Capítulo 21. El hospital

Don Ángel Lausín volvía de hacer una cura junto a la cripta a un obrero que se había enganchado un pulgar con un clavo cuando se vio abordado por un guardia civil que, a la carrera, le espetó:

—¡Venga, venga, don Ángel! ¡Ha habido una desgracia!

El médico le siguió inmediatamente a todo lo que daban sus piernas, no en vano había comenzado a nevar y el piso estaba resbaladizo. Por el camino, aquel hombre le dijo que se habían producido disparos y le mencionó algo acerca de «varios heridos» que don Ángel no terminó de entender bien. Al fin llegaron a la puerta de uno de los barracones de San Román, donde varios presos y guardianes se agolpaban junto al cuerpo inerte del capitán Alemán. El médico se temió lo peor. De inmediato, y tras apartar de allí a todos los curiosos dejando espacio al herido, comprobó que tenía pulso. Estaba inconsciente y tenía la pistola en la mano. Esta olía a pólvora.

—He venido corriendo alertado por los disparos —le dijo uno de los guardianes.

El herido tenía una fuerte conmoción, pero al menos respiraba.

—Un pañuelo —dijo el galeno a uno de los guardias—. Póngale nieve dentro y colóquenselo en la nuca. Tiene un fuerte hematoma. ¿Y los otros heridos?

—Por aquí, doctor —le indicó otro de los guardias civiles.

Dentro del barracón se encontró con dos presos que sujetaban la cabeza de Juan Antonio Tornell y presionaban con un trapo una herida situada en la zona temporal de la que manaba sangre en abundancia. El médico comprobó que también tenía pulso y dispuso que trajeran un camión para evacuar a los dos heridos al hospital con la mayor rapidez posible. Le hizo un vendaje compresivo al preso para asegurar que no se desangrara y deseó que saliera adelante.

El tercer hombre no necesitaba su ayuda. Era Higinio, un preso de confianza, el mandamás del Partido Comunista en el campo y yacía degollado brutalmente sobre su catre. ¿Qué había pasado allí? Al momento llegó el director. Parecía consternado. Subieron a los dos heridos al camión y fueron evacuados. El amo de aquella prisión, don Adolfo, un tipo demasiado religioso para el gusto de don Ángel y que vivía dominado por su desagradable esposa, se empeñó en que permaneciera allí hasta que llegara el juez. Parecía obstinarse en sacar sus propias conclusiones: según él, Tornell había matado a Higinio y al verse sorprendido por el capitán Alemán se había abalanzado sobre el brillante oficial, que se había defendido con valor reventándole la cabeza. Su teoría hacía aguas por todas partes, pues a aquellas alturas era evidente que Alemán había hecho fuego al aire con su arma reglamentaria y Tornell había recibido un buen golpe pero no quiso contradecir al rector del campo pues era un tipo ruin y vengativo.

El repentino ingreso de dos varones en estado inconsciente, un capitán del Ejército y un preso del destacamento del Valle de los Caídos, causó cierta consternación en el servicio de urgencias del hospital de San Juan de Dios. El capitán fue atendido de inmediato y tras la aplicación de éter recuperó el conocimiento en un gran estado de nerviosismo preguntando: «¿Dónde está Tornell?, ¿dónde está Tornell?». No decía otra cosa y repetía una y otra vez aquella frase en un claro desvarío, por lo que el médico al cargo decidió que se le inyectara pentotal a efecto de sedación. La exploración radiológica que se le realizó demostró que no existía fractura alguna, sólo un gran hematoma que afectaba a la zona cervical, por lo que se decidió administrarle analgésicos por vía intravenosa y hielo para reducir la inflamación. Debía permanecer en observación por si acaso. En apenas dos horas el paciente recuperó la conciencia y tras preguntar por el preso se tranquilizó al saber que este estaba vivo. Las enfermeras no quisieron hacerle saber que Tornell estaba bastante grave pues presentaba una herida en la zona parietal con abundante pérdida de sangre. No había fractura ósea pero sí sufría importante traumatismo craneoencefálico que le hacía permanecer inconsciente. Era necesario esperar unas horas para vigilar la evolución del herido pues los médicos no sabían si había sufrido algún tipo de lesión interna más grave. No descartaban la posible existencia de coágulos en el interior del cráneo. La fuerza pública se presentó en la habitación del preso para que quedara vigilado pues parecía ser responsable del asesinato de otro preso y de la agresión al capitán.

