Capítulo 22. El camarada Perales

Cuando el director de la prisión vio el documento que nombraba investigador plenipotenciario a Roberto Alemán, tuvo que hacer un gran esfuerzo para poder controlarse. Era un duro golpe para un tipo como aquel:

—A sus órdenes —dijo—. Aquí sólo queremos que se sepa la verdad.

—En eso estamos de acuerdo —repuso Roberto que portaba un documento que le situaba, mientras durara la investigación, por encima del tipo que tenía delante.

Como era evidente que no se profesaban ningún afecto, cada uno siguió su camino. El director hacia su despacho y Alemán hacia su pequeña casita en la que aún debía de esperarle su ordenanza. Cuando iba de camino, se cruzó con Venancio que bajaba con su petate liado pues le habían ordenado presentarse de inmediato a las órdenes del general Enríquez. No parecía contento con aquello pero un soldado nunca desobedece una orden y Alemán se licenciaría en breve, así que no iba a ser necesario en Cuelgamuros. Roberto le dio un gran abrazo pese a que aquello no era, ni mucho menos, una despedida. En cuanto se licenciara iba a casarse con Pacita y él y el bueno de Venancio seguirían viéndose a menudo. No podía olvidar que aquel tipo recio de Puente Tocinos no sólo le había salvado la vida durante «su crisis», sino que había cuidado de él como una madre en todos los frentes en que habían luchado. Le dijo que la chimenea estaba encendida y la casa perfectamente lista para que volviera a habitarla. No se había enfriado en aquellos dos días escasos en que el capitán se había ausentado porque él había seguido encargándose de la vivienda. Sin poder quitarse a Tornell de la cabeza, Alemán se encaminó hacia su residencia. Juan Antonio estaba grave. ¿Cómo iba a localizar a su mujer? Lo único que sabía era que vivía en Barcelona. Nada más. Quizá Berruezo o alguno de sus compañeros de barracón podrían indicarle sus señas. ¿Qué ocurriría si la pobre mujer se presentaba allí un domingo de aquellos y comprobaba que su marido estaba al borde de la muerte en un hospital? Tomó buena nota de ello para ordenar que le avisaran en cuanto apareciera. Fue entonces cuando llegó a la casita y se quedó de piedra. En el breve lapso de tiempo transcurrido entre que Venancio dejara la pequeña vivienda y su llegada había ocurrido algo: había una nota en la puerta, clavada con una chincheta. Rezaba: para el capitán Alemán. Estaba escrita con mala letra, como la de los que han abandonado el analfabetismo de muy mayores y escriben como niños.

La leyó impaciente.

El asesino de Higinio es el camarada Antonio Perales, responsable de la CNT en el campo.

Un amigo.

Salió corriendo hacia el despacho del director y dispuso de inmediato que avisaran al tal Perales. Lo trajeron dos guardias civiles sin que supiera por qué había sido detenido. A Alemán le pareció un tipo de mirada despierta, algo aviesa, de rasgos fuertes y no demasiado mal nutrido pese a las circunstancias. Los civiles les dejaron a solas: al preso, al director y a Alemán. Este último le lanzó la nota.

—¿Qué tienes que decir?

Él la miró como el que mira la luna y repuso:

—No sé, soy analfabeto.

El director y Alemán se miraron.

—A otro perro con ese hueso, pero te facilitaré las cosas —apuntó Alemán—. Dice que tú mataste a Higinio y que eres el jefe de la CNT aquí.

El hombre se puso pálido. Por un momento pareció incluso que fuera a desmayarse. A Roberto le hubiera gustado tener a Tornell allí para que pudiera indicarle si el tipo era o no culpable. Al menos se hacía evidente que aquel preso estaba nervioso, muy nervioso.

—Te han hecho una pregunta, piltrafa, ¡contesta! —exclamó el director de muy malos modos.

Perales se pasó la mano por la frente y suspiró. Titubeando acertó a decir:

—¿Podrían… darme un vaso de agua?

El director se levantó de su mesa y se acercó a él. Roberto Alemán permanecía expectante mirando desde el sillón de invitados de don Adolfo. Una vez situado a la altura del preso, aquella comadreja del director le propinó tal bofetón que este retrocedió más de dos pasos por el impacto.

—Eso para que sepas a qué estás jugando —dijo el director—. Esas confianzas…

Entonces levantó el teléfono.

—Con el cuartelillo —dijo a la telefonista.

—¡No, no! ¡Me queda un mes de pena, por Dios!

Otra hostia. Alemán estuvo a punto de levantarse e intervenir pero algo le impulsó a no meterse.

