No sé qué pretendes pero estás cometiendo un gran error.
Aquella voz hizo a Tornell volver desde su plácido sopor. Alguien se había interpuesto entre él y aquel solecito reparador, estropeándole la siesta bajo aquel añoso pino.
—Vaya, buenas, Higinio, gracias por despertarme. El domingo es el único día en que uno puede descansar, pero para eso están los amigos, ¿no?
—Déjate de idioteces e ironías conmigo. ¿Por qué me has echado encima a ese fascista?
—Te lo has echado tú solo. Falseaste el recuento.
Tornell reparó en que Higinio tenía cara de pocos amigos. Pensó que, en sus circunstancias, no era buen negocio llamar la atención.
—Métete en tus asuntos. Todos los policías sois iguales. Aunque os intentéis disfrazar de militantes de izquierda en el fondo no sois más que unos reaccionarios, unos represores.
Higinio insistía. Tornell suspiró incorporándose con fastidio.
—Mira, Higinio, cabe la posibilidad de que fuera el propio Carlitos quien te pidiera que falsearas el recuento para poder acudir a la cita que tenía con la persona que le mató pero ¿no te has parado a pensar que si fue otro el que te pidió que falsearas la lista, ese podría ser el asesino?
El jefe de los comunistas en el campo alzó los hombros como demostrando que aquello le daba igual.
—¿Es un asunto del Partido o tuyo?
Higinio rehuyó la mirada del antiguo policía.
—Vaya… tuyo. No podía imaginarme que fueras tan irresponsable. Estás poniendo muchas cosas en peligro, amigo. ¿No ves que si te detienen y te interrogan caerá mucha gente tras de ti? Te sacarán los nombres de todos los militantes del campo.
—A mí no me van a sacar nada.
—Ya, sí, es cierto. El director va a echarte un órdago. Hará como que te pueden quitar los privilegios pero no lo hará. Le importa un bledo la muerte de un preso.
—Lo sé. Estoy tranquilo al respecto.
—Vaya, lo sabes todo.
—Es mi obligación saber lo que se cuece aquí, camarada.
—No me llames así, Higinio.
Quedaron en silencio, por un momento. Mirándose a los ojos.
—Quítame a ese oficial de encima.
—No puedo, Higinio, simplemente dime quién te pidió que falsearas el recuento. Esa persona quiso ganar un tiempo precioso. Es el asesino.
—No hay nada de eso.
—¿Qué te pagó? Me parece inmoral que tengas tus tejemanejes personales y que eso pueda perjudicar a más gente. Dímelo.
—No. No vayas por ahí, has sido un irresponsable poniéndome a los pies de ese capitán, ese amigo tuyo…
—¡No es mi amigo!
—Ya, sí… que sepas que esto te va a costar caro.
Tornell miró a otro lado, sentado en el suelo, como demostrando al otro que no le temía.
—No se te ocurra volver a amenazarme —dijo reparando en que Higinio caminaba ya ladera abajo.
Lamentó profundamente que las cosas se estuvieran desarrollando de aquella manera. ¿Qué más daba aquel asunto de Carlitos? Estaba muerto y punto. Alemán, que no era precisamente un tipo equilibrado, le había metido en aquel embrollo. Ahora Higinio y su gente irían a por él. No le interesaba estar a malas con ellos ni con nadie en el campo.
La comida en casa del general Enríquez fue agradable y el ambiente, muy distendido. Roberto no acertaba a comprender que el general y su esposa le consideraran un buen partido para su hija cuando, poco más o menos, iban a licenciarle por loco. Pero, en fin, así era la vida y mejor no plantearse mucho aquel tipo de cosas. La verdad era que él mismo se había sorprendido por su reacción al conocer la noticia de su cese. Podía decirse que iba a ser «licenciado con deshonor» pero no se lo había tomado a mal, al contrario. Le agradaba la idea de dejar el ejército. Se había dado cuenta de que estaba cansado de aquello, de la milicia. Además, tenía un proyecto vital. Por primera vez en mucho tiempo sabía lo que quería y eso era, en realidad, más que un motivo para vivir. Después de la sobremesa, Pacita dijo que por qué no la acompañaba al cine y sus padres animaron a Alemán a hacerlo ¡sin carabina! No se le escapó el detalle.
