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Enero, 1931

There’s a Wah-Wah girl in Agua Caliente

El clarinete atravesó el Salón de Oro del casino Agua Caliente en Tijuana, expandiendo la alegre canción cual virus en estornudo. Detrás llegó un saxofón siguiendo al contrabajo, imploraba a todos los presentes para que estuvieran felices bailando al ritmo de jazz. Era la música de la alegría, feliz Año Nuevo 1931.

Esa noche el champán rebosaba sin escrúpulos en la fiesta. Un convivio de elegantes fracs y vestidos de flecos agitándose con la tonada. No importaba que el alcohol se hubiera vuelto pecaminoso en Estados Unidos de Norteamérica, estaban en Tijuana. Y esta ciudad había nacido con vocación para el pecado.

There’s a Wah-Wah girl in Agua Caliente… What a Wah-wah-wah-wah girl…, cantó el vocalista. Sus ojos saltaron de un lado al otro durante su exótica actuación. Su tez llevaba una capa de pintura negra y un halo blanco en la boca. Era la caricatura de un cantante de color. Realmente, no era más que un mexicano disfrazado de negro. Un elemento más del espectáculo diseñado para los que celebraban la llegada del año a todo lujo. She is a singer that I think you like… Oh! What a Wah-wah-wah-wah girl… Oh! What a Wah-wah-wah-wah girl. In Agua Caliente

Un murmullo de carcajadas masculinas y femeninas se mezclaba con la canción. Era una bacanal de dioses, pero estos regentes del destino poseían funciones más acordes con la época moderna: artistas de cine de Hollywood, banqueros de Los Ángeles, productores de discos de San Francisco, gobernadores y militares mexicanos, empresarios y petroleros ingleses, prostitutas españolas o líderes sindicales irlandeses. Este era el olimpo del siglo XX. Todas estas luminarias habían sido invitadas para celebrar la llegada del año en el casino Agua Caliente. Un paraíso del otro lado de la frontera, donde se podía infringir la Ley Volstead o ley seca impuesta por los puritanos prohibiendo la venta y el consumo de alcohol, lo suficientemente cerca para escaparse en tren desde Los Ángeles.

Una bandeja atiborrada de copas y botellas se balanceó por encima de las cabezas de los invitados. El camarero hizo maravillas esquivando todo tipo de obstáculos, desde las plumas de avestruz en los tocados hasta los globos de colores que rebotaban en las calvas. Llegó hasta una mesa donde las carcajadas de quienes la rodeaban casi conseguían opacar la música. Era un grupo con un singular despliegue de diversidad. Todos aplaudieron al ver las bebidas.

—¡A ver, cabrones! ¡Ya es hora de meterse algo de felicidad por el cogote! —gruñó el hombre que resaltaba del grupo. Era un tipo ataviado con un austero traje militar color arena del ejército mexicano. No traía medalla alguna colgada en el pecho, pues lo consideraba una fanfarronería. Tan solo se dio el lujo de portar botones de oro en la chaqueta. Abajo de su nariz, aferrado como sanguijuela, un enorme bigote negro se iba desdibujando en dos puntas hacia el techo. Le servía de careta junto a dos ojos brillantes y negros como los carbones de una fogata. Esa mirada predominaba siempre en la primera impresión. El militar tenía la quijada prominente, robada de un chasis de automóvil. Sin lugar a dudas, el hombre llevaba un porte especial en su persona, pues aún se podía sentir la pólvora de la Revolución mexicana en sus hombros.

—Su tequila, coronel —exclamó el cantinero, entregándole una botella al oficial, quien la tomó de la misma forma que un padre primerizo recibe a su hijo recién nacido. Su sonrisa cedió al fulgor de dos dientes de oro. Varios de sus allegados narraban que los perdió por la salva de un cañonazo mientras peleaba al lado del general Obregón, mas su esposa aseguraba que fue ella la culpable al empotrarle una sartén de hierro cuando trató de sobrepasarse borracho. No importaba el verdadero origen de esos dos incisivos dorados, solo que pertenecían a un completo hijo de puta: el coronel Benito Guadalupe Serrano.

—¿Quién chingaos pidió esta mariconada? —vociferó divertido el coronel tomando de la bandeja un cóctel en copa amplia decorada con una aceituna.

