7
Noviembre, 1932

Para él era una mujer con toda la amplitud de la palabra, no obstante su aspecto, apenas el de una niña despertando a la adultez. Con el cutis terso cual pañuelo de seda, la figura de un jarrón y una pequeña boca escarlata en forma de corazón, poseía las características para hechizarlo con solo verla. El joven intendente la sentía diminuta y frágil, como una flor arrancada de su mata, que en cualquier momento podría deshojarse. Sabía que él podría ayudarla, arroparla y cuidarla. Se la quedó mirando por unos minutos mientras ella cepillaba su cabello oscuro como la noche con una peineta de concha detrás de su crib, su jaula. Estaba arrodillada, entre los cojines del local.

Por un ligero instante, ella se volvió a verlo. Carlos Ying de inmediato se puso a limpiar de nuevo el local. Si su jefe lo descubría mirando la mercancía, la reprimenda sería fatal, pensó. Las mui-tsai no eran para consumo propio de los emigrados chinos, sino un producto para ofrecerse a los norteamericanos o rancheros que iban a desahogar su ímpetu sexual en las jóvenes muchachas.

Carlos Ying había salido huyendo de Ciudad Juárez la noche de los asesinatos. Fue en busca de refugio a Mexicali, el último paraje mexicano donde los de su raza no eran perseguidos o asesinados, pues solo hacía falta tener ojos rasgados y Chen Sha de seda para que ejército, policías o granjeros los usaran de tiro al blanco. No eran buenos tiempos para los chinos en México, pero la opción de emigrar a Estados Unidos estaba obstruida por la ley de exclusión china que prohibía a los de su nacionalidad el acceso al territorio norteamericano. Pareciera que, de pronto, en todo el mundo, ser un ciudadano de China lo convertía a uno en un apestado. En México también había dificultades para la entrada de los de su país, por limitaciones en la ley de inmigración. Pero el problema no era entrar, sino que, estando dentro, había que caminar con los ojos bien abiertos para no terminar pendiendo de un farol, luego de una borrachera entre muchachos que hubieran decidido jugar el popular entretenimiento que era colgar chinos.

Ying se había refugiado en una granja de cerdos después de que el Veracruz masacrara a sus compañeros, borrando a la comunidad oriental del negocio de alcohol y opio en Ciudad Juárez. Había andado de noche por los caminos, rogando no encontrarse con uno de los policías comprados por el sicario del Pablote y escondiéndose entre los maizales durante el día para evitar llamar la atención de los viajeros entre las dos ciudades. Se alimentaba raquíticamente, tan solo con lo que podía robar de los campos. Se concentró en lograr llegar a Mexicali, puesto que sabía de una comunidad grande de compatriotas radicaba ahí, en todo un barrio llamado La Chinesca.

Además, allí se encontraba un primo suyo que llevaba ya tiempo en ese lugar laborando con un relativo éxito. Sería una manera de volver a comenzar su experiencia americana, pues, cuando llegó a trabajar al picadero de la calle Mejía en Ciudad Juárez, apenas estaba aprendiendo la recia estructura de las sociedades chinas implementadas a manera de tongs, esas cofradías que se organizaban entre los inmigrantes de China para controlar los barrios y las empresas.

No fue recibido con buenos ojos en la cofradía de trabajadores de Mexicali. Era un sobreviviente de una calamidad y, para el tong, era símbolo de la mala suerte. Cuando les habló sobre su escapada de la masacre, pensaron que el sentimiento antioriental podría extenderse a esa zona, pues, aunque toda la frontera estaba bullendo, Mexicali aún era seguro si los inmigrantes no se salían del área reservada para ellos. A pesar de causar desconfianza, su primo Wing Fo lo aceptó en el tong, trabajando para la pandilla en uno de los supuestos restaurantes de La Chinesca. Carlos Ying hubiera preferido estar con su pariente en las plantaciones de adormidera, pues el desarrollo agrícola iba funcionando entre la comunidad. Le interesaba mucho aprender sobre el cultivo de la amapola y su recolección para el proceso del opio. Pero su pariente le explicó que debía empezar como un simple mozo. Carlos Ying no puso reparos, pues de entrada era un milagro que estuviera vivo.

