Había un retén a la orilla de la carretera, instalado con prisas y sin mucho planeamiento. Apenas era una manta sobre tres palos para hacer una sombra bajo aquel recio sol que aporreaba a cualquier ser vivo que intentara poner un pie en el desértico paraje. Dos Buicks estaban estacionados a un lado del camino, apenas una pista polvorienta. Un cúmulo de hombres permanecía esperando con cigarros en la boca, espantando con sus sombreros a las moscas que insistían en molestarlos. A la sombra del campamento improvisado descansaba una ametralladora Browning M1917A sobre su trípode, apuntando al frente. Se estaba volviendo el arma de moda entre las fuerzas de la ley por su desempeño desbaratando personas. Una pulcra máquina elaborada por artesanos norteamericanos con el único fin de borrar humanos del censo nacional.
En el horizonte se levantó un gusano de polvo que venía hacia ellos por el camino de tierra. No había testigos cercanos, a lo mucho un par de liebres escondidas entre las sombras de los cactus. Ciudad Juárez estaba rodeada de una nada tan perfecta que bien podría olvidarse que existía un lugar así en el mundo. Pero debido a ese retrato, el mayor Enrique Dosamantes sonrió al ver la polvareda, ya que estaba seguro de que donde nadie ve, es donde las cosas realmente sucedían.
—¡Vale, cabrones! —les gritó abriéndose la chamarra de piel de borrego. Llevaba su placa en un costado de la camisa, pero cubierta por el abrigo. No importaba que no se viera que era el jefe de la policía del Estado de Chihuahua, pues estaban en un páramo olvidado por Dios, el diablo y el resto del mundo.
A Dosamantes lo había colocado el gobernador para velar por los intereses del Estado. Y eso significaba, traducido a un lenguaje coloquial, brindar protección a sus negocios. La revolución había dejado un exceso de militares que para lo único que servían era para matar y dar órdenes. Por más que quisieran incluirlos en los Gobiernos federal y estatal, siempre faltaban puestos para los hijos de puta, como Dosamantes, por eso él se sentía agraciado de gozar con la bendición de su superior, así como por la confianza para que actuara en beneficio de las necesidades del gobernador. A diferencia de lo que los diarios decían, su labor como jefe máximo de la ley del Estado no era para velar por la seguridad del Estado, sino para conseguir dólares, que en montones daban poder. Y el poder era lo único que importaba.
—¿Está seguro de que son ellos? —preguntó Robles, uno de sus agentes de policía más cercanos. Era un enjuto hombre que poseía ojos grandes de tecolote y panza amplia, a la manera de cerdo en engorde.
—Lo son, mi Tecolote —le respondió Dosamantes, revisando su rifle de repetición.
No hubo ningún otro comentario. Con eso último terminaba la charla entre ellos. Era innecesario explicar que había recibido toda la información directamente de la oficina del gobernador. Estaban esperando un cargamento de alcohol y morfina que cruzaría al otro lado de la frontera.
El mayor Dosamantes no esperaba un pequeño paquete con algunas botellas, como los que acostumbraban destacar en las noticias. Sospechaba que estaba frente a algo grande y jugoso. El Pablote, encargado de llevar la droga de su esposa, la Nacha, se había hecho con una gran lista de clientes al otro lado de la frontera cuando les arrebató el mercado a los chinos. La implementación de la Ley Volstead en los estados norteamericanos era una importante fuente de oportunidades para los habitantes de la frontera, en especial para los de Ciudad Juárez, que sobrevivían con la venta de cualquier cosa que compraran los yanquis. Desde luego, su especialidad era alcohol y marihuana.
Lo que se acercaba era un convoy de cinco camiones, todos cargados hasta los topes con lonas encima para que el calor y el polvo no maltratara la mercancía. Al ver al grupo de hombres que había colocado Dosamantes, los vehículos comenzaron a aminorar su marcha.
Al llegar hasta el toldo que se inflaba esporádicamente por el viento, se detuvieron por completo. No hubo movimiento por un tiempo, esperando que la nube de polvo desapareciera. Del camión principal descendió un hombre con un pañuelo rojo que le cubría la boca, le servía de cobertura para no atragantarse de la polvareda en el desierto chihuahuense. Se quitó su sombrero de cuero y se limpió los ojos. Con la vista despejada, el conductor no observó los rostros ni la placa que apenas se asomaba en el pecho de Dosamantes, lo que le inquietaba era la ametralladora que permanecía apuntándole, nerviosa por escupir sus balas.
