Roberto pasó el resto de la tarde en el hospital. Permanecía en vilo porque Tornell no parecía mejorar. Tampoco empeoraba. Se sentía fatal. ¿Qué pensaría su mujer de él? Porque él, Roberto Alemán, y sólo él, había llevado a Juan Antonio a aquella situación. Él le había hecho implicarse en la investigación y ahora yacía postrado a un paso de la muerte por su culpa. A pesar de lo que sentía por Pacita, de que comenzaba a mirar hacia el futuro, se hubiera cambiado por Tornell. De veras. Se sentía abrumado por la culpa. Todo lo estropeaba, todo. Incluso cuando pretendía ayudar a alguien. Lo suyo era matar gente. Sólo eso. Aproximadamente a las nueve de la noche salió a comer un bocadillo. No tenía hambre, la verdad, pero pensó que debía ayudarse a sí mismo para poder acometer aquella tarea que le ocupaba. Cuando volvió a la habitación de Tornell debían de ser las diez de la noche. Se sentó junto a su cama. Respiraba profundamente. Permaneció con los ojos abiertos, sin poder dormir, mirando al frente durante mucho tiempo. No supo cuánto estuvo así, pero al final le venció el sueño. Durmió de forma muy agitada, incómodo, revolviéndose en la incómoda butaca. Tuvo pesadillas. Puede que soñara algo sobre la guerra o quizá sobre la checa de Fomento. De pronto, a eso de las dos de la madrugada, un ruido le hizo despertar sobresaltado. ¿Era una voz? Sí, era una voz. Dio un salto en la silla.
—¿Estáis ahí?
Era Tornell. Había hablado.
Se acercó a él y le tomó la mano.
Tenía los ojos abiertos. A pesar del nerviosismo acertó a encender la luz de la pequeña lamparita. Comprobó que le miraba con sorpresa. Era obvio que no sabía dónde se encontraba.
—Murillo ha disparado, ¡ha disparado! —dijo el preso con mirada de loco, muy sobresaltado.
—¿Qué dices? —logró preguntar Alemán recomponiéndose un tanto.
Entonces, Tornell le miró como ido. El militar llegó a temer que el preso hubiera perdido la razón.
—Tornell. Soy yo, Alemán. Roberto Alemán, el capitán, del Valle de los Caídos, ¿me recuerdas?
El herido le miró de nuevo con los ojos muy abiertos, como un niño. Alemán sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Aquel pobre hombre había perdido la cabeza por su culpa.
—Sí, claro, lo recuerdo. Alemán. ¿Cómo estás, amigo?
—¿Sabes quién soy? —dijo Roberto. Le pareció entender que le había llamado amigo.
—¡Claro! Eres Alemán.
—Sí, eso es, el capitán Alemán. ¿Estás bien?
—Te digo que sí, amigo.
¿Le había llamado amigo por segunda vez? Notó que se le ponía la piel de gallina.
—Te habían dado fuerte. Temíamos por tu vida.
—¿Cómo van nuestras pesquisas?
En ese preciso momento comprendió que Juan Antonio Tornell había vuelto a la vida. ¡Lo recordaba todo! Le tomó las manos. ¿Le había llamado amigo?
—Bien, amigo, bien. ¡Estás bien! ¡Estás bien! —exclamó Roberto emocionado.
Al momento sintió una sensación extraña, atávica, que le retrotraía a su niñez.
Notó una extraña sacudida. Parecía como si sus mejillas estuvieran mojadas. Hipaba. Levantó su mano derecha, y con cuidado, se tocó la cara.
Estaba llorando.
Tornell, algo desorientado, no entendía lo que estaba pasando. Le miraba con perplejidad, como esperando que le diera una explicación.