—Es mía, padrino —respondió el muchacho al lado del caudillo. Parecía que apenas había dejado el útero de su progenitora, por su fresco rostro infantil. Sin embargo, no había que dejarse llevar por las apariencias, pues Serrano no lo tendría a su lado si no sirviera para algo. El chico tenía una frondosa cabellera color castaño que había que sosegar con toneladas de brillantina. No se había dejado bigote porque era inútil forzar el vello facial, usaba la cara descubierta haciendo la delicia de las mujeres. Traje gris con rayas blancas que seguían el patrón de una cerca de madera rústica. Su corbata era llamativa, tanto que podría distinguirse a kilómetros de distancia. Incluso era más gruesa que el mismo chico. Un palillo humano era ese Raúl Duval. No en balde se había ganado el mote de Flaco.

La relación entre estos dos hombres era extraña. Pocos la comprendían del todo. Parecían padre e hijo, sin serlo. Asemejaban jefe y empleado, sin que tampoco fuera esa la situación. Para los que conocían al coronel Serrano como un librepensador consumado, les era imposible entender que, aun con su condición de ateo, había llevado al chico a bautizar. Serrano se autonombraba anticlerical, pero algunos opinaban que solo era para conseguir favores del expresidente Plutarco Elías Calles, quien, dada su aberración por los católicos, limitó al máximo la iglesia, lo que desató la guerra cristera. Era para todos conocido que Serrano sabía nadar y guardar la ropa: si le ordenaban matar sacerdotes, él lo hacía; si le decían que sería el padrino de un muchacho, también aceptaba. Para él, la Biblia y la Constitución mexicana se habían hecho para cagarse en ellas. Hasta presumía de que él mismo era lo mejor de los dos mundos por su nombre: le habían puesto Benito, debido al presidente laico Benito Juárez, quien con la reforma le quitó el poder a la Iglesia católica, y Guadalupe, en honor a la Virgen santa del Tepeyac. Su filosofía pragmática lo había mantenido vivo y bien relacionado en los mares revueltos de la política mexicana.

Raúl Duval, el Flaco, era el hijo de un ingeniero y una belleza de Culiacán, quien le había concedido parte de su hermosura. Cuando tuvo edad suficiente para afeitarse, Raúl se fue a trabajar con su padrino, el coronel. Primero como mensajero, luego de secretario personal y perrito faldero. Serrano lo cobijó bajo su ala porque se parecía mucho a su madre, con la que había tenido un romance años atrás. Algunos días pensaba que el muchacho era suyo. No era una teoría extraña, puesto que Serrano tenía regados bastardos por todo el territorio. Este, se decía, al menos era inteligente y avispado. No un idiota a tiempo completo como su hijo primogénito, Bernardo.

A Bernardo Serrano le decían Berni. Mal mote para comenzar la vida al lado de un completo cabrón. Era el chico con el que todos los padres sueñan. Tanto que se convierte en pesadilla. Rayaba ya el cuarto de siglo en esta tierra y seguía viviendo en la casa de su padre. Cumplidor, leal, siempre al servicio de su progenitor. Aunque tendía a ser de carácter terco y engreído, nunca discutía con el coronel. Pero esa lealtad era maldecida por la ausencia de magnetismo personal, que no combinaba con el carácter animal que exudaba su padre. En pocas palabras, era un imbécil con mayúsculas. A veces la vida te da un don, a veces te embarra en el suelo, como a una molesta mosca.

El hijo del coronel bebía champán con dos coristas del casino, a las que quería impresionar para que fueran sus compañeras de cama esa noche. Sin el impactante bigote de su padre, sus labios delgados se veían graníticos. El chico reía cual cuervo, con indecentes gritos largos. Durante años lo habían empujado a que estudiara una carrera, pero no parecía estar interesado en nada. Serrano no deseaba que siguiera sus pasos en el ejército y la política, lo consideraba algo pasado de moda, aunque no por ello poco rentable. Era pragmático en ese asunto. Sabía que los tiempos de los militares en el poder empezaban a sucumbir.

—¿Qué chingaderas tomas, Bernardo? —le preguntó su padre mientras se servía su tequila. El chico levantó su copa sin dejar de abrazar a las dos bellezas.