—¿Qué pasó, compadre? —preguntó el conductor, tratando de aparentar tranquilidad. Lo hizo con un tono natural, un saludo entre viejos conocidos. Los negocios ilícitos en Ciudad Juárez funcionaban con grasa en los engranajes. Esa grasa venía en forma de dinero. No había por qué preocuparse si este había sido distribuido correctamente.
—¿Pa’ dónde, primo? —preguntó el Tecolote sin sacar su revólver. Los demás conductores del convoy descendieron de los camiones.
—Pus pa’ Las Cruces, compa… Ya sabes que hay que ir ladiando por allí, pa evitar a los rangers… —explicó el chófer de la pañoleta sin poder dejar de lanzar vistazos a la ametralladora.
—Sí, los tejanos chingan mucho… —le confirmó el Tecolote.
—¿Pero qué no quedaron de mandarlo para Columbus? —preguntó el mayor Dosamantes metiéndose en la charla.
—No, compa. Eso fue hace días. Esto es pa’ Las Cruces, pero seguro el Pablote ya les dio su pedazo de bolillo, ¿no? —explicó el chófer bajándose el pañuelo. No era extraño encontrarse con policías en el camino, puesto que ellos mismos servían de protección de los rangers de Texas que vigilaban la parte de su estado. Por eso todos preferían adentrarse a Nuevo México, donde se tenía mejor control del cruce, o al menos estaban mejor aceitados los engranajes.
—Pues ¿adivina qué, compa? —dijo el jefe de la policía, ofreciéndole un gesto complaciente al chófer, que seguramente llevaba varias horas conduciendo bajo el sol.
—Pus no, compa…, ¿qué? —respondió.
—No sabía nada —contestó dignamente Dosamantes, apartando su chamarra de borrega para que brillara la placa de policía. No supo si fue la respuesta o el hecho de que en ese momento el incauto chófer lograra reconocerlo como el jefe de la policía, pero su bronceada tez permutó a un blanco sábana. Si hubiera visto un fantasma, posiblemente su miedo habría sido menor.
—No… El Pablote me dijo que ya estaba —trató de tranquilizar la explosiva situación. Dos de los que conducían lentamente regresaron a sus vehículos, sabían que no estaban en una posición ventajosa ni cómoda para hablar con los representantes de la ley.
—Tienes razón, compa. Ya estaba… —respondió Dosamantes. Colocó su rifle hacia el chófer sin apuntar, tan solo sosteniéndolo a la altura de su cinturón. Cuando lo sintió asegurado, le disparó. El hombre cayó de bruces al suelo polvoriento. Su pierna terminó como un muñón de sangre y retazos de carne. Las dos únicas liebres que atestiguaban el encuentro saltaron a sus madrigueras ante la detonación.
Esa fue la señal: la ametralladora Browning mostró lo que sus vendedores aclamaban, una cadencia de 450 disparos por minuto. Y esos disparos destrozaron todo lo que podría estar vivo en los camiones. Los gritos de los chóferes fueron ahogados por el retumbar de los disparos y las explosiones de las botellas de alcohol en las cajas. La sangre rápidamente se mezcló con la bebida derramada, mojando el seco suelo del desierto.
Cuando la Browning dejó de escupir fuego, sus tronidos continuaron cantando en el eco de las colinas del desolado paraje. Casi un minuto después el silencio llegó para volverse a quedar en el ambiente. El Tecolote Robles se acercó a los camiones. El olor a alcohol barato y pólvora quemada flotaba en el paisaje, golpeándole la nariz.
—Nos chingamos las botellas —le dijo a su jefe.
—La morfina es lo que importa, búscala, Tecolote. También deben traer marihuana. Todo llévenlo para mi coche —indicó el mayor Dosamantes, acercándose al chófer acribillado. No se movía. La ametralladora lo había rematado. Le gustó eso, pues no quería volver a disparar contra él.
—¿Qué hacemos con los cuerpos? —preguntó de nuevo Robles.
