Ya no había duda. En aquel momento Tornell tuvo la certeza de que se las veía con un loco. Ahora lo tenía claro, el enfrentamiento con el falangista, su recomendación como cartero, la obsesión que Alemán comenzaba a mostrar por investigar la muerte de Carlitos… Todo formaba parte de un proceso, de una evidencia: la mente de aquel hombre había dicho basta. Quizá los remordimientos por los crímenes cometidos le habían empujado a sentirse identificado en exceso con sus enemigos, ahora presos. A veces ocurre, raras, entre el verdugo y la víctima. La segunda termina sintiendo una especie de atracción sumisa por el primero y el primero una suerte de identificación con el segundo. Tornell lo había comprobado personalmente en algunos casos que investigó cuando era policía: la víctima y el verdugo. Todos locos, claro, como cabras. El capitán, Roberto Alemán, se había vuelto majareta y aquello sólo iba a provocar desgracias, Y él estaba en medio. Conocía a los fascistas y no les gustaban en absoluto las muestras de debilidad, de humanidad, en sus cuadros dirigentes. Aquel tipo estaba acabado. Sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
—No le entiendo —farfulló pensando en cómo salir con bien de aquel lío.
—Soy un mezquino, Tornell. Decidí ayudarte no porque me parecieras un buen tipo, valiente, amigo de tus amigos, no. Lo hice porque te vi llorar y pensé que a lo mejor podías ayudarme.
El policía se ratificó: loco, estaba loco. De camisa de fuerza, no había duda.
—Pero… mi capitán.
—Roberto.
—Roberto. No se puede enseñar a llorar a nadie.
—Lo sé, lo sé, Tornell. Pero es que esta maldita guerra nos ha hecho a todos insensibles. Yo, como tú, pasé por un infierno. Salí de él convertido en una suerte de ángel vengador, una bestia sedienta de sangre que quería morir llevándose por delante a todos los enemigos posibles. Sorprendentemente, aquello me mantuvo vivo y ahora pienso… ¿para qué? Me siento como hinchado por dentro, Tornell, como si miles de gusanos me devoraran en vida, lleno de mierda. Y no puedo olvidar. Sé que si, como tú, pudiera llorar, quizá lo arrojaría todo, el miedo, la pena, este odio…
—Lo entiendo, lo entiendo —dijo Tornell alzando la mano.
—Tú lo has hecho.
—Sí, pero no sé cómo.
Volvieron a quedar en silencio.
—¿Es verdad lo que se cuenta sobre usted?
—Vuelves a hablarme de usted. ¿Qué te parece si me tuteas, Tornell?
—Podrían hasta fusilarme.
—Al menos cuando estemos a solas, insisto. No sé, como si fuéramos amigos.
A Tornell ni se le había pasado por la cabeza la posibilidad de ser amigo de un fascista. A pesar de que sabía que debía dejar pasar aquel asunto, le pudo la curiosidad y se escuchó a mí mismo repreguntando:
—¿Es verdad lo que se cuenta de ti por ahí?
—¿El qué?
—Lo de la checa de Fomento.
—No. Bueno, en parte sí. Se exagera.
—Pero escapaste de allí cargándote a varios milicianos.
—Sí, a dos.
—Vaya —repuso haciéndose el sorprendido—. Había oído hablar de diez o doce.
—A uno lo maté con una pluma, increíble, ¿verdad? Al segundo con la pistola que le robé al primero. Resulta curioso hasta dónde es capaz de llegar un ser humano empujado por la desesperación, cuando está al límite de sus fuerzas pero ve venir a la parca…
—¿Tan mal estabas?
—Si quieres que te sea sincero, ni siquiera recuerdo bien lo ocurrido. Sólo sé que flotaba como en una nube; eso sí, ya no sentía dolor.
—Entonces… ¿te torturaron?
Asintió.
—Me llevaron a un despacho —añadió con la cara del que recuerda sucesos desagradables del pasado—, con un mandamás. No sé muy bien por qué pero intuí que me iban a «dar el paseo» y algo en mi interior me hizo actuar, ya sabes, como un animal herido. Algo mecánico, instintivo. Ese algo se apoderó de mí, Tornell, y así sigo. Sea lo que fuere, esa maldita fuerza se mantuvo viva en mí durante este tiempo y terminó por convertirme en una suerte de depredador, una fiera sedienta de sangre.
