Capítulo 27. Diferencias

Roberto Alemán, aprovechando su nombramiento plenipotenciario, liberó a Tornell de cualquier trabajo incluso cuando estuviera ya plenamente recuperado. Insistió en que debía dedicarse sólo a la investigación. Después del mazazo que había supuesto la muerte del bueno de Casiano y su hijo, los dos amigos retomaron el asunto si cabe con más ímpetu. ¿Qué tendría que decirles el niño? Tornell repasaba el caso y se volcó, ahora que podía, en su diario. Aparte de reflexiones recogía en él aquellos aspectos de la investigación que no debían quedar en el aire. Por ejemplo, le parecía evidente que las dos ampollas de morfina que habían encontrado en la caja de Higinio no eran sino el pago que el verdadero asesino había realizado para que el comunista hiciera la vista gorda ante la ausencia de Carlitos Abenza. Sin embargo, ¿por qué se ausentó el chaval del recuento? Le parecía que la respuesta era clara: a aquellas horas debía de estar muerto. El asesino era listo, muy listo. Sabían que Abenza había asistido a la cena, luego el asesino se citó con él en las alturas entre dicha hora y las doce, lo mató y pidió a Higinio que falseara el recuento simulando que el chaval había huido y que necesitaba unas horas de margen para escapar. Hasta ahí, Tornell pensaba que su razonamiento no presentaba fisuras, se sostenía. Se imaginaba que Higinio, al ver que el chaval había muerto y que Alemán y él investigaban su asesinato debió de ponerse nervioso. Era probable que incluso hablara con el asesino y este, al ver que podía ser descubierto, lo eliminara de un plumazo. Era un tipo atrevido, casi se diría que demasiado inconsciente, pues le atacó en el barracón y no dudó en hacer lo mismo con Tornell cuando a punto estuvo de verse descubierto. ¡Llegó incluso a agredir a un capitán! Tornell no quiso preocupar a Alemán, pero creía que este tenía razón, a aquellas alturas pensaba que la piedra que había triturado a Raúl y a otros tres hombres, iba destinada contra ellos dos. Ahora lo veía claro. ¿Por qué aceptó Higinio las ampollas? ¿Por qué asesinó alguien a Carlitos? ¿Qué había hecho el pobre chaval? Quizá había visto algo relacionado con el tráfico de morfina en el campo, pero resultaba inverosímil que alguien dentro de la prisión, un preso, pudiera costearse algo tan, tan carísimo. Si alguien traficaba con morfina no podía ser un preso, no, imposible. Debían buscar entre los carceleros. Estaba claro. Otra posibilidad era que algunos presos hicieran de correo para alguien más importante. Un oficial o algún guardia. Quizá el capitán de la Guardia Civil podría arrojar algo de luz al respecto.