—A Dios ni lo mientes, rojo —dijo el director que volvió a su llamada indicando que subiera el sargento para hacerse cargo de un preso y que avisaran al capitán al pueblo para que fuera a Cuelgamuros pues «se había cazado al asesino».

Mientras don Adolfo hablaba, Roberto leyó el pánico en el rostro del preso que negaba con la cabeza sujetándose la misma con ambas manos. Cuando el director colgó, Alemán aprovechó para intervenir.

—Un momento. Quiero hablar con el preso a solas.

—¿Está usted loco? Este desgraciado es un asesino…

—Hay dos guardias civiles junto a la puerta. Hágame usted el favor de dejarnos. Comprendo que este es su despacho pero tengo que hablar con él.

El director le miró con extrañeza pero Alemán agitó en su mano el papel que le había expedido su futuro suegro. Salió como una fiera del despacho. Entonces, Roberto hizo algo que había visto en las películas americanas de detectives. Pensó que Tornell, de encontrarse allí, lo habría aprobado. Era aquello de… «policía bueno, policía malo». No se había inmiscuido durante la actuación del director a propósito porque aquello le colocaba en inmejorable posición para ganarse la confianza de aquel desgraciado. Curiosamente, en ningún momento su mente lo había visto como un asesino. Con parsimonia, lentamente, colocó una silla frente al sillón y, muy serio, lo más que pudo, le dijo con voz queda:

—Tome asiento, por favor.

Entonces se encaminó hacia la mesa de don Adolfo y tomando una jarra llenó un vaso de agua. Se lo dio.

—Beba —ordenó sin dejar lugar a dudas.

Perales lo hizo con ansia. Olía a pavor. Alemán lo había visto ya, mejor dicho, percibido. En hombres que instantes antes de ver venir la muerte sudaban el miedo. Luego vomitaban o perdían el control de los esfínteres. No era algo nuevo para él. Se sentó frente a él intentando parecer cercano pero poderoso a la vez. Estaba en manos de sus captores. Alemán se aseguró de que sus rodillas casi se tocaran.

—Ya has visto lo que hay, Perales. En cuanto salgas de aquí con el sargento esto es lo mejor que vas a experimentar. Te esperan un rosario de hostias, palizas y torturas hasta que cantes. Es obvio que tienes algo que contarme.

—Yo… No sé de dónde viene todo esto, bueno yo… sí, claro.

—Cuenta, cuenta.

Se pasó la mano por el cráneo. Parecía un hombre desesperado.

—¡Sí, ya sé! —exclamó—. Han sido los comunistas, ese maldito Higinio.

—Higinio era comunista…

Asintió.

—¿Y?

—Esto no me conviene.

Alemán hizo una nueva pausa intentando pensar mientras observaba su rostro lo mejor que podía.

—Mira, Perales, puedes contármelo a mí, aquí y ahora, o bien esperar y que te lo saquen esos bestias en el destacamento de la Guardia Civil.

—¿Y qué? —repuso algo agresivo—. Además, usted no es mejor que ellos.

Roberto se levantó de inmediato. No podía perder el control de la situación.

—Sí —le dijo levantándose para abandonar la habitación—. Tienes razón, yo soy, he sido quizá mil veces más brutal que ellos. No me siento orgulloso de ello. Tampoco es que me arrepienta. No sé, actué impulsado por los acontecimientos. Si no hubieran matado a mi familia no estaría aquí, no te quepa duda. Luego perdí la cabeza, me movía el odio. Ahora intento reparar el mal que hice… como tantos otros. Quizá en estos días actuaría de otra manera, si tú quisieras, claro; pero… ¿quién sabe?

—Espere —dijo el preso cuando el oficial ya había llegado a la puerta y giraba el picaporte.

—¿Sí?

—Usted no lo entiende.

Alemán soltó la manija y volvió sobre sus propios pasos.

—No entiendo, ¿el qué?

—No puedo hablar, soy inocente, han intentado hacerme pagar, probablemente los comunistas… pero si hablo… será peor para mí.

—¿Peor que te fusilen por asesinato? Tú no conoces a mi gente. Mira, alguien ha matado a dos presos y atacado a un tercero y a un oficial. ¿Te das cuenta? Alguien ha atacado a un oficial, a mí, dentro de las instalaciones del campo. Aquí se va a liar una tremenda. Querrán solventar rápido la papeleta. Tienen un sospechoso, ¡tú! ¿Sabes cómo funciona esto? Se lleva al tipo al cuartelillo, se le ahostia, confiesa y asunto cerrado. ¡Y a otra cosa, mariposa! Estás de mierda hasta el cuello.

