. El doctor y sus colegas eran solo un daño colateral.
—Está hecho, doctor. No mire para atrás. Podrá conseguir sus sellos para poder venderla. Le aseguro que yo mismo le extenderé el permiso —le prometes como una manera de agradecer su amistad. No todos en la capital veían con buenos ojos a un escuálido jovencito de traje. Para colmo, era común que el traje te quedara grande, como algunos pensaban de tu puesto de agente en la Oficina Federal de Narcóticos. Sabías que el buen trato hacia ti había sido para conseguir la bendición de tu jefe, Ansliger, pero el respeto del doctor Albany hacia tu persona parecía abiertamente franco.
—Jimmy, tú sabes bien que esta ley está maquillada. Una cosa es lo que se quedó en el papel y otra lo que en verdad sucedió en lo oscuro de tu oficina —te reta, enfrentándote ahí, en medio de un pasillo del Congreso con cientos de reporteros de orejas nerviosas dispuestas a atrapar algo pecaminoso del liberal Gobierno socialista de Franklin D. Roosevelt. Te giras a ambos lados para confirmar que nadie logre atrapar tu cháchara. Al ver que lograsteis pasar desapercibidos, abrazas al obeso doctor para llevarlo al exterior.
—Vamos, doctor. Me muero por un delicioso desayuno totalmente americano. Y yo sé que usted no me dirá que no.
—Jimmy, están jugando con fuego. Se les va a volver todo y les explotará en la cara —gime el doctor dejándose llevar como un niño obediente.
Para cuando llegas a la cafetería Al’s, a solo un par de manzanas al norte del conjunto de oficinas, te sientas en un privado lejos de la barra, donde conversan dos hombres de gabardina. No puedes darte el lujo de soltar la boca frente a las sanguijuelas de los periódicos. El obeso doctor apenas cabe en el privado, y una buena parte de su estómago queda atorada en la mesa. En cambio tú has dejado el espacio de un estadio olímpico entre el tuyo y la mesa.
Pides un par de huevos con tocino, zumo y, desde luego, café, el único vicio que te permites. Mientras te colocas la servilleta en el cuello de la camisa para no ensuciar tu traje de trabajo, el doctor saca unos documentos que te desliza por la mesa. Se seca el sudor con el pañuelo decorado con sus iniciales, como si todo hubiera sido un agotador ejercicio para él.
—Estos son los estudios que hicimos. La producción total de cáñamo en Estados Unidos ha aumentado a quinientas toneladas al año, pero es muy baja en comparación con otras fibras. Tú sabes que hay gente que no desea que la industria del cáñamo crezca… Esto no es por las drogas, es por el cultivo de plantas para papel o hilos.
—No es por eso por lo que se emitió la ley, doctor. El índice de delitos se ha incrementado considerablemente por el consumo de marihuana —le respondes recibiendo tu enorme plato humeante con el desayuno. El olor a tocino masajea tu nariz y pone nerviosa a tu lengua. Descubres que tienes hambre, mucha hambre.
—Si no quieres que te trate como un niño, entonces tú no me trates como un idiota, Jimmy —dispara cual bazuca el doctor. No se cuida de evitar la rudeza. Es una manera de darte una bofetada bien merecida. Dejas a un lado los cubiertos que ya tenías listos para devorar tu almuerzo.
—Bien, le diré la verdad: mi jefe está seguro de que su impresión del problema es verdadera. Cada palabra que ha dicho Anslinger a los medios, asegurando que el uso de cannabis es causa de atroces crímenes, es un dogma de fe para él. Conoce dónde se puede atacar, dice que los crímenes son perpetrados por negros o mexicanos. The American Magazine ejemplificó que «una familia entera fue masacrada por adictos a la marihuana, mexicanos depravados». Incluso, recordará la precisión de que «los estudiantes negros de la Universidad de Minneapolis, al parrandear y fumar marihuana con blancas, solo llevan a un resultado: dejarlas embarazadas y tener mulatos adictos a las drogas». Sí, doctor, es la guerra contra ellos: el enemigo.
