En Jalisco solo puede haber hombres o vacas. Uno tiene que escoger cuál de las dos cosas es si ha nacido en esa tierra. Es un dilema importante, ya que se debe recordar que a las vacas las convierten en filetes. Al menos eso fue lo que le inculcó su padre, el coronel Benito Guadalupe Serrano, a Bernardo, su primogénito. De algo estaba seguro el chico cuando le dijo eso su padre: él no era vaca.
Fue el primer y único aprendizaje recibido de su progenitor. Los demás consejos dados para su educación se diluyeron en la borrachera o entre los golpes de cinturón del coronel. Bernardo creció sabiendo que su padre era dogmático en sus criterios, bajo pena de terminar con la boca sangrante en caso de contradecirlo. No era una posición sencilla crecer a la sombra del coronel Serrano. Era como si la tragedia y la desesperanza tuvieran un hijo y este fuera Bernardo, quien había tenido la mala suerte de ser el único hijo, un pecado que lo perseguiría el resto de su vida. En él, todas las frustraciones y esperanzas de un hombre inculto se verían reflejadas, arrastrando su inseguridad el resto de su vida.
La madre de Bernardo era la hija de un doctor acomodado en la sociedad porfirista de Guadalajara. Uno de los elegidos por los ricos de esa ciudad, al que podían tenerle respeto de su posición por derecho propio y no por el tamaño de sus tierras. Provenía de una familia de nuevos adinerados en una clase dominada por los apellidos bendecidos por el dictador Porfirio Díaz. Los médicos escaseaban a mediados del siglo XIX, cuando los brujos y curanderos suplían las necesidades del pueblo, por lo que el abuelo de Bernardo pronto se fue haciendo con clientes económicamente acomodados y ventajosamente relacionados. Para cuando se acabó el siglo, ya contaba con una pomposa mansión estilo francés en el centro de la ciudad de Guadalajara y un rancho en la sierra de Jalisco. El doctor Bernardo, cuyo nombre permanecería en el primogénito de su hija, era un alto rubio de modales simples, a quien su misma economía de palabras lo hacía verse como ilustrado, al igual que su imagen de piel blanca borraba sus raíces de simple ranchero de los Altos de Jalisco. Podía tener ojos azules, cara salpicada de pecas y la altura superior a la media, pero no dejaba de ser un campesino que había saltado a la universidad. Incluso como doctor no era singular.
En esa gran mansión en la colonia Arcos Vallarta nació la esposa del coronel Serrano. Una muchacha regordeta, con una risa exagerada y gustos demasiados refinados para su estatus. Su vida se había limitado a vestidos importados de Francia, reuniones de té y misas de gallo. Los mimos de su padre la habían cincelado para ser explosiva, dramática y caprichosa, malas características si no se contaba con la belleza natural de las mujeres de esa región o el carisma de las muchachas de esos años prerrevolucionarios.
Cuando apareció el joven militar cortejándola, no fue bien visto por su padre, el médico, quien consideraba que Benito Guadalupe Serrano no era de la clase que su heredera requería, pues era un simple mozo de espuela que se había enrolado en el ejército en busca de una oportunidad social. Ni siquiera había estudiado en la academia militar, sino que había comenzado desde abajo, como soldado raso. En esa sociedad elitista, el ser alguien pobre se comparaba con un delito. Peor aún si se pretendía escalar en los niveles sociales, lo que era la alegoría de una revolución económica. Serrano era peligroso para ellos, pues poseía características no bien apreciadas: tenía carisma y ambición.
Cuando el doctor Bernardo le prohibió que siguiera frecuentando a su hija, nunca pensó que una gran calamidad se cruzaría por el camino de ambos: la Revolución mexicana. En el momento en que el hacendado Francisco I. Madero se levantó en contra del presidente Porfirio Díaz, quien se había aferrado a su puesto para seguir favoreciendo a grupos elitistas en el país, como los clientes del doctor Bernardo, el joven militar Benito Guadalupe Serrano de inmediato se alió al movimiento, como lo hicieron muchos otros militares a la búsqueda de un cambio. Al poco rato, Serrano estaba en la frontera, en el estado de Chihuahua, peleando al lado del bandolero Pancho Villa.