El éxito de las plantaciones en Mexicali comenzó cuando una empresa norteamericana, la Colorado River Land Company, importó mano de obra barata del extranjero para el cultivo en esas tierras desérticas. Casi todos eran trabajadores chinos, conocidos como culis. Posteriormente, la misma compañía le rentó las tierras a la Asociación China, una logia conformada por los inmigrantes más poderosos y relacionada con las cofradías de San Francisco, en California. Pero con la reforma agraria en el valle de Mexicali perdieron muchas de sus propiedades. Aun así, con la creación de empresas falsas lograron que grandes extensiones fueran usadas para cultivar opio.

Carlos Ying llevaba ya casi dos meses laborando en el local. Semanas atrás se había fijado en la belleza que permanecía encerrada en su jaula, una joven prostituta. Desde el primer momento quedó prendado de su belleza natural y su delicadeza. Por las noches, durmiendo entre decenas de trabajadores en el suelo, en los cuartos comunitarios, pensaba en esa flor apresada. Entonces compró un par de manzanas en el mercado local para poder obsequiárselas a la bella chica del picadero, pues algunas veces los dueños del prostíbulo las dejaban sin comer para mantenerlas delgadas.

Al comprobar que estaban solos, sacó de su bolsillo la fruta. Con sigilo, cruzó la sala donde los clientes se recostaban a fumar el opio, hasta llegar a la parte posterior, donde estaban los cuartos de las mujeres. Decirle cuarto a esa cabina de madera era un elogio. En verdad eran jaulas donde apenas podían dormir las chicas.

Se acercó a la bella muchacha para deslizarle la fruta entre las rejas.

—Come, necesitas alimentarte —le pidió en mandarín.

La muchacha lo vio con ojos de terror. Ella había sido educada para seguir las órdenes de sus amos y nunca hablar con la servidumbre. Su estatus dentro de la complicada sociedad de La Chinesca se limitaba a ser un producto que consumían los visitantes. Un perro tendría más libertades.

—Come —insistió Ying.

—No… —respondió temerosa la chica. No podría tener más de quince años, pero derramaba una sensualidad señera. Sus ojos vidriosos entonces repararon en Carlos Ying, como si antes no se hubiera dado cuenta de su presencia.

—¿Te trajeron de Shanghái? —preguntó Carlos Ying, tratando de ganarse su afecto.

—No —contestó apenas con un soplo de aire. No respondería a sus preguntas, pero Ying sabía bien el origen de esas esclavas. Generalmente eran vendidas por su familia a edades muy pequeñas, quizás a los cuatro o cinco años. Las compraban las familias adineradas como sirvientas. Podrían tener suerte si eran buenas personas. Que las alimentaran o les dieran un espacio entre los animales para dormir. Pero otras veces caían en manos de adictos al opio, que convertirían su infancia en algo dantesco.

—Tranquila, hermana pequeña… —le dijo Carlos en su inglés bruto. Era una manera de traducir mooi jai, lo que la joven era. La suerte de la muchacha no era algo extraño entre las mujeres de la sociedad china. Era común vender a una hija para conseguir dinero extra. Después de años como sirvienta, al crecer, la convertían en prostituta. Eran propiedad de la familia que las compraba, catalogadas como hijas de segunda, generalmente asignadas a las tareas del hogar. A menudo eran forzadas sexualmente por su maestro, e incluso podían tener a los hijos de las familias infértiles. Pero el uso común en la frontera de México con Estados Unidos era siempre el mismo: prostitución.