Roberto, por su parte, había perdido cualquier posibilidad de controlarse y no podía dejar de llorar. Por primera vez en muchos años sintió como que se rompía por dentro. Todo el dolor que había ido acumulando salía de golpe gracias a Tornell. Estaba vivo, parecía regir. Se sentía aliviado, mal y bien a la vez. Como si estuviera realizando una suerte de catarsis, mágica, que le hacía sacar todo lo que había llevado dentro. Intentó calmarse y, medio balbuceando por la emoción, pudo explicar a Tornell que el asesino les había atacado.
—Pero ¿por qué lloras?
—No es nada, no es nada —acertó a decir—. Sólo es que… pensábamos que te habías ido.
—¿Yo?
—Sí, aquel tipo te dio fuerte.
—Sí, lo recuerdo a medias, como entre sueños… fui a ver a Higinio. No recuerdo del todo bien, me duele la cabeza.
—Descansa, descansa. Tienes que ponerte bien. Poco a poco irás recordando, seguro.
Entonces tocó el timbre y llamó a la enfermera. Esta avisó al médico, que se presentó al momento. Procedieron a examinar a Juan Antonio. Parecía encontrarse bastante bien. «¿Cuándo van a darme algo de comer?», preguntaba sin cesar. El médico dijo que aquello era buena señal. Así que cuando terminaron el reconocimiento, le llevaron una taza de caldo que sentó muy bien al convaleciente.
—Te han recomendado que descanses. Vamos a dormir un rato —dijo Roberto.
Apagó la luz y Tornell se recostó. Alemán se sentó junto a él, en la butaca.
—¿Sabes? Cuando desperté hace un rato… —dijo de repente el preso— creí que estaba en otro lugar, en Albatera. Era horrible, todo parecía ocurrir de nuevo…
—¿El qué?
—… sí, cuando estaba allí… presencié algo terrible. Era verano, hacía un calor horrible. De pronto, una tarde, el cielo se cubrió. La sensación de ahogo era insoportable, la humedad, el bochorno… dormíamos arracimados al aire libre.
»Recuerdo aquella noche de forma nítida. Comenzó a llover. Nos mojábamos, estábamos empapados. De repente, un oficial, Murillo, salió de su casamata y… se dirigió hacia una ametralladora. Se sentó delante de ella, con calma, y la dirigió hacia donde nosotros nos encontrábamos. Yo lo veía perfectamente pero… pero nunca pensé que fuera capaz. Parecía que sólo quería jugar con nosotros un rato, asustarnos, lo hacía a menudo. Estaba borracho, como siempre. Entonces quitó el seguro y sin previo aviso hizo fuego. Algunos se habían levantado y rodaron sobre mí. Como fichas de dominó, ¿sabes? Murieron quince. Aún recuerdo los gritos.
Alemán no podía creer lo que escuchaba.
—Pero… ¿por qué lo hizo? —acertó a preguntar.
—¿Qué más da? Podía hacer con nosotros lo que quisiera, estaba borracho.
—Habría una investigación, claro.
—Sí, la hubo. ¿Y sabes lo que declaró?
—No.
—Que quería probar el arma. Dijo que quería asegurarse de que no estaba encasquillada.
—¡Jesús! Debes estar tranquilo, Tornell, aquí estás a salvo, de veras.
Quedaron en silencio durante un momento y, la verdad, Roberto no supo qué decir. Resultaba difícil explicar que alguien pudiera comportarse de esa forma, y menos alguien de su bando. Estaba tratando de buscar una explicación a aquello, intentando decir algo que pudiera aclarar aquel tipo de comportamiento mezquino e inhumano, cuando escuchó que Tornell roncaba. Suspiró de alivio. Sintió que, por segunda vez en aquella noche, las lágrimas rodaban por sus mejillas. Juan Antonio no merecía tantos sufrimientos como había pasado. Era un gran hombre, una buena persona. Comprendió que llevaba años intentando sentir algo, llorar, pero para ello miraba hacia dentro. Él estaba muerto por dentro y no sentía. En cuanto había ayudado a alguien había comenzado a sentir, como una persona. Después de mucho tiempo rezó dando gracias al cielo.