Con la caída de Díaz y el triunfo de Madero en las elecciones, Serrano ya contaba con el grado de teniente y un sueldo que le daría lo suficiente para comprarle un anillo de boda a su enamorada, así como la bastante confianza como para pedir su mano. La negativa no esperó ni un segundo, puesto que el padre le explicó que su hija no se rebajaría a desposarse con un militar de clase baja. Tampoco para la muchacha Serrano parecía ser un pretendiente que la apasionara, pero era uno de los pocos que tenía. Con la carta de Benito Guadalupe que la invitaba a ser robada para casarse a pesar de la negativa de su padre, ella aceptó más enamorada de la idea romántica del matrimonio secreto que por devoción al joven militar. Una noche, el teniente Benito Guadalupe Serrano literalmente secuestró a su mujer, entrando en su cuarto de la mansión con una escalera y huyendo a caballo.
Al enterarse de ese acto, el doctor no tuvo más remedio que aceptar el matrimonio, sabiendo que todas sus propiedades terminarían en manos de ese advenedizo social en el momento en que se desposara con su única heredera. Fue así como, de la noche a la mañana, Benito Guadalupe Serrano se convirtió en el dueño de un rancho en Jalisco y de una esposa con sobrepeso. La misma que le daría su primer hijo: Bernardo, a quien le otorgaron el nombre del doctor como un símbolo de amistad entre suegro y yerno.
La imagen paternal del coronel nunca emergió durante los años de crecimiento de Bernardo. Estaba más ocupado en los dimes y diretes de la caótica vida política de México que en ser padre. Prácticamente con cada general que llevara más de tres estrellas en su uniforme se lanzó a hacer la guerra buscando un puesto en el Gobierno. Fue así como peleó en batallas al lado de los personajes que labrarían la élite del poder en México, dejándole a su esposa el cuidado del rancho y de su hijo. Como los campos de batalla y las ciudades donde estaba su tropa confinada estaban lejos de su lecho matrimonial, se buscó compañía para cubrir ese hueco. Rápidamente, su primogénito tuvo hermanastros regados en cada estado donde Serrano permanecía. El joven e inseguro soldado se fue rellenando de orgullo, autoconfianza y algunos kilos. Su personalidad, el bigote y el cuerpo fueron aumentando hasta convertirse en el hombre que podría seducir a una chiquilla con sus chistes o piropos. Quizás Benito Guadalupe Serrano no tenía la cultura e inteligencia que otros de sus compañeros, los cuales pronto ascendieron a rangos mayores hasta contar con las estrellas de general, pero él había sido agraciado por una personalidad bonachona, alegre y desenfadada que era del encanto de todos a su alrededor, sin faltar las mujeres, pues, sin ser un adonis, su carácter le daba un carisma único que atraía a muchachas como un imán a los metales. Su secreto era bien sabido por ellas: las hacía reír. Al mismo tiempo, las hacía sentir las más bellas e importantes del mundo.
Regresar a su rancho, en Jalisco, para permanecer al lado de su mujer era para él un castigo. La única manera de sobrellevarlo era ahogarse en tequila. Eso hizo que en los recuerdos de Bernardo su padre siempre estuviera borracho. En una de esas noches en que las botellas de alcohol desaparecían en su boca, se acercó al asustado niño y lo sentó en sus piernas para preguntarle qué era, si un hombre o una vaca. «Los hombres son los que ordeñan a las vacas», le dijo, «y cuando les dejan de dar leche, las matan para comérselas en filetes…». «Tú, mijo, decide qué vas a ser en la vida: hombre o vaca», le explicó. Bernardo supo que quería ser hombre, no una simple vaca que terminaría colgada en un rastro para la barbacoa. Su padre aprobó su decisión, complacido. Era la primera vez que consentía algo del joven Bernardo, de modo que lo marcó por siempre ese comentario. Pensó que había logrado por fin obtener la mirada orgullosa de su padre. Y así fue hasta que apareció su primo, Raúl.