El doctor ha dejado de sudar. Te observa con mirada fría. Sabes que no esperaba tanta apertura de tu parte.
—Es el idiota de Randolph Hearst, el dueño de la mitad de los diarios del país, con su sentimiento de raza superior, quien está detrás. A través de sus periódicos y su línea racista solo ha desatado odio. Ese abominable hombre te ha convencido con sus locuras, Jimmy.
—Sí, no lo niego, es él. Si desea que no le mienta, doctor, así lo haré. Es Hearst quien está detrás de todo. También la familia Du Pont y el secretario del Tesoro, Andrew Mellon, también. Ellos saben que, con la nueva máquina descortezadora, el cáñamo es un sustituto más barato que la pasta de papel en la producción de periódicos, donde poseen una considerable inversión de su capital. Para ellos, no es cuestión de tener jóvenes drogándose, sino que la planta de la marihuana compite con sus intereses monetarios de fibras sintéticas. Pero no se deje deslumbrar por eso, los hemos usado para conseguir la bendición del Congreso —le explicas con la mejor voz grave que puedes hacer, tratando de aparentar más edad de la que tienes y que realmente eres alguien de confianza. La marihuana había suplido al alcohol en tiempos de la ley seca, y al mismo tiempo la industria del papel de cáñamo comenzó a cobrar impulso. Muchos especialistas sostenían que la cosecha nacional de cáñamo alcanzaría el primer lugar en producción. Pero sabías que la compañía Dupont patentó el tratamiento químico de la pulpa de madera y decidió asociarse con William R. Hearst para la explotación de un nuevo tipo de papel, sacando periódicos baratos y con noticias exageradas. El «periodismo amarillo», lo llamaban, por el color de ese producto, a diferencia del papel de cáñamo, que era blanco. Una ley como la que promulgaban atacaba a los que vendían cáñamo y marihuana medicinal.
El doctor te mira pasmado con lo que le has dicho. Mueve la cabeza sin concebirlo:
—La Asociación Médica Americana se opondrá. Tú sabes que nosotros dudamos de esos estudios de adicción a la marihuana, su relación con la violencia y el mito de la muerte por sobredosis. Fiorello la Guardia, el gobernador de Nueva York, está de nuestra parte. Él nos ayudará contra este acto de imposición. Es un verdadero creyente de que esta droga ayuda a muchos males.
—Es un liberal, no podrá hacer nada contra el Departamento del Tesoro.
—Lo están vendiendo como si fuera el apocalipsis, y eso no es verdad —expresa con desaliento tu amigo.
—Está hecho, doctor. La ley está aprobada, la mayoría de los habitantes de Norteamérica la secundan.
—¿Como la ley seca? —te interrumpe sarcástico—. Jimmy, Jimmy, nunca vi una nación más contenta por una ley así. Deberías recordarlo tú, que estabas con los prohis. Eran de completa felicidad los gestos de los niños muertos por las explosiones perpetradas por Al Capone y sus delincuentes tratando de controlar un territorio. Solo para vender una botella de cerveza. Todavía por la noche los sigo escuchando reír.
Su discurso es duro como un sable en tu cabeza. Te ha pegado donde más te duele, pues te conoce, quizás demasiado. Tú has estado en su casa con sus hijos, comiendo su pavo y bebiendo su limonada. Al ver que te estaba afectando su comentario, continuó señalándote:
—Juraron terminar con los productores de bebidas y ellos se enriquecieron sin dejar ni un centavo en la hacienda pública… Dijeron que vaciarían las cárceles y las saturaron de delincuentes que la misma ley había creado. Fue una felicidad completa, Jimmy.
—La ley seca se fue. Ya está. Se acabó, doctor. Ahora sabemos que nos equivocamos.
—¿Y no va ser lo mismo con esto? ¿No estarán ustedes mismos creando un problema mayor para complacer a esos evangelistas de Washington?
