Don José Manuel Fernández Luna, comandante en jefe del SIAEM, se apuntó un valioso tanto con el Caudillo al abortar el intento de magnicidio gracias a la brillante y exitosa Operación Brutus. El caso había quedado resuelto y los responsables se encontraban a disposición de la justicia. Todos los participantes en la operación iban a ser ascendidos. Como habían averiguado previamente, los sediciosos se proponían atentar contra la figura del Jefe de Estado durante la celebración de la Eucaristía que, a petición del Caudillo, iba a celebrarse durante el día de Navidad y a primera hora de la mañana en la cueva donde se ubicaría en un futuro el mausoleo del llamado Valle de los Caídos. A tal efecto, dispusieron sus efectivos en torno a los que sospechaban iban a ser los tres tiradores que debían llevar a cabo el cobarde atentado. Justo en el momento de la consagración, aprovechando que el Generalísimo se hallaba de rodillas y situado en el altar justo delante de todos los asistentes, uno de ellos, Eleuterio Fernández Vilches, falangista, estudiante de Derecho de diecinueve años, profirió el grito de: «¡Franco, traidor!».
Pensando que aquella debía de ser la consigna elegida por los conspiradores para iniciar los disparos, siete hombres se lanzaron sobre el susodicho, que fue reducido sin problemas. Era un joven escuchimizado y enfermizo que había intentado sin éxito sacar una pistola de su guerrera. Los otros dos conspiradores, Baldomero Sáez, falangista, destinado en Cuelgamuros y José Antonio Ruipérez, teniente del ejército y miembro también de Falange, fueron reducidos con discreción, pues ni siquiera habían hecho intento de sacar las armas. Era probable que confiaran en que el otro, más joven e ingenuo, llevara a cabo el magnicidio cargando con toda la culpa. De inmediato se procedió a interrogar a los implicados —según procedimiento habitual— y todo fue aclarado. La participación del estudiante, así como su confesión manuscrita, habían quedado suficientemente probadas, pero la participación de los otros dos no quedaba clara, pues sólo se podía demostrar que llevaban armas y no si tenían intención de usarlas. Afortunadamente, habían recibido una nota anónima que les indicaba que excavaran en el suelo, justo en la entrada de la cripta y que registraran la casa de Baldomero Sáez. Allí, en la cueva, hallaron una bomba de relojería programada para explotar a las 9.15 de la mañana, o sea, en plena misa. Afortunadamente los cables —quizá mordidos por los roedores, quizá mal soldados por la impericia de los confabulados— estaban sueltos y el artefacto no pudo hacer explosión. De inmediato se registró de nuevo el domicilio de Baldomero Sáez y, en un compartimiento secreto sito en el suelo de madera, se halló una abundante suma dinero en efectivo y un barreno, cuya numeración coincidía con la serie de los empleados en la bomba.
Cuando se le informó del descubrimiento, Baldomero negó, porfió y acusó a los investigadores de haber colocado el explosivo ellos mismos, pero una vez pasada aquella fase inicial y, muerto de miedo, confesó su participación en el complot. Aunque, eso sí, negaba lo de la bomba, que achacaba a una trampa de sus propios compañeros.
Enfadado con ellos y tras sentirse abandonado delató a todos los participantes, que eran: el propio José Antonio Ruipérez; don Jorge Magano Sáez, comandante de aviación; Lucio Bartolomé, falangista de la centuria Enrique Barco; Laura Alonso, de la Secretaría General de la Sección Femenina; Juan Ramón Gálvez, general de Brigada; Fernando de Redondo de la Secretaría General del Movimiento, y Jesús Callejo Rodríguez, capitán de infantería. Se procedió a llevar a cabo su inmediata detención para ser debidamente interrogados. Otro de los implicados, un fanático falangista de Valladolid, Martín Expósito, se les escapó por muy poco ayudado por un cura amigo suyo, Carlos Canales, que tenía contactos en Sudamérica. El agente del SIAEM Fermín Márquez, alias agente «Patrick Ericsson», infiltrado en el campo durante meses, fue ascendido a teniente y brillantemente condecorado.