—Burbujas, padre.

—¿Y qué mamada es esa?

—Champán… —respondió cabizbajo.

—¡Son puterías! Échate un tequila, pinche Bernardo. Me vas a dejar en ridículo con estas linduras —le indicó pasándole la botella.

El grupo comenzó a aplaudir celebrando la invitación. Berni contempló la botella como el revólver en medio de un juego de ruleta rusa. Sonrió nervioso, soltando a las mujeres. Ellas no paraban de reír, motivándolo a dar un gran trago. El muchacho volteó a ver a Raúl, el Flaco, a quien llamaba cariñosamente primo. Era dos años menor que él, y habían crecido como hermanos en el rancho de su padre en Jalisco. El Flaco prácticamente sabía todas las virtudes y debilidades del primogénito de Serrano. El tequila era uno de sus problemas: era como veneno para él. Lo había intentado una y otra vez para darle gusto a su padre en un afán desesperado de buscar su aprobación, pero terminaba siempre vomitando y con una terrible jaqueca.

—Una copita no te hará mal, Berni —le dijo el Flaco casi en murmullo, como un padre que aprobara su desliz etílico. Berni se llevó la botella a la boca, con el explosivo aplauso de los presentes y una palmada en la espalda por parte de su padre.

—¡Así toman los machos en mi tierra, chingao! —gritó el coronel Serrano, quien ya coqueteaba con una de las coristas de su hijo.

—Por mi padre, el coronel… ¡Que la Virgen le dé mucha vida! ¡Salud! —brindó Berni mientras los comensales levantaban las copas para chocarlas y hacerlas repiquetear cual campanillas. Raúl Duval, el Flaco, sorbió apenas su martini mientras su primo de nuevo le daba otro gran trago al tequila.

El músico disfrazado de negro comenzó a cantar «Amor de mis amores» de Agustín Lara. Le puso acento cubano, haciéndola parecer una canción exótica. La mesa completa saludó cuando llegó el hombre que había invitado a Serrano, un americano de cara redonda y naranja cual melón. Tenía algunos pelos asidos a la calva y una sonrisa a la que se le podía perdonar todo. Exudaba un halo de grandeza único, emulando a los antiguos dioses celtas. Vestía traje de gala con botones de jade que completaban de manera triunfal la imagen de Baron Long, el rey de los casinos. Nadie le podía decir que no a Long. Ni siquiera el presidente de México.

—¡Serranito! —lo saludó, con un abrazo ruidoso y amistosas palmadas en la espalda. Su acento era totalmente norteamericano, tanto que se sentía el águila calva con rayas y estrellas en cada palabra—. Me da gusto que vinieras. Hay alguien que quiere volver a verte. Un viejo amigo nuestro.

—Long, los viejos amigos solo quieren pedirme prestado o matarme… ¿Cuál de los dos cosas quiere este cabrón? —comentó con alegre entusiasmo el coronel Serrano en su inglés de campo. Lo había aprendido cuando estuvo en el primer levantamiento revolucionario, al lado de quien fuera el santo inmaculado de la política, Francisco I. Madero.

Baron Long era el principal inversionista del casino Agua Caliente de Tijuana. O al menos, el más visible. Un hombre con más aspiraciones que buenos negocios. Sin embargo, era popular en el ambiente de Hollywood por contar con todo lo que allá no podían tener: juego, alcohol y drogas. Hizo fortuna al asociarse con un empresario chino que traía hierbas y drogas de China. Oficialmente solo eran especias, pero algunas latas de opio se mezclaban en los cargamentos que llegaban a San Francisco para cubrir las necesidades de los múltiples fumadores. Después se había dedicado a construir hoteles, ranchos e hipódromos. Su niño más querido era el complejo de Tijuana, puesto que tenía lo más importante de la vida, tal como él lo decía: caballos rápidos, mujeres jóvenes, whisky viejo y mucho dinero.

—¡Tú ser cómico, Serranito! —expresó Baron Long con un español aprendido para dar órdenes a los que contribuían a construir sus sueños. Se volvió a los lados, deseando encontrar a alguien para presumir su amistad con el militar. Al ver a otra pareja a su lado, llevó del cuello a Serrano hasta ahí. Sin parar de reír, se plantó de frente—:

¡Groucho! Tengo a alguien que te va a hacer sombra! Es el coronel Serrano, el hombre más gracioso del lado sur de la frontera.