Tornell se encontraba mal por varios motivos. Después de repasar las fichas de los presos y teniendo en cuenta quién había pasado por la enfermería aquel día en que el practicante se ausentara por unos minutos, todo apuntaba en una dirección de cara a identificar al ladrón de las ampollas. Tenía un candidato claro. Pero no quería reconocerlo. Intuía que Alemán sospechaba lo mismo, aunque no había dicho nada. El Julián era el único que, después de pasar por la enfermería, tenía un historial de robos de cajas fuertes y domicilios que le hacían sospechoso. Era perfectamente capaz de abrir ese armarito y llevarse las ampollas. Tornell no quería presionarle, y mucho menos que fuera detenido o maltratado; bastante debía de haber pasado el pobre con aquellos experimentos de Vallejo-Nájera. Sabía que, tarde o temprano, aquella cuestión se interpondría entre Alemán y él, y no sabía cómo resolverlo. Además, Roberto le trataba muy bien, siempre lo había hecho. Le llamaba cariñosamente «el baturro», por el vendaje que llevaba en la cabeza, y se encargaba solícitamente de que descansara, durmiera las horas necesarias y que no le faltara de nada. Aquello le hacía sentirse más culpable aún y así lo anotó en su diario. Alemán se estaba curando pero él seguía enfermo de odio. Claro, para el capitán era más fácil; habían ganado la guerra y tenía un futuro, pero él, no. Él sólo ansiaba vengarse como juró en Miranda, Albatera, los Almendros y tantos y tantos campos en los que le redujeron a la condición de subhumano. Al menos, Alemán, por su parte, había conseguido la escritura de todos los empleados del campo así como de guardianes, «civiles» y demás, con el subterfugio de la encuesta. Tornell pensó en dedicar el día siguiente a examinar dichos cuestionarios para comparar los distintos tipos de letra con la de la nota acusadora. Esperaba que aquella gestión les deparara el éxito. La próxima visita de Toté se aproximaba y no sabía qué iba a pensar ella cuando viera el aparatoso vendaje que llevaba. Se sintió también mal por ella. La estaba engañando tras hacerle creer que había un futuro para ellos, al igual que a Alemán. Por otra parte se había presentado el nuevo director, un «misicas», un meapilas. Era soltero y, según decían, muy pío. No le daba buena espina. Por cierto, se rumoreaba que Franco iba a asistir a una misa allí en la cripta, en la mañana del día de Navidad. Interesante. Al menos todo iba como habían pensado. Hacía mucho frío, era diciembre y se acercaba la Navidad.

El sábado 14, a la tarde, Tornell y el señor Licerán terminaron de repasar la escritura de los empleados y guardias del campo: ninguna coincidía con la de la nota. ¿La habría escrito de verdad el asesino? A pesar de que aquel crimen era la principal preocupación de Alemán, había varias dudas que asaeteaban su mente, aunque la principal era: ¿por qué el asesino había intentado desviar la culpa hacia los anarquistas? Y sobre todo… ¿por qué a los comunistas les incomodaba tanto la fuga de estos? Algo preparaban, ¿una fuga masiva? Debía de tratarse de algo grande. No se le escapaba que Tornell cambiaba de tema cuando le hablaba de eso y decía que nada tenía que ver con la investigación. Entonces, en su mente se encendió una luz. No, era una idiotez. Un momento, un momento. Sí, era posible. Franco iba a menudo a las obras. ¿Estarían preparando un atentado? ¡Qué tontería! Era una locura. Estaba perdiendo la cabeza, jugar a detectives no era lo suyo. Todo aquello lo pensaba repantigado en su sillón, en su saloncito, con las piernas en alto y despachando una buena copa de coñac. Solo. Tornell estaba muy raro, demasiado, aunque en aquel momento pensó que bien podía ser porque el asesino no se encontrara entre los custodios de los presos quitándole la razón, quizá porque al día siguiente llegaba su mujer o también porque las entrevistas con los posibles ladrones de la morfina le habían dejado en una situación difícil que había generado tensiones entre ellos. Se veía venir, y así ocurrió.

El policía no le ocultó la verdad cuando fue a su casa para contarle que había charlado con los cuatro posibles candidatos y que no había visto nada raro en tres de ellos. Pero con el cuarto habían surgido verdaderas sospechas. Era el Julián, al parecer uno de los miembros de su círculo más o menos habitual. Según le contó era íntimo, uña y carne, de un tipo al que apodaban David el Rata, que a su vez tenía mucha relación con Berruezo, el gran amigo de Tornell que había conseguido que le llevaran a Cuelgamuros.

Alemán recordó que el Julián era aquel tipo que estaba siendo atendido por una astilla en la nalga aquel día en que el enfermero le dejó a solas en el consultorio. Había sido ratero, sabía abrir cajas fuertes y había estado a solas con el armario de la morfina durante, al menos, diez minutos. Tornell, que leía en la gente como en un libro abierto, relató a Roberto que cuando le había sacado el tema, el sospechoso se había quedado parado, el rostro demudado, los labios morados. Por un momento pensó que el tipo iba a desmayarse, aunque de inmediato se recompuso. Era él, no había duda. Intentó presionarle pero el otro se cerró en banda. ¿Por qué había robado la morfina? O mejor dicho, ¿para quién? ¿Traficaba con ella? Tornell intentó convencerle de que hablara, pues estaba en una situación difícil. El otro, al parecer, lo negaba todo. El policía le hizo ver que si había robado la morfina para el asesino, si conocía su identidad, estaba en verdadero peligro. Pero según le contó a Roberto, el Julián se había reído de aquello. ¿Por qué no sentía miedo? ¿No había visto lo que ocurría a los que se habían cruzado en el camino de aquel loco? ¿Acaso no sería él el tipo que iba matando presos? Alemán lo vio claro y le dijo a Tornell que debían actuar rápidamente.