TELEGRAMA ENVIADO DESDE NUEVA YORK Y RECIBIDO POR DON ROBERTO ALEMÁN EL 15 DE ENERO DE 1944
CARTA ENTREGADA EN MANO A DON ROBERTO ALEMÁN EL 7 DE OCTUBRE DE 1947 POR DON GILBERTO ASUNCIÓN
Estimado Roberto:
Sé que he tardado mucho tiempo en ponerme en contacto contigo pero sólo quiero que sepas que no fue por desagradecimiento sino todo lo contrario. No quería comprometerte. Espero que recibieras el telegrama en clave que te envié pero no se me ocurrió otra forma de hacerlo pues no me atrevía a ponerme en contacto contigo por temor a perjudicarte. Me imagino que tras mi fuga se produciría la subsiguiente investigación, y aunque sé que estás bien situado, nada me desagradaría más que saber que habías tenido que pagar un alto precio por ayudarme.
Desde que llegué a este país no pasa un día sin que me acuerde de ti y sin que me invada la zozobra por saber si saliste con bien de todo aquello. Ahora sé que sí. Nunca he tenido ni tendré posibilidad de pagar todo lo que hiciste por mí, amigo, y quiero que sepas que siempre, siempre, te estaré agradecido por todo aquello. Me ha costado mucho tiempo hallar a alguien de confianza y que además pueda permitirse el lujo de entrar y salir de España con facilidad. Aquí, los exiliados mantenemos cierto contacto, a veces cenamos o comemos juntos y fue en una de estas reuniones donde conocí a Gilberto. Es un empresario de éxito, que se relaciona bien con el Movimiento pero que, aunque no se significó durante la guerra pues no le agradaban los desórdenes, simpatiza en secreto con la causa de la República. Entablamos una gran amistad y ahora espero te haga llegar esta carta.
La noche en que me comunicaste que me iba, estaba preparando algo. Ahora te lo puedo decir: desde siempre trabajé para el Partido Comunista. Nunca milité. Decidimos hacerlo así desde el principio para que pudiera tener una verdadera piel de espía pues, además, era policía. Ni siquiera durante la guerra me inscribí oficialmente en el Partido aunque siempre desarrollé labores de inteligencia para el mismo. Yo no era el único caso, ya en la década de los treinta el Partido creyó necesario desarrollar una suerte de servicio de inteligencia integrado por gente fiel que fuera infiltrándose en distintos estamentos de la sociedad. Nunca asistíamos a reuniones ni manifestaciones y no podíamos pertenecer a célula alguna. Una idea fantástica. Cuando comencé a trabajar como policía —una sugerencia de mis superiores— comprobé que aquello me gustaba y que, encima, no se me daba mal, por lo que cumplí con mi doble función a la perfección. Luego llegó la guerra y las cosas cambiaron. Caí prisionero, y como sabes, pasé las de Caín. Cuando ya me dejaba morir, abandonado a cualquier atisbo de esperanza, recibí una gran noticia en la prisión: Berruezo, mi compañero de fatigas, me había localizado e iba a hacer lo posible para que un capataz amigo suyo me reclamara para las obras de Cuelgamuros. Yo —ahora lo sabes— durante la guerra me especialicé en el uso de explosivos. El Partido quería matar a Franco y me necesitaban para preparar una bomba. No sé bien cómo me habían localizado por esos campos de concentración en los que malviví pero me llamaban a la acción. Yo era un muerto en vida, pero al tener un objetivo mi perspectiva cambió. Me juramenté para aguantar vivo al precio que fuera y cumplir mi misión aunque me ejecutaran después de conseguir acabar con el Caudillo. Total, ya estaba muerto, ¿qué más me daba aguantar unos meses más y eliminar a ese gusano de esta tierra? Tardaron casi un año en lograr llevarme allí. Lo demás, ya lo sabes, llegué al campo y cumplí mi misión, sobrevivir. Luego fui preparando el golpe. Era fácil, Franco iba mucho por allí y se trabajaba mucho con explosivos. Resultaba relativamente sencillo distraer un barreno por aquí y otro por allá. Tuve cierto contacto con Higinio, que tenía orden —él y otros compañeros del Partido que penaban allí— de suministrarme el material necesario. La operación se supervisaba desde Toulouse. Había que enterrar la bomba a la entrada de la cripta aprovechando las polvaredas que surgían tras «las pegadas», en esos momentos en que ni siquiera los guardias entraban allí, sólo presos, aunque aquello provocara que se los comiera la silicosis. Entonces te conocí a ti y vi tu catarsis. Yo estaba tan lleno de odio como tú, pero comprobé con asombro cómo alguien puede redimirse, volver a la vida tras haber hecho el mal, tras haber sufrido tanto y tanto a manos de otros… fue una valiosa lección. Vi que te conmovías con el relato de mis penurias en aquellos malditos campos y descubrí que un monstruo, un fascista, se portaba bien conmigo. Nos metimos juntos en la resolución de aquel caso de rebote, como quien no quiere la cosa, y algo grande surgió entre nosotros: una gran amistad.