Al día siguiente Tornell despertó de un humor excelente. A pesar de lo aparatoso de su vendaje parecía no encontrarse demasiado mal. Incluso se levantó y dio un paseo por el pasillo acompañado por Alemán. Este le contó lo que había sucedido y el preso se opuso radicalmente a que avisara a Toté. Temía que la pobre se llevara un susto de muerte, así que dijo que prefería aguardar un par de semanas para encontrarse mejor cuando ella lo viera. Enseguida demostró que su mente se hallaba en perfecto estado pues escuchaba atentamente todo lo que Roberto le contaba con relación al caso e incluso iba haciendo preguntas sobre la marcha.
Cuando Alemán le contó lo de la nota que señalaba hacia Perales sentenció de inmediato:
—Ese tipo es inocente.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé, son muchos años de oficio.
—¿Recuerdas lo que sucedió en el barracón?
—Sí, comienzo a hacerlo. Recuerdo que cuando llegué del pueblo me dijeron que Higinio quería verme en su barracón. Al llegar me lo encontré tumbado en su camastro. Estaba muerto. A pesar de ello me acerqué a él, no sé, por si tenía algo de pulso. Entonces intuí que algo iba mal. El asesino estaba allí. Cuando quise darme cuenta sentí un tremendo golpe en la cabeza y ya no recuerdo más.
Alemán continuó dándole detalles sobre el caso. Le contó sus conversaciones con Perales y Basilio.
—Ese asunto de los dos anarquistas tiene su miga —le dijo al instante el policía.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que está muy claro. Ese tipo, Basilio, fue a los anarquistas con el cuento de que dos de sus hombres iban a ser reclamados por la justicia. ¿Imaginas por qué se enfadó Higinio?
—No tengo ni idea.
—Pues está muy claro. Se nota que no piensas como un preso. ¿Por qué fue Basilio a contarles el asunto a los anarquistas? Pues es muy sencillo: esos dos tipos iban a ser trasladados en cuestión de semanas, quizá días. Basilio se lo dijo para que pudieran escapar.
—¡Cómo!
—Como lo oyes. Por eso Higinio se enfadó. A buen seguro que esa información podría provocar que los anarquistas organizaran una fuga.
—¿Y eso a Higinio qué más le daba?
—No lo sé, pero a lo mejor que se produjera una fuga no venía bien a los comunistas por algún motivo.
—Es una explicación un poco enrevesada. Quizá sólo es cuestión de rivalidad entre dos grupos dentro del campo.
En ese momento y como si las circunstancias quisieran dar la razón a Tornell entró la enfermera.
—Una llamada para el capitán Alemán.
Salió de la habitación y se encaminó hacia el puesto de control de las enfermeras.
Tomó el teléfono y escuchó cómo, al otro lado de la línea telefónica, alguien decía:
—Soy don Adolfo, el director.
—Aquí Alemán, usted dirá.
—Anoche se produjo una fuga.
—Déjeme adivinar, ¿fueron dos anarquistas? —repuso al instante.
La voz del director, sorprendida, sonó metálica en el auricular del teléfono.
—¿Cómo lo sabe?
—Cosas de detectives. Se refiere usted a dos tipos que iban a ser reclamados desde Logroño, ¿verdad?
—Sí… pero… ¿cómo puede usted saber?…
—No se preocupe, cosas mías. Estamos llevando a cabo una investigación, ¿recuerda? Esta misma tarde estaré allí. —Colgó.
Juan Antonio Tornell le había dejado de piedra. Sabía leer en los hechos, en las personas, como si fueran un libro abierto. En cuanto volvió a la habitación y le comunicó la noticia, Tornell esbozó una enorme sonrisa de satisfacción.
—¿Qué te decía?