—Harry Anslinger no lo va a permitir, doctor. Con esta ley, cualquier delito en el ámbito de tráfico de drogas será de carácter federal. Con ello, dígales adiós a las policías locales corruptas, todo se va a controlar desde las cúpulas del Gobierno federal… Si quiere culpar a alguien por lo sucedido, culpe a los mexicanos por llenarnos de viciosos.
—Como si eso fuera un alivio, chico —te dice el doctor, aventando su servilleta sin tocar su desayuno. Se levanta del privado con dificultad, por su sobrepeso. Al incorporarse, te regala un gesto de condolencias—. ¿Así que los mexicanos son los que nos contaminan?
Comprendes bien lo que te está diciendo. Abres los ojos sorprendido por lo incorrecto que fuiste. No puedes decir nada más para tratar de componer tus burdas palabras y el momento incómodo se llena de silencio.
—Lo siento, doctor… No quise decir eso.
—Lo sé… Le diré a Dolores y al pequeño Diego que les mandas saludos. Están visitando a la abuela en Monterrey. Llegarán mañana. —Sabes que ese último comentario fue para recordarte con quién estaba casado, y que a veces los rostros de los enemigos se confundían con los amigos. Cierras los ojos. Sabes que lo tienes más que merecido.
El doctor se acerca a ti. Aunque le cuesta trabajo inclinarse al oído, te suelta en un murmullo:
—Se está atacando a viciosos y farmacodependientes. También a nosotros, que la vendemos legalmente. No a quienes lo hacen a escondidas… Me gustaría que fueran pensando qué van hacer para sustituir las sustancias que usamos para el dolor, pues cuando las necesitemos en grandes cantidades, no tendrán en dónde conseguirlas.
No se despide ni deja dinero por la comida. No había por qué: ni siquiera tocó los cubiertos. El plato intacto se está enfriando frente a ti. Piensas que la escena en sí misma puede ser una metáfora: acabas de perder a uno de los pocos hombres que te tomaba en serio. Esperas que tu jefe también lo haga, pues este trabajo empieza a oler muy mal. Tanto que la peste no te deja comer, por eso te encuentras tan delgado. Tú también dejas el plato sin tocar.
La noche es fresca, aunque el olor te hace saber que el otoño pronto pintará los árboles de ocre para ser golpeados por vientos fríos hasta despojarlos de sus envolturas. El clima en Washington es distinto al de California y Texas, donde creciste con tu familia. Por eso, al ver la luna sonreírte entre las estrellas, decides descargar culpas y frustraciones de la manera más saludable: ir al gimnasio. Te pones ese viejo conjunto deportivo de los rangers y caminas hasta la arena de boxeo al final de la Bowen Street. No es un mal lugar para olvidarte de las reuniones con fiscales y políticos. Un sitio donde aún puedes sentirte como el policía que tu maestro Frank Hamer perfiló. Tus puños golpearán la pera y el saco para escupir con el sudor todas esas ideas que, bien sabes, solo contaminan tu trabajo en la oficina. Ideas absurdas, como que todo es un asco, tal como te lo recriminó tu amigo Albany en la mañana.
Te subes al tranvía con tu maleta. Ves que al fondo, de pie, una mujer de color trata de cubrir con mantas a su pequeña hija. La pequeña estornuda una y otra vez, tan solo interrumpida por ataques de tos. Es evidente que está enferma, y debe sentirse muy mal, piensas al verla. El tranvía avanza dos calles hasta que de pronto se detiene en una esquina por completo. El conductor, un obeso irlandés de nariz roja, se levanta de su lugar y con grandes zancadas del tamaño de hectáreas llega hasta la mujer de piel color chocolate.
—¡Vamos, abajo! —le ordena.
—Pero está muy enferma mi hija, señor… Debe ir al hospital. Se pondrá peor si caminamos —explica la mujer con dos lágrimas, implorándole con gestos al conductor.
—¡Dije fuera! Aquí no atendemos a negros… —responde sin piedad.
Permaneces sentado en tu lugar, mirando de reojo la situación.
—Se va a poner peor… —vuelve a pedir la madre, pero el conductor suelta un golpe en un asiento, indicando que el siguiente será para la mujer. La asustada madre arropa a su hija enferma y desciende del camión.
