Capítulo 24. El hombre de Mauthausen

Aquello suponía un gran descubrimiento. La morfina era cara, ¿cómo era posible que un simple preso tuviera dos ampollas de algo así? ¿Era Higinio un adicto? ¿Traficaba con droga? Descartó esta última posibilidad porque los penados apenas si tenían para comer, ¿cómo iba alguno de ellos a tener suficiente dinero para traficar? Inmediatamente pensó en el capitán de la Guardia Civil, el que nunca subía desde el pueblo: era morfinómano. En aquel momento tuvo que reconocer que aquel caso era mucho más complejo de lo que parecía en un principio: era evidente —como decía Tornell— que Carlitos Abenza había sido asesinado. ¿Qué relación tenía aquello con la muerte de Higinio? Era lógico suponer que el asesino debía de ser el mismo. Hubiera sido mucha casualidad que dos asesinos operaran al mismo tiempo en un lugar tan pequeño. El asunto de la fuga arrojaba cierta luz, al menos de cara a las posibles motivaciones que podrían haber llevado a Perales a matar a Higinio. ¿No sería cierto el contenido de la misteriosa nota? Después de su conversación con Basilio, el de la oficina, y tras los últimos acontecimientos, se hacía evidente que debían de haberse producido ciertas tensiones entre comunistas y anarquistas. Al saber que dos de sus miembros iban a ser trasladados y, seguramente condenados a muerte, los anarquistas debieron de ponerse manos a la obra para preparar la fuga. Por algún motivo —que a él se le escapaba— a los comunistas no les convenía que dicha fuga se llevara a cabo, pero… ¿por qué? Decidió que tenía que volver a hablar con Basilio y luego hacer una visita al destacamento. Ya no veía tan clara la inocencia de Perales pero seguía temiendo por él, aunque, si era un asesino ¿qué más le daba a él que lo curtieran?

Apenas unas horas tardó Enríquez en reaccionar ante la fuga de los dos anarquistas: la noticia del cese del director del campo corrió como la pólvora y Alemán tuvo que reconocer que la satisfacción le invadía. No soportaba a aquel tipejo. Se enteró de ello cuando iba camino de las obras de la cripta pues quería hablar con Fermín, el Poli bueno, como le llamaba Tornell.

Disfrutó del momento, de aquella fantástica sensación de triunfo: don Adolfo era un ser mezquino, probablemente el responsable del desvío de alimentos hacia el mercado negro y se alegró de que ya no tuviera influencia sobre aquel campo. De pronto, se encontró con Basilio, que volvía de hacer un recado apretando el paso.

—¡Basilio!

El preso le miró con cara de desesperación, como el que se ve descubierto y dijo:

—Capitán, quería verle. Estoy metido en un buen lío.

—¿Lo dices por lo de la fuga?

—Sí, claro. Ahora se sabrá que yo pasé la información a los anarquistas. Todas las sospechas apuntarán a Perales porque averiguarán que Higinio y él andaban a la greña por lo de la fuga… le van a dar más que a una estera… y él confesará quién les dio el soplo.

—Tranquilo, tranquilo. No vayas tan rápido.

—Usted no sabe… con el trabajo que me costó llegar aquí, salvé la vida de milagro… yo, estoy perdido.

Se puso a sollozar. Alemán lo apartó del camino discretamente y tomaron asiento en una de aquellas enormes rocas que tanto abundaban en Cuelgamuros.

—Tranquilízate, hombre. Piensa, piensa. ¿Por qué iba a salpicarte esto?

—¿No lo entiende? Estoy metido en un buen lío. Ya se lo he explicado. Ahora, con el asunto de la fuga, las cosas se han puesto muy serias. ¡Han cesado al director! Hasta ahora el asunto no les preocupaba demasiado, ¿qué más les daba un preso muerto o incluso dos? Le enviaron a usted a investigar porque alguien agredió a un capitán del ejército. Los dos muertos eran presos, ¿no lo entiende? Un preso no vale nada, menos que un perro. Pero ahora la cosa se complica, ha habido una fuga. Van a curtir a Perales, cantará: sabrán que yo fui con el cuento a los anarquistas, ellos sabían gracias a mí que esos dos presos iban a ser depurados… es cuestión de tiempo. Sabrán que Higinio y Perales discutieron por el asunto de la fuga. Perales es hombre muerto pero yo estoy perdido por filtrar información de la oficina.