—La guerra es así, por desgracia. O matas o mueres.
—Te digo que no. Lo mío es… anormal.
—No son muchos los que pueden contar que salieron de una checa por su propio pie, y menos de la de Fomento.
—Sí, eso es cierto.
—Yo conocí un caso… un chico que sirvió conmigo en los primeros días de la guerra. Era socialista. Le escribieron de Madrid, alguien de su familia. Decían que habían detenido a un tío suyo al que al parecer quería mucho; iba a misa y creo que había tenido alguna relación con la CEDA. Fuentes, se llamaba el chaval. Era teniente. Ni corto ni perezoso se fue para Madrid pues era hombre de estudios, abogado. Sé que su idea era acudir directamente a la checa, a fiar a su tío.
—¿Y?
—No volvió jamás.
Alemán sonrió con amargura como si supiera demasiado bien de qué se estaba hablando allí. Entonces, más por disimular que por otra cosa, Tornell volvió a preguntar:
—¿Por qué te detuvieron? ¿Eras cedista? ¿De Falange? —De sobra sabía que no.
—Quiá —repuso esbozando una sonrisa que al policía le pareció trágica—. Estudiaba segundo de Medicina. Medicina. Bueno, en realidad… primero y medio. Sólo me preocupaban las chicas y terminar mis estudios para ganar dinero. Tenía un hermano falangista que había logrado escapar tras matar a un crío que vendía El Socialista y estaba oculto en algún lugar de Madrid. Fueron a por mis padres que iban habitualmente a misa. Los detuvieron, a ellos y a mi hermana. No quiero pensar lo que pasaría la pobre. Cuando estaba detenido en la checa escuché los gritos de unas monjas, Tornell, las violaron. Al principio no podía soportarlo, luego llegué a acostumbrarme a dormir con aquel maldito ruido de fondo. Después de detener a mi familia, de la que nunca más se supo, me detuvieron a mí. Cometí el error de ir a preguntar por ellos.
—¿Y tu hermano, el falangista?
—Pues como te digo, estaba oculto, pero no sabíamos dónde. Sé que lo descubrieron unos días antes de caer Madrid. Lo fusilaron. Por unos días, ya ves. Todos muertos: mis padres, mi hermana y mi hermano. ¿Sabes?, lo más irónico es que tenía otro hermano que era de la UGT y que podría habernos ayudado, pero se mató dos semanas antes de comenzar la guerra en un accidente de coche.
—Tuviste mala suerte —dijo Tornell pensando en que, por alguna maldita razón, se sentía como si debiera algo a aquel tipo.
Por lo que había pasado y porque él había seguido su caso de cerca. Al menos había logrado sobrevivir. Era absurdo. Él estaba preso y el otro había ganado una guerra pero había algo que le empujaba a seguir hablando con él, a preguntarle. Quizá no lo veía sólo como al «Loco» y reparó en que había mucha gente que en la guerra había pasado por experiencias similares. Quizá las cosas no eran blancas o negras, sino que dependían de los motivos que habían empujado a matar a cada uno.
—Sí.
—Y cuando saliste… cuando llegaste al lado nacional… ¿qué pasó?
—Me recuperé muy rápido. Tenía algo que hacer.
—Matar rojos.
—En efecto. A mí nunca me había interesado la política, pero aquello era algo animal, instintivo… la venganza, ya sabes, me veía como una especie de justiciero.
—¿Has matado a muchos hombres?
Alemán sonrió.
—Tú lo sabes, Tornell. Has sido oficial. El oficio de militar durante una guerra es más fácil de lo que podemos pensar: matar y no dejarse matar. Tú mismo lo has dicho. Nunca imaginé que pudiera ser tan bueno en algo así, te lo juro.
—Y estás cansado, claro.
Parecía apesadumbrado, quizá arrepentido.
—¿Piensas en ello a menudo? —preguntó Alemán de pronto, sorprendiendo al policía por el cambio de tema.
—¿En qué? —repuso Tornell.
