Era ya de día cuando Alemán despertó sobresaltado al notar que le zarandeaban. Vio a Tornell.
—¡Despierta, Alemán, despierta! —decía muy excitado el preso.
—¿Qué pasa? —acertó apenas a balbucear medio dormido como estaba.
—¡El crío! ¿Recuerdas? ¡El crío!
—¿Qué crío? No te entiendo.
—¡Sí, coño! Acabo de recordarlo: el crío, Raúl.
El militar puso cara de no entender y él insistió:
—Sí, el día que me… nos atacaron, ¿recuerdas? Te dije que el crío, aquel al que defendiste del falangista, el hijo de Casiano…
—Raúl.
—Sí, ese, Raúl. ¿Te acuerdas? Ese día me dijo que tenía que hablar conmigo, que era importante.
—¡Claro, sí! Ahora recuerdo.
—Estaba durmiendo y me he despertado de pronto. Ha sido como un fogonazo. Lo he recordado de golpe. Quiero hablar con él. Quizá mi cabeza, poco a poco, comienza a funcionar. Creo que debieron darme fuerte.
—Sí, amigo, sí.
—¿Vamos a verlo?
—Sí, tomamos un café y vamos.
Pasaron por la cantina y tras tomar sendos cafés servidos con desgana por Solomando se encaminaron hacia las obras de la cripta. Allí, al fondo, en la explanada, vieron al crío que portaba un botijo ofreciendo agua a los trabajadores. Les saludó con la mano y se dirigieron hacia él.
¿Qué tendría que decirles? Entonces se escuchó un grito.
—¡Cuidado! —exclamó alguien.
Alemán se giró justo a tiempo para ver que una mole se les venía encima. Apenas si logró agarrar a Tornell de la manga de la chaqueta y, tirando con fuerza, lanzarse al suelo esquivando una piedra inmensa que había rodado desde las alturas. Pasó junto a ellos levantando una enorme polvareda de color rojizo. El impacto fue brutal. Un gran estruendo les hizo saber que había chocado con algo o, a lo peor, con alguien.
Cuando Roberto logró levantarse, con la garganta reseca por la polvareda, se cercioró de que Tornell estaba bien y comprobó de inmediato la magnitud de la tragedia: una enorme piedra había arrollado a tres hombres dejando sus cuerpos como guiñapos, tirados aquí y allá. Raúl, el crío, era el cuarto. Al ser más pequeño había quedado aplastado contra otra roca mayor. La gente iba y venía con estupor, algunos se mesaban los escasos cabellos, otros gritaban e incluso varios lloraban medio histéricos. Se avisó al médico y al enfermero pero nada se pudo hacer. Una desgracia. Entonces salió de la cueva el padre del crío, Casiano. Alguien le había avisado. Tenía los ojos fuera de sus órbitas, como si no pudiera creer lo que estaba pasando. Corrió hacia donde se hallaba el pequeño cuerpo, llorando y gritando. No pudo siquiera cogerlo en brazos, pues estaba aprisionado entre la roca que había rodado y otra de mayor tamaño contra la que había quedado aplastado. Entonces levantó la mirada y vio al falangista, Baldomero Sáez, que bajaba caminando por la cuesta ajeno a aquel drama.
Casiano, después de una vida de sufrimiento, de haber perdido a su familia, de la guerra, del presidio, estalló como una bomba de relojería. Salió corriendo hacia el falangista gritando:
—¡Tú! ¡Tú! ¡Hijo de puta!
Justo cuando llegó junto a su víctima y le agarró por el cuello, sonó un disparo.
Casiano cayó muerto al instante. Un guardia civil había hecho fuego contra el preso segando su vida en una milésima de segundo.