Le hacían un gran honor depositando tanta confianza en él. Quizá todos aquellos pormenores contribuyeron a que Roberto no se tomara demasiado a mal su relevo y lo que era peor, no poder aclarar quién había asesinado a Carlitos Abenza. Lo sintió por Tornell, al que había metido en aquel asunto. Pero ¿qué más daba? La vida comenzaba de nuevo para él y llevaba a una mujer joven del brazo. Tenía por delante un cómodo futuro, una buena paga íntegra asegurada y la posibilidad de dedicarse a lo que quisiera. Estaba en el bando de los vencedores, era un héroe de guerra y tenía el viento a favor. Tenía la sensación de que incluso se le perdonaba lo de su licencia por enfermedad por el hecho de haberse comportado heroicamente en dos guerras. ¿Qué más se podía pedir?
Acudieron al Real Cinema y vieron Casablanca. Alemán se acordó de Tornell, al que comparaba con Humphrey Bogart. Su mente iba y venía a otros asuntos muy distintos a los del filme. Tampoco es que pudiera centrarse sólo en el caso, la verdad, pensaba en otra cosa: su mente no era sino un atribulado caos de proyectos, sospechas y recuerdos. De un lado Pacita. ¡Qué bien olía! Resuelta, hermosa, se lo comía con los ojos. De otro, Abenza, ¿quién lo había asesinado? Sentía un impulso irrefrenable que le inducía a querer averiguarlo. Ya no podría hacerlo. Por no hablar del director, que le daba tirria; era evidente que debía de estar implicado en el asunto del mercado negro y por ello había aprovechado la primera oportunidad para desacreditarle, para quitarse de encima al sabueso que le habían enviado. Obviamente había sido tan ingenuo como para ponérselo demasiado fácil, y cada uno jugaba las cartas que le había deparado la fortuna. Tampoco podía reprochárselo. No lo consideraba algo personal. Las cosas ya no eran como en la guerra. Ahora los enemigos surgían de entre las propias filas. Enríquez tenía razón al respecto. Pensó de nuevo en Tornell. Parecía remiso a meterse en aquel jaleo pero Alemán le había convencido para hacerlo. Y ahora se retiraba haciendo mutis por el foro… ¿Cómo se lo tomaría? Pues bien, ¡qué demonios! Era cartero. Un chollo. Además, Roberto hablaría en su favor para que su general pudiera favorecerle a la mínima de cambio. Se lo merecía. No podría volver a ser policía, pero seguro que habría alguna forma de aprovechar su talento.
Roberto y Pacita salieron del cine y casi era de noche, las cinco y media. Invierno en Madrid. El aire traía un cierto aroma de tristeza, como suele ocurrir en las tardes de domingo. Pese a ello ninguno de los dos tenía demasiada prisa por volver así que dieron un paseo por el Retiro. Caminaron cogidos de la mano, como dos enamorados, como si fuera lo más natural del mundo, y tomaron asiento en un banco aislado bajo un enorme árbol en un camino apartado desde el que se veía el estanque. Hacía frío.
Alemán pensó en cómo aullaría el viento en aquel mismo momento allí arriba, en Cuelgamuros. Pacita se apretó contra él. No había duda de que no era una mojigata. Además, no se molestaba en disimular su interés por Roberto y aquello, decididamente, a él le gustaba.
—¿En qué piensas? —preguntó mirando a Alemán con malicia en los ojos.
—En que me gustas, Paz —se escuchó decir a sí mismo. Parecía un idiota.
Entonces ella le besó y él le devolvió el beso. Un beso profundo y cálido. Sintió cómo ella se estremecía y continuó haciéndolo. Percibió algo difícil de explicar, ¿acaso era eso lo que estaba buscando? Se sintió excitado de verdad. ¿Cuánto tiempo hacía que no pensaba siquiera en mujeres? Su mano izquierda se dirigió hacia uno de sus pechos de forma instintiva, natural. Lo apretó mientras le mordisqueaba el labio inferior. Pacita jadeaba. Entonces, violentamente, ella le dio un empujón y se levantó de golpe.