Durante el Porfiriato se habían establecido en el estado de Sinaloa importantes empresas extranjeras favorecidas por el presidente, como la Sonora & Sinaloa Irrigation Co., United Sugar Company y American Smelting, entre otras. Con el fin de levantar toda la infraestructura para los nuevos empleados de esas compañías, se crearon nuevas colonias y, con ello, la oportunidad para profesionales como el ingeniero Rodolfo Duval, que trabajaba como empleado de la empresa que levantaría dicha construcción. Con la Revolución, en 1911, las fuerzas rebeldes encabezadas por Juan M. Banderas, Ramón F. Iturbe, Herculano de la Rocha, Justo Tirado y Pomposo Acosta tomaron diversas plazas en el estado, sitiando a Culiacán y Mazatlán, apoderándose en mayo de la capital de la entidad, por lo que el estado se sumió en un ambiente de inestabilidad política.
Sinaloa es el estado agrícola más importante de México por su tierra fértil y características únicas, pero adicionalmente cuenta con una importante flota pesquera. Es un estado agresivo por su calor, sus desiertos y su gente, que no duda en sacar la pistola a la menor provocación, y resulta un elemento fundamental para la economía del país.
Todo regresó a su cauce cuando Benjamín G. Hill tomó Los Mochis y el general Álvaro Obregón puso sitio en Mazatlán. En ese ejército, militaba el teniente Benito Guadalupe Serrano, que ya era amigo cercano de Obregón.
Como el recién estrenado Gobierno mexicano no deseaba que los capitales extranjeros huyeran, se le dio la orden a la tropa de Serrano para que resguardara la constructora del ingeniero Rodolfo Duval en el afán de que continuara el progreso de las empresas internacionales en el estado de Sinaloa. La relación entre los dos hombres se acrecentó cuando Serrano lo salvó de una emboscada de unos ladrones en el desierto, al matar a sus atacantes y llevar en su caballo al ingeniero herido hasta el hospital. Esa amistad crecería hasta coronarse con el compadrazgo, pues el sinaloense invitó al militar para que apadrinara a su hijo ante el altar.
La sociedad de Culiacán vio con buenos ojos la unión amistosa del militar destacado en la ciudad con el próspero ingeniero. Pero más de uno hablaba a escondidas de que la razón del padrinazgo era que Benito Guadalupe Serrano era el verdadero padre del niño. Como todas las relaciones encubiertas, no se supo si primero Serrano conoció al ingeniero, y este le presentó a su esposa, o si ella lo engatusó para cuidar a su esposo. La mujer poseía una belleza arrebatadora típica de las hermosuras que tiene Culiacán: alta, de cabello miel, piel almendrada y carácter fuerte. Nadie culpaba al coronel por enamorarse de ella, pues pretendientes poseía de sobra en la ciudad. La idea de que tuvieran un romance fue muy difundida, pero nadie podía asegurar que el niño fuera fruto de esa relación. Aun así, y a pesar de ser un ateo consumado, Serrano fue a la iglesia con el niño en los brazos, y le puso el mismo nombre del padre: Raúl Duval.
Al pasar los años, y ya con el coronel retirado de su labor militar para dedicarse a su rancho en Jalisco, el padre de Raúl Duval comenzó a sufrir una terrible enfermedad hepática que le impedía a su esposa seguir haciéndose cargo de la educación del niño y atender a su marido al mismo tiempo. Por eso tomó la decisión de pedirle a su compadre, el coronel, que se hiciera cargo del niño cuando tenía diez años. Le dieron bendiciones y tres mudas de ropa limpia, lo subieron a un tren y lo mandaron a Jalisco, donde continuaría sus asuntos escolares al lado del primogénito, Bernardo.
Fue como se encontraron los dos chicos, y, aunque apenas había dos años de diferencia entre ellos, crearon lazos estables de hermanos. Sin duda, eran diferentes en muchos aspectos. Bernardo era más robusto, a la manera de su madre. Ligeramente mimado y sobreprotegido por ella. Con el pelo rizado, color azabache como su padre, pero sin la luminosidad de su personalidad. Raúl, el Flaco, era de ojos grandes e inteligentes, que resaltaban en su cuerpo delgado.