Después de presenciar aquella tragedia, Tornell y Alemán quedaron un tanto desorientados. Habían muerto los últimos miembros de una familia: uno asesinado vilmente por uno de los carceleros y el otro, la criatura, aplastado por una piedra enorme que había caído inexplicablemente. Tres hombres más habían resultado heridos. Uno de ellos tenía la cabeza machacada, por lo que se temía que no pasara de aquella noche. Otro, un tipo de Burgos, iba a perder una pierna. Nadie se preocupó de aquello pues allí los accidentes estaban a la orden del día pero Tornell sospechó que aquello era un asesinato. Alemán y él habían subido al lugar desde el que se había desprendido la inmensa piedra. El señor Licerán —que de obras sabía un rato— les aseguró que él mismo se había encargado de que aquella mole fuera asegurada con piedras de menor tamaño. El pobre hombre no se explicaba que pudieran ceder. Tornell lo vio claro desde el primer momento: era un atentado. Otra vez, tras el lugar en que se hallaba la piedra, encontró varias colillas. ¿Casualidad? ¿No habría alguien esperando a que se le ofreciera la oportunidad de atacar al crío? Roberto pensaba que no, que la piedra iba dirigida contra ellos dos porque se estaban acercando al asesino. Tampoco era descabellado. Debían ser cautos. Tornell no pudo evitar sentirse frustrado. El crío quería hablar con él sobre algo. ¿Había muerto por eso? Comenzaba a albergar serias dudas sobre si estaba haciendo lo correcto. ¿No debería abandonar aquella investigación de una vez? Quizá debía centrarse en cumplir su pena, ver pasar los días y eludir complicaciones hasta que llegara su momento. El afán de venganza nunca deparó nada bueno. En cualquier caso, después de aquel incidente, Alemán y Tornell comenzaron a perderse en esa extraña sensación de irrealidad que se produce cuando sientes que te superan los acontecimientos. A pesar de que los hechos comenzaban a darles la razón y de que habían encontrado una buena pista con el asunto de la morfina, tenían la sensación de que aquello se complicaba por momentos. Sentados en la pequeña salita de la casa del militar, frente a sendas copas de coñac, intentaron aclarar su situación en aquel caso.
—Veamos —dijo el preso tomando su copa a la vez que miraba hacia su interior y contemplaba cómo aquel líquido ambarino se movía a merced de lo que decidiera su mano—. Está claro que alguien mató a Abenza. No pudo asistir al recuento de las doce y se notó su ausencia en el de las seis de la mañana. Eso quiere decir que alguien…
—Falsificó el recuento. Y tuvo que ser Higinio.
—Y luego, alguien lo mata.
—¿Casualidad?
—No, claro. El asesino es alguien listo y despiadado. Sabía que Higinio podía identificarle. Y tras matarlo deja una nota inculpando al responsable de la CNT que, curiosamente, había tenido sus más y sus menos con Higinio.
—Un señuelo —apuntó el capitán.
—Correcto, Alemán, correcto —repuso Tornell señalándole con un dedo.
Roberto sacó un par de cigarrillos y fumaron con delectación. El fuego ardía, acogedor, en la chimenea. Fuera, el viento aullaba como mil perros rabiosos. Se estaba bien allí dentro, a salvo. Tornell continuó a lo suyo.
—Alguien colocó el anónimo para que Perales cargara con la culpa. Lo más normal habría sido que lo hubieran corrido a hostias en el cuartelillo y que hubiera confesado lo que le quisieran hacerle firmar.
—Sí, no hay duda. El asesino mató a Higinio porque este le conocía. Le había ayudado a ocultar que Abenza no estaba en el recuento para darle tiempo a cometer el crimen y muy probablemente incluso conseguir una coartada.
—Le sobornaría, claro —apuntó Tornell.
—La morfina.
—Puede ser.
—¿Y la nota? No deja de ser una pista —dijo Alemán.
—No coincide con la caligrafía de ningún preso —señaló Tornell.
—¿Quizá un guardia, un capataz, un empleado de las constructoras?
—¿Podrías comprobarlo?
—Si les hago escribir para comparar las escrituras se lo tomarán a mal. Esto puede levantar ampollas.
—¿Y un impreso?
—No te sigo, Tornell.
—Sí, hombre, preparamos un documento con cuatro preguntas sobre la investigación. Nada comprometedor, vaguedades del tipo «¿Tuvo usted trato con Abenza?» Cosas así. Con la excusa de que no te da tiempo a hablar con todos los guardias y empleados del campo. Así tendremos una muestra de la escritura de todos ellos y las podremos comparar con la de la nota.
—¡Eres un monstruo, amigo! Sí, señor, ¡un impreso! Tú sí que sabes.
Tornell se señaló la sien con el índice por toda respuesta. Quedaron pensativos por un momento, mirándose el uno al otro.
—Ojalá que hubiera contado con alguien como tú a mi lado durante la guerra —dijo Roberto.
El preso sonrió. Entonces, lentamente y tras estirar el brazo con la copa en la mano demandando más coñac dijo:
—No me veo en tu bando.
—Ni yo en el tuyo.
El olor del coñac, reparador, inundó el cuarto de nuevo.
