Cuando se produjo el desenlace, Tornell se comportó como un auténtico loco, pero un loco que sabía lo que se hacía. Alemán, pese a que tenía sus dudas, hizo lo que su amigo ordenaba, por lo que, siguiendo sus instrucciones, fue a buscar a dos guardias civiles y se dirigió hacia la cripta. Mientras tanto, el policía dijo que volvería en un momento pues tenía que ir a «hacer unas preguntas». Tornell insistió mucho en que Alemán llevara su arma, ya que el asesino, como sabían, era un tipo muy peligroso. Roberto llegó con los «civiles» a la explanada frente a la cripta donde se había citado con su amigo el policía. Dio órdenes expresas de que se le obedeciera en todo, aunque hubo un momento en que su comportamiento llegó a parecerle el de un auténtico lunático. Pensó que incluso podía haber perdido la cabeza. Al fin apareció por allí, muy alterado:
—Vamos —dijo echando a caminar muy resuelto—. Ya lo he localizado. Está aliviándose.
Y les guio hacia unos pinos inmensos dando un enorme rodeo.
—No hagan ruido —insistió—, y al menor movimiento, le disparan.
Llegaron bajo aquellos árboles donde tres presos, bastante separados, hacían sus necesidades en cuclillas. Hedía. Uno de ellos terminó, y tras limpiarse con una piedra, se levantó y se fue. Quedaban dos.
Tornell señaló a uno de ellos, el de la izquierda. Pese a estar acuclillado se adivinaba que era hombre de gran altura. Su cráneo rapado mostraba una pequeña cicatriz en la coronilla, como de una pedrada. Estaba muy delgado, como todos los penados. Juan Antonio hizo una señal explícita para que le apuntaran con las armas y le pidió las esposas a uno de los guardias. Lo hizo por gestos, sin hablar para no levantar la presa. Se movía con muchísima cautela. Era evidente que sabía desde el principio lo que iba a hacer, no en vano aquel era su trabajo. Se acercó sin hacer ruido. Cuando el sospechoso echó una mano hacia atrás para limpiarse con un canto, Tornell, rápido como un rayo, se la esposó.
—Pero… ¿qué…? —dijo el otro a la vez que se giraba.
Tornell ya le había esposado la otra mano y, aprovechando que estaba medio agachado, le propinó una patada en la boca que le hizo caer hacia atrás de forma cómica dejándolo sin sentido.
—¡Huberto Rullán, quedas detenido por asesinato! —exclamó triunfal el antiguo policía.
Cuando David el Rata volvió en sí ya lo tenían esposado a una silla. Apenas si podía moverse. Los miró a todos con un odio asesino. Sobre todo a Tornell.
—¡Tú! —exclamó amenazante nada más verle. Tenía la nariz rota por la patada, así que Alemán le soltó un guantazo que le hizo caer hacia atrás con silla y todo. Gritó de dolor.
—¡Tonterías las justas! —le gritó.
No quería olvidar que aquel degenerado había matado a tres hombres y a un niño. Le daba asco. A Alemán y Tornell les acompañaban el director de la prisión, el general Enríquez, el capitán morfinómano y dos números de la Guardia Civil. Los agentes levantaron al preso a duras penas. Lloraba.
—Estás acabado —dijo Alemán—. Te fusilan. Pronto. Confiesa.
Aquel tipo miró de nuevo a Roberto con el rostro lleno de odio, por lo que este dio un paso hacia él. Entonces, el reo bajó la vista y el capitán se contuvo.
—Eres un maldito asesino —le increpó.
Pensaba en los presos que aquella bestia había eliminado y le costaba contenerse.
Su suegro, algo confuso, tomó la palabra:
—¿Podría alguien contarme de qué estamos hablando?
Alemán miró a Tornell, como pidiéndole que les contara.
Este dio un paso al frente y dijo:
—Este pájaro es Huberto Rullán, conocido en los ambiente más sórdidos de Barcelona como Paco el Cristo o Rasputín. Su detención me hizo famoso. Mataba prostitutas y logró atemorizar a la ciudad entera. La prensa llegó a bautizarlo como el degollador del puerto. Lo cacé con un señuelo.
—¡Cobarde! ¡Miserable! —exclamó aquel tipo, flaco, demacrado, con la cara arrugada por el rencor.
Uno de los guardias civiles le dio un culatazo en las costillas que le dejó sin resuello y tuvo que callarse. Alemán se acercó a él y le dijo en voz baja:
—Si vuelves a interrumpir o no colaboras, te entrego de inmediato a la Guardia Civil, salgo del cuartelillo y te aseguro que te harán arrepentirte de haber nacido, ¿entendido? Estás perdido y lo sabes, te acabarán fusilando por esto, así que ahórrate al menos sufrimientos y canta.
El asesino asintió. No tenía opción.
—¿Qué? —gritó el capitán.
—Sí, señor —musitó aquella bestia bajando de nuevo la vista al ver que uno de los guardias civiles levantaba el fusco mostrándole de nuevo la culata.
Alemán miró a Tornell como cediéndole el testigo.
—Le cayó perpetua por aquello —dijo el policía.
—Pero… —apuntó Enríquez—… No entiendo, si le cayó la perpetua, ¿qué hace aquí?
Tornell señaló al reo para que hablara.
—La guerra —aclaró Rullán—. Cuando estalló, en el lado republicano se abrieron las cárceles y salí libre. Me sumé a un grupo de anarquistas, los capacuras, y tras dar su merecido a algunos señoritos me fui p’al frente de Aragón.
—Sigue —ordenó Alemán.