El primer encuentro no fue bueno, pues ambos se sentían recelosos de tener la atención del coronel, sin saber que ninguno en verdad la tenía. Para el coronel solo existía alguien importante: él mismo.
Cuando llegó Raúl a la casa, el coronel lo presentó a su mujer, la madre de Berni, mientras el chico los miraba aterrado con su pequeña maleta en la mano.
—Mira, mujer, este chamaco es mi ahijado Raúl. Se va a quedar con nosotros, pues mi compadre anda malo. Le he prometido a su madre tratarlo como a un hijo.
—¡Que se me hace que es uno de tus bastardos, cochino! —le gritó la mujer, molesta.
—Además de pendeja estás reciega… ¡Míralo! ¡El cabrón no tiene nada de mí! ¡Será hijo del lechero, entonces! —le gritó molesto el militar. La madre de Bernardo no dijo más, pero la mirada que arrojó al aterrado Raúl fue suficiente para que entendiera que lo odiaba totalmente.
Raúl y Bernardo siempre fueron respetuosos con los dictámenes del coronel. Estudiaron en una escuela católica, porque este pensaba que los sacerdotes eran los mejores para aporrear a los muchachos revoltosos. Jamás asistieron al Casino Español, pues era de los traidores gachupines. Aprendieron a jugar al dominó, a montar y a disparar antes de haber visto una teta desnuda. Durante un tiempo jugaron como defensa y centrocampista en un equipo local, cuando el fútbol era religión en Jalisco. Pero Bernardo resultó ser malo para correr tras la pelota y el Flaco, muy frágil para los ataques de los contrarios. Por lo que la pelota de cuero se quedó en una esquina del cuarto que compartían, cubierta de telarañas. Raúl llegó al rancho ya con gusto por el béisbol, lo traía en la sangre por ser de Culiacán. Pero en Jalisco era un deporte tan extraño como el patinaje sobre hielo. A veces le pedía al coronel el periódico para leer las noticias sobre la liga, pero era lo más cercano que pudo tener para satisfacer su hambre de ese deporte.
La idea de que compartieran habitación fue del coronel. Desde luego, Bernardo se sintió desplazado por el nuevo integrante. Trataba de que su madre se enojara con él por dejar la cama o el cuarto como un muladar, haciendo trabajar a las sirvientas el doble. La manera de corregir a Raúl era con una vara. A Bernardo, con gritos. Raúl Duval pudo haber optado por llorar y sentirse mal, mas eso no sucedió. Había sangre fría en sus venas. Y al poco tiempo de su llegada sucedió algo que cambió todo. Fue cuando los dos niños decidieron entrar a robar unas manzanas en la hacienda vecina, de un español que recibía a los intrusos con un perro bravo y balas de escopeta.
Comenzó como un juego, para ver quién era el valiente que entraría al campo para subirse al manzano y robar la fruta. Tratando de impresionar a su nuevo primo, Bernardo tomó un revólver de la oficina de su padre.
—¿Está cargado? —preguntó el Flaco.
—Claro, es para tronarme al que se me ponga enfrente —respondió envalentonado Bernardo, quien saltó la barda del vecino y caminó hasta el gran manzano atiborrado de rojos frutos. A la mitad del camino, el perro guardián salió del caserío ladrando como un poseso. Era un can de grandes proporciones. Tenía algo de mastín y una pizca de pastor alemán. Sus ojos eran piedras negras, su boca, toda baba con un desfile de dientes.
Bernardo se aterró al verlo y sacó el arma. Pero ni siquiera la pudo levantar. La arrojó a la hierba y corrió al árbol. El enorme perro lo siguió y le arrancó un pedazo de tela del pantalón con un mordisco. Berni lloró asustado, implorando ayuda. Entonces Raúl aprovechó la atención que el animal ponía en su primo y tomó el revólver. Le dio dos tiros. El primero le reventó la cabeza. El segundo le perforó el estómago. El animal solo dio un pequeño chillido antes de morir.
—¿Estás bien?