Cuando Roberto Alemán despertó seguía preguntando constantemente por Tornell. El hecho de que llamara al preso «mi amigo» provocó ciertas suspicacias entre el personal médico y los guardias civiles que pululaban por allí. Enseguida consiguieron calmarle entre todos, aunque no le dijeron toda la verdad y aquella primera noche pudo incluso tomar un caldito que le sentó bastante bien. En todo momento estuvo acompañado por Pacita, por su general y la esposa de este, que se tranquilizaron al ver que la vida del capitán no corría peligro. Aquella noche, sorprendentemente, el herido durmió bien. Más tarde, Alemán sospechó que lo habían sedado a fondo. Cuando despertó al día siguiente, tras el desayuno, tuvo una visita inesperada. La policía fue a tomarle declaración. Eran dos tipos que vestían gabardinas grises, como en las películas americanas. Afortunadamente su general apareció por allí de inmediato e insistió en estar presente. El policía que llevaba la voz cantante era un inspector de apellido Rodero; Muy serio y con un bigotillo que le daba un aire algo siniestro. Sus ojos eran muy negros, brillantes y huidizos.

—Bien —dijo abriendo el bloc de notas—. Será usted tan amable de contarme cómo le atacó aquel cabestro que yace en la habitación de al lado.

—Tornell no me atacó.

—¿Cómo?

—Que él no fue, hay un asesino suelto por el campo. Notó al instante que los policías se miraban entre sí como riéndose y pudo percibir que aquello no gustaba a su general.

—Miren —dijo él intentando demostrar que regía y que no estaba afectado por la conmoción—. Tenía que hablar con Tornell antes de irme. Dejo el ejército y quería comunicárselo. Él es el cartero del campo, así que esperé a que volviera del pueblo. Hemos estado haciendo averiguaciones conjuntamente con respecto a la fuga de un penado que acabó en muerte. Nosotros sospechamos que alguien lo mató.

—Lo sabemos, hemos leído el informe del director del campo.

—Vaya, sí que saben ustedes cosas…

—La policía no es tonta —dijo Rodero sonriendo—. Siga.

—Llegué a su pabellón, me dijeron que no estaba allí y un preso me contó que el tal Higinio le había mandado llamar. —¿Higinio?

—Sí, un preso de confianza que hacía el recuento. Sospechábamos que había falsificado sus notas el día en que ese preso, Abenza, se fugó. Según decía Tornell, el rigor mortis demostraba que se había fugado por la noche, no después de las seis de la mañana…

—Un momento, ¿ha dicho Tornell? —preguntó Rodero.

—Sí, Tornell, era policía.

—¿Juan Antonio Tornell?

—Sí, ese.

Rodero se levantó el sombrero y se rascó la frente; era calvo como una bola de billar.

—Lo recuerdo de antes de la guerra. Ejercía en Barcelona. Era bueno.

Alemán miró a su general arqueando las cejas, como mostrando que tenía razón desde el principio.

—Siga contando, ¿qué pasó?

—Llegué al barracón y vi a Tornell tirado sobre un charco de sangre. Junto a él, Higinio yacía degollado. Sentí una presencia detrás de mí. Me golpearon. Debí de perder el conocimiento, pero por muy poco tiempo porque enseguida abrí los ojos e intenté levantarme. El agresor debió de asustarse pues escuché pasos a la carrera. Entendí, medio mareado como estaba, que mi atacante escapaba. Salí al exterior con el arma en la mano, todo me daba vueltas y disparé al aire. Entonces volví a desmayarme.

—Ha tenido usted suerte.

—Supongo que sí. Tornell se llevó la peor parte.

—No se torture, de no haber llegado usted a tiempo quizá ese tipo le hubiera degollado. Hemos estado en El Escorial e hizo un buen trabajo. Zurdo. Un tajo limpio. Ese no es novato.

—Tornell dijo que el tipo que mató a Abenza era zurdo. Lo hizo con una piedra.

