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Enero, 1931

Mi vida está encadenada a los infortunios. Yo misma fui concebida como una fatalidad que no solo trajo destrucción a mi familia, sino que arrastré una serie de sucesos que cada vez se fueron volviendo más inverosímiles. El matrimonio de mis padres se debió a que venía yo en camino. Fue desaprobado por los parientes de mi padre, que se unió con una muchacha de pueblo como mi madre. Cuando nací el 19 de julio en 1911, en San Luis de Potosí, mi abuela supo que estaría señalada por el destino, ya que ese mismo día la aldea fue devastada por un huracán, algo sumamente extraño en nuestra ciudad, marcando por siempre mi cumpleaños.

Pero aun con todo en mi contra, con la consigna de mi abuela sobre la criatura que nació el mismo momento en que se destruyó la casa y con la maldición de la fatalidad que se expandió cuando mi padre murió en el campo de batalla esa noche, desde niña supe que iba a ser una estrella. Sería una artista tan famosa que brillaría desde el extranjero iluminando a todos. Así que, al cumplir cinco años, sufriendo una de las hambrunas más terribles, fui con mi abuela, que se dedicaba a bordar chaquetitas para los niños ricos de San Luis, y le expliqué que sería una cantante reconocida sin importar que mi propio linaje me hubiera maldecido. La anciana se rio de mí, me explicó que nadie puede huir del destino que la vida nos tiene reservado, pero me felicitó por ser muy valiente al intentarlo. Como ejemplo de mi predestinación, puso a mi padre, quien sabía que tenía su batalla perdida contra los villistas y, sin embargo, se lanzó a pelear al lado del traidor Victoriano Huerta. Lo capturaron en el zafarrancho y lo desmembraron amarrándole cada extremidad a un caballo. Así se terminó para mi madre la fortuna de la familia Salvatierra: el hermano menor de mi padre, un empleado de una minera inglesa, nos echó del rancho con la ayuda de abogados y matones.

Entonces, mi familia se limitó a tres generaciones de mujeres: mi abuela, que hacía tortillas de harina o tejidos para ganar unos pesos extra; mi madre, costurera para las familias acomodadas de San Luis Potosí; y yo, una chica flaca de trenzas que estaba más interesada en andar jugando en los establos con los hijos de los caballistas que en estudiar.

Como mi madre y mi abuela tenían que trabajar para conseguir el dinero, nunca estuvieron encima de mí para comprobar que asistiera a la escuela. Por la noche, ya con el sol metido, llegaba al cuarto que alquilábamos, cubierta de lodo y con el vestido rasgado.

Dejé de jugar en el campo con los chicos cuando noté que mi cuerpo cambió. Ellos también lo notaron: cuando retozábamos detrás de una pelota o jugábamos al escondite entre los sembrados de maíz, los niños se lanzaban sobre mí tratando de tocar mi pecho, que comenzaba a sobresalir. Si tenían suerte, levantaban mi falda para verme las enaguas. Comprendí que el lugar más seguro era la escuela. De un día para otro, me metí de lleno en los estudios de la escuela del convento de Santa Teresa, donde las monjas me arroparon como a una huérfana.

En el colegio no solo aprendí a leer y escribir, también descubrí la facilidad que tenía para el canto y las clases de música. Era yo quien hacía los solos en los himnos religiosos de los domingos. Mi madre siempre lloraba al escucharme, murmurando que mi padre habría estado orgullosa de su pequeña.

Todo habría ido bien, pero los años de caballo desbocado entre los niños de las rancherías me habían moldeado un carácter terco. Incluso demasiado duro para una niña sin dinero pero con exceso de orgullo. Combinación poco recomendable entre la estirada sociedad de San Luis Potosí. Cuando no pude ya esconder mi busto con los vestidos que mi abuela me cosía, me corté las largas trenzas para llevar el pelo corto, a la manera de las mujeres modernas de la capital. Con esa imagen más adulta, comencé a trabajar en la tienda Departamento Nacional. Ahorraba parte de mi salario para poder continuar con mis clases de baile y canto, mientras que el resto era para mi madre. Fue en ese tiempo que casi logro convencer a mi abuela de que mi destino no estaba sellado y que tendría un relativo éxito consiguiéndome un joven pretendiente de la burguesía. Pero ella no sabía que, aunque aceptaba las flores o los regalos de los muchachos que conocí durante mis horas de trabajo en la tienda, no estaba interesada en ninguno de ellos.

