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Enero, 1931

Cuando miras la yuca que se extiende al cielo con mechones de espinas como dedos tratando de alcanzar una nube, sabes que no vas a encontrar agua. Aunque todo tu país esté suspirando por un tarro de cerveza, tu deseo es más mundano: un simple vaso de agua.

Caminas arrastrando los pies. Te has amarrado la camisa en la cabeza para que los rayos del sol no te machaquen el cráneo. Los zapatos de charol te están matando, pero quitártelos y seguir caminando descalzo solo implicaría la muerte. Comienzas a carcajearte al pensar que cambiarías todos los barriles de alcohol derramados por un mugroso trago de agua. Te doblas de la risa al pensar que los congresistas también prohibirán el agua, y todo Estados Unidos de Norteamérica morirá de deshidratación a tu lado. Nunca volverías a ver igual a los que te dicen que matarían por un trago o una inyección, como suplicaba tu hermano cuando se quedaba encerrado para desintoxicarse. Ya no podrías juzgarlo más, puesto que comprendes lo que es querer algo con todas tus fuerzas.

Cuando el joven protegido de ese militar mexicano te colocó la pistola en la sien para preguntarte quién eras, en el desierto, sabías que no podías responder la verdad: soy un prohis. Quizás para los mexicanos eso no tendría sentido. ¿Prohis?, ¿qué es eso?, seguramente te preguntaría. Por eso solo le dijiste parte de la verdad:

—Soy un soldado.

Estás seguro de que fueron esas palabras las que evitaron que el joven apretara el gatillo y apartara la pistola de tu rostro. Atestiguaste con tus ojos llorosos cómo la guardaba en su pantalón para contemplarte con un gesto de no saber qué hacer. Era más que obvio que no te había disparado por algo superior al terror de matar a un humano. Se notaba que eso lo había hecho varias veces. Reconociste en los ojos de ese joven asesino la fría mirada de un militar que puede mandar a la muerte a sus soldados sin temblar siquiera. Exudaba ese temple de homicida a pesar de ser tan solo un par de años menor que tú. Cuando se quedó así, mirándote durante varios minutos, no tenías idea de lo que sucedería. Y por su nervioso tamborilear de los dedos, tampoco él parecía saberlo.

—¿Cómo te llamas? —preguntó, quizás para poder aferrarse a un poco de humanidad y no matarte como le ordenaron.

—Ball… Jimmy… James —le contestaste, tratando de que el acento de gringo no le diera ánimos de volarte los sesos.

—James, si caminas para el norte, encontrarás algo. Es lo único que puedo hacer. Quizá te morirás antes, o tal vez no. Pero ya no estará en mis manos —te dijo con rostro templado. Algo había encontrado en tu gesto lleno de lágrimas que lo motivó a dejarte en el desierto, para que el Dios creador fuese quien decidiera tu futuro. El pistolero comentó al final—: Recuerda que fue Raúl Duval quien te perdonó la vida.

Te alejaste dudoso del paraje. Tu verdugo se quedó en medio de la nada al lado del automóvil. Te volvías, dudando de que tu suerte no se volviera en tu contra y te disparara por la espalda. Eso no sucedió, ni siquiera se movió. Así continuaste caminando hasta que lo perdiste de vista. Se desvaneció en una deforme y lejana ilusión de agua que el reflejo del sol te obsequiaba como una broma cruel.

En verdad eras un soldado, pero en un ejército distinto. No eras de los que se refugiaba en las trincheras de Europa para pelear por la libertad, como lo hizo tu padre. No, al contrario, era una armada que peleaba en la calle por el sometimiento: la esclavitud de no poder beber alcohol.

¿En qué momento se convirtió el hogar de tus padres, un sitio de libertades y sueños, en una pesadilla de prohibiciones? ¿Cuándo se transformó Estados Unidos en una centenaria recatada y persignada? Tú, James Oliver Ball, no lo sabes. Supones que el resto de los inmigrantes irlandeses que habían dado su vida, en la guerra o como policías, por su nuevo país, tampoco.

Te arrastras un par de metros más. Llevas todo el día caminando, esperanzado en llegar a algún lado. No importa adónde fuere, pero que no tuviera nopales ni cactus. Desconoces si estás caminando hacia una ciudad o hacia tu muerte. Todo parece igual. El desierto que rodea San Diego y Tijuana puede ser tan remoto como lo sería el Sahara. Ni siquiera percibes si estás del lado mexicano o del americano, puesto que no recuerdas mucho del trayecto del automóvil hacia donde supuestamente te matarían. Te gustaría saber si sucumbirás en tu tierra o en ese puñado de estiércol que llaman país los mexicanos. Ojalá fuera lo primero, para hacerlo con honores, sirviendo a una buena causa. Tal como te lo pidió tu jefe, Harry J. Anslinger, el director de la Oficina Federal de Narcóticos del Departamento del Tesoro americano.

