Corría el día 20, más o menos, con la Navidad llamando a la puerta, cuando comenzaron a aclararse las cosas. En primer lugar, Alemán, en uno de sus arrebatos fue a ver a Tornell y lo sacó del trabajo. No le dio opción y le obligó a que le acompañara a tomar un café. Reparó en que el preso no parecía contento. Estaba demasiado taciturno. La sensación de que le ocultaba algo crecía y crecía en su interior, aunque él tampoco estaba libre de pecado, había violado su intimidad y, gracias a ello, comenzaba a intuir lo que estaba pasando. Su diario no era explícito pero mostraba que ocultaba algo. Había ciertos comentarios que Alemán veía inquietantes.
—No puedes seguir así —le dijo.
—Seguir… ¿cómo?
—Así, evitándome. ¿Qué piensas hacer?
—¿Hacer?
—Sí, joder, con lo del puesto de cartero, con la investigación… ya sabes.
—No quiero que maten a más gente por mi culpa.
—Bien.
—¿No vas a decir que no es por mi culpa?
—Pues no, es algo demasiado obvio. Tuvimos opiniones distintas, sí; hicimos lo que tú querías, sí; te equivocaste, sí. ¿Y por eso vamos a dejar que un asesino se vaya de rositas?
Tornell le miró como sorprendido. El viento volvía a aullar pese a que la mañana era soleada.
—No. Bueno… no sé. No tenemos nada a lo que agarrarnos. El asunto de la morfina está en vía muerta. Todos los que podían decir algo sobre el asunto han sido asesinados o, si lo prefieres, han muerto accidentalmente que es peor. Debemos dejarlo. Sinceramente, no veo el camino.
—Ni yo.
Silencio.
—Quiero cazar a ese hijo de puta —dijo Alemán muy serio—. Yo no me rindo.
—¿Y qué más da? ¿Qué te importa? Tú sólo eres un…
—Sí, dilo, un fascista.
—No, no. —Tornell se echaba atrás, estaba claro que se arrepentía de haber estado a punto de decir algo así—. Tú nunca has sido eso. Eras un soldado, una persona traumatizada, sólo eso. Eres una buena persona, Alemán. Has cambiado.
—Estoy aquí, permanezco aquí, por este asunto. Si tú no me ayudas no sabré seguir adelante. Necesito saber si vas a hacerlo, si continúas, porque de no ser así lío el petate y me largo. Pacita me espera.
—Sí, claro… —dijo Tornell pensativo.
Roberto miró hacia el fondo, hacia los montes. Estaba cansado de aquello. Quería salir de allí y empezar una nueva vida, se lo merecía.
—No es que no quiera ayudarte, Roberto. Sabes que quiero cazarlo tanto o más que tú, es sólo que no sé por dónde seguir. Hace muchos años que no trabajo como policía. Lo del Julián me ha afectado, pero debo reconocer que esperaba identificar la escritura de alguno de nuestros carceleros. Estaba convencido de que el asesino era uno de los tuyos y al ver que no obteníamos resultados… eso me ha desmoralizado, tenía que ser uno de vosotros… No me cuadra, no. Al menos sabemos que no volverá a matar.
—¿Cómo lo sabes?
—Tú piensas como yo. Lo sé. Es un tipo listo y ha cortado todos los nexos que podían unirle a nosotros. Permanecerá quieto, oculto, en la seguridad del anonimato.
Alemán asintió.
—Porque el muy cabrón —continuó diciendo Juan Antonio— es listo, muy listo…
De pronto, como movido por un resorte, el policía se levantó de un salto.
—¿Dónde están las cosas de Higinio?
—¿Cómo?
—Sí, joder, su caja, donde estaban las ampollas. ¿No tenía alguna carta?
Parecía haber visto algo muy claro, tenía los ojos muy abiertos, como el que descubre una gran verdad.
—En mi casa —repuso el militar.
—Vamos —dijo—. Rápido.
Llegaron a casa de Alemán donde Tornell se dirigió directamente a por la caja de los efectos personales de Higinio, el comunista.
Escarbó en ella y sacó un papel. Era una carta que Higinio había dejado a medias, para su madre.
—¿Tienes la nota? ¿La que inculpaba a Perales?
—Sí, claro —contestó Roberto sacándola de una carpeta que había sobre la mesa.
Tornell tomó los dos papeles y los miró a la vez.
—¡Hijo de puta! —exclamó.
—¿Cómo?
—Es un pedazo de hijo de puta. Es listo, muy listo. Mira. —Y le entregó ambas esquelas.
Tras examinarlas Roberto afirmó:
—La misma letra.
—Sí. ¿Y qué te dice eso?
—¿Que Higinio era el asesino?
Tornell estalló en una violenta carcajada.
—No, no —dijo entre risas—. Después de morir Higinio ha habido más muertes, ¿recuerdas? No. No es eso. El asesino obligó a Higinio a escribir la nota. Así no podríamos identificar su letra.
