Capítulo 25. La morfina

Cuando Roberto llegó al hospital, Tornell recibía la visita del médico. Un tal Andrade, camisa vieja para más señas, que al ver entrar al capitán Alemán se cuadró diciendo:

—¡Arriba España, camarada!

—Sí, sí. Buenas tardes —repuso Alemán, que parecía cansado de veras.

—Precisamente, hablaba aquí con el enfermo… —Usted dirá.

—Pues eso, que mañana mismo le damos el alta.

—¿Ya?

—Sí, claro. Ya está en condiciones de incorporarse a su trabajo.

—Hombre, unos días más de descanso no le vendrían mal. Aquí la comida es mucho mejor —insistió Alemán.

—No, no. Si yo me encuentro bien —terció el enfermo para evitar problemas.

—Sí, se encuentra perfectamente, ¿verdad? —dijo el médico.

—Pero, hombre… Tornell ha sufrido un ataque brutal, no le vendría mal reponerse un poco antes de volver al campo.

—Este hombre está perfectamente. Ya se lo he dicho.

—Debo insistir.

—Es un preso —sentenció el médico.

—Así que, ¿se trata de eso? Si Tornell fuera uno de nosotros seguro que le dejarían ustedes aquí un par de semanas.

—Necesitamos la cama.

—Sí, para uno de los nuestros —dijo Alemán mirando el yugo y las flechas que lucía el médico en la pechera de su bata.

—En efecto, así debe ser. No querrá que sigamos perdiendo el tiempo con este… este rojo.

—La gente como usted me pone enfermo —repuso Alemán dando un paso al frente.

El médico pareció asustarse. No era hombre de acción y su oponente sí. Quedaron mirándose a la cara, fijamente. Demasiado cerca el uno del otro. Tornell llegó a temer que su nuevo amigo fuera a arrear un mamporro al doctor pero este se mantuvo en sus trece.

—Lo dicho, mañana por la mañana se va de aquí.

Y salió de la habitación.

—Vaya, amigo. Lo siento mucho. A veces me avergüenzo de mi propia gente —se excusó Roberto.

—No te preocupes, me encuentro perfectamente. Además, estoy deseando volver al campo y retomar nuestra investigación. ¿Has averiguado algo nuevo?

—Pues sí, la verdad —dijo Alemán—. El caso es que venía muy orgulloso de mis avances pero este petimetre me ha puesto de mal humor.

—No dejes que nos amargue la fiesta y cuéntame.

—Ha habido novedades en Cuelgamuros. Creo haber demostrado que Perales era inocente.

—¿Y eso?

—Pues, que hablé con el guardián ese al que llamas el Amargao…

—¿Y?

—Muy sencillo, en el momento en que el asesino nos atacó, Perales estaba trabajando delante mismo de sus narices.

—¡Perfecto! ¿Ves? No es tan difícil.

—Sí, para un policía como tú quizá no. Pero fíjate, una tontería como esa… y al principio ni se me había ocurrido.

—Claro, el trabajo policial lleva sus pautas, aunque supongo que después de muchos años de oficio sigue uno los pasos correctos de forma automática.

—Lo primero es comprobar las coartadas de los implicados. ¡Qué razón tienes! ¿Ves? Ya hablo como si fuera un policía. —Y dicho esto Alemán estalló en una ruidosa carcajada.

—¿Y has averiguado algo más si puede saberse, colega? —contestó Tornell con cierto retintín.

—Pues sí —repuso con una amplia sonrisa de satisfacción en los labios—. Al demostrar que Perales era inocente he logrado evitar que cantara con respecto a que Basilio se había ido de la lengua en el asunto de los anarquistas. Es un buen tipo, me ha contado su historia.

—¿Lo de Mauthausen?

—Sí, espeluznante.

—Tuvo suerte, mucha suerte.

—Dice que le tocó la lotería y no podría contradecirlo.

Al menos de momento he ganado tiempo, aunque hay algo que sí me gustaría saber…

—¿Sí?

—No termino de ver claro por qué el asunto enfrentó a los anarquistas y a los comunistas. En principio, a Higinio no debería haberle importado que los dos anarquistas que iban a ser procesados supieran de su futuro destino, para poder escapar a tiempo. A no ser que…

—Que a los comunistas no les conviniera el asunto de la fuga —dijo Tornell.

—¡Exacto! —exclamó él.

—¿Y por qué?

—Pues sólo se me ocurre una cosa, ellos también preparaban una fuga.

—Tiene sentido eso que dices —dijo Tornell suspirando de alivio.

En ese momento comprendió que debía ser cauto. Era consciente de que se encontraba en el lugar adecuado y en el momento preciso. Debía andarse con tiento. Al menos podría dirigir la investigación hacia direcciones menos peligrosas en caso de que esta tomara un rumbo que pudiera perjudicarle.