Claro que decirle la verdad al muchacho a quien le encargaron tu destino te habría puesto en una situación más difícil. No podías decirle que eras un prohis desde hace tres años, cuando te encontró Frank Hamer limpiando las letrinas de la comisaría del condado de Austin, Texas. Hamer era alto, fornido, críptico y taciturno, las características perfectas para impresionar a un muchacho como tú que solo había trabajado con mexicanos ilegales buscando pagar la renta de su madre viuda. No fue difícil encontrar una personalidad paterna en el policía poco impresionado por la autoridad, que se sentía impulsado por una «adherencia inflexible a la derecha republicana, o lo que Dios mandaba que era lo correcto», tal como le decía Frank Hamer en su quehacer diario como ranger texano. Trabajo que había cumplido durante veinte años, por el que era temido y admirado en todo el estado de Texas. No, no necesitaba presumirte a ti de haber sido acreditado oficialmente con cincuenta y tres muertes. No era necesario que alardeara, puesto que te tenía en la bolsa desde que dijo la primera palabra con su voz de cowboy. Antes de que preguntara algo, tú ya habías dicho que sí.

Te acogió como ayudante en sus persecuciones de criminales porque sabías hablar un fluido español por los años de trabajo recogiendo tomates con mexicanos, y porque eras un buen tirador gracias a las enseñanzas de tu hermano mayor, matando conejos en los bosques cercanos a la granja familiar. Tres de los hermanos de Hamer también eran rangers de Texas, por lo que el viejo pidió a su hermano Harrison, que era el mejor tirador de los cuatro, que mejorara tu puntería. Rápidamente sobrepasaste al maestro. Fue una gran escuela para ti andar de faldero de esos hombres.

Solicitaste tu cambio de trabajo a la zona oeste, cerca de tu madre. Ahí, trabajando como prohis para la unidad del Buró de Prohibición, conociste a Anslinger. El hombre ya era famoso desde principios de su carrera como investigador para el ferrocarril de Pennsylvania y trabajando para varias organizaciones policiales. Su periodo de servicio lo había llevado por todo el mundo, desde Alemania a Venezuela y hasta Japón. Siempre su intención era detener por completo el tráfico de drogas, que aunque no era el tema principal por la ley de prohibición de alcohol, estaba incluido en el paquete de la institución del Gobierno que regulaba esos crímenes.

En 1929, cuando Anslinger regresó de su gira internacional a trabajar como el primer comisionado del nuevo departamento de la Oficina Federal de Narcóticos bajo los auspicios del Departamento del Tesoro, preguntó a un viejo camarada por gente de confianza que no fuera corrupta para trabajar en la frontera con México. Rápidamente, apareció Frank Hamer recomendando a un tal Jimmy Oliver Ball.

Así que Harry J. Anslinger llegó a tocar a la puerta del pequeño departamento que tenías alquilado en Orange County, presentándose como lo que era: un hombre seco, en traje costoso. Con su forma de hablar de maestro de escuela, te explicó la problemática a la que te enfrentarías si aceptabas su propuesta.

—El endeble Gobierno central de México no tiene ninguna razón para atacar la importación de opio o morfina. Aunque quisiéramos que nuestro Gobierno extendiera su control territorial para controlar ese negocio, contuviera el flujo de armas a través de la frontera y estuviera dispuesto a apuntalar la relación de ambos países, eso no va a suceder. Por eso vamos hacer las cosas a mi modo. Vamos a atacar a esos delincuentes.

La charla se alargó más de lo previsto. Era un apasionado del tema y no parecía un tonto, como el resto de los burócratas que conocías en el Buró. Te explicó que sabía que la causante de todo era la Ley Volstead de prohibición de alcohol, pues con ella los miles de kilómetros de frontera con México y Canadá se habían convertido en un inmenso trampolín de productos ilegales: whisky, cerveza, ron y, desde luego, drogas.

—Fue suficiente que nuestro Gobierno prohibiera estos productos para que les inyectara poder a quienes los comerciaban. Ante la ilegalidad, el precio se incrementa. Con más dinero, aumentaba su poder e influencia. Y con más poder, se necesitan más armas para controlar las plazas —terminó diciéndote mientras te ofrecía la mano para un nuevo puesto como agente de la Oficina Federal de Narcóticos.