Groucho Marx alzó su ceja divertido, acomodándose los lentes. No llevaba el bigote falso que lo caracterizaba, sino un delicado bigotito apenas pintado por un pincel. A su lado estaba una mujer tan bella que hacía sentir inferiores a las demás mujeres de la fiesta. Con una cabellera negra y enormes ojos grandes. Toda ella lucía como un apetitoso pastelito envuelta en un vestido de seda roja. Era menuda, reservada solo en pequeñas porciones por su intensidad.

—Yo creo que ha de ser un miserable. Si lo invitaste a un club donde aceptaron a un tipejo como yo, estoy seguro de que es igual de malo que Groucho Marx.

Baron Long se rio con carcajadas excesivas ante el ocurrente comentario del cómico norteamericano. Groucho entonces apuntó su artillería al militar mexicano:

—¿Y se dedica a ser gracioso o tiene un empleo que deja dinero, general? —preguntó con su característico tono gangoso, dándole fumadas a su cigarro. A Serrano no le importó que lo subieran de puesto. Para los americanos, todos los revolucionarios eran generales.

—Ya no soy soldado, ahora soy político —le explicó de manera burda en inglés.

—Le diré algo, ¿sabe qué es la política? Es el arte de buscar problemas, encontrarlos en todas partes, diagnosticarlos incorrectamente y aplicar los remedios erróneos…

Con esas palabras, el grupo explotó en risotadas. La pequeña mujer de hermoso rostro le arrancó el cigarro a Marx y le dio grandes caladas a manera de mozo de espuela de sierra. El coronel la miró con brillo de zorro en los ojos. Se le hacía conocida, y además parecía realmente apetitosa. Estaba seguro de que había tenido una historia con ella, pues un rostro así no se olvida. Se acercó y le besó la mano de manera caballerosa.

—Un placer, señorita. Cuando se aburra de este hombre sin escrúpulos, podrá venir a mi mesa.

—¿Ahora vas a dejarme por un político mexicano, Lupe? —la inculpó Groucho Marx—. ¡No hay políticos mexicanos honestos! Pregúntale si lo es. Si te contesta que sí, es un mentiroso.

Baron Long tuvo que apoyarse en el hombro de Serrano para no caerse al suelo por la risa que le atacó. Su explosión de alegría terminó con toses secas. Al escuchar el nombre de la dama, Serrano supo que no era una vieja amante, la había visto en el cine: era Lupe Vélez, la actriz.

—Luego me encargo de usted, guapa —le dijo Serrano mientras era arrastrado por Baron Long entre las mesas. Lupe ni se molestó en despedirse de él. Sabía que todos los mexicanos terminaban rendidos a sus pies, pero ella solo tenía ojos para las estrellas o los productores de Hollywood.

Al pasar por la mesa donde estaba su hijo, su ahijado y las dos coristas celebrando, les dijo:

—¡A ver chamacos pendejos! Su padre va a saludar a sus superiores… Tú, Bernardo, no me enfríes a estas muñecas. Las quiero como tortillas en comal para cuando regrese.

Cruzaron el gran salón abarrotado de gente bebiendo y bailando, hasta escabullirse por una puerta al pasillo de acceso del hotel. Caminaron entre salones y pasillos del hotel. Baron Long se detuvo en la puerta de uno de los salones privados y le hizo una invitación a Serrano para que entrara. Pero el coronel no lo siguió, se volvió nervioso, desconfiando de que fuera una trampa. Si seguía vivo, era porque tenía un olfato de zorro. Las traiciones entre políticos eran tan comunes como lo eran las moscas en una carnicería. Long se limitó a guiñarle el ojo, antes de que le cerrara la puerta a sus espaldas, murmurándole al oído:

—Es mi socio, Serranito, el gobernador Abelardo L. Rodríguez.

Era una pequeña sala cerrada, con una mesa árabe en el centro, tapizada en paño verde para las cartas. Era elemental que se trataba de un cuarto para juegos de naipes. Una sala lujosa donde se podría apostar con libertad entre amigos sin ser molestados. Un lujo para los dioses que regían el mundo.