Notó que Rodero tomaba nota, muy interesado. El general Enríquez tomó la palabra:

—Entonces… ¿piensan ustedes que hay caso?

—Hombre, pues claro —dijo el compañero de Rodero.

Alemán sonrió.

—¿Quién está investigando el asunto ahora? —se atrevió a preguntar el herido.

—Lo lleva el director del campo, no es jurisdicción nuestra pero tenemos que hacer atestados de cualquier ingreso por heridas de bala, arma blanca o posible agresión en los hospitales de Madrid. Muchas gracias, remitiremos su declaración a la ICCP.

—Ahí la tienen ustedes —dijo señalando al general Enríquez.

—Mañana tendrá usted el informe, mi general.

—Muchas gracias. Hablaré con su comisario. Han sido ustedes muy amables.

—Podrían quitarle la vigilancia a Tornell, ¿no? —sugirió Alemán.

—Sí, supongo que sí, pero no deja de ser un preso, podría escapar.

Roberto se dio cuenta entonces de que había dicho una tontería. El general salió a despedir a los policías al pasillo. Entonces, Alemán reparó en el daño que el director podía estar haciendo a la investigación del caso.

Cuando Enríquez entró de nuevo le dijo:

—Mi general, quiero ver a Tornell.

—Descansa, hijo.

—Quiero verle.

El bueno de Paco Enríquez cedió y le ayudó a levantarse. Fueron juntos hasta la habitación contigua. Una monja velaba al expolicía, que parecía más flaco que nunca. Llevaba la cabeza vendada y respiraba con dificultad.

—¿Se pondrá bien? —preguntó Roberto.

—Sólo Dios lo sabe —dijo la monja alarmándole más aún.

Le impresionó verlo así. Un tipo que había sobrevivido al infierno y que ahora se hallaba a un paso de la muerte por su culpa. Tenía que hacer algo.

—Vamos fuera —dijo Enríquez.

—Paseemos por el pasillo. Quiero estirar las piernas —sugirió Roberto.

Comenzaron a caminar el uno al lado del otro. Resultaba ridículo ver a un tipo tan grande como Alemán apoyado en su general, tan enérgico y tan menudo a la vez. Poco a poco, el más joven sintió que se le pasaba el mareo.

—Suegro, quiero volver al Valle —dijo—. Tengo que cazar a ese hijo de puta.

Con el paso de los años, Roberto acabó por darse cuenta de que nunca pidió la mano de Pacita. Había quedado con ella en hacerlo el lunes pero no había podido porque estaba empeñado en conseguir que un psicópata le abriera la cabeza. Aquello fue lo más parecido a una pedida de mano que Francisco Enríquez escuchó nunca de su protegido.

—Déjalo estar, hijo.

—Tornell y yo teníamos razón. Hay un asesino en el campo.

—Puede ser, puede ser…

—Se lo debo.

—¡Es un preso, Roberto!

—Yo lo metí en esto.

Hubo un tenso silencio. Habían llegado al final del pasillo y dieron la vuelta para continuar caminando en la otra dirección.

—¿Se va a curar? —preguntó Alemán.

—Sabes que los médicos no tienen ni idea de cómo funciona el cerebro. Hay tipos que se abren la cabeza y ahí están, tan campantes; otros se dan un golpecito con un bordillo y se mueren. No parecen optimistas. Y ya sabes que no suelen pillarse los dedos.

—Quiero volver. Ese mierda del director me las va a pagar.

Enríquez se paró.

—Quince días.

—¿Cómo?

—Que tienes quince días.

—Un mes.

El general se lo pensó.

—¿Un mes?

—Sí, lo prometo.

—¿Y luego te licencias?

—Un mes y seré de Pacita y sólo de Pacita.

—¿Cuándo quieres empezar?

—Mañana por la mañana.

—Deberías guardar reposo.

—El director lo habrá estropeado todo. Cuanto antes llegue allí, mejor, más pruebas podré recuperar.

Enríquez se paró y miró a Roberto fijamente.

—Sea, pero no le toques las pelotas a nadie importante.

—Hecho.

—Y me mantendrás informado de todo.

—Lo juro.

—Mañana por la mañana mi secretario te entregará un nombramiento plenipotenciario.