—Sí, debo reconocer que en lo tuyo eres único, Humphrey Bogart. Esta tarde voy a subir al Valle de los Caídos, ¿alguna sugerencia? Me gustaría que me orientaras un poco.
—Pues ahora que lo dices, sí que tenía algo que sugerirte…
—Tú dirás.
—Con respecto a la nota, pienso que deberías hacer que todos los habitantes del campo escribieran una anotación similar.
—Sí, lo he pensado. Pero…
—¿Sí?
—Has dicho todos los habitantes del campo, y no creo que pueda hacer firmar a los guardias civiles, a los guardianes y al personal. Se armaría una buena.
—¿Sólo los presos entonces?
—De momento habrá que hacerlo así. Bastantes problemas tenemos.
—Eso puede serte útil en el caso de que el asesino fuera un preso. Cosa que juzgo harto improbable.
—Sí, ya lo sé. Pero habrá que empezar por algún sitio, ¿no? Supongo que tendrás más indicaciones que hacer. No soy detective y ando un poco perdido.
—Claro, claro, sí. En primer lugar deberías echar un vistazo a las pertenencias de Higinio…
—Sí, lo haré.
—… luego, deberías plantearte volver a hablar con Basilio y con Perales. Debes investigar el asunto de la fuga de los dos anarquistas. Quizá Higinio quiso abortarla y esa fue la causa de su muerte.
—En ese caso, Perales sería nuestro máximo sospechoso, ¿no?
—Sí, por supuesto. Pero entonces no quedaría claro el asesinato de Abenza.
—Quizá vio o dijo algo que no debía.
—Sí, puede ser… —apuntó Tornell poniendo cara de pensárselo.
Cuando llegó a Cuelgamuros, Alemán se dispuso a tomar medidas para recuperar el tiempo perdido en la investigación. Supo por el guardia civil que le abrió la barrera de la entrada que, en efecto, tras el recuento de la noche, los dos presos anarquistas que iban a ser trasladados se habían fugado. Al parecer ya estaban cursadas las órdenes de búsqueda y captura y se había mandado aviso a los cuarteles y estaciones ferroviarias cercanas, por lo que pensaban que la captura de los fugados sería inminente. Lo primero que hizo tras llegar a su casa fue acercarse a la oficina para interesarse por los objetos personales de Higinio, tal y como había sugerido Tornell. El director había salido. Allí le dijeron que se guardaban en un almacén situado junto a los barracones, así que se encaminó hacia allí para ver qué sacaba en claro. Cuando el encargado le abrió la pequeña casamata sintió que le invadía la curiosidad al comprobar que Higinio guardaba sus objetos personales en una pequeña caja de madera con un candado. Decidió dirigirse a su pequeña casita para inspeccionar el contenido de la misma pero antes se acercó a ver al director para darle las órdenes pertinentes y que todos los presos escribieran de su puño y letra el mismo texto hallado en la nota que acusaba a Perales. El hombre pareció contrariado porque estaba convencido de que el verdadero culpable era el anarquista. Aunque Alemán había dado órdenes precisas al respecto, decidió que más tarde daría una vuelta por el destacamento de la Guardia Civil, para asegurarse de que Perales se hallaba bien y no había sido maltratado. El director le hizo saber que llevaría tiempo hacer que todos los presos escribieran la nota. Además, muchos de ellos eran analfabetos. Así que, armado de paciencia, Alemán llegó a su casa y colocó la caja sobre la mesa que había en el pequeño salón. Se quedó mirándola durante un rato, quieto, de pie, con las manos en jarras. Al fin se decidió y tomó asiento frente a ella. No le costó mucho romper el candado y no tardó casi nada en abrirla; apenas contenía algunas viejas fotos, unos gemelos oxidados —probablemente heredados— y, sorprendentemente, dos ampollas de cristal. Alemán quedó boquiabierto, mirándolas al trasluz, pensativo, tras reparar en que llevaban impresa una leyenda en pequeñas letras blancas: Ejército de Tierra, morfina.