En una de las sillas con geométricas incrustaciones de caoba oscura y marfil permanecía sentado un hombre calvo de ojos caídos. Su talante emulaba a un buda esperando el fin del mundo: tranquilo y pausado. Era la imagen contraria al resto de los militares que habían luchado al lado de Obregón y Calles. Todos eran llamas encendidas de odio y muerte, pero este hombre de tez blanca parecía más un tranquilo contador público. Las apariencias engañaban, pues había logrado colarse como secretario del Ejército de la Presidencia, sabiendo sortear las aguas políticas que se movían para un lado u otro. Estaba escoltado por cuatro soldados, dando a entender que no era un oficial cualquiera, sino que se trataba de una importante pieza para el país.

Abelardo L. Rodríguez había combatido a Victoriano Huerta y tuvo la fortuna de colocarse del lado ganador. Había servido a la nación contra los zapatistas, yaquis y varios de los levantamientos que emergían cada segundo en la capital para derrocar al presidente de turno. Al llegar a la Presidencia, Obregón lo nombró gobernador de la región de Baja California, lo cual demostraba que, a pesar de contar con un gesto de sacerdote, podía ser el cabrón más grande, el mismo que había escalado hasta ser el hombre más cercano al presidente de la nación mexicana.

—¿Sabes por qué estás aquí, Serrano? —le preguntó el general Abelardo L. Rodríguez. No necesitaban presentarse. Se conocían de la batalla de Culiacán, donde Serrano había estado a su lado para tomar la ciudad. Eran amigos esporádicos, como lo eran todos los políticos en México.

—Por mi linda cara… Soy el hombre más guapo de este lugar, general —le respondió Serrano elevando su bigote con una mueca alegre. Sabía jugar sus cartas bien: una era disimular ser un idiota. Dos, disimularlo con humor.

—Tienes muy mal tino, Serranito. No le diste ni tantito cerca… —le rebatió el general, haciéndole fiesta a su chiste con un leve levantamiento en la comisura de sus labios—. Me dijeron que te ha ido bien sembrando hierba, marihuana, en tu rancho de Jalisco.

—No me quejo, general. Pero le dijeron mal, lo que siembro son jitomates. Y no es por presumir, pero muy buenos.

Abelardo L. Rodríguez sonrió entonces plenamente, pidiéndole con un gesto que se sentara a su lado. Uno de los soldados le movió la silla para que quedara de frente a su jefe. Fue cuando Serrano supo que estaba siendo bendecido por el futuro presidente de México.

—Yo a tus tomates los veo muy verdes, Serranito. Se me hace que son pastura para conejo… Hierba de la buena, ¿verdad?

—De algo tenemos que vivir los de la perrada, mi general —se excusó Serrano. En verdad cultivaba marihuana para venderla a los soldados instalados en la sierra de Jalisco. Era simplemente una entrada extra, un negocio familiar.

Abelardo L. Rodríguez se recostó en la silla, observando el cuarto que los rodeaba, bellamente adornado con cenefas de oro y elegantes remates moriscos. Complacido con lo que veía, dijo obviando que se refería al hotel:

—Este es mi fondo de retiro, Serranito. Te entiendo que busques un negocio complementario. Por eso me uní con el gringo Long, para construirlo. Si me expulsan del Gobierno, me voy para San Diego y me dedico a vivir de lo que recibo del casino. Por eso estoy interesado en invertir en otros negocios. —Apoyó los codos en la mesa de juego y señaló a Serrano—. ¿Tú sabes por qué me pusieron de gobernador de aquí? Yo soy de Sonora, no de esta tierra del demonio.

—¡A que en esa sí no me equivoco, general! Lo pusieron aquí por su linda cara —interrumpió Serrano con el gesto de broma. Abelardo L. Rodríguez volvió a apoyarse en el respaldo, riéndose efusivamente. Le caía bien ese hombre de Jalisco.