—Los zopilotes se encargarán de ellos —explicó el jefe de la policía, alegre. Estaba feliz por cómo sucedieron las cosas. Él realmente esperaba que hubiese resistencia cuando vieran el retén. Temía que les repelieran el ataque con balas.
Era una ventaja contar con la Browning. La había aceptado con gusto como regalo de un amigo del gobernador, el coronel Serrano. Se había presentado con él para darle su apoyo en el negocio que tenía con el general Abelardo, quien se vislumbraba como el próximo jefe supremo. Al dársela en una comida en el salón El Popular, le explicó con su jocosa forma de ser: «Mire, mijo, en la revolución nos cargamos a los pelones con una de esas. Podía mandar a la chingada a todos los maricas de soldados que te daban, pero la Browning se quedaba conmigo. Y déjame decirte una cosa, no puedes rezarle al diablo sin enojar a Dios. Así que, si te vas a pelear con Dios, mejor ten una de estas chuladas de tu lado. Viene bendecida por nuestro señor gobernador».
El jefe de la policía estatal no entendía muy bien la relación de ese hombre de hablar desenfadado con el gobernador o con el próximo presidente. Pero incluso le comentó que no duraría mucho el nuevo, pues ya venía otro, el mismo que le vendió la Browning: el capitán Roberto Fierro Villalobos, quien era director del departamento de armamento. Al jefe de la policía no le parecía que Serrano fuera un importante militar ni tuviera altas bendiciones del general Calles, pero, aun así, lo respetaban y alababan todos a su alrededor como si fuera un viejo camarada. Comprendía que se trataba de un amigo de gente importante. Y eso es lo que contaba en el Gobierno. Consideraba que el militar del bigote villista tenía más huevos en su entrepierna que cualquiera de los presidentes que desfilaron por la capital después de Calles. Si algún día ese Serrano se presentaba a gobernador, presidente o reina de la primavera, tendría el voto seguro de Dosamantes.
Pero por desgracia no pudo llegar a ver eso.
Tan solo a tres días de haber atacado la entrega del Pablote para los norteamericanos en el desierto, el mayor Enrique Dosamantes fue acribillado por un joven que estaba haciendo su tarea para alcanzar un lugar privilegiado en el panteón de los dioses de Ciudad Juárez: Enrique Fernández Puerta, quien ya había tenido varias rencillas con Dosamantes. Todo comenzó cuando en una partida de naipes se pelearon de palabra y, al calentarse el ambiente, terminaron la sesión con varios disparos entre ellos. Cuando el Pablote se enteró de que le habían arrebatado el cargamento, se unió a Fernández para librarse del mal que los aquejaba.
El mayor Dosamantes fue asesinado a balazos en la calle, y aunque las noticias decían que había sido un matón contratado en El Paso, todos sabían que esas balas tenían remitente de alguien más cercano, ya fuera del autor intelectual, como el Pablote, o del que hizo el trabajo, Fernández Puerta.
Lo que nunca supieron es que había alguien por encima del mayor Dosamantes. Pensaron erróneamente que este era la cabeza y que, quitándolo del camino así, se resolverían sus problemas. Desde luego, estaban equivocados. En México, siempre hay alguien por encima, incluso del mismo presidente.
Al fondo de la calle Mariscal, en el corazón de Ciudad Juárez, se arremolinaba una serie de cantinas que servían de refugio para los fiesteros trasnochados o rancheros en afán de fiesta. Algunas eran para los yanquis de El Paso o del Fuerte Bliss, al norte de la ciudad, allí buscaban un poco de distracción en el alcohol. Pero otras eran para los bebedores locales. En esas cantinas, siempre había alguna banda de acordeón, guitarrón y violín tocando corridos compuestos en la revolución o los éxitos radiofónicos de Agustín Lara.
En la cantina El Popular se trasnochaba con los acordes de «Nunca» de Guty Cárdenas cuando la puerta se abrió para dejar colar en su interior un gélido viento y a dos hombres con chamarra. Eran las tres de la mañana, una tardía hora para seguir buscando fiesta. Sin embargo, para el Pablote y su amigo el Veracruz, cualquier hora era buena para buscar unas cervezas.