—Tranquilo, veamos… ¿con quién has hablado de esto?

—Bufflf.

—Me refiero al personal del campo, guardianes, guardias civiles…

—No, no, de esos ninguno. Pero a estas alturas todo el mundo lo sabe, me refiero a los presos.

—Entonces, bajo mi punto de vista, debes estar tranquilo. Sólo me lo has dicho a mí, o sea que lo sabemos Tornell y yo. No tienes nada que temer.

—¡Claro que tengo que temer! ¿No se da cuenta? Es cuestión de horas que Perales cante.

—Perales es inocente.

—¿Cómo lo sabe?

—Lo sé y punto. Además, Tornell piensa lo mismo.

—Da igual que sea culpable o no, a la primera hostia cantará. Estoy perdido, salvé la vida de milagro y… ahora, me veo de nuevo perdido. ¿Cuántas veces puede tocarle la lotería a un hombre?

—No sé… quizá… ¿una?

—Exacto. Y a mí ya me tocó.

—No te entiendo —dijo Alemán.

—Sí, hombre, ¿acaso no conoce mi historia? Es famosa en todo el campo.

—No, ¿debería conocerla?

—Yo estuve en Mauthausen.

—Vaya.

—Escapé de milagro. Cuando acabó la guerra yo estaba en Cataluña, con mi hermano. Salimos por piernas. Fue horrible. Recuerdo aquella maldita carretera, camino de Francia, atestada de perdedores, de gente que no podía caminar. Un camino repleto de heridos, ancianos, niños y gente que arrastraba sus pocas pertenencias en un último y desesperado intento de llevar consigo algo que les perteneciera a una vida incierta. Los aviones nacionales pasaban y nos hostigaban continuamente, nos ametrallaban dejando tras de sí un reguero de muertos y heridos. Cuando llegamos a Francia la cosa fue aún peor, nos hacinaron en un campo de concentración junto al mar, en la playa y nos trataron como a animales. Aquellos guardias sudaneses, negros como el tizón, nos hicieron la vida imposible. Allí enfermó mi hermano, Sebastián, pero logramos salir gracias a un conocido que nos avaló y nos dio trabajo. Parecía que podíamos empezar una nueva vida pero las cosas volvieron a torcerse: los alemanes invadieron Francia. No tardaron mucho en venir a por nosotros. Las autoridades del nuevo estado español les proporcionaron listas de republicanos exiliados en Francia. Nos enviaron a Mauthausen. Aquel era un lugar horrible, trabajábamos horas y horas en una cantera desde la que teníamos que subir enormes bloques de piedra a través de unas escaleras empinadas, irregulares. Eran muchos los que caían desde allí. No sabe usted cómo son esos alemanes, son bestias despiadadas. Tenían calculado milimétricamente cuánto duraba un preso. La falta de alimento y el trabajo iba deteriorando lentamente los organismos. Vi cómo mi hermano se consumía más rápidamente que yo porque había ingresado enfermo. ¿Sabe? Hay una cosa que no se me va de la memoria: cuando mi hermano estaba ya muy mal y apenas se podía mover, ocurrió algo. Entre todos lo llevábamos en volandas al trabajo e intentábamos disimular para que los guardias no notaran que apenas si se aguantaba de pie. Yo sabía que era cuestión de tiempo, de días. Cuando un preso ya no servía para el trabajo lo ejecutaban directamente. Recuerdo que por aquellas fechas recibimos una visita ilustre, Himmler vino al campo.

»Estaba revisando la cantera rodeado de prebostes cuando sacó un reloj de bolsillo y pareció contrariarse porque este no funcionaba. Uno de los guardianes le indicó que Joaquín, uno de los presos, muy amigo por cierto de mi hermano, era relojero. Le hicieron dar un paso al frente. “¿Sabrías arreglar esto?”, dijo Himmler tendiéndole el viejo reloj que al parecer fue de su padre. “¡Claro!”, exclamó el bueno de Joaquín. El nazi lo miró con cara de pocos amigos y con una sonrisa irónica en los labios sentenció: «Mira, españolito, te diré lo que haremos: si arreglas el reloj tendrás una ración extra de comida. Pero si fallas, si no eres capaz de hacerlo, te pegaré un tiro aquí mismo. ¿Qué dices?».