Mi maestro de baile, quien pasaba la mitad del año en la provincia para cuidar las inversiones familiares, fue quien me dio el empujón final. Él montaba una comedia musical en el Teatro Principal de la capital de vez en cuando para matar el tedio de su vida holgada. Era un elegante viejo con los gustos de una señora de sesenta, el cutis de una niña de veinte, al que siempre le apetecían los hombres de treinta. Me invitó a tener un papel en su montaje, dándome la ocasión para lanzarme al ámbito que realmente deseaba. Además, me otorgó una oportunidad única para dejar el sofocante ambiente recatado de la provincia mexicana, más preocupado por los comentarios de las matronas en la misa de los domingos que por los cambios modernos de nuestro país.

Cuando les dije a mi madre y a mi abuela que me mudaba a la capital por un par de meses para atender la obra, desde luego que se asustaron. No solo creyeron que terminaría como una mujerzuela de la capital vendiéndose al mejor postor, sino que mi maldición de atraer los infortunios continuaría persiguiéndome en la capital. Pero no puedo quejarme de nada de lo que sucedió después. Podría haberse cumplido la pesadilla que me pronosticó mi anciana abuela: tenerme que bajar las enaguas para un señorito rico cada vez que necesitara algunos pesos; sin embargo, fue lo contrario. Mi maestro, al que comencé a llamar cariñosamente Papá Oso, me tomó bajo su brazo como la hija que nunca tendría por motivos obvios. Él me llevó a vivir al departamento que tenía en el complejo Condesa, en un extremo de la capital, un barrio moderno y hermosamente arbolado.

Mi adorable tutor y maestro tenía una suerte contraria a la mía, pues su familia había apostado por el general Obregón en los jaloneos de la política y fue bendecida por favoritismos que le ayudaron a engrosar su fortuna. Con eso podía sostener varias propiedades en el territorio mexicano, gustos personales y sus pasiones artísticas. Por eso, increíblemente, llegué a mis dieciséis años siempre protegida por el exquisito y rico caballero. Para conseguir un vestido bello, tan solo tenía que consentirlo cocinando, alabándolo en todos sus aspectos y ofrecerle una charla al estilo de íntimas amigas. Incluso le servía como excelente tapadera para poder asistir a bailes y fiestas de alcurnia. Siempre era mejor visto en la sociedad machista de México un viejo verde que un desviado con un muchacho que pareciera reina de primavera.

A su lado, me convirtió en una damita mejor preparada que las inocentes niñas del campo, haciéndome leer en inglés las obras de teatro de Shakespeare, ensayos de arte franceses y algunas depravaciones como las memorias de una infortunada mujer llamada Justine. Estaba segura de que mi suerte se acabaría de un momento a otro, que mi protector me mandaría de regreso a San Luis Potosí cuando se cansara de mí. Pero la noche que fuimos a una cena en el Hotel de la Ciudad de México, un asombroso lugar de ensueño con un patio colorido por la luz de la luna que se colaba a través de su enorme vitral, se le ocurrió darme de beber un poco más de vino espumoso del que solía permitirme.

Esa noche, toda la rigidez de mi hogar católico se desvaneció y afloró en mí una personalidad vibrante. Ante la insistencia de los hermosos amigos de mi tutor adoptivo, que me invitaron a cantar y bailar enfrente de todos los que asistieron a la reunión, prácticamente monté una revista musical, cantando temas de jazz, románticas y corridos. De inmediato los asistentes entonaron las canciones a coro conmigo. Supongo que mi tutor comprendió lo que yo creía: que estaba hecha para ser una luminaria.

Al siguiente día, cuando desperté con tremenda resaca y un terrible dolor de cabeza, él me esperaba en la cocina con dos tazas de té, bolillo con natas y un agua de limón con salvia. Pensé que era mi final, que se había acabado mi soporte externo, pero fue lo contrario. Me tomó las manos, las besó como lo hubiera hecho un padre. Quizás más una madre. Me dijo que toda su vida había deseado ser famoso en el espectáculo, aunque sabía que estaría limitado a ser solo un espectador. Pero que esa noche, cuando en mi borrachera había mostrado mis aptitudes, se había dado cuenta de que yo podía llegar a donde él no pudo. Ante mi sorpresa, me aseguró que se dedicaría a eso, a poner su esfuerzo y dinero para que yo pudiera triunfar.