—Sí, ya sabes, en la guerra, en los muertos, el sufrimiento, en lo que debiste de pasar en los campos…
—Sí, pienso en ello a menudo, claro.
—¿Por eso puedes llorar?
El preso sonrió.
—No, no tiene nada que ver. Las veces en que me viste hacerlo lo hacía por otras personas.
—Por otras personas, claro. Yo me siento bien cuando hago cosas por otras personas.
—Sí, en efecto.
—Pero tú, recuerdas…
—¿Cómo no iba a hacerlo? —dijo subiendo el tono de voz, quizá demasiado—. He visto morir a muchos compañeros. No te haces una idea.
—Caíste prisionero en Teruel, ¿no?
—Sí, en una locura de operación para tomar un ridículo búnker que nos cerraba el paso. En mi unidad se tomaban las decisiones de manera asamblearia.
—¡No jodas!
—Sí, así era. En lugar de realizar un ataque ortodoxo, seguimos el plan de un fulano que creo era carnicero o algo así, o tornero, quién sabe: lanzar perros con dinamita hacia el búnker…
—¡No puede ser!
—… como lo oyes. Algo salió mal, claro. Los perros corrieron hacia nosotros. Imagínate, ¡bombas con patas! El fuego cruzado hizo el resto. Recuerdo una luz, una ignición. Todo quedó en silencio. Cuando pude ver algo estaba rodeado de cuerpos mutilados. Me hirieron en una pierna. Si no es por mi sargento me desangro.
—Tu amigo ese que quiso compartir tu castigo el día en que te conocí.
—El mismo que viste y calza, Berruezo. Caímos prisioneros. La temperatura era inferior a veinte bajo cero. Los nacionales iban a perder Teruel. Nos evacuaron a un pueblucho, no recuerdo cuál. Tardaron varios días en llevarme a un hospital. Sobreviví por unas cabezas de ajo que llevaba en el bolsillo y porque Berruezo me cuidó. Luego no volví a verlo hasta llegar aquí. Si quieres que te sea sincero, no me explico cómo sigo vivo. No entiendo cómo no se me gangrenó la pierna.
—Luego, te llevaron a un campo.
—Sí, claro, en cuanto me dieron el alta. Estuve en varios. Quizá uno de los peores, Miranda del Ebro, un lugar horrible. Miles de tíos hacinados, casi sin comida; la higiene, inexistente. Nos comían los piojos y las enfermedades nos diezmaban como si fuésemos ganado. Hacía mucho frío por la noche y sólo teníamos una pequeña manta, bueno, un cuarto si acaso. Si te cubrías el torso, las piernas quedaban al descubierto o al revés. Había que hacer cola para beber un vaso de agua. El hambre es mala, Roberto, pero no te imaginas lo que es la sed. Es peor, matarías a tu padre por un trago de agua. La cola a veces duraba un día. Un día al sol para beber un vaso de agua, ojo.
—Nadie debería hacer un día de cola por un vaso de agua.
—¿Verdad? A eso me refería cuando hablaba de perder la dignidad. Pero aquello, por extraño que parezca, era mejor que Albatera, allí sí que supe lo que era la sed. Y cosas peores… pero, en Miranda, cuando estabas en la cola esperando durante horas y horas, pasaban junto a nosotros los guardias y nos golpeaban, «no os agolpéis, no os agolpéis», decían los muy hijos de puta. Los malditos cabos de varas nos curtían de lo lindo.
—¿Cabos de varas?
—Sí, presos que vigilaban a otros presos. Llevaban unos blusones largos y anchos para distinguirse de los demás, eran los peores. En aquellos días todos perdimos la dignidad, pero ellos fueron lo más tirado. Traidores. Aun así las delaciones estaban a la orden del día. Todo el mundo las temía. Había comisarios políticos que habían conseguido hacerse pasar por simples quintos, pero a veces algún que otro preso los reconocía y los delataba por un mísero chusco de pan. Una vida por un pequeño trozo de pan podrido y seco. Aquello acentuaba la sensación de derrota, de desesperanza, ¿sabes? Es muy duro perder una guerra.
—Tienes toda la razón, Tornell, ningún soldado merece ese trato. Vi a hombres valientes luchando en tu bando.