El Pablote era de cuerpo voluminoso, con un pelo graso que comenzaba a escasear. Servía de contrapunto a la esbelta figura del Veracruz, quien llevaba siempre la piel tostada y ojos tremendamente claros. Ambos se quedaron un rato en la entrada, husmeando el salón. A su paso, el Pablote hacía callar a los comensales, era un hombre temido y muchas veces envidiado. Provenía de la policía y de los conflictos en las rancherías, donde el calor de la sangre le daba picor a la pistola. El único que podía calmarlo era su matón de cabecera, el Veracruz, quien era el catalizador de su explosiva personalidad, nivelándola con la calma helada del gatillero. No solo compartían el negocio de la venta de morfina, opio y marihuana, sino que el Veracruz le había concedido la posición de padrino de su única hija, Amanda. Pero aunque fueran compadres, esa palabra pocas veces aparecía en su léxico.
—¿Qué?, ¿nos quedamos? —murmuró el Pablote.
—Nos quedamos —respondió su compañero.
El salón El Popular apenas alojaba en su interior a tres borrachos. Prácticamente estaban cerrando, esperando que los últimos comensales pidieran la cuenta. El Pablote se sentó en una de las mesas desocupadas, mientras que el Veracruz lo hizo en el otro extremo.
En la mesa contigua, estaba uno de los policías locales, quien había trabajado cerca del mayor Dosamantes: el Tecolote Robles. Andaba huérfano de patrón, pues se lo habían matado apenas una semana atrás. Lo acompañaba un borrachín local, que encontró la lucidez para huir al ver al Pablote sentarse al lado de Robles.
—Pero ¿que no es el Tecolote? A mí me dijo un pajarito que andaba de capa caída porque le mataron al mayor Dosamantes… —dijo mirándole la espalda al policía, quien, sin volverse, se quedó dándole pequeños tragos a su cerveza.
—Chistosito, Pablote. Usted es muy chistosito.
—No, mi Tecolote. Chistosito es verte empinarte mientras te dan por el culo… ¿A poco no le gusta eso? —terminó el delincuente con una carcajada ahogada en un espasmo.
—Lo que me gusta es cuando tu vieja, la Nacha, me la mama —murmuró suprimiendo su rabia el policía, pues sabía que podía picarlo, pero no apuñalarlo. Era demasiado peligroso aun para un representante de la ley.
—¡Ora, pues! ¿A poco tienes?… Yo pensé que te la habían cortado por falta de uso, puto.
—Mire, Pablote, ya sé que andamos los dos calientes, pero si lo que quiere es bronca, no es aquí donde la va a encontrar. Menos con su muchachote que le limpia la cola cuando caga… —manifestó el Tecolote, volviéndose para mirar al Veracruz, que ni siquiera le regaló un parpadeo. El matón del Pablote imponía en cualquier lado. Fácilmente le sacaba una cabeza a cualquiera, y su grueso mostacho parecía perro bravo amarrado a la nariz.
—¿Por qué no va y le dice al gobernador que vaya a chingar a su madre? —lanzó el Pablote con carcajadas etílicas.
—¿Por qué no va usted a chingar a la suya? —le reviró el policía.
—No, mi Tecolote, así no es la cosa. Quedamos como caballeros en un trato, pero se pasaron de verga con lo de Las Cruces… —dijo el Pablote señalándolo con el dedo, que semejaba una gorda zanahoria.
—¿Nosotros nos pasamos de verga? —balbuceó incrédulo El Tecolote—. Creo que usted está pero bien pendejo. ¡Estaba haciendo ventas sin avisar! Eso a sus socios no les gustó nada.
—¿Socios? ¡Mi puta chingada madre! ¿Cuáles putos socios?… A nadie le importa Ciudad Juárez, no esté chingando. ¿Usted cree que en la capital se andan mamando con chingaderas lo que aquí sucede? ¡No jorobe, Tecolote! —esclareció molesto, se levantó de su silla y comenzó a manotear en el aire. Con uno de sus gestos golpeó la cerveza de su mesa.
La botella cayó al suelo, estrellándose y salpicando la bota de su compañero, el Veracruz. El matón bajó la mirada mientras el tufo fermentado de la bebida derramada le daba una cachetada. Al volver a levantarla buscando una disculpa, se dio cuenta de que el Pablote seguía gritando:
—¡Yo no soy ningún pendejo! ¡Lo que quieren es chingarme!… Es lo único que quieren.