—Y tu amigo… —dijo Alemán.

—Aceptó el reto. Con un par de huevos y sin dejar de mirar a los ojos a aquel tipejo miserable. Himmler le dio veinte minutos. Joaquín era un relojero extraordinario, de eso no cabía duda, a pesar de la desnutrición, de los nervios, no le tembló el pulso.

—¿Y lo arregló?

—Sí, señor. En apenas diez minutos.

—¡Qué par de huevos! ¿Y qué dijo el nazi?

—Ordenó que le dieran una ración extra de comida. Aquello era un auténtico tesoro en aquel campo. ¿Y sabe lo que hizo con ella?

Alemán ladeó la cabeza a la vez que observaba cómo una lágrima rodaba por el rostro de Basilio.

—Se la dio a mi hermano. Fíjese qué cosa. Aquel tipo se había jugado la vida por arreglar un maldito reloj, se había enfrentado al mismísimo Himmler demostrándole que tenía dignidad, más que él, y que no temía a la muerte, y tras ganar una ración extra de comida se la regalaba a un compañero que estaba sentenciado a muerte por la enfermedad.

Alemán sintió que se le partía el alma al escuchar aquella historia. Tenía un nudo en la garganta. Basilio continuó hablando:

—Mi hermano murió la semana siguiente. Cuando esos hijos de puta lo metieron en la cámara de gas aún se movía un poco[4].

Roberto quedó en silencio mirando a Basilio. Realmente no sabía qué decir. Algo parecido le había ocurrido cuando escuchó la historia del ametrallamiento en Albatera. Entonces, buscando algo que añadir, preguntó:

—¿Y cómo llegaste hasta aquí?

—Un gran golpe de suerte. ¿Recuerda que le dije que la lotería sólo toca una vez en la vida?

—Sí, claro.

—Pues eso… que me tocó la lotería. Las autoridades españolas mandaron aviso para que extraditaran a un preso que al parecer había sido un pájaro de cuidado, un tal Basilio Calleja López. Durante la guerra civil se había comportado de manera bastante sanguinaria. Yo, curiosamente, me llamo Basilio Callejo López.

La casualidad quiso que el auténtico Basilio Calleja hubiera fallecido en el campo seis meses antes. Los alemanes se confundieron, simplemente fue eso. Puede decirse que gracias a una letra pude salir de allí. Cuando llegué a España aclaré el malentendido. Me juzgaron por lo mío: haber sido de la UGT y soldado de reemplazo de la República, veinte años. Me quedan cinco, con la reducción de pena pronto estaré en casa. Tuve la suerte de volver a nacer, pero ahora me temo que voy a terminar fusilado. ¡Qué ironía!

La historia de aquel hombre dejó conmocionado a Alemán. ¿Cómo podía salvarlo? Sólo tenía una oportunidad: que Perales fuera inocente y que, además, no cantara. Basilio no había cometido un delito demasiado grave, simplemente había filtrado cierta información. Si no llegaba a saberse no tendría problemas con las autoridades. Aunque aquella confidencia había provocado la fuga de dos presos de la CNT. Como mínimo podía caerle perpetua. Si se sabía, claro estaba. Se despidió de él entre buenas palabras y mejores deseos, prometiéndole que haría todo lo posible por ayudarle y caminó cuesta abajo con las manos en los bolsillos, abandonándose a sus propios pensamientos. Intentó pensar como lo haría Tornell, ¿cómo actuaría un policía de los de toda la vida? Pensó en las películas norteamericanas, ¿qué era lo primero que se hacía en las investigaciones? Sí, claro, era eso. ¿Cómo no había reparado en ello? Se dirigió de inmediato hacia la oficina y consultó el cuadro de guardias: sólo tuvo que mirar qué guardián vigilaba a los hombres que construían el camino en el día del asesinato. Era sencillo. El asesino había actuado a eso de las once y media de la mañana. Por lo tanto, quizá el guardián a cargo podía declarar que Perales estaba en el tajo en aquel momento. Comprobó que su hombre era un guardián al que los presos llamaban el Amargao, así que tras preguntar por él se encaminó hacia la cantina. Allí lo encontró bebiendo aguardiente con el falangista, Baldomero Sáez, que al verle entrar dijo con retintín:

—Vaya, estará usted contento, ¿no?