—Son unos drogadictos… Se meten basura y quieren que los cubramos —te comenta molesto el conductor, y enseguida regresa a su puesto para proseguir el camino.
Ninguno de los que va contigo se dispuso a ayudar. La dejaron en una esquina, y tú ruegas que a la niña no se le complique el resfriado. Sin las medicinas adecuadas, podría ser mortal. Aceptas que nadie movió un dedo porque hay una discriminación racial en tu país, especialmente por parte de los políticos puritanos conservadores que gobiernan, aunada a la necesidad de crear un falso culpable por el aumento en el consumo de drogas, idea que, lo sabes, ha sido propagada para controlar el mercado del cáñamo. El doctor Albany no está en un error al enojarse porque toda la labor del Buró ha servido para apoyar oscuros intereses privados. Cada droga ha tenido su correspondiente raza maldecida por los gobernantes: el consumo de opio está relacionado con la inmigración china, se considera que el uso de marihuana se debe al incremento de inmigrantes mexicanos y la cocaína es señalada como una droga propia de negros. Sin duda la asociación de drogas con inmigrantes es rentable para el Gobierno como una manera de control migratorio y un pretexto para el control de narcóticos, tal como lo hicieron con el alcohol.
Hace quince años tu jefe, Anslinger, prohibió la cocaína y la heroína en el mercado, incluso para fines médicos. Esto fue la continuación de la Ley Harrison, que prohibía el consumo o la venta del opio y la hoja de coca. Esta política iniciaba una serie de gestiones, primero en Estados Unidos y luego, por imposición económica de los estadounidenses, en el resto del mundo para controlar los narcóticos. El creador de esta ley fue Hamilton Wright, un médico casado con una dama de sociedad, conservador, colaborador del partido prohibicionista y quien deseaba vetar «la Coca-Cola, esa bebida que solo beben los negros del sur». Una de las razones de su cruzada contra la cocaína era porque aseguraba que «esa droga inhalada era el principal incentivo de los negros en las violaciones a mujeres blancas, algo que no se podía permitir». Esas son las cosas que escuchas en tus reuniones. Por desgracia, siempre permaneces callado, sin hacer nada ni decir algo. Igual que acabas de actuar, o no actuar, ante la injusticia del conductor con la pobre madre de color.
Te bajas en la esquina, entras al gimnasio y percibes el sonido seco de los golpes que lanzan aquellos hombres, desesperados por ganarse unos dólares en una pelea de boxeo. Te colocas los guantes de piel para dirigirte al saco y comienzas a golpearlo una y otra vez. Piensas que ese cilindro de piel relleno de arena posee un rostro, el del hombre que casi te dispara en el desierto, siete años atrás. Comienzas a golpearlo con fuerza, tratando de que, con tus pensamientos, alguno de los golpes llegue realmente a noquearlo, como venganza de la posición en la que te tuvo: arrodillado, pidiendo clemencia.
Sabes su nombre, Raúl Duval, al igual que el de su jefe, el coronel Serrano, un militar bien relacionado con políticos mexicanos, quien se ha convertido en el capo principal de la frontera. Sabes que si no cuentas con el apoyo del Gobierno mexicano, su captura será imposible. Ni siquiera dudas de que las mismas autoridades mexicanas no ayudarán al Buró porque también están involucradas en el tráfico de drogas. Cada vez que pones ese nombre en el escritorio de Anslinger, él te responde que no es más letal de lo que fue Al Capone en Chicago, Arnold Rothstein o Lucky Luciano en Nueva York. Pero si los federales lucharon para lograr encarcelar a Capone, no ves cómo podrán atrapar a un mexicano protegido por sus dirigentes.
Un puñetazo en el costal te ayuda a descargar esa frustración: aunque todos hablan del problema, nadie hace nada por detenerlo. Un problema es más valioso políticamente activo que desmantelado.