Cuando el Pablote trató de dar un paso al frente, casi se cae al perder el equilibrio, pero logró detenerse con la silla. Su falta de coordinación denotaba que había sido una noche larga y seguramente llevaba más gasolina dentro que su coche.
El Tecolote Robles permaneció en su asiento, aterrado. Sabía que estaba muy molesto por lo sucedido con su cargamento, pero aquel hombre no comprendía que no era un mercado libre donde cualquiera podía hacer sus ventas sin avisar. El Pablote era un hombre acostumbrado al campo, a hacer lo que le apetecía y no ceñirse a las reglas. Eso lo dejaba a su mujer, quien llevaba los libros y las cuentas del negocio de la venta de estimulantes. Aunque juntos comenzaron el negocio y no necesitaban de la ayuda de nadie, así fuera la misma policía, había ahora jugadores más importantes que también querían una parte del pastel.
—Ya estoy harto de esta bola de cabrones, putos malvivientes. ¡Todos se van a ir a chingar a su madre! —maldijo, abriéndose la chaqueta de gamuza para sacar de la cartuchera su revólver.
La punta del arma terminó a solo un palmo de la nariz del Tecolote Robles, y él abrió tanto los ojos al ver el revólver, que casi se le salen corriendo de las órbitas.
—Calma, Pablote… —rumió el Veracruz, sentado y mirando con disgusto su bota manchada de cerveza.
—No, compadre. Ya me cansé de que se la pasen chingándome. Así como nos chingamos al Dosamantes, nos chingamos a todos —escupió el Pablote con una sonrisa psicópata.
El Tecolote tragó saliva. La poca gente que aún quedaba en la cantina se levantó lentamente, apartándose del centro de la acción para pegarse a las paredes. El Pablote era una mecha corta para los pleitos. Esas paredes bien sabían que no le importaba tirar del gatillo a la menor provocación.
—No me va a disparar —murmuró el Tecolote con la pistola cosquilleándole en la nariz.
—¡A huevo que sí, cabrón! Ya te cargó la madre, Tecolote. Si puedes decirles a tus patrones algo después de que te quiebre, diles que aquí mi palabra es la que manda… —La voz del Pablote iba arando un camino en el aire, arrastrándose por la borrachera.
El Tecolote Robles solo pensó en lo molesto que le resultaba todo eso, mas no estaba en una posición ventajosa para discutir con un borracho dueño de un dedo urgido por dispararle. La sonrisa del Pablote iluminó su rostro abotagado por el alcohol y los tacos de tortilla de harina. Ese mismo rostro continuó en él a pesar del disparo.
Fue un relámpago que resonó por el local como cohete en fiesta patria. El Pablote apenas se movió cuando la bala entró por su espalda. Apenas sintió una picazón y, luego, el ardor. Tardó varios segundos en comprender que había sido el Veracruz quien le había disparado. Se volvió incrédulo, desbaratando su sonrisa y cambiándola por un gran signo de sorpresa en el rostro.
—¿Veracruz…? —balbuceó, escupiendo un hilillo de sangre.
El Veracruz levantó su pistola a la altura de los ojos del Pablote, y con su cara fija, como esculpida en granito, le soltó:
—Al general Serrano no le gustan los pendejos. Y usted es uno muy grandote, compadre.
Sin dar más explicación de algo que era obvio, le volvió a disparar. El Veracruz había entendido el nuevo juego del negocio de la venta de narcóticos y se atenía a los mandatos de los que manipulaban el tablero; seguía sus órdenes.
La nueva bala le voló medio rostro al Pablote, desde la mejilla hasta la oreja. No fue instantánea su muerte, sino que, convulsionándose con las manos en la cabeza, daba alaridos en el suelo. Lo hizo el tiempo suficiente para que el Tecolote Robles lograra sacar su pistola de policía y lo rematara con un tiro en el corazón. Increíblemente, el policía estaba llorando cuando lo mató.
—Hijo de tu puta… —soltó el Tecolote Robles sacando por fin toda la angustia retenida al verse cerca de morir. Ese sentimiento de liberación le hizo apretar el gatillo nuevamente sobre un cuerpo que ya estaba muerto. Entonces dejó la pistola a un lado, en la mesa. Levantó las manos indicando a los aterrados comensales—: Llamen a la policía. Digan que fue en defensa propia.