—Allí me fue bien. Sé matar y aquello era una guerra. He luchado en Belchite, en Madrid, en la batalla del Ebro… Fue la última en que participé. Cuando vi que nos copaban comprendí que caía prisionero y que mi pasado me podía traer problemas, así que le quité los documentos a un muerto, un compañero, y me hice pasar por él: David Contreras, de Don Benito. Una nueva identidad con la que sobrevivir. Mi idea era salir de España el día en que quedara libre.
—Por eso murió Carlitos. Era de Don Benito —dijo Tornell.
El reo asintió y el antiguo policía siguió hablando.
—Carlitos era de Don Benito y el crío andaba deprimido. Yo le dije que aquí, el supuesto David, era de su mismo pueblo. Pensé que cuando hablara con alguien de su localidad se sentiría mejor, más animado. Tardó varios días en poder verlo, porque el Rata estaba en un pelotón desbrozando cortafuegos fuera del campo, pero al final se vieron, ¿verdad?
El preso volvió a asentir, esta vez, con los ojos cerrados. Tornell continuó hablando:
—Yo le dije al crío, «¿has hablado con el Rata?» y me contestó, «sí, ya te contaré», lo dijo así, con retintín. Supongo que el pobre crío descubrió que no eras de su pueblo. ¿No es así?
—Sí —dijo Rullán—. En cuanto hablamos me preguntó, intenté escabullirme pero enseguida notó que yo no era de allí. Que mentía. No conocía ninguna de las familias ni los lugares de los que él me hablaba. Supe que estaba en peligro. Tornell estaba aquí. Él me metió en la cárcel. Cuando lo vi llegar me supe descubierto, pero no, milagrosamente no me reconoció, yo tenía un nombre falso y estaba irreconocible. De tener el pelo y barba muy largos y pesar más de cien kilos había pasado a ser un fantasma delgado, raquítico, con el cráneo rapado. Tuve suerte de que Tornell no pudiera recordar quién era por mi aspecto actual, pero llegó a decirme que le sonaba mi cara. Por un momento me asustó. Entonces apareció ese maldito entrometido, ese crío, Abenza. Supe que estaba en peligro. Tornell es muy listo y si el crío le iba con el cuento estaba perdido. Si averiguaban quién era de verdad era hombre muerto. Tuve que matarlo.
El antiguo policía tomó de nuevo la palabra:
—Sobornó a Higinio con dos ampollas de morfina que le consiguió el Julián para que falsificara el recuento y simuló una fuga.
—Sí, le dije a Higinio que estaba ayudando al chaval a escapar. Que necesitaba unas horas de margen. Pero luego, usted… tú, maldito… —Alemán hizo ademán de acercarse y suavizó el tono—… comenzaste a investigar con el capitán, y claro, todo el mundo comenzó a murmurar que aquello era un asesinato.
»Higinio vino a verme, me hizo muchas preguntas. Entonces ustedes le presionaron y me dijo que iba a cantar. Lo cité en el barracón y lo liquidé. En ese momento llegó Tornell, le ataqué y no me vería así si no llega a ser porque llegó el capitán. Casi me da un tiro porque lo intenté descalabrar. Apenas pudo verme. La cosa se puso fea. Todo se me complicaba, nunca fue mi intención matar a nadie. Ahora había atacado a un oficial. Yo había obligado a Higinio a firmar una nota acusando al jefe de los anarquistas. Intenté desviar la atención por esa vía, además, no había sobornado a Higinio con ningún frasco de morfina, listillos. Falsificó el recuento por una simple hogaza de pan. El Julián, mi amigo, había robado unas ampollas de morfina y le pedí dos. Las puse en la caja de Higinio para despistar, así pensarían que el asesino estaba implicado en algún tejemaneje de drogas, supe que pensarían incluso en… —Levantó la vista hacia el capitán de la Guardia Civil pero no se atrevió a decir que era morfinómano.
—Entonces nosotros fuimos a por el Julián —dijo Alemán—. Y le presionamos.
—Sentí tener que matarle. Era un amigo… un alma Cándida… pero… comenzó a hacerme preguntas también. Me hubiera delatado. Era o él o yo —repuso con una frialdad inquietante—. ¿Cómo me descubriste, Tornell? Necesito saberlo.
Tornell hizo una pausa antes de hablar, tomó aire y dijo:
—Fue muy fácil, pero debido a una casualidad. Te llamaban David el Rata porque era insoportable convivir contigo por esa mascota que te gusta cuidar. El oficinista, Cebrián, me dijo que compartió celda en la Modelo con Rullán y que era insoportable estar junto a él, apenas podía dormir por los ruidos que hacía un roedor que guardaba en una caja, una rata asquerosa. Enseguida hice la conexión. Se suponía que David el Rata era de Don Benito. Rullán de Barcelona. Pensé en ti, con muchos kilos más. Recordé la herida de Higinio, la del cuello, un trabajo similar a algo que había visto antes, un zurdo, el degollador del puerto. Ahora estabas más flaco, claro, sin barba, pero los ojos… Tu cara me había resultado familiar cuando llegué, lógicamente estabas muy cambiado por el hambre. Todo encajaba. Pero… ¿Por qué mastate al crío? A Raúl.
—Me escuchó hablando con Higinio, estábamos en plena discusión, «voy a contarlo todo», me gritaba cuando ese niñato pasaba junto a nosotros. Se paró y nos miró, lo había escuchado, claro.
—Has matado a gente inocente —dijo Alemán.
Rullán, esposado, se pasó las manos por el cráneo rapado.
—Que le lleven al juzgado —dijo el general Enríquez—. Quiero cuatro tíos con él, constantemente. Irá siempre esposado de manos y pies, incluso dentro de la celda. Hasta que lo fusilen.
Alemán observó que Huberto Rullán hipaba como un niño. Juan Antonio y él se abrazaron. Al fin. Misión cumplida.