—Sí, creo que lo más probable es que prepararan una fuga. Por cierto, han cesado al director —dijo Roberto.

Tornell sonrió.

—Estarás contento, ¿no? —añadió Alemán.

—Pues la verdad, sí. Pero sobre todo me alegro por perder de vista a su mujer, era una arpía. Ella era la responsable de que los presos nos viéramos obligados a llevar esos asquerosos botoncitos de colores mostrando qué pena cumplía cada uno, ya sabes, si pena de muerte, cadena perpetua… me consta que es un mezquino, pero su mujer le hacía ser mucho peor. Aunque ahora habrá que esperar a ver qué viene, me temo que como siempre el refranero tendrá razón: «Otro vendrá que bueno me hará».

Alemán asintió dándole la razón.

El coche se acercaba al campo, entre pinos, y Tornell miraba por la ventanilla pensando que a veces las personas cambian —pocas— y Alemán parecía una de ellas. Había cambiado la percepción que tenía de él, nada tenía que ver la imagen que había percibido en el día en que lo conoció, un chulo, un prepotente, y la que le habían deparado las últimas jornadas. Tenía que reconocer que o bien Alemán había evolucionado o él era otra persona y lo veía con buenos ojos. Quizá un poco de cada. Había permanecido junto a su cama en aquellos días de convalecencia en el hospital y le constaba por las monjas y enfermeras que había cuidado de que no le faltara de nada. Recordaba que al despertar, por un momento, tuvo la sensación, entre sueños, de que el capitán lloraba, pero no estaba seguro de aquello ni de nada. En cualquier caso no parecía la misma persona. Era un compañero solícito, un amigo que ayudaba a un convaleciente con tanto cariño que se le antojaba imposible que pudiera ser la misma persona que mataba rojos como si no costara. Nada más llegar al campo, Tornell se encaminó hacia su barracón donde pudo descansar un rato. Aún estaba mareado. Al momento, Alemán volvió a verle. Iba con el señor Licerán que, al parecer, se había encargado de hacer que todos los presos escribieran de su puño y letra el texto de la fatídica nota que delataba a Perales. No hubo suerte. No había caligrafía de preso alguno en Cuelgamuros que coincidiera con la de la nota. Eso abría una nueva posibilidad: que el asesino no fuera un penado, cosa que por otra parte, parecía lo más probable a ojos de Tornell. Licerán llevaba también un plato de sopa caliente preparado por su mujer para el convaleciente que tras ponerse al día pudo dormir otro rato. A la hora de comer subieron a verle algunos de los compañeros, brevemente, pues la pausa en el tajo era muy corta. Se alegró mucho de ver a Berruezo, su sargento en la guerra y su amigo. El hombre que consiguió que le trasladaran a Cuelgamuros librándole de una muerte segura y deparándole una ocasión única para cambiar las cosas. Una vez más lloraron al verse y se abrazaron como si no se hubieran visto en años. Tornell percibió cómo Alemán, discretamente, se hacía a un lado y se sonaba como si estuviera constipado. Mientras tanto, Berruezo le puso brevemente al día de todo lo que se decía por el campo. El ambiente parecía tenso. Alguien estaba matando presos, un tipo que había cometido el error de atacar a un capitán del ejército y aquello iba a provocar que los perros guardianes tiraran de la manta. Ni que decir tenía que eso no era bueno para nadie allí. Roberto le había contado lo de las ampollas de morfina durante el trayecto en coche, aspecto que daba un impresionante giro a la investigación. Aquello ya no era un simple asunto de presos. Cuando, al fin, pudieron hablar, Tornell le preguntó al capitán Alemán:

—¿Y cómo no me lo contaste anoche? Lo de las ampollas, digo.

—Quería darte una buena sorpresa de bienvenida —contestó Roberto sonriente.

Entre los dos volvieron a inspeccionar el contenido de las pertenencias de Higinio. Nada que resaltar salvo las ampollas, claro. Eran del Ejército de Tierra.

—Me parece mucha casualidad que el capitán al mando del destacamento de la Guardia Civil sea morfinómano y que un simple preso poseyera un tesoro como este —dijo Alemán mirando las ampollas al trasluz—. ¿Qué opinas?

—Pues opino que no creo en casualidades, amigo —dijo Tornell.

Gregorio Cortés pasó la guerra sirviendo como cabo sanitario, sin más implicación política que la de salvar vidas. Cuando el conflicto acabó se vio, como tantos, en un campo de concentración donde pensó que se moría.

