Tornell supo lo del Julián el mismo domingo por la noche, en su barracón. Se lo contó el Rata, que se pasó por allí justo antes del toque de queda. Se enteraba de todo y era amigo suyo, así que fue a contárselo al antiguo policía. La mala noticia terminó por desmoralizarle, hizo crisis. Además, había ido de visita Toté y, curiosamente, aquello le había hecho sentir peor. Estaba guapísima. Ella le había dicho que le veía más repuesto, aunque, de inicio, se asustó al ver su aparatoso vendaje. Le mintió diciéndole que había sido un accidente tras resbalarse en un terraplén. Después de hacer el amor bajo el mismo árbol que la otra vez se había sentido completo. Y culpable. Ella se había sorprendido al ver cómo le saludaban los guardias civiles y los otros presos. Podía sentirse orgulloso de haberse adaptado bastante bien a aquello. Toté parecía feliz al ver que las cosas no le iban mal; al menos, en cuanto a su puesto de cartero y a su amistad con Roberto. Ella apuntó que, a buen seguro, Alemán podría interceder por él haciendo que saliera pronto de allí. No se atrevió a contradecirla. Si supiera…
Cada día se sentía peor anímicamente y su esperanza de cazar a aquel maldito asesino iba desapareciendo. Tomó su diario aprovechando que todos sus compañeros dormían y volcó en él sus reflexiones: el Julián había muerto por su culpa. Alemán tenía razón, quizá hubiera sido mejor detenerlo y hacerle contar la verdad. A aquellas alturas estaría vivo. Toté creía que poco a poco se acercaba el fin de aquel calvario y él la engañaba. No le había contado nada de la investigación, ni siquiera conocía la existencia de los asesinatos; además, ¿qué más daba? Él nunca saldría de Cuelgamuros, estaba decidido. Bueno, sí, con los pies por delante y pasando a la historia.
Tornell no dio señales de vida ni al día siguiente ni en los posteriores. El señor Licerán había contado a Alemán que se le había presentado solicitando volver al trabajo y no precisamente como cartero. Decía que ya estaba recuperado y que no quería seguir ocioso. Roberto no tenía muy claro qué le ocurría. Bueno, sí.
Debía sentirse culpable por la muerte del Julián, que a aquellas alturas ya era vox pópuli en el campo, y supuso que no querría encontrarse con él por si le echaba en cara su error. Se sintió culpable por no haberle dado la noticia personalmente pero no podía imaginar que en el campo las noticias circularan a tal velocidad. Probablemente no había acudido a verle por orgullo. El maldito orgullo. No quería verle y quizá él tampoco. Tornell se había equivocado y los dos lo sabían.
Parecía como si su relación se hubiera enfriado; debían hablar, sí, pero no estaba seguro de querer dar el primer paso.
El caso había llegado a una vía muerta y Alemán comenzaba a plantearse la posibilidad de largarse de allí en aquel mismo momento, retomar sus estudios, casarse. Aquello le superaba. No creía que el asesino volviera a actuar; ahora estaba a salvo. Eso si no era el Julián. De seguir vivo, el asesino debía de estar tranquilo: había eliminado a Higinio, que le ayudó falsificando el recuento; al crío, Raúl, que de alguna manera sabía algo y al Julián, que por algún motivo le había proporcionado la morfina para sobornar a Higinio. Del caso que le había llevado a Cuelgamuros, del asunto de los suministros, no se sabía nada; las cuentas estaban claras y todo iba en orden. El director, probablemente el culpable, había sido cesado. Luego, ¿qué hacía allí todavía? ¿Para qué alargar su estancia en aquel lugar? Entonces ocurrieron dos cosas raras. Muy raras.
La primera estaba relacionada con Tornell. En un momento dado pensó que no merecía la pena seguir distanciados, que debía dar el primer paso y tragarse el orgullo. Bien era cierto que Tornell debía haber acudido a verle para decirle: «Tenías razón». Pero no lo había hecho. Probablemente estaba hundido porque el Julián había muerto por su culpa. Bastante castigo era aquel.
Decidió hablar con él y fue a buscarlo en la pausa de la comida. No estaba con su gente, así que volvió a su casita, a leer. Al final de la tarde, el antiguo policía se presentó.
—He ido a buscarte —le dijo Alemán.
—Sí, estaba ayudando a mi sustituto a leer las cartas a los demás presos.
—Vas a volver al puesto de cartero. No tenías que haberlo dejado.
El preso negó con la cabeza.
—Tornell, escucha. Es un buen destino, no te castiga, te permite recuperarte, vivir. Bastante pasaste ya por todos esos campos de concentración. Ten cabeza, hombre.