Desde luego que aceptaste, lo hiciste sin meditarlo. No porque pensaras que era lo correcto, sino porque elevarías tu salario considerablemente para ayudar con los gastos de la granja que tu padre había dejado al morir en la guerra de Europa. Pero había una razón más para que aceptaras: tu hermano. El mismo que debía estar con tu madre, y quien te enseñó a disparar, había muerto con una sobredosis de morfina. Cuando buscaste culpables, supiste que tu hermano mayor había llegado de su paso por el ejército ya con una adicción a las drogas. Él mismo había viajado hasta El Paso, Texas, para buscar un picadero. Ahí solo pudo morirse como un perro en un callejón, sin ayuda de nadie.

El problema era simple y sin solución aparente, comprendiste al alistarte. La prohibición impuesta por tu Gobierno resultó extraordinariamente lucrativa para ellos, los otros, los del lado mexicano, quienes le vendieron esa porquería a tu hermano. El ciudadano común y corriente solo buscaba mercados ilegales para adquirir bebidas, y estos eran los mismos mercados que llevaban la droga. Primero fue whisky, luego morfina. Sí, eras el primero en saberlo, tu nuevo jefe, el Gobierno de Estados Unidos, era quien había liberado al demonio. Ahora tu trabajo era volverlo a meter a la jaula.

¿Realmente le mentiste al joven pistolero que debió matarte? Tú creías que no. No eras un traidor, el que desde dentro corrompe la fruta buena. Eras el equivalente a un granjero que estaba ahí, en ese lujoso hotel con millonarios y estrellas de cine, para tirar la fruta mala. Un soldado. Tal como lo hacías cosechando en las plantaciones con los trabajadores ilegales, donde aprendiste el español. No había culpa en ti. Estabas orgulloso de haber aceptado la orden de Anslinger de infiltrarte en la fiesta para conocer los nombres y contactos de los grandes corruptores de Hollywood que se depravaban con drogas y alcohol. Era solo parte de tu labor, nada más. Nunca pensaste que ayudar a esa bella joven de ojos oscuros te llevaría a la situación en la que te encontrabas: caminando por el desierto que se cerraba sobre ti para devorarte.

Das dos pasos más y caes de rodillas. Es imposible seguir caminando. Sabes que no lo lograrás. Tomas la opción de quedarte en un sitio y esperar a la noche para continuar en la oscuridad. Cierras los ojos.

Piensas en todos los sueños que tenías al trabajar al lado del hombre del traje elegante. Los ves alejarse como falsos espejismos que se desvanecen en el horizonte conforme tratas de acercarte a ellos. Pensaste que podrías ir con Anslinger a la capital, ser su mano derecha en esa guerra contra los perversos que envenenaban a tus compatriotas, alguien de quien tu madre se sintiera orgullosa. Pero crees que no podrás hacerlo. El calor te está dando bofetadas para quitarte cualquier ilusión.

Caes de boca al suelo, dándole una mordida al polvo. La arena entra hasta la garganta, te raspa como una lija. Solo recuerdas los ojos de la muchacha agradeciéndote por haberla salvado. Esos ojos hermosos en los que podrías zambullirte el resto de tu vida. Sientes que no es una mala forma de irse: pensando en una bella mujer. Desde que la viste cantando en el salón, supiste que ella era todo lo que deseabas. Recuerdas su cantar, que destilaba lujuria. Y esos ojos mirándote, clavándote el deseo con sus movimientos provocativos. A todas las mujeres las considerabas menores. Ella sería tu musa. Tu último suspiro, la razón de vivir.

Sabes que va ser lo más romántico que tendrás, pues quizás mueras sin volverla a ver. Tus creencias cristianas te han inhibido el sexo, algo pecaminoso si es fuera del matrimonio. Nunca tocaste a una prostituta, pues sabías que las furcias eran la condena del hombre bueno. Nunca respondiste a las caricias de jóvenes morenas mexicanas que trabajaban los cultivos, pues todos decían que sería como tener sexo con un mono. Solo te quedarás con el recuerdo de esa hermosa cantante que supiste que tenía el melodioso nombre de Carmelita del Toro, y quien seguramente nunca sabrá el tuyo.

Te dejas ir. Es hora de partir.

Pero no puedes. Un trago de agua entra por tu boca. Abres los ojos. Te están dando el líquido vital de una cantimplora. Tu salvador, quien te ha levantado del suelo, no es quien tú esperas. Es el enemigo, un trabajador indocumentado que cruzaba la frontera en su burro.

—¿Está bien, güerito? —te pregunta el hombre de pelo grasiento y bigote raquítico. Sientes que su traje de manta reluce con el sol. Al sonreírte, el brillo de esos dientes enmarcados en piel canela te deslumbra.

—No. —Es lo que le contestas. No estás bien. Lo sabes, y así tendrás que seguir viviendo. Cuando el enemigo te salva la vida, no estás bien.