—Sí… Lo mataste…
—Vámonos… —indicó Raúl sorprendido, con el arma humeante aún en sus manos. Los disparos llamaron la atención del patrón, el español. Salió con una escopeta, maldiciendo. Pero antes de alcanzar a los niños, se detuvo al ver el ojo del revólver apuntándole:
—No se acerque, señor. Estoy seguro de que puedo dispararle —le pidió Raúl seriamente. No era ya un niño. Era un adulto con un arma.
—¡Joder, chamacos cabrones! ¡Pero han matado a mi perro! —gruñó el hombre con las manos levantadas.
—Lo sé. Nos atacó. Si le dice algo al coronel, yo mismo vendré a matarlo también… —murmuró Raúl.
El ranchero lanzó maldiciones, pero los dejó ir. Aterrados, los dos niños regresaron a su casa para devolver el arma. Increíblemente, el vecino no se quejó al coronel. Ese acto de valor le sirvió a Raúl para ganarse el afecto y respeto de Berni. Desde ese día, lo protegió de los berrinches de su madre. Esa noche, en la oscuridad, Berni le preguntó:
—¿Qué se sintió al matar al perro?, ¿feo?
—Nada, Berni. Solo apreté el gatillo… No me importó —le respondió honestamente el chico.
—¿En verdad hubieras disparado contra el ranchero? —preguntó más intrigado el hijo del coronel.
—Claro. Si te hubiera hecho daño, lo hubiera hecho…
El perro del vecino fue el primer ser vivo que Raúl Duval mató.
Al cumplir los catorce años, los dos muchachos casi habían alcanzado ya la altura de un adulto, pero no su inteligencia. El rancho era un lugar perfecto para desarrollarse en sus experimentaciones de la vida. Desde observar a las mujeres bañarse en un río cercano, hasta asistir al capataz en el parto de un becerro. Concurrían a la escuela rural del pueblo, ubicada a un lado de la iglesia, donde la educación aún era católica a pesar de las persecuciones del Gobierno y los enfrentamientos con cristeros de la región.
Aunque también se decía que la razón de que esa escuela no fuera atacada por las fuerzas militares era que el mismo coronel Serrano había dado la orden de no tocarla debido a que su hijo y su ahijado estudiaban ahí. Nadie de la región quería enemistarse con el coronel.
El rancho funcionaba prósperamente con las plantaciones de marihuana que recogía para venderle al mismo ejército que comandaba, y quien regía las siembras era un capataz mal encarado, fiel a su patrón. Este duro hombre un día descubrió al hijo del coronel y a su ahijado en el granero fumando un porro de marihuana.
Los jóvenes fueron llevados ante el coronel por su capataz, pues para su mala suerte era una de las temporadas en que Serrano se encontraba en el rancho. El coronel permaneció sentado en el sillón, mirando a los dos jóvenes. Su grueso bigote parecía juzgarlos señalándolos con las puntas, haciéndolos sentir más culpables. Los muchachos estaban aterrados ante la idea de que se descubriera su desliz.
—¿Saben qué hicieron, par de pendejos? —Fue lo único que preguntó el coronel, señalando el pequeño pitillo que se les confiscó.
—Queríamos saber qué se sentía… —murmuró Bernardo. Su padre no respondió. Los miró en silencio, afilando las puntas de sus bigotes hacia el cielo. Suspiró y con una señal hizo que se acercara el capataz del rancho. Este les entregó dos cigarros de marihuana enormes, del tamaño de un rodillo de cocina. Estaban hechos con papel periódico, afilados en una punta para ser chupados como pitillos. Serrano se levantó y le colocó a cada uno en la boca un porro. Mientras se los prendía con su encendedor, exponía:
—Van a fumar. Y lo van a fumar todo, ¿de acuerdo?… Miren, chamacos, cuando estaba en la revolución, era común que los soldados se echaran su churrito. Era para agarrar fuerzas, para que tuvieran huevotes para luchar. Yo nunca le entré. No porque me lo viera mal, sino porque yo agarraba fuerzas de un buen trago de mezcal. A mi general Villa no le gustaba que bebiera, pero no le importaba que fumara hierba. Aun así, nunca lo hice. Pensaba que era para simples soldados, para maricones que no poseían los huevos de agarrar las riendas y pelear como hombres… Vacas, putas y simples vacas.