Cada una de estas leyes contra los enervantes, como lo había sido con el alcohol, es un avance del conservadurismo que domina la política estadounidense. La Ley Volstead de prohibición de alcohol te enseñó que no todo era maravilloso en ese nuevo Estados Unidos donde ya no se permitían placeres comunes como beber una copa con amigos. Al menos esa locura terminó ya años atrás. Pero al permitir el alcohol, lo que hizo el Gobierno fue inyectarle fuerza a las drogas, pues los canales de tráfico ilegal ya estaban armados, solo cambiaron de mercancía. Eran los mismos villanos que contrabandeaban alcohol los que continuaron el negocio de los enervantes.
Todo el asunto de la prohibición fue una gran farsa, pues se dejaron de recibir impuestos por licores y permisos de bares, una de las principales fuentes de ingreso de la hacienda. Desde luego, en plena capital del país, atestiguaste que se abrió una tapa de la basura con la corrupción en la política y policía. Los escándalos llegaron a niveles tan altos que el responsable del Departamento de Estado, Albert Bacon Fall, y el ministro de Justicia, Harry Micajah Daugherty, fueron procesados por su complicidad con los líderes gansteriles. Por eso no dudas de que los políticos estén coludidos con los vendedores de drogas. Gente como Randolph Hearst, que inyecta millones de dólares para prohibir la plantación de marihuana con tal de truncar el mercado del cáñamo y no el control de los viciosos, existen a galones. Y seguramente siempre habrá un senador, congresista o presidente feliz de recibir el dinero por apoyar una oscura causa. Si eso sucede en tu país, no puedes imaginar qué tratos oscuros han de tener en el país vecino.
Cargas con tantas frustraciones que muchas veces dudas ser la persona correcta para este puesto. Quizás Anslinger deba conseguirse a un empleado que no se cuestione tanto las cosas, que no piense que es una completa mierda lo que atestiguaste en el tranvía y que eres más mierda tú por no haber intervenido.
Estás empapado en sudor. No has parado de golpear, y ya los nudillos te están doliendo. Debes parar. Te sientas en el banquillo y te limpias las cascadas que corren por tus mejillas. Suspiras y abres la puerta del casillero, ahí está la respuesta a tus dudas: sigues trabajando porque deseas algo. En la puerta interior tienes pegada la fotografía autografiada de la actriz Carmela del Toro, la única mujer que has amado.
Después de colgar el teléfono luego de que te anuncian un viaje inminente, te das cuenta de que no pensabas siquiera que volverías a México, pero se trata de un mandato de arriba, de las cúpulas mayores. En silencio, te quedas mirando el lápiz que descansa al lado de tus notas, reflexionas sobre esta oportunidad de hacer algo de lo que años atrás debiste hacerte cargo: visitar a tu sueño inalcanzable.
Seguramente será algo incómodo y muy extraño enfrentar ese encuentro, una reflexión que interrumpe tu secretaria. Ella es una mujer en los cuarenta que siempre parece tener exceso de maquillaje en la cara. Su esposo fue policía. Lo mataron en un ataque de gánsteres para castigar la requisición de un cargamento de alcohol en el último año de la prohibición. Ella lo lloró maldiciendo al Gobierno, que parecía burlarse de la situación al levantar la ley tan solo unos meses después del asesinato. La consideras alguien de confianza y entiendes su pérdida, como la que tú sufriste con tu hermano. Es un alma gemela que también padece en soledad y con la que puedes hablar abiertamente.
—¿Era el jefe, Jimmy? —pregunta la señora Hobert apoyándose en el umbral de tu puerta.
—Sí, hay una cumbre internacional convocada por el general mexicano José Siurob, titular del Departamento de Salubridad Pública de ese país. Con la nueva prohibición de la marihuana, cambiarán las cosas. Irán los más importantes líderes de las dependencias de justicia del Gobierno mexicano. Quiere que yo asista.
—¿Y qué pasará con el agente que tenemos trabajando en México? —te pregunta la mujer.
—Esto es algo oficial, asistirán periodistas y delegados del Departamento de Salud. Nuestro hombre de México deberá quedarse en las sombras. Buscando a los criminales que venden esa droga —respondes. Has colocado a un grupo de hombres encubiertos como agentes viajeros para poder descubrir quiénes son los proveedores de droga en México.