—Tenemos que detenerlo. No hay tiempo que perder. Por primera vez tenemos algo a que agarrarnos: un hombre que conoce al asesino y que ¡está vivo para contarlo! ¿Te das cuenta? —se escuchó decir a sí mismo—. Tenemos que mandarlo detener y hacerle cantar.

—No, no. Es mi amigo. De ninguna de las maneras —dijo Tornell negándose en redondo a aquello.

Discutieron.

—Hay que detenerlo, llevarlo al cuartelillo y que le saquen el nombre del asesino a hostia limpia. Igual hasta es él.

—¿Estás loco? Nosotros no actuamos así, Roberto. Creía que éramos amigos.

—Y lo somos, Juan Antonio, y lo somos, pero no podemos dejar que ese tipo siga matando gente. Es cuestión de tiempo, en cuanto el asesino sepa que has hablado con el Julián, este será hombre muerto.

—No.

—Los «civiles», Tornell. Se lo sacarán.

—No, Roberto, no. Por favor. ¿De qué sirven las cosas que te conté? ¿Vas a incurrir en la misma brutalidad que esa gentuza? Pensé que habías cambiado.

—Este no es un asunto político, Tornell, es policial; hablamos de una bestia. ¿Cuántos hombres más pueden morir?

Quedaron mirando hacia otro lado, los dos. Era la primera vez que discutían.

—Mira, Alemán. No quiero que detengan al Julián. Estuvo preso en San Pedro de Cardeña e hicieron experimentos con él.

—¿Cómo?

—Sí, en San Pedro de Cardeña, un psiquiatra hizo experimentos con los prisioneros de las Brigadas Internacionales para investigar el biopsiquismo de la patología marxista.

—No entiendo nada de lo que me estás contando.

—Sí, hombre, sí, Vallejo-Nájera. Mira, los brigadistas no eran nadie, no existían.

—¿Por qué?

—Porque en cuanto entraban en territorio de la República se les retiraba el pasaporte.

—Para que no pudieran volverse atrás.

—Más o menos. Al acabar la guerra, todos los prisioneros extranjeros estaban indefensos. No eran nadie, no tenían papeles, no existían…

—Joder.

—Por eso los utilizaron en las investigaciones. Ese tipo, el psiquiatra, quería demostrar que el marxismo tenía una base patológica, que era algo típico de mentes enfermas, seres inferiores, subnormales.

—La Virgen, cuánto loco.

—Hacían experimentos, no sabemos cuáles. El Julián no se acuerda, pero quedó tarado. A los rusos, sobre todo, les medían la cabeza, a los siberianos, que tenían rasgos mongoloides, les hacían fotos para demostrar que sus cráneos eran anómalos.

—La frenología pasó de moda ya en el siglo XIX. Además, tu amigo no era extranjero.

—No, pero sospechamos que era un poco… retardado.

—Por eso experimentaron con él. ¿Y qué le hacían?

—No lo sabemos. Ni siquiera él lo recuerda, Alemán. Su mente lo borró todo hace tiempo.

—¿Te das cuenta que bien podrías estar hablando de un loco? Quizá sea el asesino.

—No, no.

—Además, suponiendo que no lo sea, si robó las ampollas para el asesino, este lo despachará.

—Un momento, Roberto, un momento. No está tan claro. Hemos supuesto que Higinio tenía las ampollas porque se las dio el asesino en pago a su silencio, pero ¿y si las tenía para traficar? ¿Y se las consiguió el Julián?