—No, hablo del coronel Esteban Cantú, el antiguo gobernador de Baja California… —explicó en un murmullo, como si tuviera miedo de que alguien más escuchara—. Si lo hubieran dejado un año más en el poder, se nos hubiera dado la vuelta la tortilla y se habría lanzado contra nosotros. No era difícil, tenía todo a su favor: poder absoluto, dinero, un ejército personal de mil ochocientos hombres, y estaba resguardado de la capital por los desiertos de la frontera. ¿Sabes cómo logró ese cabrón el control político y militar? ¡Cobrándoles altas cuotas por la venta del opio a los chinos de Tijuana y Mexicali! Sí, las arcas de su Gobierno se beneficiaron de manera increíble poniéndole impuestos estatales a la droga. No solo a la marihuana, que ya ves que la consigues en todos lados, sino a la mierda de la goma de los chinos. Con eso, Cantú pagaba todos los gastos de su administración y los salarios de las tropas bajo su mando. No necesitaba el dinero federal, la droga era su benefactor.

—¡Ah chingao!, esa sí no me la sabía —tuvo que admitir Serrano. Había escuchado rumores, y sabía que la misma llegada de Rodríguez a la zona había desbaratado el sistema ese, pero era admirable ver que en el momento de imputar cargos por el opio el Gobierno se fortaleciera.

—Cantú era pragmático y no tenía prejuicios morales. Controlando con impuestos, tenía todo arreglado. Totalmente legal y bajo vigilancia. Déjame decirte un secreto, Serranito: el control político de Cantú impidió que grupos ajenos pudieran entrar en la operación. Los americanos no entraron, pues los chinos comprendieron el negocio, que no se trataba de encontrar compradores o buscar canales de transporte, sino lograr la protección política. Y aquí entras tú.

Hubo un silencio entre los dos hombres. Sabían que la marihuana era consumida extensamente por la mayor parte del ejército mexicano, y que los ricos burgueses se drogaban con morfina u opio, pero Serrano nunca imaginó el potencial que el gobernador le estaba ofreciendo. Abelardo L. Rodríguez continuó con su voz tranquila y sosegada:

—El general Álvaro Obregón me mandó a controlar Baja California, a meter en cintura a esos cabrones con sus ideas exóticas. Pero no soy pendejo, el hijo de puta de Cantú me hizo pensar mucho. Como te dije, a mí esas ideas exóticas de mierda no me gustan, mas no nos impiden hacer negocios. No solo los gobernadores en su territorio, sino otros servidores… Repartir las cosas entre todos. Piensa, a fin de cuentas la mierda esa la consumen los gringos.

—¿Usted lo hizo, general?… ¿Pedir su limosnita? —balbuceó tratando de ser sincero.

—¡Serranito, no seas buey de yunta! Este pinche hotel no se construyó por obra del espíritu santo… —Los dos se sonrieron, hubo una chispa de entendimiento inmediato.

—Mi general, solo dígame un detallito: ¿dónde entra su humilde servidor? —inquirió Serrano.

—Necesito alguien de confianza en la frontera porque estaré fuera por un tiempo largo. Que cubra las espaldas de la gente que lleva la droga, y que me pase su tajada —le explicó con cara seria el general. Serrano entrecerró los ojos. Sabía que algo le estaba diciendo, pero ese algo estaba en clave.

—¿Qué?, ¿se nos va de mojado a los gabachos? —trató de ser gracioso. Cuando Abelardo L. Rodríguez solo le plantó su fisionomía adusta, supo que estaba muy cerca de la silla presidencial. Tan cerca que no podía decirlo—. ¡Ah, qué cabrón me salió, mi general! ¿Quién lo viera tan calladito?

—Mira, Serranito, el negocio de la marihuana te ha funcionado porque lo haces local, para tu pinche pueblo. Pero recuerda que hay mucha plata por llevar alcohol para los gringos. Podemos venderles también mota y comprarles goma de opio a los chinos y venderla nosotros. Deja de sembrar esa mierda de hierba, no somos campesinos. Esa la consigues en todos lados, hasta puedes pedirla por correo en Sears con los gabachos. Serrano, nos crearon para ser generales, y los de nuestra clase solo dan órdenes. Vamos a ser comerciantes, los más cabrones.

—¿Un intermediario?