—¿Y cómo consintió el otro en hacerlo? Una esquela en que acusaba al jefe de la CNT de su propia muerte…
—El asesino lo amedrentó. Es un hombre terrible, un tipo inteligente con una gran determinación y muy, muy cruel.
—Claro, qué listo.
Tornell volvía a ser el mismo. Se había apuntado un tanto identificando la caligrafía de la nota que acusaba a Perales. Pareció que su ánimo cambiaba. Aquello no les permitía avanzar nada, sólo saber que el asesino era aún más inteligente de lo que pensaban, pero su moral pareció recuperarse. El asesino había utilizado a Higinio para escribir aquella nota; era maquiavélico, el hombre al que buscaban parecía inteligente, un rival de altura. Probablemente alguien con mucha autoridad en el campo, suficiente como para hacer que un hombre escribiera una nota acusando a un inocente de su propia muerte. Alemán miró a su amigo sonriendo.
—¿Qué me dices? ¿Seguimos?
—¿Cómo? —dijo saliendo de sus pensamientos.
—Sí, Juan Antonio, el caso, que si seguimos con el caso.
—Nunca lo hemos dejado. Y ahora, me voy al tajo. Déjame tiempo para pensar.
Roberto quedó pensativo por un rato. Había algunas anotaciones en el diario de Tornell que parecían, cuando menos, raras. Alusiones a «vengarse», «un objetivo» y a que no habría una nueva vida con Toté. Por no hablar del asunto aquel de su mentira cuando había acudido donde los explosivos. ¿Qué hacía allí?
Decidió avisar a su fiel Venancio, para que lo siguiera como si fuera su sombra y curarse en salud.
Aquella misma noche, Alemán se dispuso a llevar a cabo su plan. Salió del campamento embutido en una costosa cazadora de aviador, un capricho de otros tiempos que supo le iba a ser útil. El viento le acuchillaba la cara. Había conseguido que su general le enviara una motocicleta que había apostado bajo el bosquecillo, desde donde debía ver pasar a Baldomero Sáez.
Tuvo suerte, porque a la una y media el falangista pasó por allí con su característico trote cochinero. Llegó el coche. El mismo ritual del otro día. Subió. En cuanto el vehículo arrancó y se alejó un poco, Alemán puso en marcha la moto y les siguió con la luz apagada. Así llegaron al Escorial. No se percataron de que les seguía. Pararon en una calle que, según creía, llamaban de la Iglesia. Había un bar que permanecía abierto. Vio muchos coches aparcados en la puerta. Demasiados. Más de cinco, quizá seis o siete. Había gente junto a los vehículos, como de guardia. Todos con camisa azul. Pasó de largo disimuladamente y volvió a Cuelgamuros. Allí se cocía algo gordo. No había duda. Entró en el campo y se fue directo a la vivienda del falangista. Dio una vuelta alrededor. No sabía qué hacer. Vio un pájaro muerto a unos pasos. Un momento. Una idea. Cogió una piedra, la envolvió con su pañuelo, miró alrededor para asegurarse de que no había nadie y rompió un pequeño cristal de la ventana de la cocina. Metió la mano e hizo girar el picaporte. Abierta.
Cogió el pájaro y entró de un salto. Encendió la luz, no tenía miedo. Todo el mundo dormía y si pasaba la patrulla podrían pensar que era el propio Baldomero quien se hallaba dentro. Escarbó en los cajones de una cómoda que había junto a su escritorio. Nada. Abrió el cajón del mismo. Miró varias cartas, nada útil. Debajo de las mismas había una nota, decía:
Estimado Baldomero:
Te recuerdo que no vuelvas a nombrar «nuestro proyecto» en ninguna carta ni documento oficial ni privado, por muy secreta que sea dicha comunicación. Has vuelto a hacerlo en una carta a mi secretario y te avisé una vez al respecto. No habrá una tercera negligencia. Han llegado las velas de cumpleaños. Recógelas en el pueblo en el bar de siempre. Aquí hasta las paredes tiene oídos ¡y ojos! Destruye esta nota nada más leerla.
Camarada REDONDO
¿Qué quería decir aquello? ¿Qué estaban preparando aquellos falangistas? ¿Qué era «nuestro proyecto»? Dejó la nota donde estaba y apagó la luz.
Volvió a la cocina y dejó el pájaro en el suelo, justo delante de la ventana. Parecería que se había empotrado contra el cristal, rompiéndolo. La cerró y se fue hacia la puerta principal. Salió y se giró para cerrarla lentamente, sin hacer ruido. Empezaba a sentirse nervioso, el corazón le latía desbocado en las sienes. Entonces notó algo frío en la nuca. Era suficientemente veterano como para saber que se trataba del ánima de un arma.
—No se mueva —dijo una voz tras él.
Había tres figuras que le acechaban. Aquello comenzaba a escapársele de las manos, de veras.