—Tú dices que no crees en casualidades y yo, tampoco.

—Mira… estoy cansado —dijo el policía—. Mañana viene Toté. Dame dos días, sólo eso. Si el lunes no he conseguido hacerle hablar lo detienes. Esta noche volveré a hablar con él y con su amigo, el Rata, es un tipo listo y seguro que lo convence.

—Hecho —dijo Alemán dando su brazo a torcer. Estaba enfadado, Tornell se equivocaba pero él sólo era un aficionado—. Se hará como dices.

El domingo por la mañana el Julián apareció muerto.

Lo encontraron cerca del Risco de la Nava. Junto a él había una jeringuilla usada y dos ampollas de morfina. Se sospechaba que el reo había participado en el robo de cuatro ampollas de la enfermería, dos de las cuales fueron halladas en la caja del preso Higinio Gutiérrez, asesinado en su barracón, por lo que tanto el director como el médico llegaron a la conclusión de que Julián Domínguez había muerto por sobredosis tras inyectarse el contenido de los dos viales. Don Ángel Lausín dijo no descartar el suicidio. El médico mostró a Alemán las señales de múltiples pinchazos que presentaba el cuerpo, por lo que supuso que era un adicto.

Roberto quedó en cuclillas mirando el horizonte desde las alturas. Llevaba razón y ahora aquel pobre desgraciado estaba muerto. Quizá era el asesino que buscaban y se había suicidado de verdad al ver que el cerco se estrechaba. El nuevo director, un imbécil, sugirió incluso que cerraran el caso. Quitando los guardias civiles que habían hallado el cuerpo, el director y el médico, nadie más sabía nada de aquello. Alemán dio órdenes expresas de que no se dijera nada a Tornell que, además, andaba por ahí con su mujer. Era la hora de comer y pensó que no le vendría mal reponer fuerzas y echar una siesta. Le hubiera gustado saludar a Toté, conocerla, hacerle saber la admiración y el cariño que sentía por su marido que, dicho sea de paso, le parecía un hombre notable, pero se entretuvo esperando que bajaran el cuerpo directamente al Escorial y que el forense le echara un vistazo. Sobredosis, confirmó. Tenía claras marcas de aguja en el brazo izquierdo y unas diez o doce entre los dedos de los pies. A pesar de que coincidió en que aquel tipo debía de ser un adicto, el forense le dijo que era raro, le parecía extraño que un preso pudiera costearse algo que, en el mercado negro, alcanzaría precios astronómicos. Lo habían matado, pensó Alemán para sí.

Una vez más se sintió impotente porque todas las muertes que le rodeaban, excepto la de Higinio, parecían accidentales. Algo que, en aquel lugar, no suponía nada extraordinario. Aquello se complicaba, y mucho. No se veía con ánimo de volver al Valle de los Caídos. Él tenía razón y Tornell, no. ¿Cómo iba a decírselo? Era obvio que su nuevo amigo se había equivocado; el Julián estaba muerto en gran parte por su culpa. Los presos no se habían enterado, así que nadie se lo podía decir salvo los guardianes que estaban sobre aviso. De momento, claro. Porque en aquel campo todo terminaba sabiéndose tarde o temprano. Si hubieran detenido al Julián, como él pretendía, en aquel momento estaría vivo. O habría confesado ser el asesino. Bien es cierto que le habría caído algún guantazo que otro, sí, pero no le cabía duda de que hubiera cantado, entre el miedo a los guardias civiles, al asesino —si es que no era él mismo— y a la posibilidad de tener que volver a un campo de concentración.

Habló por teléfono con el nuevo director desde El Escorial, desde el despacho del forense. Tampoco le gustaba aquel tipo con pinta de seminarista, Ildefonso, delgado, alto, con un sempiterno suéter color lila con un enorme cuello de camisa que asomaba bajo el mismo como los dos colmillos de un vampiro. Era un curilla. De inmediato dijo que dispondría misas por el alma del difunto. Insinuó que eso le había sucedido por no haber acudido a misa a primera hora; pensaba que el Julián era el asesino y volvía a insistir en que cerraran el caso.