—No me lo merezco —dijo—. Soy un inútil.
—No, no. No digas eso. Fuiste un gran policía, eres un gran policía. Eras un gran oficial, lo sé. Tienes una mujer, un futuro, saldrás de aquí, yo me encargaré de que sea pronto… hazme caso. Déjame ayudarte.
—No me lo merezco. Está muerto. Por mi culpa. Tú tenías razón.
—No, amigo, no. Hiciste lo correcto, no querías que lo curtieran.
—Tú lo dijiste, había que sacarle la información para salvarle la vida. A la primera hostia habría cantado, lo sé. ¿O acaso te crees que cuando yo era policía me comportaba como una hermanita de la caridad?
—¿No has pensado en que igual era el asesino?
—Estoy seguro. El Julián no era el asesino —dijo muy seguro de sí mismo.
Quedaron en silencio.
—Mira… No es una opción. Tienes que volver a tu puesto de cartero, lo hacías bien. Leías las cartas. Ayudabas a la gente. No te voy a permitir otra cosa.
—Desde que se inició este asunto no ha hecho más que morir gente y no he podido evitarlo. ¿Cartero? No me lo merezco.
—¡Nadie se lo merece más que tú! —gritó Alemán fuera de sí.
Tornell sabía cómo sacarle de quicio. ¿Por qué no se dejaba ayudar? No sabía por qué, pero aquel hombre era importante. No podía entrever que, en el fondo, ayudándole, veía la posibilidad de redimirse.
—Bien, bien, no quiero imponerte nada. Piénsatelo, ¿de acuerdo? —se escuchó decir a sí mismo. Pensó que era mejor adoptar un tono más conciliador.
Entonces el rostro de Tornell cambió, se relajó. Incluso pareció que sonreía. Alemán comprendió que había hecho bien en no obligarle a aceptar su decisión. Esperaría.
—Vete a descansar. Si vuelves al tajo te hará falta.
—Gracias —dijo saliendo de allí con paso cansino. Parecía que la compañía del capitán ya no le agradaba.
Roberto se sentó a mirar el fuego. Tornell estaba muy raro. ¿Qué les estaba pasando? ¿Por qué no podía ser Tornell un compañero más y no un preso? La idea de dejar Cuelgamuros y que él quedara allí se le hacía desagradable. Ni siquiera habían hablado de continuar la investigación de aquel caso, aquellas pesquisas llevadas a cabo por dos locos que iban contra todo. Aquello les había unido con un vínculo inexistente, pero fuerte. Tornell no quería reconocerlo pero Alemán lo sabía, era su amigo y le apreciaba. Tanto como Roberto al preso. Para el militar era más fácil, claro: él era uno de los verdugos y Juan Antonio, un penado. Intentó ponerse en su lugar, ¿cómo podría su mente albergar cualquier sentimiento positivo hacia uno de aquellos salvajes que durante años le habían reducido a la condición de un ser infrahumano, un prisionero? Se sintió mal, despreciable. Salió de allí dando un portazo. Se ahogaba. Tenía algo que hacer.
Pasó por donde la casamata de Solomando y se atizó un par de coñacs. Pertrechado con un buen capote salió de nuevo al exterior. Hacía un frío horrible. Saludó al centinela y se apostó bajo unos pinos. No tuvo que esperar mucho. A eso de las doce y media vio una figura rechoncha que bajaba caminando tras salir del campo. Era Baldomero Sáez. Dejó que pasara junto a él, le dio ventaja y le siguió.
Después de bajar un par de cientos de metros, el falangista se paró y encendió un cigarrillo. El pequeño botón incandescente destacaba en mitad de aquella inmensa oscuridad. Pasó un rato, quizá quince minutos. Entonces comenzó a oírse un rum rum, un ruido sordo, grave, como si un gran gato ronroneara haciéndose audible bajo el sempiterno viento que aullaba en aquellos parajes. Una luz. Era un coche. Se fue acercando. Cuando llegó a la altura de Sáez se detuvo. En su interior se encendió una pequeña lucecita. Vio dos camisas azules y un tipo uniformado. Llevaba varias estrellas en los galones, aunque no pudo ver bien su graduación. El falangista, rechoncho y de lentos movimientos, subió al coche y desaparecieron. ¿Qué estaba pasando allí? ¿Por qué se reunía Sáez de esa forma, en secreto, con militares y falangistas? ¿Qué era aquello? ¿Conspiraban o sólo se iban de putas? La situación en Cuelgamuros había terminado por convertirse en un rompecabezas imposible de resolver. Alguien había matado a Abenza. Higinio había ayudado al asesino a falsificar el recuento y había terminado siendo asesinado por ello. El crío, que parecía saber algo, había fallecido en un accidente y el Julián, que probablemente había robado las ampollas con que el asesino había sobornado a Higinio, había aparecido tieso por una sobredosis de morfina. Todo eran accidentes, desgracias, demasiadas para ser fruto de la coincidencia.