—No sé por qué habría de estarlo.

—Sí, claro. Han cesado a don Adolfo, un español ejemplar. Y encima se han fugado dos presos.

Alemán observó de reojo que el guardián le reía la gracia.

—Intentaré hacer como que no he escuchado lo que acaba de decir. Lo digo por su bien.

Baldomero Sáez pareció encajar el golpe y bajó la mirada. Entonces, dirigiéndose al guardián, Roberto apuntó con autoridad:

—Quería hablar con usted.

—Usted dirá.

Observó que tenía los ojos enrojecidos por el alcohol. Aquel tipo era un mal bicho.

—El día del asesinato, por la mañana, estaba usted vigilando a los presos que construyen el camino, ¿verdad?

—Sí, así fue. ¿Por qué?

—Se trata de Perales. ¿Se fijó usted si estaba trabajando allí esa mañana?

Puso cara de pensárselo y contestó:

—Creo que no. Que lo fusilen.

Roberto, muy tranquilo, añadió:

—Entonces, si reviso los recuentos y veo que está inscrito en los mismos, vamos, que trabajó ese día, podría llegar a la conclusión de que usted ha engañado a un inspector de la ICCP con plenos poderes. No le arriendo la ganancia.

El Amargao dio un respingo en su silla. Apenas sabía qué decir. Se le leía el miedo en el rostro.

—¿Y bien? —insistió Alemán.

—No le entiendo —dijo aquel miserable, que no sabía cómo rectificar.

—Sí, hombre, que sí voy a revisar los recuentos. Se cuenta a los presos varias veces al día. Podía haberlo hecho antes de venir aquí, pero no caí. Pensé que era mejor la palabra de un guardián de la ICCP, por ahora, claro.

—Perdone, perdone… Don Roberto. Creo que me había confundido de preso. Perales sí estaba. Mire los recuentos, no hay duda.

—¿Seguro?

—Sí, no recuerdo que haya faltado al trabajo en los últimos tiempos.

Roberto dio una palmada de satisfacción.

—¿Qué ocurre? —preguntó Baldomero Sáez vivamente interesado.

—Pues ocurre, querido amigo, que Perales es inocente, porque si estuvo toda la mañana trabajando no pudo cometer el crimen ni pudo atacarme a mí. Es inocente, queda claro.

—Le veo muy interesado en salvar a los presos de la justicia —dijo el falangista.

—No, no lo entiende. Sólo quiero que se haga justicia, que es distinto.

El falangista emitió un bufido.

—Pero ¿no lo ve? —añadió—. ¿Por qué cree que le están dejando investigar? ¿Por unos rojos muertos? ¡No sea ingenuo, hombre de Dios! Está usted investigando este caso porque le agredieron, porque es usted un oficial del ejército español, porque se han fugado dos presos. No se equivoque.

El capitán quedó mirándole con cara de pocos amigos y apuntó:

—Sea como fuere, querido camarada Sáez, tengo plenos poderes para llevar a cabo esta investigación. Y usted —dijo señalando al guardián—, preséntese de inmediato en el destacamento de la Guardia Civil para que le tomen declaración. Es una orden. —Y dicho esto salió de allí muy orgulloso.

Cuando llegó al destacamento de la Guardia Civil se encontró con que el capitán había subido desde el pueblo. Parecía molesto por haber tenido que desplazarse hasta allí. Era un tipo delgado, más bien alto, con un fino bigotillo y cierto aire aristocrático, casi decadente. Estaba muy delgado; era evidente que la droga le consumía. Lucía unas espesas ojeras, unas inmensas bolsas bajo los ojos y se le marcaban los dientes debido a la desnutrición, como si fuera un preso. Alemán había conocido muchos adictos como él en el frente. Soldados que tras consumir morfina por una herida grave habían terminado por convertirse en esclavos de aquella maldita droga.