Volvieron a quedar en silencio, mirando al infinito. El paisaje era hermoso en un día despejado como aquel. Alemán tomó la palabra de nuevo.
—¿Sabes? No dejo de pensar en lo absurdo que fue todo aquello, me refiero a la guerra. Intento recordar en qué momento se fue todo al garete, pero no logro explicármelo. ¿Cómo puede volverse loco un país entero?
—No lo sé, Roberto, yo también me lo he preguntado a veces.
—La hija de mi general…
—¿La chica que te acompañaba el otro día?
—Sí.
—Guapa. Un bombón… si se me permite decirlo.
—Pues claro, ¡coño! Es joven, hermosa, muy graciosa, llena de ganas de vivir… me ha hecho pensar Tornell, pensar. Me he sentido como un viejo verde y a la vez, me he visto… no sé… rejuvenecer. En lugar de perseguir a mujeres como ella, de ir al cine, al teatro… En lugar de trabajar, de amar, de casarse o tener hijos, la gente de este maldito país ha estado empeñada en matarse. ¿Te das cuenta de lo absurdo que es si lo intentas ver desde fuera? ¿Por qué no sentarse en un café a ver pasar mujeres hermosas en vez de matarse? En lugar de vivir nos hemos dedicado a sembrar las cunetas de cadáveres y ¿sabes? Ahora lo sé Tornell, lo sé. La vida se va… se va… Y nosotros, la desperdiciamos.
—… Sí —acertó a decir el preso dándole la razón—. La vida se va.
Tornell reparó en que aquel loco estaba en lo cierto. Quizá lo había juzgado mal.
—La vida se va. ¿Te das cuenta? —repitió.
—Dímelo a mí, que llevo seis años preso.
Los dos estallaron en una carcajada pese a lo trágico del asunto. El comentario de Tornell además de acertado, había puesto el dedo en la llaga. No había comparación entre los dos. Alemán se golpeó la frente y exclamó:
—Claro, ¡qué idiota! Debes de pensar que soy un memo. Un carcelero quejándose a un hombre al que tiene privado de libertad. Te pido disculpas, amigo. Mil disculpas. Soy un idiota, un idiota.
¿Había dicho «amigo»?
—Déjalo —apuntó Tornell—. Todos hemos pasado lo nuestro, sólo que tú tuviste la suerte de estar en el bando que ganó.
Silencio.
—Vamos abajo —dijo entonces el capitán cambiando de tema otra vez—. Quiero hablar con el tipo ese que hizo el recuento.
—Vamos entonces —contestó Tornell pensando que aquella conversación había sido agradable. ¡Qué extraña le parecía a veces la vida!
Después de aquella charla en las alturas, los dos hombres bajaron del peñasco desde el que supuestamente había caído aquel pobre desgraciado de Abenza y se encaminaron a hablar con el responsable del recuento, Higinio. Alemán reparó en que aquel tipo debió de estar algo pasado de peso antes de la condena, por la flacidez de los pliegues que mostraba su piel. Sabía que el fulano era comunista pues había ojeado su expediente previamente. Pareció alegrarse de que la visita de Tornell y Alemán le permitiera «echar un vale» y descansar por un rato del duro trabajo. El policía había sugerido a Alemán que le dejara llevar la voz cantante, así que el militar le dejó tomar la palabra y se dispuso a disfrutar viendo trabajar a un policía de verdad, como en las películas americanas.
—Higinio, tú hiciste el recuento en la noche que escapó Abenza.
—Lo hago todas las noches. Ah, y todas las mañanas.
—¿Estaba todo el mundo?
El rostro del interrogado tomó, de pronto, una cierta tonalidad pálida; parecía afectado. Tornell sonrió levemente, como satisfecho. Higinio, que se tomó su tiempo, repuso:
—Consultad el libro.
—Lo hemos hecho, no faltaba nadie por la noche —afirmó Tornell.
—Pues entonces… —dijo el comunista tirando el cigarro para agacharse a tomar de nuevo su pico. Parecía dar por terminada la charla.
—Un momento —ordenó Tornell—. No he terminado.
El responsable del recuento se giró mirándole con mala cara.
—¿Estás seguro de que por la noche no faltó nadie? ¿Estaba todo el mundo? ¿El propio Carlitos? Según mis cálculos a esa hora ya estaba muerto.