Alemán estaba furioso, aunque quizá aquel imbécil hasta tenía razón, así que avisó al chófer y se fue a Madrid. Pasó la tarde con Pacita sin poder quitarse el asunto de la cabeza tras enviar al chófer de vuelta. La única prueba que les permitía seguir el husmillo era la morfina, el único testigo era el Julián y ahora estaba muerto. Siempre ocurría lo mismo, cada vez que se acercaban, cuando hallaban algún posible testigo que pudiera ayudarlos, este acababa fiambre. Aquello parecía una novela de aquellas que vendían en los quioscos, de asesinatos, a las que su hermano el de la UGT era tan aficionado. Nunca le gustaron; era desesperante que siempre que se acercaba uno a la resolución del caso ocurriera algo que impedía al lector saber lo que realmente estaba pasando. Suponía que eran trucos de escritor de folletines, pero le ponía nervioso. Era todo tan previsible…

En aquel caso la realidad era mil veces más compleja que el más enrevesado de los vodeviles. El asesino se movía rápidamente, de aquello no había duda.

No quería ver a Tornell, discutir, decirle «ya te lo dije». Su amigo había perdido la objetividad por ser, precisamente, un prisionero. Él no se daba cuenta pero Alemán sí, y su tozudez le había costado la vida a un hombre. Supuso que se sentiría culpable cuando supiera la noticia. Volvió en el coche de su general acompañado por su novia. Se despidieron entre arrumacos y vio el auto alejarse diciendo adiós con la mano. Al menos tenía a Pacita. Convino que Tornell lo tenía mucho peor. Sí, estaba su mujer, Toté, pero las cosas no debían de ser sencillas para él. A fin de cuentas era un preso, le parecía evidente que desde el principio había creído en que el asesino era un guardián o un guardia civil, hipótesis que a Alemán no le parecía descabellada, la verdad. Pero los hechos apuntaban cada vez más en el otro sentido, así que era de esperar que Tornell no estuviera, precisamente, contento. Además, en cuanto supiera lo del Julián, si es que no lo sabía ya, se sentiría responsable de su muerte. Cuando se disponía a subir hacia su casa, el guardia civil que vigilaba la entrada le dijo:

—Ay, el amor… el amor.

Él, muy atento, le saludó con la cabeza. Era evidente que le había visto despedirse de Pacita.

—Usted perdone —dijo—. Espero que no nos hayamos comportado de forma incorrecta.

—¡Qué va! Descuide, descuide —contestó el guardia ofreciéndole un pito—. Si es lo mejor que hay, ya sabe usted: las mujeres. Además, no es usted el único. Ya se sabe, la juventud. Muchas noches veo acudir al pueblo al falangista ese, al pez gordo. —Se refería obviamente a Baldomero Sáez, que desde la muerte de Casiano y su hijo se había mantenido en un discreto segundo plano—. Dicen mis compañeros que debe de tener alguna querida allí abajo, no falla, casi todas las noches baja al pueblo.

Aquello llamó su atención. Si tenía una mujer en El Escorial, ¿por qué bajaba después del toque de silencio? Era soltero, bien podía hacerlo a la tarde o, simplemente, tras la cena. ¿Por qué se ocultaba?

—Pero ¿vuelve a dormir? —preguntó el capitán.

—Sí, claro, sí. Cuando lo veo bajar, allá al fondo, se escucha un coche. Luego a eso de las dos horas o así suele volver.

—¿Una mujer que conduce? —preguntó extrañado.

—Igual tiene algún taxi que le espera —repuso el otro.

Alemán apagó su cigarrillo y le dio las buenas noches. Aquella información podía ser valiosa. ¿Por qué se comportaba así el falangista? Sin duda, se beneficiaba a una casada. Como mínimo. Cualquier detalle que pudiera perjudicar a ese malnacido podía serle útil.