No podía creerlo. En cierto modo, no sentía que mereciera esa maravillosa oportunidad, pues tan solo me había dejado querer y le había devuelto mi sincera amistad disfrutando su interesante compañía. Cuando se lo expliqué, Papá Oso me contestó:

—Por eso mismo, lo mereces más.

No fue inmediato mi triunfo. Me acompañó a cientos de citas con productores, músicos, cineastas y hasta políticos para darles una muestra de mi canto o baile. Más de uno pedía una cita a solas conmigo, para que exhibiera otro tipo de aptitudes, que, desde luego, no poseía y que en ese entonces ni imaginaba que pudiera tener. Cuando era ese el caso, mi tutor agradecía el tiempo otorgado y nunca más volvíamos a tocar esa puerta.

Descubrimos que, como yo, había cientos de bellas muchachas que buscaban el éxito. Algunas de ellas sí estaban dispuestas a otorgar favores a esos hombres para conseguir una oportunidad en la farándula, pero mi adorado Papá Oso, como vieja matrona, me decía al oído:

—El día que creas que necesitas meterte un pito en la cola para triunfar, es que se te habrá acabado el talento.

Mi entrada al reino de la farándula no fue por el teatro, como los dos soñábamos. Él tenía ilusiones de que pudiera actuar en una obra, aunque fuera de carpa cómica, pues aseguraba que mi humor era similar al que tenía Mary Pickford en las películas. Yo quería hacer nombre entre las vocalistas de centros nocturnos, pero recibí mis primeros ingresos por aparecer en películas mexicanas como actriz de reparto.

Y ahí todo comenzó hasta desembocar en Agua Caliente.

Lupe Vélez fue la que me invitó a presentarme en el casino de Tijuana. No lo hizo a través de mi mánager, sino personalmente, pues éramos grandes amigas. Teníamos mucho en común, puesto que ella había nacido también en San Luis Potosí, había pasado por las desgracias de los embates políticos de nuestra tierra y anhelaba intensamente conquistar Hollywood. Había solamente dos cosas que nos diferenciaban: la primera, que ella era bronca, mal hablada y explosiva; y la segunda, que no le importaba acostarse para obtener beneficios en su carrera. Incluso, podría asegurar que no era un sacrificio para ella, sino que realmente amaba ser considerada una bomba en la cama. En cambio, la educación que yo había recibido por parte de mi madre y mi tutor me hacía ver que con buenos modos obtendría mejores tratos, por lo que generalmente era callada y penosa. Claro, hasta que subía al plató de filmación o al escenario, donde me transformaba en una desinhibida mujer.

A Lupe le robaron todo su dinero en el momento en que se bajó del tren de México a Estados Unidos, cuando fue en búsqueda del éxito en Los Ángeles. Increíblemente, como por arte de magia, encontró un papel en un show a beneficio de la policía. Allí, fue descubierta por un productor y contratada por los estudios de la Pathé. Un par de años después la habían escogido como la pareja de Douglas Fairbanks en El Gaucho. Ella me contaba que, al principio, Fairbanks pensaba que Lupe era demasiado lánguida para el papel, pero durante la audición un tramoyista le robó su perro chihuahua, que llevaba para todas partes, como una broma. Cuando Lupe lo descubrió, sacudió sin piedad al hombre. Impresionado, Douglas pidió que la contrataran de inmediato como su coestrella y él la tomó como su amante de turno.

Papá Oso y yo la conocimos en una gala en la Ciudad de México, para ese entonces ya era la adoración de la prensa norteamericana. Tan solo necesitamos una hora de charla cual cotorras con el mismo plumaje para quedarnos prendadas una de la otra. Al poco rato, el mismo Papá Oso se sintió desplazado al vernos reír entre estruendosas carcajadas. Ella me comentó que yo poseía todo lo que los gringos querían:

—Mira, niña, tienes tetas de pera, redondas y jugosas. Culo de corazón, como manzana para morderse. Pelo sabor chocolate, piel de canela y ojos de fuego. Eres tan caliente que podría yo enamorarme de ti. Solo que eres muy recatada.