El Veracruz meneó el bigote de un lado a otro, guardó su pistola en la cartuchera y se encaminó a la barra del bar, donde se protegía de la balacera un aterrado camarero.
Le tomó la servilleta que llevaba en las manos y se agachó para limpiar su bota. Para cuando apreció que había quitado suficientemente bien los rastros de la cerveza e hizo brillar de nuevo la piel de víbora gris, se volvió a sentar en su silla, esperando. Un par de agentes de uniforme llegaron a tiempo para interrogar a Robles. No hubo un solo testigo que no dijera que la muerte del Pablote fue por defenderse de su ataque y ninguno hizo una alusión al Veracruz.
Cuando la policía terminó de hacer las indagaciones, el sicario suspiró. Pensó que tendría que mandarle un telegrama al coronel Serrano para decirle que estaba hecha la labor encomendada. También había que mandar limpiar su camisa negra para el entierro de su amigo el Pablote. Quería verse bien vestido cuando fuera a presentar sus respetos a su comadre, la Nacha. El entierro del Pablote fue el domingo. No hubo rezos ni rosarios. El clima seco y caliente de Ciudad Juárez no lo permitía. Había que enterrar a los muertos de inmediato o comenzaban a apestar. No hubo mucho papeleo ni preguntas incómodas, se resumía en una pelea de cantina, muy comunes en Ciudad Juárez. Nadie se sorprendió de que así terminara el maleante del esposo de la Nacha, le antecedían años de conflictos.
La viuda, una mujer menuda, miró el ataúd y suspiró. Sabía que tarde o temprano algo así sucedería. Estaba más que cantado que, con la actitud prepotente y de buscabullas del Pablote, su final no sería placentero. Días atrás, ella le había llamado la atención por su manera de ser tan explosiva. Pero su esposo simplemente le contestaba de manera ruda: «¡Así te enamoraste de mí, y así me vas a enterrar, vieja!». Mientras que a él le gustaban el despilfarro y las parrandas, ella distribuía de forma silenciosa la droga en el centro de la ciudad, principalmente en el sector delimitado por el callejón Victoria y la calle Mariscal, zona conocida como la esquina alegre. Un par de lágrimas corrieron por las mejillas de la mujer. Solo fueron dos, pues no pudo darse el lujo de desquebrajarse ante las fuerzas que ya anhelaban el control de la plaza. Lo importante, sabía ella, era mantenerse aferrada a su posición en el negocio y, así, asegurar su supervivencia.
El ataúd del Pablote estaba cerrado. Aunque en el acta levantada por los oficiales se decía que había sido un tiro en el pecho, el rostro de su esposo quedó cual retazos de carnicería. Lo había vestido con sus galas y las botas de color café de piel de cocodrilo. La Nacha le colocó el sombrero blanco entre las manos y su revólver Colt a un lado, mientras que del otro lado puso una pequeña biblia para que lo guiara en el camino al cielo.
Con una inclinación de cabeza, pidió que sellaran la última morada de su marido. Era una manera de cerrar la puerta hacia su pasado y aceptar que ella se quedaría con el negocio y sus cuatro hijos. Se bajó el velo negro, que le nubló la cara morena, para luego sentarse en la capilla a orar por el descanso de su marido al lado de un numeroso grupo de personas que trataban de entrar en el diminuto salón.
El mismo Veracruz, su compadre, la escoltaba a su lado. Cuando la Nacha se volvió para ver la cara fría de su compadre, supo que ese hombre sabía algo más de lo que le dijeron los policías.
—Comadre, debe pensar en sus hijos —le murmuró al oído el Veracruz. La Nacha arqueó las cejas, sorprendida por el comentario. El sacerdote se había colocado frente al ataúd y estaba comenzando la misa de cuerpo presente con la señal de la cruz en el aire.
—Pienso en ellos —respondió la Nacha, y sintió que, al decirlo, aparecía una mueca en el Veracruz. El hombre se volvió, le pasó el brazo por la cintura y, con un empujón amable, la invitó a que lo acompañara fuera de la capilla. El sacerdote prosiguió con la misa, mirando cómo la viuda se perdía en la sacristía con el gigantesco hombre de bigote. Los presentes pensaron que su compadre se la llevaba para calmarla, pero en la mujer ya no había llanto alguno, solo una gran sorpresa.