—Alguien que cubra el proceso, el que maneje y vea… Ya sabes, que sea mi brazo fuerte. Búsquese a un comparador americano. Eso lo hacen los chinos, pero yo sé que podemos hacerlo nosotros. Te dejo encargado de eso, que lo organices. Si te interesa, platicamos luego. Hoy disfruta la fiesta —le comentó el militar, reconfortado por haber logrado enganchar a Serrano al negocio, que sabía que le daría buenos beneficios. Benito Guadalupe Serrano no paraba de mover la cabeza optimista. Una cosa era ser un besaculos, y otra muy distinta ser el besaculos del presidente.

Antes de salir del cuarto, Abelardo L. Rodríguez le dijo al coronel con su tono de burócrata:

—Feliz Año Nuevo, Serranito.

Benito Guadalupe Serrano caminó solo hacia el salón principal, donde la gran celebración continuaba. El murmullo de la fiesta escapaba por las puertas y el maestro de ceremonias parecía anunciar el nuevo espectáculo. Mientras el coronel caminaba pensativo, escuchó los primeros acordes de la música. Se detuvo en seco, pues la voz que captó en sus oídos parecía la de una sirena. Un timbre melodioso y terso, rasgos infantiles pero que alargaban las sílabas aparentando ser de un animal venenoso. Esa manera de cantar le inyectaba un toque de sensualidad único.

Contempló a la artista en el escenario y sintió que el resto del mundo era superfluo en comparación con la belleza de la cantante, que bailaba envuelta en un vestido de encajes y listones provocadores. Se movía de manera virginal, levantando sus caderas al ritmo de tap. Al sentarse pudo apreciar que su hijo Bernardo y su ahijado Raúl tenían el mismo gesto de sorpresa que él. Los tres habían caído hechizados por los movimientos de la muchacha que cantaba:

Oh, de puntillas desde el jardín… Por el jardín del árbol de sauce… De puntillas por los tulipanes, ven conmigo.

El sol empezaba a despertar, lanzando dos largos rayos al horizonte, a la manera de brazos emergiendo entre las montañas. El viento corría entre las dunas y se llevaba consigo arena y pedazos de plantas muertas, las que no lograron sobrevivir a la inclemencia del lugar. Los árboles espinosos y las nopaleras eran sacudidas por la brisa, que los despertaba de su sueño nocturno. En cuestión de horas, el sol no se apiadaría de ningún ser vivo que se hallara por esos rumbos. Todos serían molidos a puñetazos de calor, como si fuera un duro boxeador el astro rey.

El único objeto fuera de lugar en el paisaje avanzaba por una vereda perdida entre biznagas, iba a gran velocidad. Era un Ford negro modelo A, con techo de tela, totalmente rebozado. A pesar de ser un automóvil nuevo, uno de sus faros frontales al lado del radiador estaba roto. El accidente acababa de suceder tan solo un cuarto de hora antes. Un buitre se había cruzado en su carrera para alcanzar el desierto. Al ser atropellada, el ave hizo añicos el ojo izquierdo del vehículo y dejó una fea mancha de sangre en la abolladura del guardabarros. El conductor, el Flaco, sabía que su padrino se encolerizaría al enterarse del percance y posiblemente tendría que pagar su descuido. Aunque pensaba en el infortunado accidente, sabía que era lo de menos. Estaba más preocupado por otra cosa: iba a matar a un hombre inocente.

El muchacho conducía con desesperación, internándose en el inhóspito desierto entre Tecate y La Rumorosa. Un lugar perdido incluso en los mapas, conocido como el desierto Anza-Borrego. El trozo de muerte que divide la California de plantaciones de naranja con la estéril tierra de Nevada. Una zona de dramáticas montañas y áridos parajes, con tan solo esporádicos ocotillos, paloverdes y cactus de largas espinas.

El automóvil se detuvo en un andurrial envuelto por una bolsa de polvo, que lentamente se fue disolviendo por la ventisca. En cuestión de minutos, el lugar sería un infierno. El Flaco sabía que debía darse prisa con el asesinato, así que abrió la puerta de golpe para descender del coche. Se dirigió a la parte trasera, donde llevaba su carga. Enseguida notó que el joven norteamericano seguía inconsciente. Estaba acostado, metido con prisas. La camisa blanca de su frac aparecía pintada con su propia sangre seca. Una aparatosa brecha le surcaba la sien. Era su única herida aparente, pues respiraba sin problemas.