Sentí lo que te hicieron a ti y a tu familia en la checa de Fomento y comprendí que, de haber ganado la guerra, también habríamos fusilado y encarcelado a la gente a millares. No somos tan diferentes. Todos somos monstruos y todos podemos ser bellísimas personas. Así es el ser humano y así son las guerras. El 25 de diciembre de 1943, Franco iba a asistir a una misa en la cripta. Era el momento y lo preparamos todo. Por eso Higinio y los anarquistas tuvieron sus tensiones. Cuando supimos que preparaban una fuga hubo problemas, porque llevábamos meses preparando la bomba a la espera del momento adecuado y un registro, unos interrogatorios, las detenciones, podían dar al traste con el plan. El caso es que el destino quiso que el día 24 resolviéramos nuestro caso, amigo. Te comportaste como un gran detective e incluso me salvaste la vida cuando ese bastardo de Rullán me atacó aquel día en el barracón. Te estaba agradecido y resolver el caso era la forma de demostrarlo. Al día siguiente iba a estallar la bomba eliminando a Franco y, muy posiblemente, a una buena parte del Alto Mando franquista.
Sabía que aquello tiraba por tierra cualquier posibilidad de que rehiciera mi vida con Toté, de que pudiera salir de allí. Me daba igual. Lo tenía decidido desde antes y mi nueva situación personal no iba a cambiar nada. Y no, no pienses que lo hacía por disciplina, por fidelidad al Partido o por idealismo —a estas alturas ya no creo en nada—, sino porque quería vengarme y llevarme por delante al tipo que tanto daño nos había hecho. Sabía que yo, el asesino, era hombre muerto. En cuanto muriera el dictador comenzarían los interrogatorios y me cazarían como a un conejo. Me daba igual. Había llegado allí con una misión e iba a cumplirla. Entonces, aquella noche, cuando ya tenía enterrada la bomba, apareciste tú y me dijiste que me iba. La cabeza me iba a estallar. La bomba estaba colocada y preparada para explotar a las nueve y cuarto del día siguiente. Si el artefacto estallaba y yo conseguía fugarme como tú me planteabas, habría cumplido mi misión con más éxito del que nunca había soñado.
Pero pensé en algo… Si la bomba estallaba y yo escapaba casi en el mismo momento no tardarían en atar cabos, no se pararían ante nada, te descubrirían, te torturarían. Probablemente el propio Venancio se vería obligado a confesar que la noche anterior había ayudado a escapar a un preso. El asunto era grave, un atentado contra el dictador. Eras hombre muerto. Entonces, no sé bien por qué, tomé los alicates con disimulo y mientras preparabas el coche pasé por la cripta y corté los cables de la bomba.
Corté los cables, sí.
Espero que nadie lo sepa nunca. Me avergüenza decirlo pero yo, que pude matar a Franco, dejé de hacerlo por un amigo. ¡Qué idiota! ¿No?
Yo pude matar a Franco.
¿Podía condenar al hombre, a un amigo, que me estaba dando la posibilidad de escapar del infierno y empezar una nueva vida? Estaba en mi mano que murierais los dos o vivierais ambos. Sopesé las dos vidas, la suya, la tuya. La vida de Franco y la vida de Alemán.
¿Cuál valía más para mí?
>No había duda.
>¿Y quieres saber algo, amigo?
>No me arrepiento.
>PD: Escríbeme y hazme saber cómo estás. Dale la carta a Gilberto.
>PDII: Toté trabaja en una oficina y yo en un café. Tengo un hijo, se llama Roberto.
Recibe un abrazo de tu amigo, Juan Antonio Tornell
TELEGRAMA ENVIADO DESDE MADRID Y RECIBIDO POR DON JUAN ANTONIO TORNELL EN NUEVA YORKEL 10 DE OCTUBRE DE 1947
FIN