Lupe se dedicó a invitarme a sus reuniones, cuidándome como si fuera la hermana mayor que había decidido enseñarle el mundo a la inocente pequeña que tenía a su cuidado. Por eso, cuando la invitaron a la fiesta de fin de año de Baron Long, un poderoso millonario de California, en el lujoso casino Agua Caliente, se acordó de mí. Muchos de sus compañeros de Hollywood estarían presentes, por lo que se le ocurrió que la mejor manera de introducirme en ese ámbito sería presentándome como parte del espectáculo.

A mi maestro-mánager le pareció fabulosa la idea, pues también tendría oportunidad él mismo de disfrutar la celebración en el ambiente del espectáculo norteamericano, más relajado, donde nadie juzgaba sus gustos de pareja. Conque, así, desde noviembre se dedicó a prepararme las canciones y bailes, y a montar la presentación. Escogió algunas piezas con letras picantes y un vestido que enseñaba más carne que la que se acostumbraba ver en México. Él mismo me explicó que el público era otro, así que no debía preocuparme por verme en exceso sensual. Sin embargo, no me asaltaba en absoluto la idea de puritanismo: me sentí cual princesa al ponerme el traje de lentejuelas rojo, que mostraba la piel almendrada de mis piernas y hombros. Y si hay algo que le da brillo a una niña es hacerla sentir como la realeza.

Llegamos tres días antes al enorme complejo. Yo no podía creer la opulencia y elegancia del sitio, que me remontaba a un paraíso tropical en medio del desierto. Era como un extraño espejismo en un cuento de hadas. Aunque decían que emulaba una vieja hacienda, a mí la construcción me parecía un elegante castillo del medio oriente como el de los cuentos con lámparas maravillosas. El salón principal era la puesta en vivo de las escenografías de glamurosas películas de Hollywood, con enormes candelabros, cortinas en rojo vivo y remates dorados en cada esquina. Era el lugar perfecto para mi debut oficial.

Tenía el lugar un hipódromo, un canódromo, albercas, canchas de tenis y un campo de golf. En cada uno de sus rincones, un ejército de camareros mezclaba champán con zumo de naranja. Mi lugar preferido, donde pasé la mayor parte del tiempo, fue el Patio Andaluz. Esa plaza gozaba de una hermosa vista del paisaje y mesas con sombrillas para disfrutarlo.

Generalmente, un grupo musical amenizaba a los comensales, ya fuera de mariachis o un trío de guitarras, pero la música no dejaba de sonar. Papá Oso me incitó a cantar con ellos, así conseguí los aplausos de quienes nos rodeaban. Él estaba seguro de que entre ellos habría un productor que me descubriría para llevarme a Hollywood, como sucedió con Lupe. Pero yo solo me encontraba con burócratas mexicanos que se escapaban de sus esposas de la capital para la fiesta de Año Nuevo.

—Eres un jilguero, chiquita —me dijo Lupe Vélez al regresar a mi asiento después de haber cantado con el mariachi.

—Si sigues así, me vas a hacer sudar de la pena y harás que se me corra el maquillaje —le respondí guiñándole el ojo.

—¿Dónde está Papá Oso? —me preguntó al notar que me encontraba sola.

—Se encontró un osezno de veinticinco años. Debo decirte que un desperdicio de carne, de veras se veía suculento —le comenté de manera rufianesca.

—¡Eres una chismosa argüendera! Tú serías la única virgen si fueras a misa el domingo en la capilla del casino… Le podrías quitar el puesto a la guadalupana —me dijo con su acento forzado, recalcando su carácter picante.

—Quizás no he encontrado al correcto… —le respondí de inmediato. Pero, meditándolo, completé—: Bueno, ya lo encontré. Pero tengo el problema de que sirve tanto para divertirse como una botella vacía —le dije tratando de ser ocurrente. Ella rio de manera excesiva—. No deja de ser un terroncito de azúcar, lo adoro.