Le dio un tirón por las piernas para derribarlo al suelo. El golpe lo hizo reaccionar, se despertó. El chico no parecía más viejo que el Flaco. Podrían haber sido compañeros de clase, simplemente que uno tenía la tez morena del mexicano y el otro era blanco. Igual de delgados, pero el chico que despertaba tenía amplios hombros de jugador de baloncesto. Lo primero que hizo al avivarse fue quitarse el fleco rebelde de la cara. Su pelo era dorado, recortado al mínimo en los lados y largo al frente. En parte lo llevaba pegado al cráneo por la sangre. El muchacho abrió y cerró los ojos para espabilarse, tratando de comprender lo sucedido en las últimas horas. Permaneció sentado en el suelo, observando el desierto. Con una racha de aire que lo golpeó de pronto sintió un escalofrío, valoró que estaba realmente en un serio problema: una pistola Colt le apuntaba directamente a la cabeza.

Raúl Duval lo tenía encañonado con su semiautomática, un regalo del mismo coronel Serrano. Había sido su compañera desde que andaba como perrito faldero detrás de su padrino. Las tres veces que tuvo que usarla no le había fallado. Fue con dos agraristas que se levantaron en contra del coronel, y contra un periodista de Sonora que había decidido declararle la guerra publicando notas que lo inculpaban de varios crímenes. El Flaco los había matado sin preguntarle a Serrano. El coronel supo quién había apretado el gatillo y le obsequió una posición de fraternidad a su ahijado.

—Híncate… —le ordenó Raúl al norteamericano.

El chico alzó la vista y hundió sus ojos azules en su verdugo. Su mirada le infligía culpa y le imploraba clemencia por su vida.

—Lo siento. Yo solo quería ayudar… —suplicó con un español fluido, al que solo un oído agudo podría haber encontrado el saborcillo gringo. Raúl se abrió la camisa al sentir un golpe de calor y arrojó su corbata de moño al interior del automóvil. Su víctima sollozó—: Ella pidió ayuda, no podía dejarla así.

Raúl Duval, secretario y matón del coronel Serrano, bajó lentamente su arma, cerrando los ojos para tratar de quitarse el recuerdo de los gritos de auxilio de la muchacha. No estaba convencido de poder terminar lo que le encargaron. Sabía que su padrino se enfurecería si no lo mataba: dejar sin castigo una ofensa como la que recibió su primo sería inaudito. La nariz de Berni había quedado hecha un bulto de carne y sangre por los golpes que el norteamericano le dio defendiendo a la cantante. El rubio no solo le había dado una tunda a Berni, sino que lo había aporreado hasta dejarlo irreconocible.

Trataba de no culpar a su primo de la estupidez que había cometido. Sabía que el alcohol era el verdadero culpable. Con su primo, el alcohol siempre era el que arruinaba todo. Le podía dar motivos para hacer estupideces como bailar en una reunión, cantar corridos o encerrarse con la joven cantante para violarla en un bungaló.

—Le juro que solo ayudaba a la muchacha —suplicó de nuevo. Raúl sabía que era verdad, Berni merecía esa paliza. Quizás, incluso si no hubiera entrado el norteamericano a molerlo a golpes para salvar a la muchacha, él mismo habría detenido la violación. El problema era que no lo hizo, y por eso sentía culpa. Quien tenía que estar en el suelo, a punto de morir por ser valiente, era él, no un desconocido. En cambio, sencillamente, se había quedado inmóvil al presenciar la escena de Berni con los pantalones caídos por los tobillos, penetrando a la muchacha de manera violenta. Solo se quedó fuera, en el umbral, sin saber cómo procesar sus encontrados sentimientos. Volvió a levantar su Colt, pensando que debía apurarse para poder llegar a dormir un par de horas antes de que su padrino decidiera irse a otra parte o comenzar una nueva juerga con los invitados de Agua Caliente. A diferencia de él, todos seguramente dormían la resaca en esos momentos.

El norteamericano gimió, tragando saliva. Raúl suspiró, preguntándose: ¿por qué matar al chico?, ¿por qué hacerlo si sabía que no había hecho nada malo? Para tratar de aferrarse a un rasgo de compasión en su corazón, decidió preguntarle:

—¿Cómo te llamas?