La chica mordió la manzana temerosa, como un perro callejero que roba un pedazo de basura para alimentarse. Carlos Ying pensó que la niña seguramente había pasado varios días sin alimento, pues cada mordisco era más desesperado. A las mujeres del burdel las mantenían encerradas en su crib y nunca salían a la calle. Solo eran llevadas a donde el cliente las esperaba dentro del local, casi siempre tan drogados con el opio que, antes de poder eyacular, terminaban dormidos.

—Bien, es bueno que te lo comas —Carlos Ying trató de sonreírle. Ella no le devolvió el gesto, siguió comiendo en silencio escondida entre las sombras de su jaula. El chico suspiró y retornó a sus labores para tener todo listo a la llegada de los asiduos al picadero, que generalmente eran militares norteamericanos. Pero ya no pudo dejar de pensar en las pequeñas manos blancas de la muchacha sosteniendo la manzana roja. Esa imagen se casó con él para siempre.

—¿Cuánto cuesta la libertad de una mui-tsai? —le preguntó Carlos Ying a su primo Wing Fo, quien descansaba en el toldo del camión mientras Ying bajaba las cubetas de goma.

El primo saltó al oír la pregunta. Él se encontraba ya totalmente occidentalizado, con camisa blanca, chaleco y pantalones de pinzas. Se había dejado el pelo corto, incluso, olvidándose de la característica larga trenza que los recién llegados de China aún portaban. Unas viejas gafas lo hacían ver como un absurdo profesor oriental. Carlos Ying, en cambio, seguía utilizando con orgullo su coleta entretejida, pero siempre cubierta con un sombrero Fedora que había encontrado tirado en un cubo de basura de Mexicali.

—¡Estás loco! ¿Has estado metiéndote con la mercancía? —le preguntó el primo, quien era el encargado de conducir el camión que llevaba las provisiones y droga a los restaurantes. El hecho de que supiera conducir el vehículo le había ayudado a conseguir un puesto exclusivo, convirtiéndolo en la envidia del tong.

—No… —respondió apenado, continuando la labor de descargar las latas de goma—. Una pregunta, solamente.

—No lo hagas, tangdi —le gruñó como padre que reprimiera al hijo—. Trabajas para Wong Fook Yee, de la Asociación China. No quieres hacer enojar a Wong Fook Yee, porque Wong Fook Yee tiene a la logia de su lado. ¿Entendiste, Ming Ying?

Carlos se volteó molesto dejando caer una de las latas para enfrentar a su primo de manera retadora:

—Mi nombre es Carlos Ying. Te he dicho que así me llames…

Tangdi, con solo cambiar tu nombre a uno mexicano no te haces respetar. Sigues siendo un chino tonto.

Los dos muchachos se quedaron mirándose, parados uno frente al otro en el callejón. Ambos, bajo el despiadado sol de Mexicali. Como para el primo de Carlos no estaba claro que hubiera entendido, le puso la mano en el hombro y lo apuñaló de nuevo con la pregunta:

—¿Entendiste, tangdi?

—Sí… —musitó apenas en un respiro Carlos Ying. El joven de gafas se hizo a un lado, satisfecho con la respuesta, y se acomodó el copete, tratando de peinárselo con un grasoso peine que sacó de su pantalón.

—Lleva las latas por los túneles a los tres locales —le indicó Wing Fo, ajustándose las gafas y haciendo desaparecer el peine en su bolsillo trasero.

Carlos Ying abrió la lata, que mostraba una melaza negra cual chapapote. En algunas partes ya se veía cristalizada en colores ámbar. Era el látex de la adormidera y se conseguía al realizar incisiones superficiales en las cabezas del bulbo de la planta. Esta cápsula de forma globular tenía un disco en la parte superior, donde contenía numerosas semillas milimétricas de color pardo. Se cortaba con una navaja y le escurría una resina blanca que, al dejarla secar durante un tiempo, se convertía en una piedra oscura y cristalina. Por el alto contenido de alcaloides, se usaba en la producción de opio y morfina.

—¿Seguro que no pasará lo de Ciudad Juárez? —preguntó Ying, temiendo enfrentar otro ataque como el que ya había sufrido.