Roberto quedó paralizado. ¿Qué había hecho? No podía tratar a la hija del general Enríquez como a una fresca. ¿Qué pensaría él si se enterara de aquello? Paz, que había provocado aquello intencionadamente, pensó que los hombres eran tontos, tontos de remate. Cuando una mujer cae en sus brazos suelen creer que la han conquistado, que han conseguido seducirla con sus artes donjuanescas. ¡Ingenuos! Paz sabía, desde siempre, que cuando un hombre inicia algo con una mujer, sea duradero, serio o una simple aventura, es porque ella ha querido. Ella los ha elegido y ha decidido de antemano cómo, cuándo y dónde deberían ocurrir las cosas. Fue quizá por eso que Roberto se sintió muy azorado y culpable cuando ella se lo quitó de encima en el Retiro. Se había propasado, sí. Pero ella no había actuado así —como pensaba él— porque un hombre maduro, experto, le hubiera ofendido con su comportamiento, no. Y no es que ella fuera experta en aquellas artes ni mucho menos. Era la primera vez que la besaban. No. Puso fin a aquello porque sintió, por un momento, que se perdía. ¿Cómo iba una chica decente, la hija de un general para más señas, a comportarse así en un parque público? Había sentido miedo de sí misma. Y supo que quería estar con Roberto cuanto antes. Lo había urdido todo pacientemente: convencer a sus padres, ir a visitarlo a las obras del Valle de los Caídos, hacer ver a su padre la conveniencia de que el pobre Roberto pasara a la reserva… Al parecer, él solito había metido la pata y se había colocado en una situación harto difícil. El ejército ya no lo necesitaba y se lo entregaba confuso y manso como un corderito.
Por eso, aunque ella misma había propuesto ir al Retiro y tomar asiento en aquel lugar apartado, para que se comportara como un hombre con una mujer, sintió que la cosa se le iba de las manos. Roberto Alemán le gustaba más, mucho más de lo que había pensado nunca. Paz, pese a sus circunstancias —hija de militar y miembro destacado del Régimen— era de mentalidad avanzada, pero allí, solos, sintió que iba a la perdición, al escándalo. Cuando la chica se levantó, él se puso en pie, algo agachado, para disculparse pues era bastante más alto que ella. Su flequillo negro, despeinado, caía sobre su frente y pedía disculpas jurando que la respetaba y que aquello no volvería a ocurrir. ¡Paz pensó que estaba para comérselo…! Le dijo, demasiado a la carrera, entre tartamudeos y toses nerviosas que sus intenciones eran honestas y que quería ¡casarse con ella!
—Es la declaración de amor más rara que he visto en mi vida —dijo ella haciéndose la dura.
—Sí, tienes razón, todo lo estropeo.
Se le escapaba… Cuidado.
—No, no, he dicho rara. No he dicho que me desagradara, Roberto. No te he empujado así por ti sino por mí. Temía no poder controlarme.
Él la miró muy sorprendido.
—Eso… ¿es un sí?
—Claro, tonto —contestó ella.
Entonces la tomó en sus brazos, ahora de pie, y volvieron a besarse apasionadamente. Cuando ella sintió que se iba a desmayar el muy idiota la soltó.
Era tarde. Decidieron volver dando un paseo. Cogidos de la mano como dos tórtolos. Él le pidió permiso para hablar con su padre y Paz repuso que sí, que cuanto antes. Roberto dijo que lo haría al día siguiente, pues tenía que subir a Cuelgamuros a despedirse, a recoger sus cosas y a dejar libre a su fiel ordenanza, al que Enríquez ya había buscado acomodo en las oficinas de la ICCP.
Roberto habló mucho durante el camino, con entusiasmo, parecía otro. Le confesó las cosas que comenzaba a sentir, «como si hubiera vuelto a vivir». Al igual que le ocurría a un preso, Tornell, que le ayudaba en la investigación y con el que empezaba a hacer amistad. Al parecer había sido oficial de la República y brilló como policía antes de la guerra. Le habló tanto de él que llegó a sentir celos. Aquel hombre, como él, había padecido mucho, mucho. Alemán relató a la chica algunas de las cosas que le había contado sobre los campos de concentración y ella sintió que su mundo se hundía. ¿Acaso no les decían que el Movimiento trataba con equidad a los descarriados? ¿No eran ellos los buenos? ¿Qué falta de piedad era aquella? Cuando se despedían en la puerta de casa ella se atrevió a preguntarle:
—Hay una sola cosa que quiero saber, Roberto.