—Ese hombre, José Siurob, ¿es de fiar? —te pregunta. Ella es quien realmente lleva todos tus papeles. Es una enciclopedia ambulante en el tema de la lucha contra los narcóticos. Una buena razón para tenerla a tu lado.
—El general Siurob viene de la Revolución mexicana, es considerado como una persona de respeto y se le estima en el país. Es un militar afín a los ideales del presidente Cárdenas y alguien de plena confianza.
—Cárdenas es un comunista… —opina tu secretaria.
Es exactamente el mismo juicio que tienes sobre el nuevo líder de México. Ha cambiado radicalmente las maneras de gobernar, administrar y educar a su país. Aunque fue escogido por la élite militar de su partido, el hombre posee más características de estadista que de regidor marcial. Es un hombre mesurado en sus decisiones, creyente de las tendencias socialistas en la repartición del campo, cuenta con apoyo sindicalista y asegura que México tiene más afinidad con la República española que con las políticas de los norteamericanos. Para colmo, apoya a un intelectual y científico que se pasa el tiempo pregonando que la labor de Harry Anslinger es la forma incorrecta para afrontar el caso de las drogas. Eso lo sabe la señora Hobert, pues de inmediato saca el nombre a colación:
—Es por lo de ese doctor Salazar, ¿verdad?
—Exacto, debo encargarme de que sea destituido. Si se puede, callarlo para siempre.
—¿Qué vas hacer, Jimmy?, ¿matarlo con una pistola? Te prepararé tu portafolio y aceitaré tu revólver —comenta tu secretaria con un toque ácido. La señora Hobert siempre tiene a mano un comentario perfecto para matar una charla.
Desde 1935, las autoridades mexicanas habían comenzado a cambiar su visión del problema a través de medidas médicas y preventivas. El Departamento de Salubridad, principal autoridad en asuntos de drogas del Gobierno mexicano, estaba presidido por el doctor Leopoldo Salazar Viniegra, quien se oponía a las medidas impuestas por Anslinger y al mismo general Siurob. Más aún, al trato como criminales de quienes consumían drogas. Él no se dejaba intimidar por las declaraciones del Buró o por los embates periodísticos de Randolph Hearst contra México. El médico Salazar Viniegra había realizado varias investigaciones sobre la marihuana, llegando a la misma conclusión que el doctor Albany: su consumo no producía efectos peores que los del tabaco y mucho menos era causa de actos criminales. Esas cosas hacían mucho daño a la labor de Anslinger en el Gobierno.
El doctor Salazar proponía crear hospitales subvencionados por el Estado para el tratamiento de los adictos en México, proporcionarles las drogas bajo vigilancia y control médico a precios regulados. Opinaba que una política de regularización de las drogas era mejor que el ataque contra ellas. Salazar estaba totalmente seguro de que esas medidas alejarían a los adictos de cometer cualquier crimen y crearían el desinterés de los traficantes por un negocio que ya no sería tan fructífero si era manejado por el Gobierno. Pero para la justicia norteamericana los adictos eran primero criminales y luego enfermos. Lo peor es que Salazar estaba haciendo una gran labor política para legalizar la marihuana en México. Con eso, sería imposible la labor de Anslinger en tu país.
—¿Irás a verla? —Vuelve a aparecer la señora Hobert. Tú alzas los ojos sin poder responderle. Sabes que la estás mirando con horror, pues el solo pensamiento te revuelve el estómago. La mujer sabe todo sobre ti, por eso actúa de manera sobreprotectora.
—Sí, yo creo que sí.
—Cómprale un bello ramo de flores. —Es lo único que atina a decirte.
A fin de cuentas, es mujer y viuda, igual que lo es Carmela del Toro. La mujer de la que estás enamorado desde que la viste en Agua Caliente. Algo de razón tendrá esa recomendación.
Desde luego que le comprarás un ramo de flores, será el más grande y bello de todos.