No fue así. Tuvo suerte. Después de un año de cautiverio en diversas prisiones tuvo la fortuna de caer en gracia a un sargento de la Guardia Civil al que curó un uñero que le llevaba a maltraer. Aquel fue el factor detonante que mejoró su existencia pues cuando el agente fue trasladado a Canarias lo recomendó para ser destinado a las obras del Valle de los Caídos donde trabajaba con denuedo, echando demasiadas horas pero con la satisfacción de saber que salvaba muchas vidas, como hacía también el médico, don Ángel. Allí, igual le tocaba ayudar en una operación que aguantar media madrugada a la intemperie porque tenía que poner unas inyecciones y la distancia entre los asentamientos era enorme. Se encargaba del almacenaje de las medicinas y el material fungible en la enfermería, por lo que no le sorprendió que el capitán Alemán y Tornell le preguntaran por unas ampollas de morfina. Allí se sabía todo. A aquellas alturas todo el mundo rumoreaba que un tal Abenza había sido liquidado y que Higinio, el hombre al mando del PCE, había sido degollado en su mismo catre. Alemán y Tornell traían dos ampollas de morfina. Se las mostraron.

—¿Son tuyas? —preguntó el militar.

—No, hombre —repuso Cortés—. Aquí guardamos ese tipo de material bajo llave.

—¿Dónde? —insistió Tornell.

—En ese armario para productos químicos —contestó él sin ponerse nervioso.

—Ábrelo, por favor —ordenó el capitán no dejando lugar a duda alguna.

—Le advierto que está todo.

—Haz lo que te digo, es una comprobación de rutina —insistió él.

Cortés sacó las llaves de su batín e hizo lo que se le decía. Además, le seducía la idea de dar una lección a aquel estirado que, aunque había ayudado a algunos presos en el campo, no dejaba de ser un fascista. Hizo girar la llave, apartó un par de frascos y tomó la caja de la morfina. La abrió y se quedó mudo.

—Faltan ampollas, ¿verdad? —dijo Tornell.

—Sí, faltan cuatro —repuso Cortés muy apurado.

Los dos recién llegados se miraron.

—¿Hay alguna forma de saber quién se las llevó? —preguntó el capitán.

—Pues la verdad… no creo —contestó el enfermero—. Que yo sepa, este armario ha estado siempre cerrado con llave.

—¿Ha entrado aquí algún preso mientras tú no estabas?

—No, seguro, el consultorio permanece siempre cerrado con llave. Lo abro yo cuando empiezo el turno.

—Ya —insistió el antiguo policía—. ¿Y en algún momento recuerdas haber salido de aquí dejando a algún preso en la camilla? No sé, ¿alguna urgencia?

Cortés hizo memoria.

—Pues así de primeras… no sé… quizá… hay muchos accidentes aquí. Una vez estaba atendiendo a un preso… una astilla en la nalga… me llamaron del destacamento por un guardia civil que se había trastornado… y el preso quedó ahí boca abajo, sobre la camilla. Volví en apenas diez minutos.

—¿Estaba solo? Me refiero al preso.

—En el consultorio sí, pero a la puerta había alguno esperando. Ya sabe, inyecciones, curas…

—Los nombres —ordenó el capitán.

Hizo memoria de nuevo.

—Pues el de la astilla era uno que llaman el Julián.

—¿Y los de fuera?

—Buff, no sabría decirle. Quizá… me parece que uno de ellos era un tal Dimas, de Plasencia, fue maestro y trabaja en la cripta.

Tornell volvió a tomar la palabra.

—Sí, lo conozco, «el Risas». Cuando volviste, ¿estaba el armario cerrado? ¿Pudo alguien abrirlo?

—Sí, la puerta estaba cerrada. Si alguien lo hubiera abierto me habría dado cuenta. No creo que haya tiempo material para hacer tal cosa, abrirlo, tomar las ampollas y cerrar como si nada en diez minutos. A no ser que…

—Que se sea cerrajero, Tornell —dijo el capitán—. Hay que mirar en las fichas de los presos. Alguno que haya trabajado como cerrajero.

—O con antecedentes por robo, con capacidad para abrir cerraduras y cajas fuertes —repuso Juan Antonio.

Salieron de allí a toda prisa dando las gracias al enfermero, que suspiró de alivio.

Después de salir de la enfermería se dirigieron hacia la oficina para comenzar a ojear las fichas de todos los penados. Buscaban cerrajeros o delincuentes especializados en robos, en asaltos a viviendas y cajas fuertes. Alemán ordenó que les llevaran algo de cena y mucho, mucho café. Entonces, dijo a Tornell:

—Conoces a uno de los tipos que esperaban fuera cuando el enfermero sospecha que pudieron robarle las ampollas y a otro que estaba siendo atendido en ese mismo momento.

—Sí, el Julián, un tarado, y el Risas.

—Sí, el Risas, me ha llamado la atención el apodo.

—Si supieras el porqué te sorprenderías más.