—Dime —repuso él poniéndose muy serio.
El coche le esperaba con el motor en marcha mientras el chófer miraba a unas criadas que parloteaban en la acera de en frente.
—¿Qué es eso de «tu crisis»?
Él sonrió con amargura.
—¿Tu padre no te ha contado?
—No, nunca quiso hacerlo.
Suspiró como si se le hiciera difícil hablar de ello.
—Tú sabes que cuando acabó la guerra me fui voluntario a cazar maquis por la sierra, a León. Luego, a la División Azul.
—Sí, claro, lo sé.
—Para mí la guerra no había terminado. Estaba todo aquí dentro, Paz —dijo señalándose la cabeza— y por eso iba a los destinos más arriesgados, las más difíciles misiones. Ahora sé que lo que buscaba era hacerme matar. En Rusia caí herido y me repatriaron. Se rumoreaba que la División Azul iba a volver a casa, que a Franco no le convenía seguir tan alineado con el Eje. Ahí supe que todo había acabado para mí. Habíamos ganado la guerra, ya no luchábamos en ningún sitio y no podría seguir enfrentándome con aquellos rojos a los que tanto odiaba.
—¿Odiabas?
—Odiaba, sí.
—Eso es bueno, Roberto.
—Espero que lo sea. El caso es que en aquel momento me sentí vacío, comprendí que lo que había estado haciendo no era sino buscar la muerte, quizá porque me sentía culpable por haber sobrevivido, mientras que ellos… mi familia… no. Y encima, a cada intento, ganaba una medalla.
—¿Cuántas tienes?
—No sé, la verdad es que llegó un momento en que perdí la cuenta. Comprendí lo que me sucedía. No podía soportarlo. Vivir era para mí un castigo… toda mi familia había muerto, dos hermanos idealistas, uno de cada bando, mis padres, mi hermana… todos eran mejores que yo… yo era un tipo alocado, feliz y que no merecía ser el elegido, el superviviente. Por eso arriesgaba mi vida, me sentía culpable de seguir vivo. Entonces sufrí «mi crisis». Recuerdo las cosas como en un sueño, como el día en que escapé de la checa de Fomento, aquel día en que comencé una vida horrible y triste. Sé que me metí en la bañera, llena de agua caliente y me corté las venas. Mira. —Entonces le enseñó las cicatrices que tan bien ocultaban los puños del abrigo y la guerrera.
—Jesús, María y José… —dijo ella santiguándose.
—Mi ordenanza me encontró a tiempo. Le debo la vida. Me llevaron a una casa de reposo donde estuve en tratamiento… ¿por qué me miras así?
Silencio.
—Si rompes el compromiso lo entenderé —dijo él mirando al suelo.
—Júrame que nunca vas a volver a hacer eso.
—Lo juro.
Volvieron a besarse y un cura que pasaba les recriminó mientras que Roberto le gritaba:
—¡Usted a sus rosarios, padre!
No pudieron evitar reírse de aquello.
—Pensaba que después de contarte esto perderías el interés.
—Tengo más que antes —contestó ella muy resuelta—. Desde los quince años. Cuando venías a casa acompañando a mi padre. Ahí decidí que eras mío.
Sonrió.
—Hace días llegué a una conclusión allí arriba, en Cuelgamuros. Sé cómo arreglar esta cabeza mía.
—¿Cómo?
—Aprendiendo cómo funciona. He decidido retomar mis estudios y estudiar Psiquiatría. Podré ayudar a mucha gente, Pacita.
La besó de nuevo.
—Es una gran idea, Roberto. Llévala a cabo. Te ayudaré, lo prometo —dijo ella—. Pero ahora es tarde, mañana hablaremos con más calma.
Y lo dejó allí, mirándola marchar como un tonto mientras ella sentía que iba a estallarle el corazón de alegría.