—Me quedaba muy poca condena…

—¿Y?

—Ese Higinio era el jefe de los comunistas.

—Cuéntame algo que no sepa. Te repites.

—Usted sabe que esos malditos hijos de Stalin nunca han podido vernos.

—¿A quiénes?

—… a los anarquistas…

—Y tú eres quien está al mando.

—En efecto.

Aquella confesión era motivo más que suficiente para que aquel tipo no volviera a ver la luz del sol. Eso con suerte. Alemán resopló.

—Estás en un buen lío.

—Ya se lo decía.

—E insinúas que eres inocente y que te han querido colgar el muerto.

—Lo afirmo.

—Ya. ¿Y cuál era el problema exactamente entre vosotros?

—Los comunistas han sido siempre gente muy organizada. El mismo Higinio era preso de confianza. Tienen un tío en la oficina que hace los recados. Supo que dos de los nuestros…

—¿Sí?

—No debo.

—¡Sigue, cojones! Te estoy intentando salvar la vida Perales. A no ser que, claro, seas de verdad el asesino.

—Sí, sí… Hay dos de los nuestros a los que les han reabierto una causa por unas monjas asesinadas en Logroño. En dos semanas o así los trasladan y de esa ya no salen. Van al paredón. —Entonces se pasó el dedo pulgar por el cuello de forma muy explícita.

—Ya, ¿y?

—No puedo decir más.

Alemán se quedó mirándolo.

—Te quedaba poco.

—Sí.

—Si he entendido bien, dices que alguien escribió esa nota para inculparte en la muerte de Higinio por el asunto de esos dos camaradas tuyos de la CNT.

—Sí, así es.

—Pero ¿por qué? ¿Qué pasa con esos dos?

—No puedo hablar más.

—Y ese tipo, el comunista que os dio el soplo de que los iban a trasladar, ¿cómo se llama?

—No se lo puedo decir.

—Idiota, lo averiguaré con sólo ir a la oficina.

—Basilio. Un tipo singular.

—Iré a la oficina. A ver qué puedo hacer.

—Nada. Se lo digo de antemano. Estoy sentenciao.

Salió de allí con la certeza de que Perales tenía razón. No podía hablar. Asuntos entre presos, riñas entre facciones, las viejas rivalidades que hundieron a la República. No aprendían.

Le parecía curioso pero reparó en que en ningún momento se le había pasado por la cabeza que fuera el asesino, ¿por qué?

¿Instinto? No lo sabía.

Cuando llegó a la oficina se encontró con un tipo con pinta de sacristán que le preguntó por Tornell. Todo el mundo sabía en el campo que habían estado realizando pesquisas juntos. Le dio las malas noticias.

—Vaya. Él me metió en la cárcel, ¿sabe?

—Pues no parece usted alegrarse de lo ocurrido…

—No me entiende, mi capitán. Yo le admiro. Tornell puso fin a una vida de vicio, el juego, las mujeres, las deudas, las estafas… Gracias a él me convertí en un hombre nuevo. Pertenezco al Opus Dei. ¿Ha oído hablar de nosotros?

—Pues la verdad, muy poco.

Aquel pesado le soltó unos folletos. Hizo como que los leería luego.

—Tú eres…

—Cebrián, para servirle a usted y a España.

—Ya, sí. Bueno, quería verte por un asunto. Aquí os echa una mano un preso, un tal… Basilio.

—Sí, era comunista. Tiene una historia única. Un tipo con suerte. Debería dar gracias al Altísimo.

—Querría hablar con él.

—Sí, claro, espere cinco minutos. Está al llegar.

Alemán tomó asiento e hizo como que leía los folletos. Le parecieron aburridos hasta hartar. No se le iba de la cabeza la situación de Tornell. Él lo había metido en aquel lío y podía costarle la vida. Entonces entró un preso esmirriado, poca cosa.

—¿Basilio? —preguntó Alemán. Él se cuadró marcialmente—. Vamos fuera, quiero hablar contigo.

Salieron al exterior, era una mañana despejada y el sol fundía la nieve acumulando tal cantidad de barro que hacía intransitable aquel paraje.

—Tengo que charlar contigo sobre un asunto importante.

—Usted manda —dijo estrujando su raída gorra con las manos.

—Se trata de Perales.

Comprobó al instante que su cara comenzaba a ponerse pálida.

—Ha sido detenido —dijo el oficial.

—¡Ah! No lo sabía.