—¿Cómo lo llevabas?
—¿El qué? —preguntó el militar.
—Sí, ya sabes, el Movimiento, el Imperio, todas esas tonterías… claro, tú no creías en ellas.
—Yo no creía en nada. ¿Recuerdas? Nunca me metí en política, nunca. Sólo quería matar.
—Quiero decir… ¿hay algo que no te convenciera de tu bando? ¿Comulgas totalmente con el ideario de… Franco?
—Los curas.
—¿Cómo?
—Los curas me sacan de quicio. Tanta misa y tanta monserga.
Tornell parecía sorprendido.
—Pero… —balbuceó—… ¿tú no eres creyente?
—Mis padres y mi hermana, sí, mucho. Yo, si quieres que te sea sincero, ni siquiera pensaba mucho en ello, ni en política tampoco. Siempre fui hombre más de ciencias que de letras. La verdad es que tengo la sensación de que todo eso de la religión, ya sabes, Dios y esas cosas, no es más que una invención de los hombres para no sentirse solos.
Silencio.
—¿Y tú? —preguntó Alemán.
—Ateo.
Estallaron en una carcajada. Roberto volvió a tomar la palabra.
—¿Y tú, amigo? Ya que nos hacemos confesiones, ¿hay algo que no pudieras soportar de tu bando, Tornell?
—El desorden —dijo sin pensar—. Nos llevó a la maldita debacle.
—No te falta razón.
—Los anarquistas… en fin, aquello parecía una verbena. Creo que había que ganar primero la guerra y luego hacer la revolución, no lo contrario, que es lo que proponían ellos.
—Eso que dices es más bien de orientación comunista, ¿no?
Por un momento, Alemán vio la sombra de la duda asomarse a su rostro. Le pareció que Tornell, incluso, llegaba a ponerse nervioso.
—Nunca milité en ningún partido —dijo Tornell—. ¿Y tú?
—No, yo tampoco, ya te lo dije. Quería matar rojos. Ni siquiera me tomaba los permisos que me daban cuando ganaba alguna condecoración. Apenas si abandoné el frente pese a los ruegos y las órdenes de mis superiores.
El preso le miró como con una mezcla de lástima y respeto.
—¿No será que querías hacerte matar?
—Me lees el pensamiento pero no creas. Lo supe hace poco. Cuando llegué aquí.
Volvieron a quedar en silencio, paladeando el coñac. Aquel ambiente animó al capitán a hacer una confesión:
—¿Sabes? Cuando acabé la guerra intenté quitarme la vida. Me corté las venas.
—Vaya.
—No, no temas, creo que lo he superado. No recuerdo bien cómo ocurrió, lo tengo todo como en una nube. Actué de forma mecánica, instintiva. Mi ordenanza me salvó la vida.
Se hizo un incómodo silencio entre los dos. Otra vez. Se miraron a los ojos.
Entonces Tornell dijo sin pensar:
—¿Sabes? Yo te conocí.
—¿Cómo?
—No, no. No te conocí directamente. Fue en noviembre del treinta y seis. Como había sido policía me destinaron a las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia. —Alemán puso cara de pocos amigos—. No te preocupes, no hice nada de lo que deba arrepentirme. El gobierno quería poner orden, terminar con los «paseos» y sobre todo, con las checas…
Alemán se incorporó un poco en su sillón. Estaba alerta. Tornell continuó hablando.
—… yo iba y venía, arreglaba entuertos, polémicas entre comités, en fin… Una misión imposible… Recuerdo que estaba en Madrid y me llamaron para que esclareciera un suceso: un preso se había escapado de la checa de Fomento llevándose por delante a dos guardias. Querían depurar responsabilidades por si había que fusilar a algún negligente.
—Vaya.
—Sí, accedí a tus declaraciones e interrogué al personal de la checa. Emití un informe, los responsables de tu fuga estaban muertos.
—¿Tenías que buscarme a mí?
—Si hubiera sido posible, sí. Pero la ofensiva sobre Madrid era inminente y tu prima declaró que te habías pasado. Sinceramente, no creí que pudieras lograrlo, supuse que habrías quedado en tierra de nadie, malherido…
—Pues lo conseguí.
—Lo sé.
De nuevo ese silencio incómodo.
—Y me alegro de que lo consiguieras —añadió el preso.
Alemán miraba al suelo, como bloqueado. Tenía los ojos enrojecidos, se le saltaban las lágrimas.