—¡Qué tontería! Pues claro que estaba en el recuento. ¿De dónde cojones te sacas que a esa hora estaba muerto? Yo lo vi con estos ojitos que han de comerse los gusanos. Con su permiso, capitán Alemán…
El comunista ya se daba la vuelta pero Tornell insistió:
—¿Sabes lo que es el rigor mortis?
Esta vez el comunista ni se paró y sin girarse espetó:
—Claro.
—Pues según la ciencia, amigo mío, Carlitos estaba muerto en el momento del recuento de la noche. Y según el libro, reparasteis en que no estaba en el recuento de la mañana.
Higinio se giró de golpe. Su mirada parecía inyectada de odio:
—No sabes lo que estás haciendo, Tornell. ¿Quieres que te recuerde determinadas cosas?
Alemán dio al momento un paso al frente a la vez que alzaba su vara contra aquel impertinente pero Juan Antonio le puso la mano en el pecho para frenarle.
Este, sin apartar la mirada del comunista, dijo:
—¿Me estás amenazando, Higinio? ¿A mí?
—Tú sabes quién soy.
—Y tú sabes quién soy yo…
Alemán no terminó de entender bien aquel diálogo pero le pareció obvio que, de alguna manera, los dos presos jugaban a medir sus fuerzas, su influencia dentro del campo. Aquel era un mundo pequeño pero equilibrado y a su manera, complejo. Una red invisible de favores mantenía unidos a unos y a otros. Y no sólo a los presos. Descubrirla era la forma de averiguar quién robaba los alimentos. Entonces, por un breve instante, recordó que aquella era su verdadera misión allí y no perseguir a supuestos asesinos que cometían crímenes que no interesaban a nadie. ¿Estaría cometiendo un error?
—Vale, vale. Quedamos como buenos amigos —dijo Higinio echándose hacia atrás a la vez que mostraba una sonrisa servil y a todas luces falsa—. No hay problema amigo, no hay problema.
Y volvió al trabajo.
—Vamos a la cantina, allí me explicarás —dijo Alemán.
Una vez bajo aquel chamizo que hacía las veces de bar y sentados ante sendos vermuts, Alemán interrogó al detective con respecto a la entrevista con Higinio.
—Tornell, ¿me explicarás qué acabo de ver?
—Cosas de presos.
—Él tiene, a su manera, influencia. ¿No?
—Sí.
—¿Por qué? ¿Por los recuentos?
—No.
—Tú dirás.
—No es relevante para el caso que nos ocupa.
—No es relevante, dices…
—En efecto.
—Podría obligarte a decírmelo.
—No, no podrías.
Alemán notó que, al fin, el preso le tuteaba como él quería que hiciera. Se había acostumbrado a hacerlo en apenas una mañana. Al menos, cuando estaban a solas. Y además, se le enfrentaba en algo. Bien. Tornell observó al militar demasiado pensativo y tomó de nuevo la palabra.
—Mira, Alemán, ¿de verdad quieres seguir con esto?
—¿Con qué?
—Joder, con la investigación de la muerte de Carlitos. ¿Eres sincero al respecto?
—Pues claro.
—Entonces debes fiarte de mí. Yo soy el policía, ¿recuerdas?
—Sí, claro. Como Humphrey Bogart —dijo Alemán comprendiendo que, de momento, le interesaba recular. Ya averiguaría más al respecto.
Tornell volvió a tomar la palabra.
—Ese tipo sabe algo. Falseó el recuento nocturno.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Viste su cara?
—Sí, es cierto, parecía nervioso.
—Mira, Roberto —aclaró—. Es una situación compleja. Higinio tiene influencia en el campo, sí. No quiero que esta investigación perjudique a nadie. Si fuésemos sutiles… No sé, quizá la simple evidencia de que puede perder sus privilegios le haría contarnos por qué falseó el recuento. Sabiendo eso, sabremos quién es quién en este asunto.
—Sé cómo hacerlo —dijo—. Vamos.
—Ahora no puedo, Alemán. Tengo que leer las cartas a mis compañeros analfabetos. Me esperan.
—Sí, claro. Mañana por la mañana, a la misma hora que hoy.