El asesino había intentado desviar su atención incriminando al jefe de los anarquistas, Perales, con una nota falsa. Era listo. Se habían producido tensiones entre anarquistas y comunistas por el asunto de la fuga de los dos presos de los que, de momento, nada se sabía. ¿Por qué no querían los comunistas que los anarquistas llevaran a cabo la fuga? ¿Preparaban ellos otra?
¿Por qué estaba Tornell tan raro? ¿Era sólo por la muerte del Julián? ¿No sería este un simple adicto, metido en una trama de tráfico de morfina para asegurarse el suministro, que había terminado matando a los demás al verse descubierto? Tornell se quitaba de en medio y él había perdido todo control sobre el asunto. Aquello era demasiado complejo, su mente no entendía, estaba perdido. Decidió volver a casa y se fue a la cama. Pasó una mala noche, agitada. Despertó pronto y se fue al comedor a desayunar. Cuando salía se encontró con el señor Licerán.
—¿Consiguió hablar usted con Tornell? ¿Han arreglado las cosas?
—Sí —dijo—. Anoche hablamos. Había intentado hacerlo a mediodía pero no pude encontrarlo y…
—Sí, estuvo comiendo con un amigo suyo del frente, en el depósito de explosivos.
—¿Cómo? —preguntó al recordar que su amigo le había dicho que había estado leyendo cartas a los presos. Había mentido.
—Sí, sí, a la hora de la comida lo vi comiendo donde el depósito. Me pareció raro verle por allí y le pregunté. Me dijo que había ido a ver a un viejo amigo.
—Berruezo.
—No, no, ese trabaja con nosotros. Era otro.
—Ya.
—Bueno, pero lo importante es que ustedes se hayan arreglado.
—Sí, claro, no se preocupe —se escuchó responder quitando importancia al asunto.
Lo vio alejarse y quedó pensativo. ¿Por qué le había mentido Tornell?
¿Qué se le había perdido donde los explosivos? ¿Había encontrado alguna nueva pista y no le había dicho nada? Pensó que, a aquella hora, los presos ya estaban en el tajo y tomó una de sus típicas decisiones, impulsiva, inconsciente. Se encaminó al barracón de Tornell. Estaba vacío. Fue directo al camastro de su amigo. Se tumbó y miró debajo. Quizá actuaba así por instinto, porque ni siquiera sentía remordimientos por violar su intimidad. Levantó el colchón —si es que a aquello se le podía llamar así— y lo echó a un lado. Nada. Apartó el catre de una patada, enfadado, harto, fuera de sí, y entonces lo vio: un tablón raro, una interrupción en el color de la madera que, normalmente, quedaba oculto por el lecho. Quitó la tabla rápidamente; dentro, un diario. Bueno, mejor, una libreta que hacía las veces de diario. Lo abrió. Rezaba: «Cuelgamuros, 10 de octubre de 1943. He vuelto a la vida. Después de tanto tiempo mi cuerpo comienza a reaccionar, a recuperar el tiempo perdido y a sobreponerse al castigo…». Más tarde supo que había hecho bien en leerlo.
Tornell estaba de muy mal humor y sabía por qué. Hacía un frío de mil demonios y Toté no podría ir a verle de nuevo hasta después de Navidad, que era tanto como decir que no volvería a verla. Al menos si las cosas transcurrían como él esperaba. Para colmo se había distanciado de Roberto, a propósito, y eso le molestaba. Sabía que Roberto se había comportado como un animal durante la guerra, que había matado a mucha gente, republicanos como él… pero, a diferencia de otros sabía que lo había hecho en combate. Era consciente de que, a veces, en la vida, cuando todo sale mal, comienza a experimentarse la sensación de que todo está negro, de que no hay futuro alguno y eso hace que te hundas. Algo así le estaba ocurriendo a él. Quizá era porque veía cerca el objetivo que le había permitido sobrevivir en los campos: «un día menos para lograrlo», se decía cuando se sentía morir por esas prisiones de Dios. Quizá. ¿Por qué se había metido en aquella investigación? Las pesquisas, las preguntas y la sempiterna presencia de Alemán no eran sino obstáculos para su verdadero objetivo. ¿Por qué había cometido ese error?