Lupe Vélez me lanzó dos cuchillas con su mirada. Entendía su gesto, presionándome por ser tan abnegada hacia mi protector. Ella insistía en que debía divertirme un poco más.

—Vamos a hacer una cosa, niña. Hoy por la noche, después de que hagas tu numerito, búscate un guapo y me dices qué pedazo de carne quieres cenar. Yo me encargaré de servírtelo calentito, ¿te parece? —susurró como una niña que estuviera haciendo una travesura a espaldas del profesor.

—¿Y Papá Oso? —cuestioné ruborizada.

—Mija, él ya encontró a su guapo… —me respondió con doble picante.

Así que hicimos un trato, pero no le di mucha importancia a la conversación, ya que estaba más preocupada por mi presentación. Estuve haciendo ejercicios vocales con mi profesor-mánager Papá Oso y escribí una postal para mi madre con la imagen del campanario del casino, explicándole lo feliz que era y deseándole el mejor de los años.

La fiesta fue un jolgorio único, con una enorme orquesta de metales que comenzó a tocar desde las diez de la noche mientras el gran salón se llenaba de distinguidos visitantes. Muchas estrellas de cine, deportistas y algunos militares mexicanos que aún portaban su traje de gala. Poco a poco habían ido dejando las chaquetas marciales y las botas altas por trajes de tres piezas en un intento de mostrarse más afines a los votantes con los que falsamente buscaban empatarse. A lo mucho, se regalaban un sombrero de vaquero, para recordar que eran gente de campo, bravos y belicosos.

Subí al escenario después de que el grupo cantara los éxitos «Is a Wah-Wah girl in Agua Caliente» y «Amor de mis amores», de Lara. El maestro de ceremonias dejó pasar un tiempo para concentrar la atención de todos y, con una amplia sonrisa, gritar mi nombre:

—¡Damas y caballeros! El casino Agua Caliente tiene el gusto de presentarles la nueva voz de la belleza: ¡la señorita Carmelita del Toro!

Sí, ése era mi nombre: Carmela del Toro. Desde mi niñez había dejado de usar el apellido de mi padre, Salvatierra. No le encontraba razón a usarlo si todo el linaje y las propiedades le habían sido arrebatadas a mi madre. Tan solo usaba el diminutivo de Carmela, el mismo nombre de mi madre y mi abuela. Era yo representando a las tres generaciones de lo que quedaba de mi familia.

Al abrirse el telón, aparecí ataviada con un vestido de encaje, tul color rosado, medias blancas y un amplio sombrero, haciéndome ver lo más inocente posible. Había más listones en mi traje que los que tendrían en una feria de pueblo. No podía dejar de sonreír ante la idea de verme como una corista, pero era más que perfecto para cantar al ritmo del ukelele «Tip Toe Through the Tulips». Nick Lucas se había encargado de convertirla en un éxito, y mi tutor, Papá Oso, hizo una versión en español explicándome:

—No hay canción más virginal.

Después de la entrada con el nostálgico ukelele, comencé a cantar:

De puntillas por la ventana, por la ventana, que es donde voy a estar

Ven de puntillas conmigo, a través de los tulipanes.

Mi voz era melosa, de una niña que sale a jugar al jardín. El público quedó en silencio viéndome. Traté de buscar el rostro de mi amiga Lupe, pero solo había una masa de oscuridad. Al levantarme la corta falda para enseñar unas enaguas decoradas con más listones rosas y cuando bailé al ritmo del tap, el público aplaudió.

Oh, de puntillas desde el jardín… Por el jardín del árbol de sauce… De puntillas por los tulipanes, ven conmigo.

Se prendieron más luces para que sirviera de invitación a cuatro bailarines vestidos con mono de trabajo y que toda la orquesta se uniera a la canción. Entonces pude ver los rostros de diversión de los asistentes, en especial, las miradas de deseo que más de un hombre me arrojó. Comprendí que mi tutor me estaba presentando como un postre azucarado y meloso.