—El capitán Trujillo, supongo.

—El mismo que viste y calza. Supongo que es usted el capitán Alemán.

—En efecto, en efecto.

—¿Ha avanzado usted en sus investigaciones?

—Pues me temo muy mucho que sí.

—Vaya, al final va a resultar usted un tipo eficiente.

—Se hace lo que se puede. De hecho, venía a poner en libertad al preso.

—¿A ese tal… Perales?

—Sí, señor, a ese. Ha resultado ser inocente.

—¿Y cómo ha llegado a esa conclusión, si puede saberse?

—Pues ha sido mucho más sencillo de lo que pensaba, la verdad. El asunto es muy simple: el ataque se produjo a eso de las once y media, y resulta que uno de los guardianes certifica que Perales estuvo trabajando en las obras del camino durante toda la mañana. Por tanto, no pudo ser él. Punto.

—Ya. ¿Y tiene usted algún otro sospechoso si puede saberse? —No parecía que aquello le gustara mucho.

—Pues no, la verdad. Pero han aparecido nuevas evidencias que espero podrán aclarar las cosas.

—¿Nuevas evidencias?

—Sí, curiosamente acabo de ojear las pertenencias de Higinio, el comunista, ¿y a que no sabe usted qué he encontrado entre ellas?

El capitán de la Benemérita le miró con cara de pocos amigos.

—Pues no, no lo sé.

—Dos ampollas de morfina.

Notó que aquel tipo le miraba con rencor, ahora sí. Estaba claro que no era trigo limpio. La referencia a la morfina había hecho que su cara se transformara en una máscara de odio. Decidió seguir con aquel ataque.

—¿Y no le parece a usted raro que un preso tuviera en su poder algo tan caro? Me temo que es posible que hayamos descubierto una red de tráfico de estupefacientes dentro del campo.

—¡No diga usted tonterías! El culpable es Perales. ¿Acaso no recuerda usted la nota?

—Esa nota es falsa. Le he dicho que hay un funcionario público que vio a Perales trabajando toda la mañana. He ordenado que todos los presos escriban esas mismas palabras. Comparando la caligrafía sabremos quién fue el culpable. He venido a poner en libertad al preso.

—¡No puede ser!

—Como lo oye. Tengo plenos poderes para actuar en este asunto.

El capitán le miró de nuevo con mala cara. Parecía a punto de estallar.

Entonces se dirigió a un sargento que tomaba notas en una mesa y ordenó:

—¡No vuelvan a llamarme para tonterías como esta!

Y salió de allí a toda prisa. Alemán suspiró de alivio. Trujillo no parecía amante de los problemas y, como todos los drogadictos, optaba por la solución más fácil. En este caso, la huida. De inmediato ordenó al sargento que liberara al preso. Le impresionó ver a Perales, tenía un ojo morado y la cara hinchada. A pesar de que había dado órdenes explícitas de que no se maltratara al preso era obvio que se habían divertido con él.

—¿Estás bien?

—Sí, más o menos —dijo él.

—Vamos, te acompaño. Eres libre.

—¿Cómo?

—Lo que has oído. Estuviste trabajando durante toda la mañana de autos, ¿recuerdas? Hay un guardia que da fe de ello. Tú no pudiste ser el asesino.

Salieron de allí lo más rápido que pudieron. Perales se apoyaba a duras penas en Alemán, que mandó avisar a Basilio y ordenó que el preso descansara durante una semana. Se sintió satisfecho por las cosas que había averiguado, así que decidió pasar por el hospital a ver a Tornell. Seguro que se sentiría orgulloso de él.

Le costó trabajo poder salir de allí porque Basilio y Perales, entre parabienes, no le dejaban irse. Le juraron agradecimiento eterno. Él les dijo que fueran cautos porque la investigación referente a la fuga seguiría su curso y habían logrado ganar un tiempo valiosísimo. Cuando caminaba cuesta abajo comprobó que eran muchos los presos que le miraban con admiración. No estaba muy seguro de que aquello pudiera convenirle.