—¿Y eso?

—Porque, querido amigo, Dimas el Risas, natural de Plasencia fue fusilado por hacerse el gracioso.

—¿Cómo?

—Sí, por cierto, creo que él no pudo robar nada, fue maestro y es un pedazo de pan. No lo veo reventando cerraduras…

—Lo del apodo, Juan Antonio.

—Sí, sí —dijo Tornell riendo—. Al acabar la guerra lo detuvieron y estaba en una cárcel en un pueblecito de Tarragona. Él y trescientos tíos más. Según cuenta, cada noche se presentaban los legionarios comandados por un sargento con muy mala hostia y se llevaban a diez o doce que no volvían.

—Jesús…

—El caso es que una noche nombran a unos tíos y uno de ellos no sale. Lo vuelven a nombrar y el tipo se pone chulo y dice que no, que no se va. Entonces los presos comienzan a ponerse levantiscos, que si de allí no sale nadie, vivas a la República y los legionarios ven que la cosa se va de madre. El jefe, el de la mala leche, saca la pistola y la amartilla apuntando a un preso. Todos reculan y entre cuatro legionarios se llevan al agitador dándole empellones. Entonces, el sargento, un chusquero de los que meten miedo, suelta una arenga, cuatro vivas a España, a la Legión y dice que al que se pase de listo, lo fusila. Todos los presos se asustan y la cosa parece calmarse. En ese momento, según cuenta Dimas, el sargento hace ademán de girarse para salir de la celda a la vez que con un movimiento brusco, destilando chulería, introduce la pistola en la funda, con tan mala fortuna que se pega un tiro en el pie.

—¿Qué?

—Sí, claro, al hacer el ademán un poco brusco de guardar la pistola se ve que se disparó.

—¡Qué me dices! —exclamó Alemán sin poder evitar reírse—. Pero ¡menudo inútil!

—El tío se desploma dando alaridos y lo sacan de allí entre cuatro presos como si fuera un torero al que ha cogido el toro. Según parece sangraba como un cerdo. Entonces, Dimas, no sabe si por la tensión de tantas y tantas noches esperando que fuera la última, por el miedo pasado, o por el nerviosismo, comienza a carcajearse sin poder parar. Dice que no se le iba de la cabeza la cara del tipo cuando se dio el tiro él solo, con los ojos muy abiertos, como de sorpresa, las cejas levantadas y cara de susto. Los tres legionarios que seguían en la celda comienzan a alarmarse porque aquello se les iba de madre. «Cállate, Dimas, que te fusilan», le decían sus compañeros, pero el Risas no podía parar. Total, que un cabo, dice «a ese de la risa, fusiládmelo a la de ya». Y se lo llevan.

—¿Y él qué hizo?

—Pues nada, no podía parar de reír. Llorando de la risa y lo iban a matar. Increíble. Lo sacan fuera y se lo entregan a los miembros de un pelotón, que al parecer se habían bebido media bodega del alcalde que era de la UGT. De camino al cementerio dice Dimas que el panorama era tremendo: él por delante doblado de la risa y los cuatro legionarios y un cabo detrás de él agarrándose los unos a los otros. Llegan a la tapia del cementerio y cuando el cabo dice «¡Apunten!», un legionario contesta: «Pero a este, ¿qué le pasa? No he visto una cosa así en mi vida». El cabo grita «¡Fuego!» y entre que Dimas se encorva por una nueva carcajada, la oscuridad y la borrachera de los tiradores, las balas le pasan por encima. Excepto una que le da en el brazo y le empuja hacia atrás tirándole al suelo. Él se queda muy quieto en la oscuridad y el cabo que se acerca a darle el tiro de gracia lo da por muerto y harto de aquello se va. Pasa un rato, se levanta, se hace un torniquete y echa a andar.

—¿Y qué pasó después?

—Que lo cogieron ya en Benasque a punto de pasar a Francia.

—Por qué poco.

—¿Entiendes ahora lo de Dimas el Risas?

—Claro, claro, lo de ese tipo es increíble. Y dices que no crees que robara la morfina.

—No, he trabajado con él. Es un maestro, Alemán, no se puede decir que sea precisamente hábil con las manos. Y ahora, repasemos las fichas. ¿Te parece?

—Me parece.

Pese al café, Tornell se quedó dormido enseguida. Alemán lo cogió en brazos y lo acomodó en el sofá del cesado director. Apenas pesaba como un niño. Estaba demasiado flaco y respiraba con dificultad. Siguió repasando fichas y encontró cuatro posibles sospechosos, dos que fueron cerrajeros y dos ladrones de poca monta. Uno de ellos, el tipo de la astilla en la nalga, el Julián. ¿Casualidad? A eso de las cuatro le venció el sueño.