—Siento lo que te pasó, Roberto. Quería decírtelo desde que te conocí, pero no tuve huevos.
—¿Por qué?
—Por si me tomabas por uno de ellos. Por un chequista.
—Tú nunca has sido así.
—Sí, lo sé, pero tú no me conocías… Lo siento, amigo. Quiero que sepas que entiendo que salieras de allí hecho una bestia. Tú no eras un verdugo, eras una víctima.
—Que se convirtió en verdugo.
—Sí, Roberto, para no volver a pasar por aquello.
Alemán quedó mirando al frente con los ojos abiertos, como el que ve una gran verdad. Entonces, de pronto, se levantó. Tornell empezó a alarmarse. El capitán hincó una rodilla y, tras situarse frente a él, le dio un fuerte abrazo.
—Gracias, Juan Antonio, gracias.
Sin separarse de aquel mastodonte que le apretaba contra sí, el preso acertó a decir:
—Gracias… ¿por qué?
—Por ayudarme a comprender lo que pasa dentro de mi maldita cabeza.
Volvieron a sentarse como antes. De nuevo ese inquietante silencio. Alemán, cambiando de tercio, como solía hacer, preguntó de golpe:
—¿Sabes, Roberto? A veces me pregunto por qué sentimos simpatía por determinadas personas, por qué elegimos a nuestros amigos.
—¿Y?
—Cuando llegaste aquí, todos te vimos como un tipo peligroso, un loco. Pero yo, en el fondo, sabía lo que te había ocurrido y pensaba que eras, como todos nosotros, una víctima.
—Quizá, pero mírate, yo estoy solo. Me maldigo por haber sobrevivido a mi familia, gente mejor que yo, pero tú, tus amigos, habéis perdido una guerra. Sé que debe de ser muy duro, amigo. Tornell, tú también lo debes de haber pasado mal.
El preso sonrió con amargura.
—Y que lo digas.
—Lo siento, de verdad —prosiguió el capitán—. De veras.
—Lo sé.
—Si alguna vez quieres hablar de ello… —dijo Alemán llenando las copas de nuevo—… ya sabes… sin ningún problema…
—Necesitaría toda una vida para contarte lo que vi —dijo Tornell.
Alemán debió de poner cara de no entender, porque, de inmediato, Juan Antonio aclaró:
—Te pondré un ejemplo: Albatera, el muro de las lamentaciones…
—¿Cómo?
—Sí, Roberto, sí. Te pregunto que si sabes qué era el muro de las lamentaciones.
—¿Donde fusilaban a la gente?
—Quiá.
Alemán ladeó la cabeza mostrando que no entendía. Tornell siguió hablando:
—¿Sabes? Nos alimentaban con latas de sardinas requisadas al ejército de la República. Obviamente se habían echado a perder por el paso del tiempo, el aceite estaba rancio. Eso y una minúscula rebanada de pan, duro y lleno de gorgojos, putrefacto. Esa era nuestra dieta. Una vez al día. Y sin agua, recuerdo que para conseguir un vaso había que hacer una cola de un día.
—Y aquello daba sed.
—Exacto, amigo. Aquello provocaba que todos los presos padecieran de un estreñimiento atroz. Las barrigas se hinchaban. Las letrinas, por otra parte, no eran más que un inmenso agujero en el suelo lleno de mierda junto a un muro. Cuando los presos acudían allí no podían siquiera hacer sus necesidades. Teníamos que utilizar la llave de las latas de sardinas para conseguir eliminar algo parecido a la mierda de cabra. Unas bolas pequeñas y duras. La gente acababa desarrollando forúnculos por aquello, pero había que eliminar los residuos del cuerpo como fuera, claro. Muchos sufrían hemorragias tras usar la llave y se desmayaban allí mismo, sobre las heces. Los aullidos de dolor de los hombres cuando intentaban defecar eran horribles.
—El muro de las lamentaciones.
Tornell asintió.
—¿Y tú pasaste por eso?
—Y por más —dijo—. ¿De verdad quieres que te cuente más?
—Siempre que quieras hacerlo, sí.
A Tornell le pareció ver que su amigo se emocionaba de nuevo. Quizá la salida de su letargo emocional le estaba convirtiendo en alguien demasiado vulnerable.
Pensó que, por aquel momento, era suficiente. Hay ocasiones en las que el silencio es lo mejor. Mejor que dejar aflorar esos recuerdos que, a veces, te devoran el corazón y la mente.