Aquella noche Alemán no pudo dormir: se sentía feliz ante el cariz que habían tomado los acontecimientos e incluso no le desagradaba la posibilidad de licenciarse de aquella manera, con la paga íntegra. Podía casarse e incluso dedicarse a estudiar. Psiquiatría. Podría ayudarse a sí mismo y a los demás. Aquel era un país lleno de gente traumatizada por la guerra, como él, como Tornell, como tantos. Tenía una vida por delante, algo que hacer. Pacita parecía estar loca por él y su general y su esposa le querían como a un hijo. ¿Qué más se podía pedir? Sólo había dos cosas que bullían en su mente y que no le daban tregua: una, el orgullo; no había podido averiguar quién robaba las provisiones y lo peor, ¿quién había asesinado a Abenza? No quería dejar ambos trabajos sin concluir pero las circunstancias mandaban. Había cometido el error de quedar como un loco ante el director y estaba fuera de ambos casos. La segunda duda que le acosaba estaba referida a Tornell.
Él lo había metido en aquel negocio pese a que el preso no quería saber nada del asunto. Alemán le había hecho volver a sentirse policía, le había pedido ayuda y ahora, se veía obligado a alejarse de allí. ¿Cómo se lo tomaría? Decidió acudir a verle nada más levantarse. Le ayudaría, intentaría echarle una mano, un mejor destino, quizá en la oficina de la ICCP y a ser posible, en cuanto hubiera ocasión, el indulto. Le ayudaría, sí. El sueño le venció, al fin, a eso de las seis. Por ese motivo despertó algo más tarde de lo normal. Se vistió a toda prisa y llegó tarde para poder hablar con Tornell. Lo alcanzó a las ocho y media, cuando el cartero salía ya camino del pueblo a por el correo.
—Tengo que hablar contigo —le dijo sin saludar siquiera.
—Ahora no puedo, voy tarde.
—Me relevan, el director ha enviado un informe sobre mí y…
—No me sorprende —dijo el preso.
—No, no, espera, tenemos que hablar.
—A eso de las once y media estaré de vuelta. Luego me cuentas.
—De acuerdo, te espero y luego hablamos. Tengo que despedirme de esa rata del director.
Entonces, el policía se paró y le dijo:
—¿Sabes?, esta mañana, el crío al que ayudaste, Raúl, al que cruzó la cara ese falangista, me ha dicho una cosa rara. «Quiero hablar con usted», me ha comentado cuando me lo he cruzado camino del tajo. «Es importante», me ha gritado cuando se alejaba junto a su padre y los otros presos. ¿Será algo relacionado con el caso?
—Han cerrado el caso, Tornell, de un plumazo. Por mi culpa. La muerte de un preso no importa a nadie, tenías razón.
—Ya.
Parecía decepcionado.
—No te preocupes, ahora hablamos, cuando vuelvas. Ve, ve —repuso Alemán sintiéndose culpable.
¿Quién le mandaba meterse en aquellos líos? Se sentó en unas rocas a fumar un cigarrillo y lo vio alejarse. Se sintió impotente y maldijo por lo bajo. Quería ayudar a aquel hombre. Mejor dicho, tenía que ayudarle; pero no sabía si podría hacerlo. Al menos le quedaba el consuelo de haberle conseguido el puesto de cartero. Aquello era mejor que picar piedra, sin duda. De hecho, Tornell había mejorado, se le veía más repuesto y comenzaba a ser otro. Quiso consolarse pensando que en parte era por él. Era curioso, pero cuando estaba con Juan Antonio se sentía cómodo, como si fuera un amigo de toda la vida, algo raro en un tarado poco sociable como Alemán. Así funcionaban las cosas en aquellos días locos y extraños. Todo un misterio. Pensaba y pensaba sin explicarse por qué de pronto sentimos una gran simpatía hacia alguien a quien acabamos de conocer, mientras que apenas establecemos lazos con otras personas que conocemos de toda la vida. ¿Por qué dos personas se hacen, en un momento, amigos? ¿Por qué surgen ciertas corrientes afectivas entre individuos que apenas se acaban de conocer? Quizá a Tornell no le ocurría lo mismo, claro, pues reparó en que él no era más que un carcelero pero se sentía obligado a ayudarle. Se lo merecía. Se conjuró para convencer a su futuro suegro para que lo sacara de allí a trabajar en la ICCP. Él podía hacerlo. Sí. Aquello le tranquilizó un tanto.
Pasó la mañana despidiéndose del director, que parecía burlarse de él con su sonrisa de hiena mientras fingía amabilidad. También dijo adiós al señor Licerán, al médico y a los demás. Hizo el equipaje con su ordenanza. A Venancio no le hizo gracia la idea de que su jefe dejara el ejército, pero Alemán le aseguró que seguirían viéndose a menudo y que el general Enríquez se encargaría de él. Cuando quiso darse cuenta eran casi las once y media. Bajó a paso vivo a la cantina y una vez allí preguntó a Solomando:
—¿Ha vuelto Tornell?
El tipo estaba gordo hasta decir basta.
—Sí, ha subido al barracón a coger no sé qué, se ha dejado aquí la cartera con el correo, ahora vuelve —contestó.
Alemán decidió acudir a buscarle pues tenía prisa y los malos tragos cuanto antes se pasen, mejor. Al llegar vio a un preso tumbado que se levantó intentando cuadrarse pese a que llevaba un aparatoso vendaje en la pierna.
—Estoy aquí porque me he accidentado —dijo para justificarse.
Era obvio que el uniforme de Alemán le daba miedo. Roberto se alegró de que aquello fuera a acabar. El ejército iba a ser para él cosa del pasado.
—Túmbate y descansa, ¡joder! Estás herido.
—Sí, sí, perdone.
—¿Ha estado aquí Tornell?
—Sí, le he dado un recado: Higinio quería verle en su barracón. Me ha dicho que era urgente, así que, en cuanto se lo he dicho, ha salido para allá rápidamente.
Alemán pensó que si Higinio había pedido una entrevista a Tornell, era porque quería cantar, así que salió hacia allá a toda prisa. Le invadía la curiosidad. Al fin sabrían el motivo por el que había falseado el recuento. ¿Hallarían al culpable? Cuando llegó al barracón, nada más entrar, sintió un viejo olor que conocía demasiado bien: un aroma dulzón, el de la sangre. Entró con precaución y vio a Tornell tumbado sobre el piso junto a un enorme charco de sangre. Estaba al lado de un camastro en el que yacía Higinio con una aparatosa herida que le cruzaba el gaznate de parte a parte. Estaba muerto. Un fragmento de lengua, y una masa informe de ligamentos y venas asomaban por la aparatosa herida. Pese a que su instinto se lo sugería, cometió el error de acercarse primero a socorrer a Tornell, temía por su vida. Al instante supo que el asesino estaba tras él, lo presintió, debía haberle escuchado llegar. Un golpe brutal en la cabeza le hizo tambalearse. Le había sorprendido por la espalda. Maldición. Todo se puso negro.