Al terminar, el aliciente de las palmas reventó como un estruendo. Los tenía a todos en el bolsillo. Rápidamente regresé tras bambalinas, para cambiarme por el brillante traje rojo y su tocado en plata. Mis compañeros de baile dejaron sus disfraces de jardinero por trajes de noche. Papá Oso estaba llorando y, mientras me acomodaba el escote, me dio un beso en la mejilla, murmurándome:

—Te quiero, mi niña…

Volví a salir, dejando atrás mi interpretación infantil por la de una comehombres de cabaré. La luz se concentró en mí y me solté a cantar el tango «Muñeca brava» con todo mi sentimiento de femme fatale. No había nadie en el salón que no me mirara, que estuviera en otra cosa: yo era el centro del casino Agua Caliente.

Me aventuré a bajar entre las mesas durante la interpretación, buscando a la posible víctima con la que me divertiría en la fiesta, tal como le prometí a Lupe. Fue un muchacho rubio, blanco como la leche, delgado y de cabello dorado el que me llamó la atención. Tenía la nariz afilada, que lo hacía parecer más varonil. No estaba en las mesas. Se encontraba apoyado en una pared, mirando cual halcón. Me le acerqué mientras había un solo de la orquesta, hasta pegarme lo suficiente para hacerlo sentir incómodo. A solo un suspiro de nuestros labios, le canté la más retadora de las estrofas: «Meta champán que la vida se te escapa, muñeca brava, flor de pecado…», y dejé un beso al aire, para luego retornar al escenario. Esperaba clavarle el aguijón del deseo y darle la famosa señal a Lupe de quién era el ganador.

Cerré mi actuación colocándome un sombrero de mariachi y cantando el corrido «La Chamuscada». Fue un éxito.

Algunos llegaron a levantarse cuando me despedí. En especial noté a un hombre robusto de imponente bigote y traje militar que silbaba y aplaudía bendiciéndome y alabándome. A él le regalé un gesto, aventándole el sombrero que usé para mi canción.

Regresé a la sombra extasiada, con una sensación que nunca había tenido en mi vida, de placer absoluto. Me quité el sudor y retoqué mi maquillaje para salir al salón. Lupe ya esperaba a un lado del escenario, con una sonrisa que la hacía parecer más bella aún. Era el tipo de mujer que hacía sucumbir a las otras que osáramos posar a su lado, se comía la atención de cualquiera.

—Baron Long desea que te sientes con algunos de sus amigos. —Me llevó abrazándome y plantándome mi primera copa de champán de la noche.

—¿El dueño del casino?

—Los has enamorado con tu canto, muchacha. Me gustaría tener la mitad de tu inocencia para poder volver a venderme como virgen, pero yo ya estoy más usada que un comal de tortillas —me explicó mientras pasábamos por las mesas de los invitados, que no dejaban de regalarme elogios, haciéndome sentir más embriagada.

Llegamos a una mesa con varias personas de diversas edades y tipos. Reconocí a Baron Long vestido con un distinguido esmoquin negro y un puro del tamaño de un rodillo en la boca. A su lado, el militar de grueso bigote al que le había obsequiado mi sombrero. De inmediato se levantó para tomar mi mano y besarla amablemente. El hombre imponía por su uniforme, pero su bigote, a la manera de Pancho Villa, era aún más amenazador.

—Es un placer, señorita Del Toro. Si usted me dejara, podría ser su vaca… —comentó el militar. Todos rieron, en especial los chicos a su lado: un delgado muchacho en traje gris con pelo rebelde y su compañero de melena rizada, que estaba escoltado por dos de las coristas.

—Siéntese, chiquilla. El coronel Serrano está encantado de que los acompañes. Te dejo aquí porque Groucho quiere bailar conmigo y un periodista me tomará fotos para su diario —me indicó mi amiga guiñándome el ojo.

Un poco inquieta, por sentirme comprometida, busqué con la mirada al rubio a quien le había lanzado el beso mientras cantaba, pero no pude distinguirlo cerca.

—Aquí, la señorita Lupe me dijo que también usted es de San Luis Potosí. Al parecer, ese estado está acaparando la belleza de las mujeres. Debería dejarnos un poco para nosotros, los pobres pecadores jodidos —comentó el coronel dándome una copa de champán. Apenas la tuve entre las manos, la bebí de golpe. Estaba más que feliz de que la presentación fuera un éxito y sentía que era hora de divertirme.

—¡Vaya si tiene sed, señorita Del Toro! —opinó admirado el jovenzuelo de pelo rizado, que al principio pensé que estaba con las muchachas a su lado, pero se acercó a mi costado olvidándose de ellas.