Al asegurar la puerta de la sacristía apenas entraron, la mujer revisó el lugar con la mirada. Se encontró con una imagen de la Virgen de Guadalupe escoltada por una cruz de latón y una talla de san Judas Tadeo. En el centro, un escritorio de madera, donde el párroco firmaba las actas de bautizo y defunciones. El asiento estaba ocupado, mas no por un hombre santo: vestía ropa de ranchero color café, sombrero de palma claro, con gafas redondas de cristal verde para evitar los rayos solares. Lo que más le intrigó a la mujer fue el bien cuidado mostacho con las puntas hacia arriba. Ella había sufrido los embates de la revolución y supo distinguir que estaba frente a un completo cabrón. Solo los villistas portaban con tanta gallardía ese bigote. El coronel Benito Guadalupe Serrano se levantó al verla y le tomó la mano para besarla amablemente.
—Mi más sincero pésame, doña Ignacia. Conocí a su marido hace unos meses. Un hombre alegre, debo decirle —le dijo con voz solemne.
Ignacia Jasso se volvió para ver a su compadre, el Veracruz, quien se limitó a mover la barbilla instigándola a hablarle a ese extraño y aprobando la situación.
—Gracias, don…
—Olvídese de los nombres, doña. Aquí, piense que soy su ángel guardián. Yo soy el que va a hablarle bien de usted al gobernador y quien evitará que más cosas malas sucedan… —se presentó Serrano seriamente. Ella le paladeó el acento de Jalisco. Parecía borrado, pero, si se descuidaba, la manera de cantar las palabras aparecía en su hablar.
—¿Con el gobernador? —repitió la Nacha, un poco atolondrada por la sorpresa.
—Sí, o el presidente Abelardo. Lo que usted mande —completó Serrano, quitándose las gafas oscuras para mostrar sus ojos negros—. Nadie le tocará su negocio. Y si alguien se atreve a hacerlo, aquí, su compadre, el Veracruz, se lo quiebra, ¿entiende? —inquirió el coronel, de nuevo tomándole la mano a la viuda. La mujer se puso firme. No era una condolencia lo que recibía, sino un trato de negocios.
—Me quitaron a mi esposo, ¿por qué debo creerle? —preguntó la mujer, rabiosa.
—Porque usted sí es inteligente. Estoy seguro de que sabrá hacer lo correcto. Miré, doña, su esposo era… —Trató de buscar la palabra correcta. Fue el Veracruz, quien nunca hablaba, el que terminó la frase:
—… Un caballo desbocado.
Ignacia Jasso comprendió que tal vez su compadre no era un simple testigo de los dolorosos hechos sucedidos la noche anterior. Podía recriminarle con llanto su traición, pero en algo no se equivocaba el hombre de los espejuelos oscuros, y era en que ella realmente era inteligente. Le estaban ofreciendo un trato de manera sencilla, solo debía aceptarlo o rechazarlo. El drama estaba desechado desde un principio.
—¿Qué gana usted? —lo desafió.
Serrano no dijo nada. Así de claro era el asunto, que no se necesitaba una sola palabra más. La Nacha movió la cabeza: algo turbio presentía en todo.
—Si algo sucediera, ¿a quién llamaría? —preguntó la mujer. El hombre de las gafas oscuras trató de sonreír, pero recordó que estaba en un velatorio y se conformó con alzar las cejas.
—Ni siquiera tendrá que llamar, doña.
Le gustó la respuesta. Aunque no era difícil saber que su compadre velaría porque todo funcionara bien. No más juegos sangrientos con la policía ni traiciones con otros vendedores de drogas. Sería como un negocio en forma, como ella misma deseaba tenerlo: controlado y en orden.
—Tengo que atender a los presentes al entierro, don. Gracias por sus condolencias —le dijo Ignacia al coronel Serrano. Le estrechó la mano de manera tímida, pero apretó lo suficiente para dar a entender que aceptaba la propuesta.
El militar se inclinó ligeramente para ofrecerle sus respetos. El gesto fue marcial y elegante, e hizo sentir a la mujer como una verdadera reina. La Nacha se perdió detrás de la puerta, donde la esperaban sus cuatro hijos y el cuerpo de su esposo, el Pablote.