No había vuelto a hablar con Alemán. Le evitaba. Desde la muerte del Julián no había sabido por dónde seguir con el caso. Había hecho algunas preguntas sobre el asunto de la morfina más que nada pero nadie estaba al tanto. El asesino se había salido con la suya. Le parecía evidente que era alguien importante, con mando, porque si no… ¿cómo iba a ser tan atrevido? Aunque, ¿por qué iba alguien importante a tomarse tantas molestias en acabar con varios presos si podría enviarlos a morir a un campo o a una cárcel? O simplemente hacerlos fusilar por cualquier excusa… No, no tenía sentido.
Franco llegaría el día 25 a una misa en la cripta. En aquella cueva que, de momento, no era más que un agujero arrancado al granito. Vendrían muchos prebostes con él. Maldición. Roberto le había ayudado cuando no tenía por qué hacerlo. Era la única persona que le había apoyado —al menos de entre sus captores— desde aquel desgraciado día en que cayó prisionero. La única persona del otro bando que le había tratado con humanidad. ¡Porque quería que le enseñara a llorar! Qué cosas… Era como un niño grande. Un idiota. Estaba loco, como una cabra. Era evidente que su paso por la checa de Fomento le había dejado tarado, aunque, en las últimas semanas había cambiado, sí. Se había portado bien con él, como un hermano. ¿Por qué? No lo sabía. Pero no le gustaba; ahora se sentía en deuda con él y eso no era bueno. ¿Qué pasaría con Alemán cuando todo acabara? Cuando su asunto hiciera crisis. Nada bueno. Sabía que Alemán se había conducido como una bestia en la guerra, pero ahora conocía su historia como él era consciente de la suya. Él le entendía y Alemán le entendía a él. A buenas horas. Quizá, si le hubiera conocido antes las cosas habrían sido distintas. Alemán era un joven que no se metía en política y que acabó en una checa. Terminó luchando en el bando nacional porque mataron a su familia, a todos. Estaba enfermo de odio. Quería morir.
Ahora estaba ilusionado y se alegraba por él. Se iba a casar y retomaría sus estudios. Aunque sonara raro, aunque fuera difícil de comprender, ayudando a otros se había salvado para convertirse —quizá lo era antes— en una buena persona. Por eso le apreciaba, le estimaba, y era por eso que se sentía mal, como un traidor, un mierda. Él era, en el fondo, como Roberto; pero Alemán hacía progresos, se curaba. Juan Antonio seguía enfermo de odio, los odiaba a todos, por lo que le hicieron, por lo que vio en los campos. Le parecía curioso que Alemán se creyera enfermo, cuando estaba, sin darse cuenta, dejando de odiar y él, en cambio, no podía olvidar lo que le habían hecho. Nunca. Sabía que odiaba y mucho, pero con razón. Y para terminar de complicar las cosas, todo había cambiado. Era consciente de que ahora se abría ante él la posibilidad de una nueva vida. Reduciendo pena con el invento de ese maldito jesuita, Pérez del Pulgar, sabía que saldría de allí a lo sumo en cinco años. Alemán quería ayudarle, era probable que lograra sacarle incluso antes y Toté le esperaba, aunque… no podía… no. Resultaría más fácil aceptar aquella oportunidad, salir de allí y empezar una nueva vida. Pero se había comprometido. Había dado su palabra y no quería incumplirla. ¿Cómo iba a imaginar en la profundidad de aquella celda que las cosas iban a cambiar así?
Por eso hacía días que no hablaba con Alemán. Por eso le evitaba, porque se sentía mal al saber cómo le iba a pagar lo mucho que había intentado ayudarle. ¿Cómo podía tener un amigo fascista? No. Él no era un fascista ni nunca lo había sido, se decía a sí mismo. Era un hombre al que arrolló un tren, como a él, como a todos, esa maldita guerra que cada vez se le mostraba más claramente como un gran error. ¿No hay acaso otras maneras de arreglar las cosas que matarse?
No podía tomar lo que Alemán le ofrecía, no podía, no. Era imposible. Siempre fue un tipo tozudo. Le costaba mucho trabajo replantearse las decisiones importantes una vez tomadas. No podía, simplemente, olvidar y seguir hacia delante. ¿Qué le pasaría a Alemán cuando todo se supiera? Lo fusilarían. Peor, primero lo torturarían para ver qué sabía. No quiso pensar en ello, como le decían en la Casa, no se puede hacer una tortilla sin romper unos huevos.