—Mira, tangdi, aquí la Asociación China es socia del gobernador. ¿Realmente crees que mandará a sus policías a destruir su propia inversión? —cuestionó de manera jactanciosa. Su primo había logrado esa posición por la confianza que le tenía Wong Fook Yee, quien era ya considerado un ciudadano distinguido de la comunidad y amigo de personajes políticos. Había logrado hacerse con una fortuna con bienes raíces y picaderos en la calle Juárez, poniéndolos a nombre de empresas y no de personas.

—No lo sé… Por eso pregunto.

—Llévala por los túneles, no por la calle. Una cosa es saber que podemos estar seguros, pero otra muy distinta que seamos estúpidos. Wong Fook Yee no es un tonto nunca. Por eso está en el poder —indicó su primo, abrazando al muchacho y pegándole en la nuca para tumbarle su sombrero Fedora, que se había vuelto una preciada pieza de su indumentaria.

Carlos Ying se agachó para recogerlo, mientras su primo se subía al camión para regresar a las plantaciones entre carcajadas. Cuando se lo caló hasta las orejas para no volver a perderlo, Carlos Ying introdujo las latas por la compuerta de madera que escondía una escalinata hacia la oscuridad. Al terminar de meter en esa boca oscura toda la preciada mercancía, cerró la puerta, sabiendo que, si llegase a pasar lo mismo que sucedió en Ciudad Juárez, siempre tendría la oportunidad de huir por esos pasadizos.

Los túneles de La Chinesca eran una serie de pasajes entre los locales comerciales de la calle principal. Los tenían para poder huir o esconder el alcohol o drogas en caso de un zafarrancho con las autoridades. Era una ciudad subterránea, con infraestructura rudimentaria pero funcional. Aunque muchos de los pasillos habían sido clausurados después del gran incendio de 1927, aún quedaban laberintos libres y se habían construido nuevos para que sirvieran de entrañas del barrio chino.

Ying caminó por las galerías subterráneas con dos de las latas de goma. Eran oscuros pasadizos repletos de alimañas en busca de la sombra. A pesar de lo seco del exterior, se apreciaba una liviana sensación de humedad al andar por ahí.

Alcanzó el final de uno de los pasillos hasta el acceso interior de los locales de la calle Juárez. Otro picadero, donde estaban las camas para fumar el opio. Entre él y la bodega de la construcción se interponía una puerta de madera pintada en rojo, con un símbolo chino indicando el tong al que pertenecía. Golpeó con sus nudillos lo más fuerte que pudo para hacerse escuchar en el interior. Tardaron varios minutos en acudir. Era un hombre viejo con una linterna de gasolina. Al abrirle de golpe el acceso, dejó ver su viejo conjunto negro y sandalias de tela. Una larga barba le cosquilleaba en el pecho. Parecía tener una edad indefinida entre cien y quinientos años.

—Goma —señaló parcamente Ying.

El anciano se hizo a un lado para dejarlo pasar. Mostró una amplia bodega con botellas, telas importadas y cajas, pero sobre todo basura. Olía a excremento de roedores. Apenas entrar, Carlos Ying sintió que le picaba la nariz al respirar el ambiente.

—Déjala ahí… —dijo aquel hombre centenario, señalando una esquina.

Cuando Carlos Ying estaba cargando las latas para colocarlas en el lugar indicado, la huesuda mano del veterano le aferró el brazo. Carlos Ying se volvió asustado, pero el viejo se limitó a arremangarle la camisa para revisar el brazo como si inspeccionara una mercancía. Al encontrar el tatuaje de su tong, lo soltó.

—Eres de nosotros, de los cuatro hermanos ¿verdad?… Vienes del hall de San Francisco —comentó el anciano.

—Sí, señor. Soy Lung Kong Tin Yee —balbuceó Carlos Ying.