Bernardo comenzó a toser y dejó el gran cigarro a un lado. Su padre esperó a que terminara su tos. Cuando se recuperó, le dio una gran bofetada, volviéndole la cara por el golpe, y le indicó seriamente:
—Sígale chupando, pendejo, hasta que se lo acabe…
Con eso motivó a Raúl a seguir dándole caladas a su porro a pesar de que se sentía mareado y con el estómago revuelto. La oficina del coronel parecía estar sumergida en una espesa y olorosa neblina.
—Les decía que yo no lo fumé porque es para débiles… Si necesitas esta madre para chingarte a la vida, es que eres un puto jodido. Los pendejos son los que la fuman —explicó. Raúl dejó su porro y, con los ojos llenos de lágrimas, preguntó entre carraspeos:
—¿Pero…, padrino…, por qué lo siembra?
—Es pasto para vacas, mijo. Ellos son vacas… Esta es su comida —le explicó el coronel sin parpadear—. Nosotros vamos a ser los hombres que crían a las vacas… Y para que no se les olvide, quiero que se pongan listos, pues van a tratar de esquivar los golpes que les voy a dar.
Bernardo y Raúl se miraron admirados al escuchar esas palabras. Estaban totalmente intoxicados, apenas sosteniéndose entre ellos, por lo que la idea de ponerse a pelear era algo que apenas podían digerir.
—Quiero que traten de golpearme. Que me den el mejor puñetazo que puedan en la cara, pero debo decirles que me voy a defender, y espero que ustedes, chamacos cabrones, puedan esquivar mis puños.
El coronel se colocó frente a Raúl, y el capataz hizo lo mismo con Bernardo.
—¡Vamos, golpéame! —le indicó a su ahijado, colocándose en posición de pelea. Raúl lanzó un golpe que cruzó cortando el aire en un zumbido, tan lejos de la cara de su protector que apenas le movió los pelos del bigote. Bernardo apenas si pudo levantar el brazo para golpear al capataz.
—¿Eso es todo, mariquita? —lo retó el coronel. Y con los dientes apretados le soltó un puñetazo directo en medio de los ojos. La nariz de Raúl explotó en una llamarada de sangre, y el chico saltó hacia atrás. El coronel, con los puños cerrados, se acercó a él. El chico se levantó quejándose, salpicando de carmesí el suelo. Trató de lanzar un nuevo tiro con su mano izquierda, pero fue detenido por el coronel, para conectarle el puño derecho en el estómago. El golpe fue tan fuerte que le hizo volver el estómago. Raúl cayó al suelo, derramando sangre y vómito.
—¡Quiero que te defiendas! ¡Ándale, chamaco, defiéndete!
—¡Basta, déjalo, padre! —intervino Bernardo tratando de aferrarse a su padre, cosa que fue contraproducente, pues el militar se giró y le dio una bofetada que lo puso a un lado de su primo, gimiendo a la par de él.
El coronel se detuvo. No golpeó más. Movió la cabeza molesto, pero reprimió su coraje.
—¿Comprendieron lo que pasó? ¿Bernardo? ¿Raúl? Con esa mierda en tu cuerpo no puedes pelear. Si no pueden pelear, los matarán. Por eso no quiero que vuelvan a meterse nada, pendejos… —Los puños se abrieron. Sacó un pañuelo de su bolsillo y se limpió la mano ensangrentada. Los chicos permanecieron tirados, gimiendo como críos—. Si quieren divertirse, nos vamos a la cantina juntos a chuparnos un tequila o con putas. Pero vuelven a fumar algo, y yo mismo los mataré… ¿Comprenden?
No hubo respuesta de ellos. Solo lloriqueo y quejidos. El coronel los dejó con sus pensamientos, seguido del capataz.
—¿Te hizo daño? —balbuceó Bernardo a su primo.
—Me duele —respondió Raúl, pero el dolor era algo más profundo que lo físico. Sentía que había fallado ante los ojos de su padrino. Se sentía sucio, por lo que trataría de limpiar eso. Nunca más defraudaría al coronel, se prometió.