Le pareció obvio que el preso mentía. A aquellas alturas todo el mundo en el campo debía saber que Perales estaba en el calabozo.

—Está en un buen lío. No sé si sabes que han aparecido evidencias que lo relacionan con el asesinato de Higinio.

—¿Cómo?

—Como lo oyes. Hemos encontrado una nota en la que se afirma que Perales asesinó a Higinio.

—Pero ¿cómo iba Perales a hacer algo así?

—Por eso quiero hablar contigo. Tengo entendido que tú disponías de cierta información digamos… sensible.

—No entiendo lo que me dice.

—Sí, por tu trabajo en la oficina. Me dicen que proporcionaste cierta información… eres comunista.

—Yo le aseguro a usted… que yo no…

—No te esfuerces —dijo Alemán alzando la mano—. Sé de buena tinta que trabajas para los comunistas. Me dicen que proporcionaste una información que pudo enfrentar a Higinio con los anarquistas. ¿Es cierto?

—No puedo decirle…

—¿Quieres ir al cuartelillo como Perales?

—No, espere.

—Mira, Basilio, Perales está metido en un buen lío, Higinio está muerto y hay alguien que está asesinando presos. No me preguntes por qué pero no creo que Perales sea el asesino. Me inclino a pensar que colocaron esa nota en mi puerta para hacerme sospechar de él.

—Sí, creo que va usted encaminado.

—Si crees que estoy en lo cierto deberías ayudarme. ¿Qué es lo que contaste a los comunistas?

—No puedo decirle… si yo se lo contara quizá perdería mi puesto en la oficina. Podría incluso volver a prisión.

—No tienes opción, Basilio. Si no me lo cuentas te mando al cuartelillo, en cambio, si me lo dices, te aseguro que seré discreto. Tú eliges.

El preso quedó mirando hacia el suelo, jugueteando con la nieve con la punta de su alpargata.

—¿Me da usted su palabra de que no dirá nada?

—Cuenta con ello.

—¿Nadie sabrá que yo se lo he contado?

—Te he dicho que tienes mi palabra, joder. Soy un oficial del ejército español. ¿Qué más necesitas?

—Supongo que no puedo pedir mucho más. Usted gana.

Verá, mi puesto en la oficina me permite enterarme de ciertas cosas… eso me convierte en un hombre valioso. No le ocultaré que durante la guerra milité en el Partido Comunista. Cuando me entero de algo útil procuro decírselo, ya sabe usted, al Partido.

—¿Y?

—Supe que había un par de compañeros de la CNT que estaban en un apuro. Se les iba a reabrir una causa pendiente. Alguien había dado el chivatazo y les había identificado. Parece ser que los buscaban en Logroño en relación con la muerte y violación de unas monjas. Yo se lo conté a Higinio, como por otra parte debía hacer. Pero la situación de estos camaradas era difícil. Eran anarquistas. Así que lo comenté también con Perales, que era su jefe directo.

—Y a Higinio no le hizo gracia.

—En efecto, surgieron ciertas tensiones.

—¿E Higinio se enfadó con Perales en lugar de hacerlo contigo?

—Sí, así fue. En parte, claro.

—No lo veo claro.

—No sabe usted cómo son las cosas entre republicanos. Hay que respetar el escalafón y sobre todo tener claro a qué grupo pertenece uno.

—¿Y por eso se enfadaron, dices?

—Hubo cierto revuelo, sí. Este es un mundo complejo, me refiero al campo. El equilibrio que lo mantiene es ciertamente delicado.

Alemán presintió que Basilio le ocultaba algo. No terminaba de ver claro por qué aquello había provocado un enfrentamiento entre comunistas y anarquistas. A fin de cuentas no había sacado nada en claro de su conversación con él. Los presos eran muy reservados porque asuntos como aquel podían depararles muchos problemas. Todos deseaban salir de allí cuanto antes. Estar en el Valle de los Caídos, aunque resulte difícil de creer, no dejaba de ser un privilegio; pese al duro trabajo y a las condiciones infrahumanas los presos sabían que acortarían sensiblemente sus penas permaneciendo allí.

Cualquier infracción contra el reglamento sería duramente castigada y reportaría la pérdida de privilegios o la vuelta a un campo de concentración, que era algo mucho peor. Si se descubría que los presos estaban organizados podía costarles caro. Roberto miró su reloj. Pretendía acercarse al hospital. Estaba preocupado por Tornell, así que decidió dar por terminada la entrevista.

—Puedes irte —dijo—. Volveremos a vernos.

Llamó rápidamente a su coche. Quería llegar cuanto antes.