—Tienes brazos jóvenes… Es bueno que llegue gente nueva. La logia está podrida, nuevas generaciones llegarán al poder —explicó el decano, colocando la linternilla en un barril y sentándose en un banco. Carlos Ying no supo qué hacer, pues no había sido invitado a sentarse, de modo que se quedó de pie, al lado de la puerta que daba a la galería subterránea.

—Ellos desean manejar todo como antes… Pero nuevas tierras, nuevas leyes —continuó exponiendo el anciano—. ¿Tú ser boo how doy?

—No, señor. No soy hombre hacha… No soy asesino.

—Pareces un boo how doy… —insistió el viejo, refiriéndose a los guardaespaldas o matones a sueldo contratados en caso de una guerra entre las pandillas.

—No lo creo, señor —negó Ying. El viejo deformó su cara, arrugándola un poco más, al hacerle un guiño que se presuponía una sonrisa. No dijo mucho, pero sin duda le explicaba que no le creía.

—Sigue trabajando —le soltó el viejo dándole la espalda.

Ying salió por la puerta, de nuevo a los túneles de La Chinesca. No le dio importancia, incluso se olvidó de ese encuentro al pasar los días. No recordó al anciano hasta que lo amarraron al parachoques de un coche para arrastrarlo por la calle Juárez. Ahí, dolorido por las rasgaduras de su carne, tirado a pleno sol, recordaría sus palabras: nueva tierra, nuevas leyes.

A los chinos se les había inventado un sinfín de defectos: haraganes, opiómanos, jugadores y vengativos que no temían cometer asesinatos. Se denunció con frecuencia su desaseo como foco de infección. Se decía que eran transmisores de enfermedades, débiles y feos. Por ello, el que los mexicanos tuvieran tratos o relaciones de cualquier índole con chinos se consideraba algo despreciable.

Cuando el grupo de inmaduros soldados agarró a Carlos Ying en la calle, había toda una concepción previa de que lo estaban haciendo en beneficio de su país. El odio que provocó el ataque se debía a los rumores de que en La Chinesca se habían estado realizando abortos clandestinos. A esos salvajes borrachos no les importaba que la droga fuera de un lado a otro como un simple producto más para el consumo de los gringos, sino que los chinos estuvieran matando mexicanos con sus sucias manos al arrancar fetos a inocentes muchachas.

Carlos Ying no lo vio venir ni sospechó de nada, la emboscada fue perfecta. Una tarde esperaron a que saliera de su trabajo, en la casa de la calle Juárez donde limpiaba. Caminó sin preocupación hasta un puesto donde vendían fruta. Pensaba comprarle un par de manzanas a su admirada pequeña hermana. Antes de llegar al puesto, lo enlazaron cual becerro.

Ya sujeto, y a pesar de sus esfuerzos para escaparse dando patadas y puñetazos, los cinco soldados lo aseguraron con cuerdas en pies y manos en el parachoques de un automóvil.

Todos subieron al vehículo y, con gritos de felicidad, dieron aviso de que la diversión comenzaba dando tiros al aire con sus pistolas. Lo arrastraron por la corredera de la calle Juárez.

Carlos Ying iba saltando entre las piedras, la fricción de su cuerpo con el suelo le arrancaba pedazos de carne y ropa.

Nadie, ni una sola persona, lo ayudó en el momento del ataque. Ninguno de su comunidad china movió un dedo, todos se limitaron a presenciar, desde detrás de las ventanas, la injusta humillación. Cuando el dolor fue tal que dejó de sentirlo, Carlos Ying pensó que era extraño que solo a él lo hubieran atacado. Pareciera que realmente fuera el objetivo de esos facinerosos. No podía imaginar las razones de tanto malestar ni la ojeriza que le tenían. Antes de que lo soltaran para dejarlo tirado en medio de la calle malherido, pensó que el único que sabía que había estado platicando con la mui-tsai era su primo. No podía creer que lo hubiera traicionado, pero también era cierto que el tong local no lo deseaba por la supuesta mala suerte traída desde Ciudad Juárez. Después de comprender que había sido entregado a la logia por su primo, se desvaneció.