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Agosto, 1937

Mi padre mataba chinos en Sonora». Eso decía Amanda Lara cuando le preguntaban de dónde venía. «No lo conocí, pero era un completo hijo de puta», ultimaba ella desdibujando a su progenitor. Amanda había estudiado para ser enfermera. Al año abortó sus estudios porque la profesión de prostituta era más rentable. Con el dinero obtenido por las visitas de políticos y empresarios a su departamento se compró un Cadillac color naranja y una casa en el malecón de Veracruz, de donde venía su familia. Era mentira que no hubiese conocido a su padre. Decía eso porque él fue quien la desfloró. Sucedió cuando tenía quince años; su padre entró al cuarto borracho, le bajó el calzón y la violó sin decirle nada. Le hizo tanto daño que ella tuvo que permanecer en el hospital varios días. Al regresar a su casa, tomó la pistola 45 mm que guardaba su padre en un cajón y le vació los seis tiros mientras él dormía la siesta. El sicario del coronel Serrano conocido como el Veracruz nunca recibió un rasguño durante su tiempo como matón. Fue una niña adolorida la que terminó con la vida del cruel asesino. Antes de prenderle fuego a su casa, Amanda guardó en su maleta la libreta de teléfonos de su padre, la pistola y tres fajos de dólares que almacenaba en una caja de puros. Tomó un camión para la Ciudad de México y nunca regresó a Mazatlán, donde habían radicado después de su paso por Ciudad Juárez.

«¿No quieres un dulce para pasar la noche?», le ofrece Amanda. Se sienta al lado de su cliente. Él está en calzoncillos sobre la cama. El cuarto es sofocante, está cargado de vapores por el sudor del sexo. Del cajón de su mesilla saca un pitillo forjado de marihuana y lo prende con una cerilla de la cantina donde trabajaba. Amanda solo viste un fondo de seda color perla. Sus bellos senos redondos se refrescan con el molinete del techo. La radio hace sonar «Farolito» de Agustín Lara. Su cliente no es un primerizo, lo conoce de varios encuentros anteriores, pues suele llamarla apenas llega a la ciudad. Un hombre agraciado, de bigote bien recortado, que hace perfecto juego con sus rizos, que se empeñan en tratar de alcanzar el cielo. Le dice simplemente el Gringo. Sabe que nunca le dará su nombre verdadero. El rubio entrecruza sus dedos con los de Amanda para robarle el porro de marihuana. Se lo quita amablemente y lo lleva a la boca para disfrutarlo con grandes caladas. No es difícil encontrar putas y drogas en México. Ambas son baratas y accesibles. En la década de los treinta, los fumadores de opio son comunes en las ciudades fronterizas y puertos. En la Ciudad de México están en la calle de Mesones. Pero la marihuana es más popular, esa se encuentra en todos lados.

Amanda y su cliente están en un hotel del centro de la ciudad. Las luces de los faroles se cuelan por entre las cortinas, igual que el olor a basura de la calle. «Está buena esa hierba, linda», dice El Gringo. Amanda recobra el cigarro para poder darle unos golpes más. Mantiene el humo en los pulmones, luego lo saca formando una neblina olorosa. «Es de la buena, cariño, la que viene de Cholula». «Consígueme más», pide el extranjero cerrando los ojos, dejándose arropar por los vapores. Amanda se recuesta con su cabello pardo en el pecho lampiño de su cliente. «Claro, mañana mismo te traigo un paquete», promete con un gesto de complacencia. «¿Seguro que me la consigues?», insiste el americano, y ella le da un beso respondiéndole que sí, se la pedirá a la Reina de la Marihuana.

La marihuana se adquiere fácilmente. La Cannabis sativa es de sencilla labranza y gran resistencia. En 1937 la producción de marihuana se puede contar en los estados de Oaxaca, Guerrero y Tlaxcala. Pero las grandes extensiones de sembrados de marihuana están en Cholula, municipio de Puebla. Plantaciones propiedad de Felisa Velásquez, la Reina de la Marihuana. Da notables cantidades de dinero a los pobladores para que trabajen sus tierras y les asegura que habrá mayores cantidades cuando sus hombres recojan las pacas de droga. Todos salen ganando. Si hay redada por parte de los federales, los sacerdotes hacen tocar las campanas para avisar y huir. Ese gran poder concentrado en una mujer no podía haberse consolidado sin la ayuda de las autoridades locales, y en Puebla no hay más que una autoridad, tanto de índole militar como civil. Se trata de su gobernador y caudillo de la región, el militar Maximino Ávila Camacho.