—Es Año Nuevo. Debemos celebrar, ¿no crees? —le expliqué desinhibida. Él me miró complacido, mordiéndose el labio inferior.

—¡Brindemos por usted, señorita Del Toro! —me invitó chocando nuestras copas. En cambio, el otro chico delgado solo nos miraba con ojos enjundiosos, apenas curvando los labios en algo parecido a una sonrisa.

—Carmelita. Por favor, llámenme Carmela —les dije, ahora sirviéndome un poco más del vino espumoso. Sabía que en cualquier momento Lupe o Papá Oso vendrían a mi lado, así que pensé que podría divertirme con los chicos de mi edad. La mesa completa rio a coro. Ya era una estrella, una verdadera estrella.

Lupe me había dicho que todas tienen recuerdos de la primera vez como algo exótico, pero no fue como lo imaginé, para nada. En el acto hubo muchos gritos, lágrimas y sangre. El dolor vino después, pero inundó todos mis recuerdos. Aún no puedo dejar de ver mis manos llenas de sangre cuando cierro los ojos. En esa oscuridad solo hay dolor.

Al final, solo me sentía sucia.

Cuando llegué al bungaló donde me alojaba con Papá Oso, con las rodillas doloridas por los raspones, las lágrimas surcaron mi rostro. Me sostenía precariamente sobre mis piernas, intentando encontrar en las paredes de las casas el apoyo que me faltaba. Agradecí que solo un par de sirvientas estuviera en el patio, pues mi aspecto debía de ser deplorable. Llevaba el vestido rasgado, ensangrentado y subido hasta casi la entrepierna.

—Vas a estar bien, vas a estar bien —me dije en un murmullo. Pero lo que sentía distaba mucho de la realidad agradable con la que había estado viviendo el último año.

Desorientada, miré la puerta del bungaló con fijeza. Me dolía demasiado todo como para abrir la puerta. Pronto llegaría Papá Oso. No quería verlo, pues no podía decirle las cosas horribles que habían pasado. Solo quería desahogar toda la tristeza de mi corazón a solas, arrojar a un lado todo el peso que sentía.

Abrí lentamente, esperando que fuera un sueño. Pero no era así, estaba viviendo una pesadilla. Me había encontrado de manera repentina con sensaciones desconocidas, con dolencias que ni siquiera sabía que existían. Lo único que quería era olvidar todo. Cada segundo de esa noche terrible.

Cerré la puerta de mi habitación con llave. Ahí me sentí más segura, apoyando la espalda en la puerta. Me deslicé hasta alcanzar el suelo y me puse a gimotear con toda libertad. Lloré porque era lo único que atinaba a hacer. Tan solo me abracé las rodillas, acomodando el rostro entre ellas. Aparte de la sangre, solo recordaba la lengua caliente sobre la mía, las manos ansiosas recorriendo lugares privados de mi cuerpo con avidez, tocando, presionando, rompiendo todo. Me escuchaba a mí misma implorándole que no lo hiciera, que no siguiera.

Abrí los ojos para espantar las pesadillas y agité los brazos en el aire tratando de borrar la sensación de los besos y las caricias rudas, que no quería sentir pero tampoco pude evitar. A lo lejos, percibí que llamaban a la puerta. Me sentí como en un delirio, pues no recordaba lo sucedido después del ataque. No sabía cómo termine con ese joven en su bungaló. Todo fue tan rápido que solo destellos se quedaron. Al final, simplemente sentí cómo la presión en mi trasero desapareció y apenas logré ver al chico rubio, mi salvador, golpear al violador una y otra vez. Mientras, por una extraña razón, yo me eché a llorar y a gritar, daba la impresión de que era a mí a quien golpeaban. Todo se volvió más confuso cuando apareció un arma y llegó el chico delgado, el que estaba con el coronel. Nunca supe cómo desaparecieron los tres hombres, pues, apenas logré levantarme, hui del cuarto lo más rápido posible.

Alcé los ojos, pensando que debía bañarme. Fue cuando entró Papá Oso forzando la puerta. Me miró con ojos desorbitados preguntándome:

—Carmela, ¿qué pasó?